IX. EL SOL NO ES CONSTANTE

SOL QUIETO Y SOL ACTIVO

AUNQUE el Sol siempre está activo, no siempre está igual de activo. Hay épocas en que las manchas, las ráfagas, las protuberancias y todas las manifestaciones de actividad solar son muy numerosas, y otras en las que están prácticamente ausentes. Cuando ocurre esto último se habla del Sol quieto, mientras que en el primer caso hablamos del Sol activo. El Sol no pasa de quieto a activo y de activo a quieto en forma azarosa, sino que sigue un ciclo bastante regular al cual se le llama ciclo de actividad solar o simplemente ciclo solar. La característica más evidente del ciclo solar, la más fácil de registrar y de la que se tienen observaciones más antiguas, es el número de manchas; fue precisamente el descubrimiento de la variación de este número lo que constituyó la primera evidencia de que algo en el Sol varía de manera periódica.

El descubrimiento del ciclo de manchas solares fue hecho por casualidad cuando se estaba buscando otra cosa, lo que ha ocurrido con frecuencia no sólo en física sino también en geografía. Uno de los problemas en los que estaban muy interesados los astrónomos —profesionales y aficionados— de principios del siglo pasado era el encontrar un planeta más cercano al Sol que Mercurio. A este supuesto planeta se le puso el nombre de Vulcano, dios de los infiernos, por la temperatura tan alta que debía tener y era necesario según la teoría de gravitación de Newton para entender el extraño comportamiento de la órbita de Mercurio. Ahora ya sabemos que tal planeta no existe y que lo que pasa es que la teoría de Newton está mal, pero durante mucho tiempo se buscó con tenacidad. Uno de estos buscadores de Vulcano fue un boticario alemán, astrónomo aficionado, llamado Samuel Heinrich Schwabe, que aunque no encontró ningún planeta hizo un descubrimiento aún más importante. Schwabe estuvo observando diariamente al Sol durante más de 30 años en espera de ver cruzar sobre el disco solar la sombra de Vulcano. Para estar seguro de no confundirse, y para hacer su tarea menos tediosa, registraba las manchas solares que observaba cada día; esto le permitió descubrir que el número de manchas aumentaba y disminuía en forma periódica y en 1843 informó de su descubrimiento y le atribuyó un periodo de 10 años a esta variación. Es en realidad sorprendente que el descubrimiento de la variación periódica del número de manchas solares haya tomado tanto tiempo, pues las manchas se habían registrado desde más de 200 años antes. Sin embargo, gracias a estas observaciones antiguas ha sido posible trazar los ciclos desde 1610 con registros de los máximos y los mínimos, y a partir de 1749 se ha podido incluso establecer promedios mensuales del número de manchas.


Figura 27. Los ciclos de las manchas solares. En la figura se muestran los promedios anuales del número de manchas que se han ido registrando desde 1610. Como puede observarse, este número tiene máximos y mínimos que se repiten en forma bastante periódica. El periodo promedio es de 11.2 años, pero suelen haber periodos cortos, de 8 años, o largos de 16. Puede también observarse que no todos los máximos son igualmente intensos, ni tampoco todos los mínimos.

Los ciclos de manchas solares no se repiten de igual forma ni en tiempo ni en números extremos de manchas. Hay ciclos que han durado alrededor de ocho años mientras que otros se han extendido hasta casi 16. El promedio de duración de un ciclo se estima en 11.2 años. Durante un ciclo, el número de manchas empieza a aumentar desde un mínimo hasta un máximo en un lapso de cuatro a cinco años y después vuelve a decaer hasta un mínimo en un periodo de entre seis y siete años. Durante el mínimo, el Sol puede estar por completo libre de manchas aun durante semanas, aunque también es frecuente que se vean algunas pequeñas manchas durante este periodo. Cuando el ciclo llega a su máximo, se suelen observar varios grupos de gran tamaño conteniendo cada uno docenas de manchas. Pero también el número de manchas en el máximo varía de forma considerable habiendo ciclos que han tenido cinco o siete veces más manchas en el máximo que otros ciclos menos intensos. El último máximo registrado se observó en 1980 y ha sido uno de los mayores máximos; el mínimo siguiente se espera entre 1986 y 1987.

Otra característica muy interesante del ciclo de manchas solares es que no aparecen al azar sobre la superficie del Sol, sino que lo hacen en ciertas zonas que van cambiando conforme avanza el ciclo. El primero en notar esta peculiaridad fue Richard Carrington en 1863, pero fue Gustav Spörer quien estudió el efecto de manera detallada y pudo establecer sus características específicas; debido a esto, a la migración de las manchas solares durante el ciclo se le conoce como "ley de Spörer" y en términos generales establece lo siguiente: las primeras manchas de un nuevo ciclo aparecen en una franja alrededor de los 30 grados de latitud norte y sur, aunque en raras ocasiones han aparecido cerca de los 40 grados. Al pasar el tiempo, estas manchas desaparecen y surgen otras nuevas, pero ahora más cerca del ecuador solar, a latitudes menores tanto en el norte como en el sur. Conforme el ciclo progresa, las nuevas manchas que van apareciendo lo hacen a latitudes cada vez menores y durante el máximo del ciclo, cuando hay más manchas, éstas se encuentran alrededor de los 15 grados de latitud tanto norte como sur. Al final del ciclo, las manchas aparecen ya bastante cerca del ecuador, a una latitud aproximada de 8 grados en ambos hemisferios del Sol y en algunas ocasiones hasta 5 grados. No es raro que las manchas del inicio de un nuevo ciclo empiecen a aparecer a 30 grados de latitud cuando aún están presentes las últimas del ciclo anterior cerca del ecuador.

Pero existe una tercera característica del ciclo de manchas solares y ésta tiene que ver con la polaridad magnética de las manchas. Se le conoce como la "ley de Hale" y se refiere al hecho de que todos los grupos bipolares de manchas en el hemisferio norte tienen la misma alineación y en el hemisferio sur tienen la alineación contraria. Esto quiere decir que, en un hemisferio, todas las manchas de polaridad norte se encontrarán a la derecha de las manchas de polaridad sur, mientras que en el otro será al reves, es decir las de polaridad norte se encontrarán a la izquierda. Hale descubrió también que estas polaridades se invierten de un ciclo de manchas al siguiente, o sea que si en un ciclo las manchas de polaridad norte estaban a la derecha en el hemisferio norte y a la izquierda en el hemisferio sur, en el ciclo siguiente será al revés y las manchas de polaridad norte estarán ahora a la izquierda en el hemisferio norte y a la derecha en el hemisferio sur. Así pues, las manchas del inicio de un nuevo ciclo se distinguen de las últimas del ciclo anterior no sólo por su latitud, sino también por su polaridad magnética. Esto quiere decir que además del ciclo de manchas de 11 años existe un ciclo magnético de 22 años. El campo magnético alrededor de los polos del Sol invierte su polaridad cada 11 años, cerca del máximo de manchas, y el polo sur magnético pasa a ser un polo norte y viceversa; después de otros 11 años ambos polos vuelven a adquirir su polaridad anterior. Así, a diferencia de la Tierra que conserva su orientación magnética durante mucho tiempo, el Sol invierte sus polos magnéticos en periodos muy cortos y en forma evidentemente asociada con los ciclos de manchas. Esta inversión no es instantánea ni simultánea, por lo que a veces ambos polos del Sol tienen la misma polaridad magnética durante un cierto tiempo; sin embargo, a largo plazo siempre se observa la inversión de polaridad magnética del Sol en forma recurrente.

Al igual que las manchas solares emigran y aumentan y disminuyen su abundancia, también lo hacen las regiones activas asociadas a ellas y los fenómenos que en éstas suelen ocurrir. En el periodo de mínimo o ausencia de manchas, el Sol está tranquilo, su superficie es muy homogénea y no ocurren fenómenos eruptivos violentos. Por el contrario, conforme las manchas y las regiones activas aparecen y aumentan, todas las manifestaciones de actividad solar que ya hemos mencionado surgen y se multiplican: protuberancias, filamentos, fáculas, ráfagas, emisiones de plasma, de partículas energéticas, de rayos X y g, estallidos de radio, etcétera, acompañan también en forma cíclica al número de manchas solares y junto con ellas surgen y se desvanecen, marcando así un verdadero ciclo de actividad solar que va más allá del simple número de manchas.

Los periodos recurrentes de quietud y actividad solar también se reflejan en la corona cuya forma y extensión visible cambian a lo largo del ciclo. Durante el máximo solar, la corona es simétrica, con rayos en todas direcciones en forma de pétalos de dalia, mientras que en épocas intermedias y de mínima actividad, enormes haces ecuatoriales distorsionan la simetría y sobre los polos se ve surgir en forma de rayos. También los hoyos coronales evolucionan con el ciclo de actividad solar. Durante el mínimo suelen observarse enormes hoyos coronales en las regiones polares de Sol, los cuales pueden extenderse hasta muy bajas latitudes. En épocas de máxima actividad, los hoyos polares se reducen hasta casi desvanecerse y hoyos coronales pequeños, fragmentados e inestables, se observan en regiones cercanas al ecuador.

La oscilación torsional del Sol, que mencionamos en el capítulo anterior, también muestra una marcada asociación con el ciclo solar. En este movimiento torsional, la velocidad de rotación aumenta y disminuye en las diferentes zonas superficiales del Sol desde el ecuador hacia los polos. Pero el momento de máxima velocidad de rotación no es el mismo para todas las zonas del Sol, sino que varía con la latitud. La oscilación empieza más o menos al mismo tiempo en ambos polos del Sol y se va desplazando hacia el ecuador en un periodo de 22 años. Las manchas del nuevo ciclo surgen cuando el máximo de velocidad llega a los 30 grados de latitud norte o sur.

Aunque alguna vez se trató de explicar el ciclo de actividad solar como efecto de la influencia gravitatoria de algunos planetas, en especial de Júpiter, ahora es evidente que el mecanismo que controla la evolución del ciclo solar es algo intrínseco del Sol mismo, y tiene que ver con su campo magnético y con su rotación diferencial. Si el Sol rotara todo junto, como un cuerpo sólido, es probable que no habría ningún ciclo de actividad y ésta permanecería más o menos constante sin manifestaciones violentas. Pero de alguna manera los movimientos relativos del material solar tuercen y enredan las líneas de campo magnético produciendo las manifestaciones que conocemos como del Sol activo. Existen diversos y complicados modelos que se han elaborado para tratar de explicar las características de la actividad solar y su periodicidad, pero aunque el fenómeno se puede describir en su aspecto general en los términos que ya hemos mencionado, los detalles distan mucho de poder ser explicados con precisión por ningún modelo.

Se han encontrado otros ciclos de oscilación de la actividad magnética entre los cuales el más popular ha sido uno de alrededor de 80 años que regula la intensidad de los ciclos, pero su existencia es aún muy controvertida. También se ha encontrado que han ocurrido periodos muy largos, de varias décadas, en los que no ha habido actividad solar; de estos hablaremos con más detalle al final de este capítulo.


RELACIONES SOL-TIERRA

Toda esta actividad del Sol que hemos descrito no sólo representa cambios en el ambiente solar, sino que también perturba el medio interplanetario y eventualmente altera las condiciones de nuestro planeta. Ya desde 1857 se había observado que existían variaciones en el campo magnético de la Tierra relacionadas con el ciclo de actividades solar y en 1859 R. C. Carrington estableció una relación directa entre una intensa ráfaga que observó en el Sol y perturbaciones magnéticas que ocurrieron en la Tierra minutos y horas después. Fenómenos como las auroras, que son despliegues de cortinas de luz que de vez en cuando pueden observarse en los cielos nocturnos de las regiones cercanas a los polos en nuestro planeta, resultaron también estar asociados con la actividad solar. Posteriormente, cuando ya en nuestro siglo se utilizaban las comunicaciones a grandes distancias por medio de ondas de radio, se observó que también estas comunicaciones se veían alteradas e incluso bloqueadas cuando ocurrían ráfagas solares de intensidad considerable.


Figura 28. Despliegue de la luz auroral. La actividad solar tiene muchos efectos directos sobre la Tierra como la perturbaciones magnéticas, la interferencia en las comunicaciones por radio y también los bellos despliegues de luz en el cielo de las regiones cercanas a los polos llamados auroras.

Cuando el Sol está activo, muchas cosas ocurren en él que transmiten hacia el medio interplanetario perturbaciones, partículas y ondas electromagnéticas de alta energía que se propagan hacia afuera del Sistema Solar, afectando a los cuerpos que se encuentran a su paso. En particular en nuestro planeta suceden los fenómenos que hemos ya descrito y cuyas causas son diversas. Cuando en el Sol activo ocurren emisiones violentas de plasma desde los hoyos coronales de bajas latitudes que aparecen en los periodos alrededor del máximo de actividad, se generan perturbaciones en el plasma ya establecido del viento solar normal, las cuales viajan con gran rapidez hacia afuera del Sol. Estas perturbaciones al chocar con la magnetopausa terrestre unos días después de haber salido del Sol la comprimen y distorsionan produciendo alteraciones magnéticas intensas, llamadas tormentas geomagnéticas y propiciando eventualmente la penetración de partículas del plasma del viento solar hacia el interior de la magnetósfera. Al chocar estas partículas con los átomos de nuestra atmósfera se producen efectos tales como las auroras y se perturban también las comunicaciones por radio. Cerca de la superficie las alteraciones producidas en el campo geomagnético pueden llegar a ser lo suficientemente intensas como para desquiciar las brújulas y desorientar a las aves que vuelan guiadas por las líneas magnéticas, como las aves migratorias o las palomas mensajeras. También pueden alterar en forma considerable las corrientes en los cables de alta tensión y ocasionar daños en las estaciones eléctricas, sobrecargar los circuitos telefónicos y transmitir mensajes incoherentes por los teletipos.

Además, cuando ocurren ráfagas intensas en el Sol, se emiten, como ya hemos mencionado, rayos X y partículas (protones, otros núcleos más pesados y de manera eventual electrones) de muy alta energía. Los rayos X, que como viajan a la velocidad de la luz llegan a la Tierra en unos cuantos minutos, son absorbidos en la ionósfera y producen alteraciones en ella, ocasionando intensas perturbaciones en las radiocomunicaciones e incluso un bloqueo total de las mismas, que puede durar varios días; también pueden producir fluctuaciones considerables en el campo magnético. Las partículas energéticas penetran también hasta la atmósfera de la Tierra y de igual manera producen perturbaciones como las ya mencionadas. Estas mismas partículas energéticas pueden también dañar a los astronautas que se encuentren en misiones en el espacio exterior fuera de la protección de la atmósfera.

En nuestros días, en los que los vuelos espaciales tripulados son frecuentes y se planea intensificarlos más, y en los que una gran parte de nuestras comunicaciones, y de manera definitiva todas las que van al espacio exterior, tienen que penetrar las capas ionosféricas, se ha vuelto de primordial importancia la posibilidad de predecir la ocurrencia de ráfagas y de rastrear las perturbaciones que vienen en camino hacia la Tierra con suficiente tiempo como para poder tomar precauciones al respecto. Varios programas de investigación se llevan a cabo en la actualidad con ese propósito y ya no parece lejano el día en que estas predicciones y rastreos tempranos se puedan hacer en forma sistemática.

UN CICLO QUE A VECES NO EXISTE

Mencionábamos anteriormente que parecía extraño que el ciclo de manchas solares se hubiera descubierto 200 años después de que empezaron a registrarse las manchas en Europa. Sin embargo, existe una razón para este retraso y es que hubo un largo periodo, entre 1645 y 1715, en el que de hecho no hubo manchas visibles en el Sol. En 1895, Edward Walter Maunder en Inglaterra y Gustav Spörer en Alemania publicaron trabajos en los que llamaban la atención respecto al extraño comportamiento del Sol en esas fechas. Nadie hizo entonces mucho caso a esta indicación pues la regularidad del Sol no quería ponerse en duda y a pesar de que Maunder volvió a insistir en 1922, señalando trabajos de la época en la que se hacía mención explícita a la ausencia de manchas en el Sol, el asunto no pasó a mayores.

Sin embargo, hace unos 10 años la cuestión volvió a revivirse, cuando el astrónomo norteamericano John Eddy retomó el tema y encontró una gran cantidad de pruebas contundentes de que efectivamente durante todo ese tiempo el Sol estuvo notablemente quieto. Eddy bautizó al periodo entre 1645 y 1715 como el mínimo de Maunder y en la actualidad éste se ha convertido en uno de los temas más populares de la física solar y del estudio de las relaciones Sol-Tierra. Eddy realizó un amplio escrutinio de registros antiguos no sólo del número de manchas, sino también de otras manifestaciones de la actividad solar como las auroras o la forma observada de la corona solar durante eclipses totales de Sol. Todos los registros coincidieron.

Poco después del descubrimiento de las manchas en 1611 sólo se registraron dos máximos pequeños separados 15 años, y a partir de 1645 la actividad solar decayó de manera notable durante los siguientes 70 años, en los cuales sólo de forma muy esporádica se llegaron a observar algunas manchas aisladas en el Sol, mientras que ahora es común observarlas casi continuamente, aun en los períodos de mínima actividad. Por si los registros de manchas pudieran ser dudosos, Eddy buscó otro tipo de confirmaciones independientes como la ocurrencia de auroras, que como hemos mencionado son un efecto en la Tierra de la actividad solar y un efecto tan espectacular que no podía pasar desapercibido. De nuevo encontró un periodo de ausencia de auroras coincidiendo con el mínimo de Maunder, pero un poco más extenso, habiéndose registrado la última aurora en 1620. Cuando en 1716 volvió a observarse un despliegue auroral, el espectáculo causó una gran excitación, pues ninguna persona viva había presenciado antes algo igual. Eddy buscó también registros de la forma de la corona y la pieza embonó perfectamente en el rompecabezas. Durante todos los eclipses ocurridos en esos 70 años, o no se observó ninguna corona visible, o se observó muy reducida. Todos estos eventos fueron relacionados hasta mucho tiempo después por lo que no es posible que los registros de la época hayan estado influidos unos por otros.

Un nuevo elemento de prueba ha sido recientemente introducido: el carbono 14. Éste es un isótopo radiactivo del ordinario carbono 12 que se forma en la atmósfera a causa del bombardeo de los rayos cósmicos. Cuando el Sol está en periodo de gran actividad, el clima heliosférico es muy agitado y pocos rayos cósmicos logran penetrar hasta la Tierra, mientras que en periodos de Sol quieto, la intensidad de la radiación cósmica que llega a nuestro planeta es mayor. Esta variación de la intensidad de rayos cósmicos con el ciclo solar se conoce ya desde hace tiempo y se ha registrado con bastante precisión en las últimas décadas. Como el carbono 14 se produce por los rayos cósmicos, habrá más producción de él en los periodos de Sol quieto que en los de Sol activo, y lo interesante es que este elemento se fija en las plantas, en particular en los anillos que registran el crecimiento anual de los arbóles. Así, el contenido de carbono 14 en un anillo que corresponde a un año de Sol quieto será más alto que el de un anillo que corresponde a un año de Sol activo, por lo que los periodos de actividad solar también han quedado registrados en los árboles. Estudiando los troncos de árboles antiguos es posible averiguar qué tan activo estuvo el Sol en el pasado y de esto resulta que para el periodo de 1645 a 1715, nuevamente, la actividad solar debió haber sido muy baja.

La evidencia es ya tan contundente que es necesario aceptar que, en efecto, hace algunos siglos, seis ciclos solares se perdieron. ¿Será esta larga quietud también repetitiva? ¿Habrá habido en el pasado y habrá en el futuro otros largos periodos de Sol quieto como el mínimo de Maunder? ¿El ciclo de 11 años que hemos venido registrando desde 1715 habrá existido antes y volverá a existir aun si hubiera otro gran mínimo en el futuro? Respecto al futuro sólo podemos especular, pero en cuanto al pasado ya tenemos respuestas. Existen unos árboles, una especie de pinos, que viven miles de años y que han permitido estudiar el nivel de actividad solar en los últimos 7 000 años. Se ha encontrado que en este periodo ha habido varias épocas de falta de actividad solar por espacio prolongado de tiempo del orden de 100 años. Precisamente uno de ellos parece haber ocurrido durante la época del florecimiento de la cultura griega, por lo que no es extraño que Aristóteles no haya mencionado a las manchas solares en sus obras, como le hizo notar a Scheiner su superior cuando aquél le informó haber visto una. Se buscan ahora otros ciclos de periodicidades más largas que determinen cuando hay, cuando no hay y qué tan intensos van a ser los ciclos de 11 años.


ACTIVIDAD SOLAR Y CLIMA

Todos sabemos que la influencia del Sol en nuestro clima es definitiva. Si el Sol fuera más frío o más caliente, nuestro planeta tendría condiciones muy distintas; pero nada nos hace esperar que las condiciones climáticas cambien con el nivel de actividad magnética solar. No obstante, estas variaciones se han observado. A principios de este siglo, un científico estadunidense, Andrew Ellicott Douglass, que estaba estudiando las variaciones de los anillos que se forman en los árboles año con año, encontró una variación cíclica en el ancho de los anillos con un periodo aproximado de 10 años. El ancho del anillo correspondiente a cada año depende de la cantidad de lluvia recibida (en años secos los anillos son más angostos que en años húmedos), de modo que esto sugiere que el nivel de precipitación pluvial está relacionado con la actividad solar. Sin embargo, esta asociación no es tan sencilla; árboles de distintas regiones manifiestan distintas asociaciones y otros no manifiestan ninguna, así que los resultados del estudio de Douglass fueron muy discutidos. Douglass descubrió también otra cosa, que al principio le resultó descorazonadora: al buscar la periodicidad del grosor de los anillos en tiempos remotos encontró un periodo bastante largo en el que esta periodicidad no existía; los anillos observados para toda esa época eran delgados y más o menos uniformes. Sin embargo, este resultado desalentador se convirtió poco después en una maravillosa sorpresa cuando Douglass se enteró que durante ese mismo periodo en el que no observaba ciclos de anillos, Maunder reportaba que no se habían observado manchas en el Sol. Esto no podía ser simple coincidencia y reafirmó más la convicción de algunos de que el ciclo de actividad solar afecta el clima. Por si fuera poco, resulta que el mínimo de Maunder está también asociado con una larga época de temperaturas más bajas de las normales en Europa, a la cual se le llamó "la pequeña era glacial". En efecto, durante estos mismos años de ausencia de manchas solares la temperatura media en Europa fue de algunos grados menor durante todas las estaciones y se registraron en Inglaterra prolongados congelamientos del río Támesis, los cuales no habían ocurrido antes ni volvieron a ocurrir después. Sin embargo, al buscar asociaciones directas con la temperatura, la precipitación pluvial o los cambios de presión globales en la Tierra no fue posible establecer en éstas ninguna periodicidad que pudiera asociarse con el ciclo solar, y a falta de buenas estadísticas, el asunto se fue olvidando y no se volvió a recordar en mucho tiempo.

Recientemente la cuestión ha sido revivida. Parece ser ahora que el problema de encontrar asociaciones de las condiciones climáticas en la Tierra con las manifestaciones de la actividad solar es que se ha buscado en valores globales promedios en todo el planeta, mientras que la influencia del ciclo solar parece más bien localizarse sobre ciertas regiones. Estas regiones además pueden moverse de un lugar a otro del planeta en diferentes épocas y una misma región puede invertir su asociación con el ciclo después de un tiempo. Como se ve, el asunto no es nada simple, pero últimamente se han ido acumulando cada vez más evidencias de que el ciclo solar afecta el clima.

George Williams ha estudiado los depósitos sedimentarios anuales en el fondo de un lago en Australia de hace unos 680 millones de años y logró rescatar una capa que cubre 1 760 años de esa época durante los cuales el grosor de los depósitos muestra claras variaciones cíclicas de 11 y 22 años. El grosor de los depósitos depende de la precipitación pluvial y de nieve, por lo que su descubrimiento indica que el clima en ese lugar de Australia hace muchos millones de años estaba asociado al ciclo solar. Se ha iniciado recientemente una intensa búsqueda de estos depósitos sedimentarios que pueden remontarnos muy atrás en el pasado e informarnos de las condiciones climáticas de la antigüedad. Este nuevo tipo de estudio seguramente nos deparará en el futuro muchas sorpresas.

El astrónomo soviético E. R. Mustel reportó en 1970 haber descubierto aumentos sistemáticos en la presión atmosférica de ciertas regiones de alta latitud tres días después del inicio de una tormenta geomagnética; en otras regiones, sin embargo, lo que ocurre es una disminución sistemática de la presión después de la tormenta. Más recientemente se han encontrado zonas donde el nivel de precipitación pluvial medio en los últimos años sigue el ciclo solar de 11 o 22 años y regiones de repetidas sequías asociadas a estos ciclos. También se han descubierto variaciones en la temperatura de ciertos lugares con el ciclo magnético solar en registros de este siglo y un enorme interés ha ido creciendo de manera constante en la investigación de las variaciones climáticas asociadas con la actividad solar. No obstante, la tarea es sumamente compleja por las características de esta relación, que no es global ni es constante, y por la falta en muchos casos de información confiable durante periodos de tiempo suficientemente largos. Además, nadie hasta ahora a podido realizar un modelo físico satisfactorio que explique cuál es el mecanismo por el cual los cambios de actividad solar producen cambios climáticos, o si ambos cambios son en realidad consecuencia de otro factor cambiante más fundamental en el Sol. De cualquier manera, y a pesar del escepticismo de una buena parte de la comunidad científica, los buscadores de relaciones entre el clima y la actividad solar siguen trabajando de manera afanosa y se multiplican con rapidez, por lo que es lo más probable que en poco tiempo tengamos muchas novedades respecto a esta interesante cuestión.


UNA CONSTANTE QUE NO ES CONSTANTE

La principal influencia del Sol sobre el clima de la Tierra es a través de su flujo de luz y calor. Mencionamos en el capítulo II que la Tierra recibe del Sol dos calorías por minuto sobre cada centímetro cuadrado. Esta cantidad de energía es la suma de toda la energía que se recibe en todas las frecuencias del espectro electromagnético que el Sol emite, aunque, como también dijimos, casi toda ella se recibe como luz visible y rayos infrarrojos. Este valor se conoce desde 1833 como la constante solar, pues se supone que es un valor que no cambia. Cuando ocurren ráfagas, aunque la emisión en las ondas muy cortas y muy largas se intensifica enormemente, el valor de la constante solar prácticamente no cambia, pues la contribución de estas ondas a la energía total recibida, aun en sus momentos de mayor intensidad, es muy inferior a la del visible y el infrarrojo, las cuales no varían de manera notable con ninguna manifestación de la actividad solar. Este es uno de los argumentos más fuertes que se esgrimen en contra de una posible relación entre la actividad solar y el clima, pues si la constante solar no cambia, esto es, si el flujo neto de energía que la atmósfera recibe del Sol no cambia, no se entiende cómo la actividad solar puede producir variaciones en el clima.

Medir la constante solar no es fácil y no puede hacerse de forma directa sobre la superficie de la Tierra pues, como ya vimos, una gran cantidad de longitudes de onda son absorbidas o dispersadas por la atmósfera y no llegan al suelo. De hecho, sólo hasta hace poco fue posible medirla con precisión con aparatos a bordo de los vehículos espaciales Mariner 6 y 7, Nimbus 6 y 7 y más recientemente el SMM. Estas mediciones mostraron que la constante solar no es constante, aunque bien es cierto que las variaciones que presenta son pequeñas, cuando más del 0.15%. Sin embargo, se sabe ahora que variaciones muy pequeñas en la constante solar son suficientes para alterar de manera drástica el clima, sobre todo si este cambio permanece por un tiempo considerable. Se estima que una reducción de sólo el 5% en la constante solar pudo haber causado la última era glacial que sufrió la Tierra hace unos 20 000 años y que una caída de sólo el 1% podría haber causado la pequeña era glacial que hemos mencionado durante los siglos XVII y XVIII. Si la constante solar se redujera en un 10%, la Tierra se cubriría en su totalidad de hielo, lo que acabaría en definitiva con la posibilidad de vida en ella, pues una vez en este estado se requeriría un inconcebible aumento del 50% en la constante solar para poder fundir ese hielo.

Como siempre se ha pensado que el flujo de energía del Sol ha sido constante, las glaciaciones se han considerado (igual que todos los cambios climáticos recurrentes) como resultado de las diferentes posiciones y orientaciones de la Tierra respecto a los rayos del Sol, pero tal vez hemos estado equivocados. Aunque las variaciones registradas hasta ahora son pequeñas y su desviación del valor normal no dura más de algunos días o cuando más semanas, esto no puede tomarse como representativo del Sol, pues las mediciones hechas por los vehículos espaciales cubren aún un periodo muy corto de tiempo. Estas pequeñas variaciones en el flujo de energía que la Tierra recibe en estos periodos tan cortos no representan nada importante en cuanto al clima, pues variaciones mayores y de periodos más largos se obtienen en forma normal simplemente a causa de las nubes. Pero al menos nos han mostrado que la energía que el Sol emite no es constante y nos plantea la posibilidad de que haya habido en el pasado fluctuaciones mayores y posiblemente recurrentes. También ha abierto las puertas a nuevas interrogaciones respecto al Sol mismo: ¿a qué se deben estas fluctuaciones?, ¿qué pasa con la energía que no se emite? Una vez más, un pequeño descubrimiento genera una gran cantidad de nuevas preguntas y abre nuevos horizontes a la investigación.