VIII. EL SOL NO ES PERFECTO

LA CARA MANCHADA DEL SOL

LA REFERENCIA más antigua que se tiene de la observación de manchas oscuras en el disco del Sol corresponde a Teofrasto de Atenas, alrededor de 350 a.C., mucho antes de la invención del telescopio. Es frecuente que aparezcan en el Sol manchas lo suficientemente grandes como para ser observadas a simple vista, en especial cerca del ocaso, por lo que no podían escapar a los atentos ojos de los griegos. Los chinos, pueblo minucioso y especialmente interesado en la observación del cielo, registraron de forma sistemática las manchas solares desde el año 165 a.C. y ya en nuestra era se encuentran algunos registros de manchas solares en los pueblos prehispánicos de América. Existen también referencias aisladas de registros de manchas en Europa a lo largo de los primeros 16 siglos de nuestra era, pero el único registro sistemático corresponde a los chinos, el cual, además, no fue conocido por el mundo occidental hasta 1873. Así pues, para los europeos de principios de siglo XVII existían sólo referencias aisladas de las observaciones de manchas oscuras sobre el disco solar y no se le daba mayor importancia a este hecho, pues se interpretaban como fenómenos atmosféricos o como sombras debidas al paso de algún planeta frente al Sol, ya que en su concepción del Universo no cabía la imagen de un Sol que no fuera fuego puro e inmaculado.

Sin embargo, en 1610, cuando Galileo empezó a utilizar el telescopio para observar los cuerpos celestes pudo registrar que las manchas oscuras aparecían en el lado este del limbo solar, en el transcurso de unos 13 días se desplazaban hasta perderse en el extremo oeste del limbo y volvían a aparecer de nuevo por el lado este unos 13 días después. Esto lo llevó a la conclusión de que estos puntos oscuros eran en realidad parte del Sol y que giraban con él en un periodo de 26 a 27 días. Pero Galileo no fue el único en dirigir un telescopio hacia el Sol y percatarse de las manchas oscuras. Casi al mismo tiempo que él, Johannes Fabricius en Alemania usó el telescopio para proyectar una imagen del Sol en una pantalla blanca en un cuarto oscuro con lo que pudo observar las manchas y sus movimientos y concluir que efectivamente estas manchas pertenecían al Sol. El diseño de Fabricius, totalmente inofensivo para observaciones solares, evitó que él corriera la misma suerte que Galileo, quien quedó ciego por hacer observaciones directas del Sol. Esta técnica de proyectar la imagen solar en una pantalla para su estudio aún se usa en nuestros días en algunos casos.

El fraile jesuita Christopher Scheiner en Alemania del sur también observó en 1611 las manchas solares, pero cuenta la historia que cuando Scheiner avisó de su descubrimiento a su superior éste le dijo: "He leído los escritos de Aristóteles de principio a fin y puedo asegurarte que en ninguna parte de ellos he encontrado nada similar a lo que tú mencionas; así que hijo mío ve en paz y tranquilízate; puedes estar seguro de que lo que tomaste como manchas en el Sol, son fallas de tus lentes o de tus ojos." Por fortuna Scheiner no se convenció y fascinado por la posibilidad de que el Sol tuviera manchas prosiguió sus observaciones con minuciosidad y legó a los científicos de nuestros días unos registros que han resultado ser muy valiosos.

Las manchas en general se encuentran en regiones activas y aunque pueden verse en el Sol manchas individuales, es más frecuente que aparezcan en grupos que contienen manchas grandes y pequeñas; las más grandes pueden llegar a medir hasta 40 000 km (tres veces el diámetro de la Tierra) y las más pequeñas pueden ser simples poros de 1 000 a 2 000 kilómetros de diámetro. Como caso excepcional, en 1858 se registró una enorme mancha de 225 000 kilómetros de diámetro, casi 20 veces el diámetro de la Tierra. Los grupos de manchas en ocasiones pueden ser tan grandes como de un sexto del diámetro del Sol. Una mancha individual pequeña puede durar por un día o menos, mientras que las manchas grandes y los grupos pueden estar presentes durante tres o cuatro meses.


Figura 25. Acercamiento de una mancha. En las fotografías telescópicas de alta resolución se puede distinguir en detalle la estructura de una mancha solar. La oscura sombra del centro (o umbra) se encuentra rodeada por una región filamentosa con fibras claras y oscuras llamadas penumbra. Las manchas pequeñas suelen carecer de penumbra y en los grandes grupos de manchas es común que las penumbras individuales se confundan en una penumbra común.

En general, las manchas constan de dos partes bien definidas: un núcleo oscuro llamado umbra (o sombra) el cual está rodeado de un borde filamentoso menos oscuro llamado penumbra. Las manchas pequeñas carecen por lo general de la penumbra y en los grandes grupos de manchas, éstas suelen estar a veces tan cercanas que comparten una penumbra común.


NATURALEZA DE LAS MANCHAS SOLARES

La naturaleza de las manchas solares fue motivo de muchas especulaciones en los albores de la astronomía y sigue siendo uno de los focos de mayor atención en la astrofísica moderna. Hace 200 años se creía que las manchas eran las partes altas de sólidas montañas que emergían de un océano de brillante lava; pero en 1774, Alexander Wilson pudo observar que eran en realidad depresiones y no protuberancias. Sir William Herschel, que para muchos ha sido el más grande astrónomo observacional de todos los tiempos, argüía de manera enfática en 1794 que toda la radiación solar se originaba en una delgada capa de nubes muy calientes, pero que el Sol era sólido y frío. Así, las manchas observadas representaban agujeros en las nubes brillantes que permitían ver la fría superficie sobre la cual, especulaba Herschel, podría incluso haber habitantes.

Ahora que conocemos más del Sol sabemos que esto es imposible, su superficie es en realidad muy caliente y si las manchas aparecen oscuras es porque son regiones más frías que la fotósfera circundante. En efecto, con el desarrollo de la espectroscopía hace unos 100 años se hizo posible conocer la naturaleza física y química de las manchas y se sabe ya que una mancha solar es una depresión en la fotósfera de unos cuantos cientos de kilómetros de profundidad en la que la temperatura es del orden de 2 000 grados menor; mientras que la temperatura general de la fotósfera es de unos 5 700°K, la umbra de una mancha tiene alrededor de 3 800°K, por lo que su brillo es de menos de una cuarta parte del de la superficie adyacente; por esa razón la vemos oscura. Sin embargo, una mancha no es oscura en absoluto, si toda la fotósfera se cubriera con una enorme mancha, la luz que recibiríamos del Sol sería aún comparable a la de un atardecer, con un acusado color rojo; y si una típica mancha solar sustituyera a todo el Sol, iluminaría con un brillo superior al de 10 lunas llenas.

A la temperatura de una mancha muchos compuestos químicos son estables y de la espectroscopía de su luz se ha encontrado la presencia de componentes moleculares. Por medio del efecto Doppler se han podido observar flujos del material de la mancha saliendo del centro frío de la umbra hacia el extremo de la penumbra con una velocidad de dos kilómetros por segundo. En los niveles más altos de la atmósfera solar sobre la mancha se ha observado un flujo inverso, esto es, desde el borde hacia el centro.


EL CAMPO MAGNÉTICO EN UNA MANCHA

¿Qué es lo que hace una mancha sea más fría que sus alrededores? La respuesta es: el intenso campo magnético que poseen. A finales del siglo pasado, Hale observó que el aspecto filamentoso de la penumbra de una mancha se asemeja mucho al ordenamiento que adquieren las limaduras de hierro cuando se esparcen sobre un cartón que esté colocado encima del polo de un imán. Esto le sugirió que las manchas solares eran polos magnéticos y se propuso medir la intensidad de su campo por medio del recién descubierto efecto Zeeman, consistente en el desdoblamiento de las líneas espectrales emitidas por los átomos cuando éstos se encuentran en un campo magnético. En 1908, Hale pudo comprobar que efectivamente las manchas solares poseían campos magnéticos muy intensos, del orden de miles de gauss, y que tenían una sola polaridad (norte o sur); cuando las manchas aparecen en pares, una de ellas tiene polaridad norte y la otra tiene polaridad sur.

En general, mientras más grande es una mancha más intenso es su campo magnético: una mancha pequeña suele tener un campo de alrededor de 500 gauss, mientras que las grandes pueden alcanzar una intensidad magnética de 4 000 gauss. Estos campos, comparados con el campo de la Tierra que es de 1/3 de gauss, y con el mismo campo general del Sol que es del orden de un gauss, no dejan de ser impresionantes. El campo magnético en una mancha es más intenso en el centro de la umbra y disminuye hasta un valor muy pequeño en el extremo exterior de la penumbra. En el centro de la umbra las líneas del campo magnético son verticales, esto es, perpendiculares a la superficie del Sol, pero hacia afuera de la mancha se van inclinando hasta volverse casi horizontales (paralelas a la superficie del Sol) en el extremo de la penumbra. Más allá de la penumbra, el campo magnético vuelve a entrar en el Sol, con frecuencia en una mancha vecina de polaridad opuesta.

Pero, ¿qué tiene esto que ver con que la mancha esté más fría que la fotósfera circundante? En la fotósfera solar parte del material se encuentra ionizado, por lo que el gas fotosférico es un buen conductor eléctrico. Ya vimos al hablar del viento solar que los movimientos de los buenos conductores son fuertemente afectados por los campos magnéticos, al grado de que un campo magnético intenso puede impedir el paso de un fluido conductor, como ocurre con el viento solar en las magnetopausas planetarias. De modo semejante, el enorme campo magnético de una mancha solar va a controlar el movimiento del material fotosférico en ella y de alguna manera, que no está aún perfectamente entendida, va a detener los movimientos de ebullición de este material, produciendo con ello un enfriamiento. Aunque la sola existencia de una mancha —de una región mucho más fría enclavada durante meses en un fluido turbulento a miles de grados— pudiera parecer imposible, su existencia y persistencia nos muestran la capacidad que tiene el intenso campo magnético de esas regiones no sólo para enfriarlas, sino para mantenerlas frías durante mucho tiempo. De hecho, el campo magnético de una mancha es su característica principal y el responsable tanto de la existencia misma de la mancha como de otros fenómenos asociados a ella, de los cuales hablaremos en el siguiente capítulo.


UNA SUPERFICIE MUY ACTIVA

Observada a simple vista o proyectada sobre una pantalla, la superficie del Sol parece ser sólida y tersa, sin embargo, al observarla con un telescopio, la imagen que se nos presenta es una imagen de continua actividad. Esto en realidad no es sorprendente, pues sabiendo que el Sol es una esfera de gas muy caliente, sería absurdo esperar que estuviera estático. Sin embargo, los movimientos de ebullición y turbulencia que observamos en la superficie del Sol con el telescopio no son caóticos, ni siquiera se observan en ella remolinos. La superficie solar parece estar ondulando con columnas de gases ascendentes y descendentes y el disco solar parece estar cubierto por losetas. Todo el material fotosférico está organizado en celdas o gránulos donde el material circula surgiendo desde la parte baja de la fotósfera, desplazándose un poco por la superficie y hundiéndose nuevamente; las velocidades verticales del material fotosférico varían desde 1 500 kilómetros por hora en la parte más baja de la fotósfera hasta 6 000 kilómetros por hora en la fotósfera superior; el material surge del centro de los gránulos, los cuales tienen forma poligonal irregular, y se hunde en las orillas. Aproximadamente cuatro millones de gránulos cubren la superficie del Sol los cuales duran entre 7 y 10 minutos, el tiempo que le toma al material circular una sola vez; posteriormente el gránulo se divide y se desvanece y en su lugar aparece un nuevo gránulo. La circulación del material fotosférico se debe a que el gas caliente de su parte baja se expande y por tanto se eleva; conforme se eleva se va enfriando, radiando parte de su energía al exterior, y al enfriarse se va volviendo más denso, hasta que finalmente vuelve a hundirse hacia el interior del Sol. La temperatura entre la base y la parte superior del gránulo varía de unos 10 000 grados Kelvin a unos 4 200 grados Kelvin; la profundidad de un gránulo es del orden de unos cientos de kilómetros y su diámetro en la superficie es de entre 250 y 2 000 kilómetros. Los supergránulos, con dimensiones del orden de 30 000 kilómetros, también constituyen circuitos de circulación del material fotosférico en las que éste puede verse desplazándose del centro hacia las orillas con una velocidad de casi 2 000 kilómetros por hora. El material que circula por los supergránulos va a profundidades mucho mayores que el de los gránulos, hasta unos 8 000 o 10 000 kilómetros bajo la superficie. Del orden de 5 000 supergránulos pueden observarse en el Sol a la vez, durando cada uno de ellos alrededor de un día, que es también el tiempo que le toma al material circular una sola vez. Además de estos movimientos rápidos en gránulos y supergránulos, existen movimientos sistemáticos del gas superficial con velocidades de 70 kilómetros por hora que salen de regiones cercanas al ecuador y se dirigen hacia los polos. Este movimiento debe estar compensado por otro flujo de material de los polos al ecuador que se lleve a cabo bajo la superficie, pues de otra manera el material se acumularía en los polos.

Parece ser que fue William Herschel quien primero se interesó en observar la estructura detallada de la superficie del Sol a principios del siglo pasado, pero con la poca resolución de los telescopios de que disponía no fue capaz de apreciar detalles claros. En 1862, James Nasmyth, un astrónomo aficionado inglés, construyó un telescopio lo suficientemente grande como para apreciar la estructura fina de la superficie solar e interesó a otros a tratar de precisarla con mejores instrumentos. Cuando en la década de los setenta del siglo pasado se empezaron a imprimir placas fotográficas de los registros telescópicos, Pierre Janssen, astrónomo francés, se dio a la tarea de tomar impresiones fotográficas de la superficie solar y en la década de los ochenta del siglo pasado sus fotografías causaron gran revuelo entre los astrónomos pues parecían mostrar pequeñas estructuras brillantes en el Sol, rodeadas de bordes oscuros, aunque por desgracia las imagenes se hallaban muy distorsionadas a causa de la turbulencia de nuestra propia atmósfera. Setenta años después, en 1957, Martin Schwarzschild obtuvo fotografías de la superficie solar con un telescopio a bordo de un globo y éstas mostraron finalmente, sin dejar lugar a ninguna duda, su estructura granulada. Desde entonces, la resolución de los telescopios modernos, el mejoramiento de las emulsiones fotográficas y la posibilidad de tomar fotos desde el espacio han mostrado con todo detalle la estructura y la dinámica de los gránulos solares y han terminado para siempre con la romántica imagen de un Sol terso y pulido.


Figura 26. Las protuberancias. Como manifestaciones espectaculares de la gran actividad de la superficie solar se encuentran las protuberancias que son enormes oleadas de material que surge hacia la corona y que se mantienen erguidas a veces hasta por varios meses. La protuberancia de la fotografía tiene una altura de 370 000 km (casi 30 veces el diámetro de la Tierra) y por ella el material se eleva con una velocidad de casi 600 000 kilómetros por hora.

Además de toda esta circulación continua de material sobre la superficie solar que podríamos llamar cotidiana, es frecuente ver surgir (en la luz de la línea Ha) aquí y allá, de vez en vez, grandes chorros de material que se levantan y se arquean llegando hasta la corona y permaneciendo erguidos durante días y aun meses. Estos enormes arcos, llamados protuberancias, pueden alcanzar alturas de cientos de miles de kilómetros y, aunque a veces se mantienen suaves como chorros de una fuente, en ocasiones suelen tener violentos y espectaculares movimientos de chicoteo, proporcionando imágenes en verdad impresionantes. Las protuberancias pueden permanecer suspendidas sobre la superficie solar, inmersa en la corona, durante semanas y aun meses, sostenidas por el campo magnético; de hecho, toda la estructura de la protuberancia está controlada por las líneas del campo magnético que, ancladas en la fotósfera, se estiran hacia la corona solar. El material que constituye la protuberancia es mucho más denso y más frío que el material coronal que la rodea, pero puede permanecer así, sin calentarse ni diluirse, por la presencia del campo magnético que, de manera semejante a lo que ocurre en las manchas, inhibe el flujo de calor hacia estas regiones. Las protuberancias estacionarias tienen temperaturas entre 8 000 y 10 000 grados, mientras que las protuberancias activas que muestran oleadas y chicoteos tienen temperaturas hasta de 100 000 grados. Las protuberancias suelen estar asociadas a las regiones activas y con frecuencia las fáculas fotosféricas constituyen sus pies.

Las protuberancias se observaron por primera vez durante la ocurrencia de los eclipses totales de Sol, cuando la Luna cubre todo el disco solar. En la Edad Media se pensaba que estas protuberancias eran parte de la atmósfera lunar y no se creía que formaran parte del Sol. Esta creencia persistió hasta que en 1860 se pudo observar y fotografiar con detalle un eclipse total de Sol que ocurrió en España y al observar el movimiento de la Luna a través de ellas se demostró que no seguían a la Luna sino que pertenecían al Sol. Desde entonces la observación de las protuberancias, su mapeo y el registro de su evolución han sido motivo de diaria labor con ayuda de coronógrafos y filtros y su estudio constituye una parte fundamental en el entendimiento de la actividad solar y del comportamiento de los plasmas en general.

Pero las más violentas manifestaciones de la actividad solar son sin duda las ráfagas, enormes explosiones que suelen durar desde unos minutos hasta una hora o más y que pueden emitir en ese tiempo más energía que toda la radiación solar recibida en la Tierra en ¡300 años! Se estima que si toda la energía de una de las grandes ráfagas se pudiera almacenar, serviría para abastecer a la Tierra a la razón de su consumo actual durante más de 100 000 años. Estas ocurren en las regiones activas asociadas con las manchas, en especial con los grupos grandes de manchas, y aunque no está aún bien entendido el mecanismo físico que las dispara y que proporciona cantidades tan altas de energía, es seguro que tiene que ver con los intensos campos magnéticos de estas regiones. Durante la explosión de una ráfaga se pueden generar temperaturas superiores a los 100 millones de grados, considerablemente mayores que la temperatura del propio núcleo del Sol, por lo que es posible que ocurran aquí también reacciones de fusión nuclear, aunque la densidad en la región de la ráfaga es muchísimo menor. En efecto, en 1972 con un detector de rayos gamma a bordo de un vehículo OSO se registraron por primera vez señales de fusión nuclear provenientes de una gran ráfaga que ocurrió en agosto de ese año. Abundando en las comparaciones, mencionaremos que se ha calculado que la energía liberada en una de estas ráfagas es comparable a la que se obtendría de la explosión de 3 000 millones de bombas de hidrógeno.

A pesar de toda esta energía liberada, las ráfagas sólo en muy rara ocasión se pueden observar en luz visible, dado que la explosión ocurre en la cromósfera y casi toda la energía se emite aquí y en la corona, que ya sabemos que emiten principalmente en otras frecuencias. Sólo las ráfagas más intensas pueden calentar la superficie y entonces pueden observarse a simple vista. Donde mejor se observan las ráfagas es en la línea Ha, por lo que se puede obtener un registro detallado de su ocurrencia y evolución desde la Tierra usando filtros en esa longitud de onda.

Durante el estallido de una ráfaga intensa se lanzan hacia la corona electrones a velocidades del orden de 1/3 de la velocidad de la luz y ahí producen emisiones de radio ondas de diferentes tipos. También se lanzan electrones hacia abajo del área de explosión y éstos se sumergen en la fotósfera produciendo estallidos de rayos X y de microondas. Además de esto, al estallar una ráfaga se generan veloces nubes de plasma que se lanzan hacia la corona perturbándola y provocando otras emisiones de radio, y hasta hace poco tiempo se creía que este plasma rápido salía del Sol y se propagaba por el medio interplanetario; sin embargo, las observaciones más recientes indican que no es así y que todos los flujos de plasma lentos o rápidos que se observan en el espacio interplanetario provienen de hoyos coronales.

También es posible y muy frecuente que durante el estallido de una ráfaga se emitan partículas individuales muy energéticas, con velocidades muy cercanas a la velocidad de la luz. Estas partículas, llamadas rayos cósmicos solares, son principalmente protones y partículas alfa (núcleos de hidrógeno y de helio), aunque también se observan algunos núcleos más pesados. El proceso capaz de acelerar las partículas hasta tan altísimas velocidades aún no se conoce bien, pero es indiscutible que tiene también que ver con el intenso campo magnético de estas regiones. En la actualidad, con la posibilidad de la telescopía fuera de la atmósfera se tienen observaciones de las emisiones de las ráfagas prácticamente en todas las longitudes de onda, incluyendo, como ya dijimos, los energéticos rayos g, y se pueden registrar también las partículas que en ellas se emiten.

A veces una ráfaga intensa puede provocar el fin de una protuberancia que se halle sostenida por encima de ella, la cual se desvanece en menos de una hora, aunque a veces vuelve a surgir después de un tiempo en el mismo lugar y prácticamente con la misma configuración. Esto sugiere que aunque durante la ocurrencia de la ráfaga debe haber alteraciones del campo magnético muy drásticas, éste puede volver a establecerse como estaba antes de la explosión. De todos estos detalles y de las emisiones observadas se han tratado de crear modelos físicos consistentes, pero el problema, como casi todos los de la física solar, sigue abierto.

Como detalle histórico curioso, simplemente añadiremos que las ráfagas fueron por primera vez identificadas por un astrónomo aficionado inglés, Richard Carrington en 1859, cuando al estar observando las manchas solares vio un par de destellos luminosos que atravesaban la sombra de una de ellas, aumentando rápidamente en brillantez y extensión, y debilitándose posteriormente para luego desvanecerse. Todo el espectáculo no duró más de cinco minutos, pero bastó para abrir una nueva rama de la investigación del Sol, la cual desde el punto de vista de los habitantes de la Tierra es una de las más importantes por el efecto que tienen estas ráfagas en el medio ambiente terrestre y del cual hablaremos en el próximo capítulo.


UNA ROTACIÓN MUY CURIOSA

Que el Sol rota alrededor de sí mismo fue algo que se descubrió en cuanto se empezaron a observar las manchas, hace ya casi 400 años. El eje alrededor del cual gira, o sea el eje que une su polo norte con su polo sur, es casi perpendicular al plano de la órbita de la Tierra —plano de la eclíptica—, inclinado solamente siete grados. De este modo, la mitad del año podemos ver el polo norte del Sol y la otra mitad su polo sur, aunque solamente un poco, pues la inclinación es muy pequeña. El Sol gira en la misma dirección que la Tierra y al igual que en ésta se definen en él un ecuador y meridianos y paralelos para localizar puntos sobre su superficie por medio de la longitud, medida alrededor del Sol, y la latitud, medida desde el ecuador hacia los polos.

Observando características notables sobre la superficie solar es posible medir el tiempo que le toma al Sol dar una vuelta completa. Las primeras características obvias que se usaron como trazadores fueron las manchas solares y con base en su observación se estimó el periodo de rotación del Sol en unos 27 días. Sin embargo, las observaciones más detalladas llevadas a cabo posteriormente dejaron ver una cosa muy curiosa, el Sol no gira como un cuerpo sólido, todo al mismo tiempo, sino que sus regiones ecuatoriales giran más rápido que sus regiones polares. A este tipo de rotación se le llama rotación diferencial y si esto puede ocurrir en el Sol es precisamente porque no es un cuerpo sólido sino gaseoso. Desde 1863 quedó confirmado el hecho de que la rapidez de rotación de las manchas solares depende de su latitud, siendo su periodo de rotación de unos 25 días en el ecuador, y disminuyendo hacia los polos. Como las manchas no aparecen nunca en latitudes mayores a unos 40 grados (norte o sur), para explorar la rotación de las altas latitudes solares se ha usado otro tipo de características, como las protuberancias y ciertas regiones magnéticas identificadas; con esto se ha encontrado que el periodo de rotación aumenta continuamente con la latitud y que las regiones polares tienen un periodo de rotación de alrededor de 37 días, ¡12 días mayor que el del ecuador! Analizando los dibujos de manchas solares hechos por Scheiner y por Heyelius en el siglo XVII puede verse que la rotación diferencial del Sol deducida de estos trazadores ha permanecido prácticamente igual desde las primeras observaciones.

Un método más directo de medir la rotación consiste en analizar el efecto Doppler en su espectro. Al girar el Sol, uno de sus extremos se dirige hacia nosotros, mientras que el otro se aleja, de modo que el espectro de luz emitido por un extremo se correrá hacia el azul y el emitido por el otro se correrá hacia el rojo; la medida de estos corrimientos indicará la velocidad de rotación. Hasta 1967 fue posible obtener mediciones espectroscópicas con la precisión requerida para registrar los pequeños corrimientos producidos por la lenta rotación del Sol y el resultado, para variar, fue una sorpresa. Resulta que los gases fotosféricos donde no hay manchas giran de manera más lenta que éstas (con un periodo de unos 27 días en el ecuador), por lo que las manchas de hecho "cortan" la fotósfera en su avance. Lo mismo se ha observado para las demás características de tipo magnético que se han usado hasta ahora como trazadores. Esto sugiere que la región donde los campos magnéticos se originan, muy por debajo de la superficie, debe estar girando más rápidamente que los gases fotosféricos y arrastrando por lo tanto a las manchas y a otras características dominadas por el campo magnético a través de la fotósfera.

El que las capas internas del Sol giren más rápido que su superficie ya había sido sugerido por algunos astrofísicos que, al observar estrellas semejantes al Sol pero más jóvenes, han encontrado que giran con mucha más velocidad que éste. Como ya mencionamos en el capítulo VI, el flujo del viento solar ha ido haciendo que el Sol rote cada vez más lentamente, pero como aquél se emite desde la superficie y el Sol no es sólido, no hay por qué esperar que las capas internas del Sol se frenen por la emisión del viento solar. Es posible que el núcleo del Sol conserve aún la rápida rotación de la estrella joven, aunque ahora su superficie gire de forma más lenta.

Por razones meramente teóricas, basadas en el comportamiento de la órbita de Mercurio, R. H. Dicke de la Universidad de Princeton ha supuesto también que el núcleo del Sol debe girar mucho más rápido que su superficie, con un periodo de alrededor de dos días. Si esto fuera así, el ecuador solar debería expandirse un poco de modo que el diámetro ecuatorial solar debería medir unos 35 kilómetros más que el diámetro polar. Dicke ha reportado que registró ya esa diferencia, pero observaciones posteriores realizadas por otros astrónomos no han confirmado su registro.

Sin embargo, la posibilidad de que el interior del Sol gire de manera más veloz que su superficie ha despertado un gran interés en los físicos solares por las consecuencias que esto traería y porque tal vez así se expliquen algunos de los enigmas del Sol, como sería, por ejemplo, la falta de neutrinos. Si el núcleo solar girara tan rápido como para completar una rotación en casi dos días, la presión y la temperatura en él serían menores que las que se han supuesto y esto implicaría un flujo menor de neutrinos, más o menos en la medida en que se ha observado. Por otra parte, la rotación más veloz de las capas internas del Sol tendría profundas implicaciones en el ciclo de actividad solar, al que dedicaremos buena parte del próximo capítulo, el cual representa la forma como varían en el tiempo las diferentes manifestaciones de actividad del Sol como son las manchas, las protuberancias, las fáculas, las ráfagas y aun los hoyos coronales.

La forma más directa de salir de dudas respecto a esta diferencia de rotación consiste en poner en órbita cerca de la superficie solar a un vehículo espacial. Del mismo modo como los satélites geodésicos han mostrado la forma real, aperada, de nuestro planeta y sus pequeñas deformaciones por medio de alteraciones en sus órbitas, la órbita de un satélite solar muy cercano a su superficie sería extremadamente sensible a cualquier deformación del Sol, en particular el ensanchamiento ecuatorial predicho.

Por razones obvias, las dificultades técnicas de un proyecto tal son enormes; sin embargo, dada la importancia que tienen estas posibles deformaciones en el entendimiento de la física del Sol, la NASA tiene ya programado para fines de este siglo un proyecto semejante, al que se ha bautizado con el nombre de "Starprobe" o "Sonda Estelar". Pero existe otra manera, si no tan directa, sí bastante prometedora, de explorar el interior del Sol y es mediante una nueva disciplina que se ha llamado sismología solar y que al igual que en nuestro planeta consiste en estudiar las oscilaciones que presenta el Sol para conocer su estructura interna. De esto hablaremos en la siguiente sección, pero antes terminaremos de analizar la rotación superficial.

Uno de los resultados más sorprendentes del recién utilizado efecto Doppler es que, en periodos cortos, la rotación diferencial del Sol varía. Esto quiere decir que si nos fijamos por ejemplo en los casquetes polares, éstos giran primero más rápido y después más lento, para aumentar de nuevo su velocidad hasta completar un ciclo en aproximadamente 11 años. De esta manera, el Sol se tuerce primero hacia un lado y luego hacia el otro y esta oscilación torcional viaja hacia el ecuador y regresa a los polos en un periodo de 22 años. Como veremos en el próximo capítulo, éstos son también los periodos del ciclo de actividad solar y ahí analizaremos también las conexiones de este ciclo con la extraña rotación del Sol.


OSCILACIONES SOLARES

Por si todo esto fuera poco, resulta que el Sol también vibra, lo cual en realidad no es muy sorprendente pues el Sol es una masa de gas que se mantiene en equilibrio por la fuerza gravitacional de atracción que se opone a la expansión producida por la presión del gas caliente. En estas condiciones, un desbalance de estas fuerzas generará perturbaciones que se propagarán tanto en su interior como en su superficie. Las ondas en la superficie del Sol se pueden detectar por medio de desplazamientos superficiales, observables con el corrimiento Doppler del espectro emitido, o por variaciones de temperatura, detectables a través de fluctuaciones de brillantez. Las observaciones muestran que en el Sol ocurren una gran cantidad de oscilaciones que van desde vibraciones de muy baja frecuencia del Sol entero hasta ondas magnetoacústicas de alta frecuencia localizadas en determinadas regiones magnéticas de la superficie y la atmósfera. La mayoría de estas oscilaciones se deben a ondas sonoras que en el Sol se desplazan entre 20 y 25 veces más rápido que en la Tierra, debido a las temperaturas más altas y a la ligereza de los gases (principalmente hidrógeno) que lo componen.

En la zona de convección deben estarse generando una gran cantidad de ondas sonoras debido a la turbulencia de esta zona, las cuales deben propagarse en todas direcciones en el Sol. La primera evidencia de oscilaciones en la superficie solar la obtuvo Robert Leighton del Instituto de Tecnología de California en 1960 cuando estaba estudiando la evolución de los gránulos. Encontró que cada trozo de la atmósfera se eleva y se hunde con un periodo de alrededor de cinco minutos y puede estar haciendo esto durante unos 25 o 30 minutos. Es como si la atmósfera del Sol fuera perturbada por ráfagas de ondas, que producen unas oscilaciones periódicas de cinco minutos y luego se aquieta, para volver a perturbarse de nuevo. Al principio estas oscilaciones fueron interpretadas como respuestas locales de la atmósfera solar a impulsos provenientes de abajo, como podrían ser los creados por celdas convectivas calientes que se elevaran, pero en 1970 y 1971 Roger Ulrich, también de California, presento una teoría en términos de oscilaciones globales que entran en resonancia y se refuerzan en ciertos momentos y lugares dando como resultado las oscilaciones localizadas que se observan. En 1975, F. L. Dubner de Alemania comprobó en forma observacional los detalles predichos por esta teoría, pero se observaron ligeras diferencias en los valores esperados que sirvieron para corregir el tamaño estimado de la zona de convección en el interior del Sol. El gran éxito de la teoría de Ulrich ha abierto un nuevo campo en la física solar que se ha llamado heliosismología.

En 1974, el astrónomo norteamericano Henry Hill, al tratar de medir con mucha precisión el diámetro del Sol, encontró, para su gran sorpresa, que éste tiene una variación periódica de unos 25 kilómetros. Esto, aunque es muy poco comparado con su radio de casi 700 000 kilómetros, es suficiente para poderse medir. Así pues, el Sol se hincha y se contrae continuamente como si estuviera respirando. Muchas estrellas oscilan de este modo, expandiéndose y contrayéndose con periodos que van desde el orden de un año hasta algunos días y menos, y no es raro que su radio máximo sea de varias veces su radio mínimo. Más recientemente un equipo de astrónomos franceses, usando sensores a bordo del vehículo espacial norteamericano OSO, detectó una expansión y contracción de la atmósfera solar con un periodo de 14 minutos y una amplitud de 1 300 kilómetros.

Todos estos estudios, que pertenecen ahora a la heliosismología, han despertado un gran interés entre los físicos solares pues, principalmente, el estudio de estas oscilaciones permitirán conocer mejor la estructura interna del Sol, del mismo modo que la sismología terrestre ha permitido que sepamos cómo es el interior de nuestro planeta. Se espera con ella poder determinar la densidad, temperatura y composición del interior del Sol, medir las diferentes velocidades de rotación de las capas internas y así tal vez ayudar a resolver el problema de los neutrinos faltantes y esclarecer los mecanismos del ciclo de actividad solar. Se espera también poder determinar el campo magnético interno del Sol y sus características gravitacionales con más detalle y se buscan además indicios de las características iniciales del Sol para poner a prueba los modelos cosmológicos.

Sin embargo, el problema principal de la heliosismología es que requiere de la observación prolongada del Sol durante periodos continuos, cosa que no se puede hacer desde un observatorio terrestre, pues para él el Sol está sobre el horizonte sólo unas cuantas horas. Una solución que ya se está planeando es la de establecer una red de observatorios con telescopios idénticos a diferentes longitudes sobre la Tierra de modo que aquel siempre pueda ser observado por alguno de ellos. Otra posibilidad, en la que también ya se está trabajando, es la de colocar un observatorio en órbita terrestre de manera tal que nunca cruce la sombra de la Tierra y pueda observar al Sol continuamente. Una tercera posibilidad, que ya se ha llevado a cabo, es la de observar desde los polos de la Tierra durante el verano, cuando el Sol se mantiene continuamente sobre el horizonte. Una expedición con este propósito fue organizada en 1980 por científicos franceses y norteamericanos, quienes se establecieron una temporada en el polo Sur, la cual resultó de mucho éxito. De las observaciones realizadas a través de cinco días continuos se obtuvo información que permitió afinar mejor la estructura interna del Sol y que sugiere que en efecto el interior solar gira más velozmente que su superficie y que el núcleo debe estar girando de dos a nueve veces más rápido que la fotósfera.