III. UN CENTRO GRAVITATORIO

ALGO MÁS QUE LUZ

EL SOL no es únicamente una fuente de luz, es también el centro atractor que mantiene a los planetas, asteroides y cometas orbitando alrededor de él. Sin la fuerza gravitacional del Sol no existiría el sistema solar, y los cuerpos que lo componen escaparían hacia la oscuridad del espacio lejano.

La gran masa del Sol lo constituye en el centro ordenador del sistema planetario. Su movimiento apenas si se ve alterado por la presencia y movimientos de los cuerpos que lo rodean, la masa de los cuales en conjunto constituye poco más de una milésima de la masa del Sol. De esta manera, el centro de masa del sistema solar se encuentra muy cerca del centro del Sol y es alrededor de este centro de masa que se realizan los movimientos de todos los cuerpos del sistema. Si los planetas no caen directamente hacia el Sol es porque desde su formación han tenido una velocidad que no va en dirección de él —están girando— si la velocidad a lo largo de su órbita cesara se precipitarían hacia el centro atractor. Por fortuna nada hace pensar que esto pueda llegar a pasar.


LA TIERRA COMO CENTRO DEL UNIVERSO

Durante milenios el hombre creyó que la Tierra era el centro del Universo; no es difícil incluso seguirlo creyendo en nuestros días. La Tierra se ve tan enorme, sólida y estable y los astros parecen tan pequeños y se mueven con tanta regularidad que construir una imagen del mundo con la Tierra estática en el centro, rodeada por una bóveda celeste en suave movimiento, resulta lo más natural. Con pequeñas variantes, los sistemas del mundo construidos hasta hace unos cuantos siglos fueron principalmente geocéntricos, y ninguna otra sugerencia pudo realmente prosperar. Los própositos de la astronomía consistían únicamente en identificar y catalogar las estrellas fijas, llamadas así por considerarlas puntos luminosos adheridos a la bóveda celeste, y en explicar los movimientos de los planetas (Luna, Sol, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno). La bóveda celeste se consideraba una gran esfera de cristal y los planetas se pensaban como adheridos a otras esferas cristalinas que formaban parte de complejos conjuntos, unidos a su vez a la gran bóveda celeste.


Figura 9. El sistema geocéntrico. En los sistemas geocéntricos la Tierra era considerada el centro del Universo alrededor del cual giraban todos los cuerpos celestes. Por simplicidad se ilustra un solo círculo por cada planeta, pero en realidad se requería de muchos de ellos para poder explicar sus movimientos. Más allá de la esfera de las estrellas se consideraba que se encontraba el motor primario que impulsaba los movimientos de los cuerpos celestes.

Desde el siglo IV a.C. la escuela platónica estableció que los movimientos de los cuerpos celestes deberían ser circulares y de rapidez constante, pues es la forma perfecta de movimiento que compete a los cuerpos perfectos que pueblan los cielos. Esta restricción abarcaba también a los planetas, cuyos movimientos aparentes eran bastante irregulares, lo que obligó a los astrónomos a imaginar complejas combinaciones de movimientos circulares que dieran como resultado el movimiento aparentemente errático que se les observa.

El sistema geocéntrico que más respeto ganó fue el elaborado por Ptolomeo en el siglo II de nuestra era, el cual incluía varias decenas de esferas cristalinas para describir los movimientos de los planetas, propósito que lograba con bastante precisión. El libro que publicó Ptolomeo en el año 150 describiendo su sistema del mundo fue posteriormente llamado Almagesto ("El supremo"), pues este sistema, que no tuvo rival durante muchos siglos, se creyó insuperable. ¿Cómo fue entonces posible que se abandonara? ¿Qué fue lo que hizo que el hombre en el siglo XVI cambiara la posición privilegiada de su mundo como centro inmóvil del Universo y lo pusiera a girar alrededor del Sol?

A la luz de la teoría de la gravitación universal es evidente que es el cuerpo más masivo, el Sol, el que debe constituirse en el centro ordenador de los movimientos planetarios, pero esta teoría no se conocía hace tres siglos, y la masa del Sol no se pudo calcular sino hasta el siglo pasado. Más aún, la teoría de la gravitación universal no se hubiera podido elaborar de no haberse sabido antes que son los planetas los que giran alrededor del Sol y de conocerse cómo es que giran. El hombre tuvo que renunciar primero a su posición privilegiada y a la quietud de su mundo antes de poder entender la dinámica del Universo.

EL SOL COMO CENTRO DEL UNIVERSO

Hay personas amantes de lo simple; hay quienes consideran que lo sencillo es bello y que lo bello y simple tiene que ser verdadero. Algo de esto influyó en el abandono del sistema geocéntrico.


Figura 10. El sistema heliocéntrico. El sistema heliocéntrico copernicano consideraba al Sol el centro del Universo y a los planetas girando en torno a él; solo la Luna giraba alrededor de la Tierra en este sistema. Más allá de Saturno, el último planeta conocido en la antigüedad, se colocaba nuevamente a la esfera de las estrellas fijas la cual se consideraba inmóvil. Para simplificar se indica un solo círculo por cada planeta, pero el sistema de Copérnico era mucho más complicado.

Ya desde el siglo III a.C. el astrónomo griego Aristarco —influido por Heráclito, quien vivió un siglo antes— hizo ver que si se consideraba a los planetas, incluyendo a la Tierra, como girando alrededor del Sol, el sistema necesario para describir los movimientos que se observan sería más simple. El sistema que proponía era heliocéntrico —con el Sol en el centro— y sólo dejaba a la Luna girando alrededor de la Tierra. Suponía también que la esfera celeste está en reposo y que un movimiento de rotación de la Tierra, de oeste a este, era el que producía la apariencia de su giro.

Esta proposición, aparentemente tan sencilla, tenía consecuencias muy graves: primeramente, era contraria a las doctrinas filosóficas y religiosas de su época, según las cuales la Tierra era el centro firme del Universo, el asentamiento de la única raza humana, creada así por los dioses quienes también crearon a los pequeños cuerpos celestes para propósitos de servicio y regocijo humanos. Por otra parte, aun vista fríamente, la proposición de una Tierra en movimiento era descabellada y contraria a las observaciones; no se sentía el movimiento de la Tierra, ni se generaban los fortísimos vientos que se esperarían si girara; los objetos lanzados verticalmente hacia arriba volvían a caer en el mismo lugar sin ser dejados atrás por el desplazamiento del suelo, y la posición de las estrellas no cambiaba como era de esperarse que pasara si la Tierra recorriera una gran órbita alrededor del Sol. Todos éstos fueron motivos suficientes para abandonar la idea, junto con el hecho que Aristarco nunca desarrolló su modelo heliocéntrico con suficiente detalle como para predecir los movimientos de los astros, cosa que sí hacían los modelos geocéntricos.

Pero 18 siglos después Nicolás Copérnico volvió a la carga; inspirado en las ideas de los griegos insistió de nuevo en que el orden natural era un sistema centrado en el Sol, con los planetas girando en torno a él y rotando sobre sus ejes, y una esfera celeste estática e inmutable cubriéndolo todo. Publicó estas ideas en 1543 en su libro Sobre las revoluciones de las esferas celestes. En él argumentaba que nada sería más natural para la voluntad divina creadora del mundo que colocar al majestuoso y resplandeciente Sol, fuente de luz, calor y vida, en el centro para repartir sus dones por todo el Universo. Pero el volver a poner a la Tierra en movimiento traía consigo nuevamente las mismas objeciones hechas al sistema de Aristarco, las cuales no tardaron también en revivirse y reforzarse. ¿Por qué no se siente el fuerte viento? ¿Por qué los objetos lanzados hacia arriba vuelven a su punto de partida? ¿Por qué no estalla la Tierra al girar tan rápido? ¿Por qué no se observan cambios en la posición de las estrellas?


Figura 11. Marte visto desde la Tierra. En el sistema heliocéntrico, con los planetas girando alrededor del Sol, es fácil entender por qué son tan complicados los movimientos de los planetas. Si desde la Tierra observamos a Marte, lo veremos describir una trayectoria rizada con respecto al fondo de las estrellas debido a que ambos cuerpos avanzan en sus propias órbitas alrededor del Sol, y la Tierra lo hace más rápido.

Cópernico tenía buenos argumentos para responder a todas ellas: argüía que la Tierra arrastra consigo el aire y todos los cuerpos que en ella están, por lo que no se observan ni vientos ni desplazamientos relativos; alegaba que no había razón para pensar que la Tierra estallaría por girar y que, si la hubiera, peor sería el caso de una esfera celeste que girara, pues por ser más grande debería girar más rápidamente; argumentaba que la falta de observación de cambios en las posiciones de las estrellas a lo largo del año era debida a que éstas estaban muy lejos y tales cambios resultaban entonces muy pequeños. Pero todos no eran más que argumentos que tenían que oponerse a las convicciones, al respeto a los dogmas y al sentido común. Con su nueva imagen Copérnico reinterpretó las observaciones astronómicas registradas durante muchos años y logró establecer valores numéricos para los periodos de revolución de los planetas alrededor del Sol, y para los radios de sus órbitas, bastante aproximados a los valores reales. Esto dio por primera vez dimensiones al Universo, pues todos los modelos anteriores, incluyendo el de Ptolomeo, describían posiciones angulares, pero no proporcionaban distancias. Sin embargo, las distancias proporcionadas por Copérnico resultaban tan enormes respecto a las apreciaciones anteriores que lejos de ser éste un punto a favor de su sistema, fue uno más de los aspectos que se atacaron de él. También se pudo estimar por primera vez la distancia a las estrellas, pero el valor obtenido era tan inmenso que simplemente fue considerado una locura.

Por otra parte, respetando la idea platónica de los movimientos circulares de rapidez constante, Copérnico requirió de más de 30 círculos en su modelo para reproducir las observaciones, por lo que su sistema no era en realidad tan sencillo como parecía, además de que sus predicciones para los movimientos de los planetas resultaban menos precisas que las del sistema de Ptolomeo. Demasiadas desventajas para vencer al Supremo.

No obstante, el sistema copernicano, lejos de morir, despertó el interés de otros hombres de ciencia, quienes serían los que finalmente ganarían la batalla para el modelo heliocéntrico. Este triunfo implicaría no sólo un cambio de geometría, sino una profunda transformación de la imagen que se tenía del mundo y de su forma de funcionar, y abriría las puertas al desarrollo de la Física como ahora la conocemos. Y todo esto con sólo colocar al Sol en el centro del Universo.

A finales del siglo XVI inicia su trabajo en astronomía Johannes Kepler con el deseo inspirador de perfeccionar el modelo heliocéntrico. Para Kepler era claro que el centro del Universo era el Sol, pues éste debería ser el centro del Universo donde quiera que estuviera; no era sólo una coincidencia, sino que es la presencia del Sol, su influencia sobre los planetas, lo que los mantiene girando en torno a él; debería existir algún tipo de fuerza que ejerciera el Sol para ordenar el mundo.

Heredero de un gran cúmulo de excelentes observaciones astronómicas obtenidas años antes por Tycho Brahe, Kepler empezó por renunciar al prejuicio platónico de movimientos circulares y rapideces constantes. Encontró que las órbitas de los planetas son elipses, con el Sol en uno de los focos, y que avanzan más rápidamente a lo largo de aquellas porciones de sus órbitas que están más cerca de él. Una sola elipse para cada planeta daba cuenta satisfactoria de las mejores observaciones obtenidas. Este sí era un modelo sencillo que además fue complementado con relaciones matemáticas que involucraban la velocidad de los planetas y sus periodos de giro alrededor del Sol. Publicó por primera vez sus observaciones y sus leyes en 1619 en un libro titulado Armonía del mundo, el cual fue reforzado en 1627 con otro cuyo nombre fue Astronomía nueva y que llevaba el subtítulo de Física celeste. En este segundo libro Kepler combinó sus leyes y observaciones para construir tablas de la posición de los planetas en tiempos pasados y futuros, tablas de excelente precisión que serían luego usadas durante más de 100 años.

El trabajo de Kepler fue reforzado por Galileo, contemporáneo suyo con el que mantuvo abundante correspondencia, quien usó su locuacidad, ingenio y dotes literarias para persuadir a sus contemporáneos de la veracidad del sistema heliocéntrico. En 1610 Galileo inició sus observaciones telescópicas de los cuerpos celestes y descubrió, entre otras muchas cosas, un sistema de cuatro cuerpos pequeños girando en torno a Júpiter, lo cual esgrimió como apoyo a la imagen heliocéntrica del Universo en la cual la Tierra es sólo uno más de los planetas que giran alrededor del Sol y que poseen satélites más pequeños girando en torno de ellos.

Pero la verdadera campaña de Galileo se concentró en las objeciones hechas a los movimientos de la Tierra. Su libro titulado Diálogo respecto a los dos principales sistemas del mundo fue una acalorada y astuta defensa del sistema heliocéntrico en la que esgrimía contundentes argumentos a favor del movimiento de la Tierra, reconciliando esta idea con las observaciones y estableciendo las bases de una nueva manera de entender los movimientos. Galileo retomó los argumentos de Copérnico respecto a que el movimiento de la Tierra es compartido por todos los objetos que están en ella —como ocurre con los objetos en un barco—, por lo que no es posible notar el movimiento observando a estos objetos, ni es de esperarse que se sientan vientos. Sus argumentaciones implicaban ciertas concepciones respecto al movimiento distintas a las que hasta entonces se habían tenido y Galileo desarrolla en otra de sus obras —Diálogo sobre dos ciencias nuevas— estas nuevas concepciones, apoyadas en experimentos que finalmente ayudarían a reconciliar la posibilidad de una Tierra en movimiento con nuestras sensaciones y apreciaciones cotidianas. Sin embargo, el libro de Galileo sobre los sistemas del mundo fue muy criticado e incluso prohibido por la Iglesia y Galileo fue obligado a retractarse de sus posiciones; pero la historia no acabó ahí.

La obra de Galileo y Kepler encontró en Newton la culminación de sus aspiraciones. En 1686 Isaac Newton publica los Principios matemáticos de la filosofía natural, obra monumental en la que expone con detalle y rigor las leyes de la mecánica que gobiernan los movimientos de todos los cuerpos (terrestres y celestes) y la ley de gravitación universal que describe la atracción gravitatoria entre los cuerpos de todo el Universo. Recogiendo las ideas de Galileo y las de algunos otros, complementadas con las suyas propias, Newton establece sus conocidas tres leyes del movimiento. Utilizando estas leyes generales y las leyes de Kepler para el movimiento de los planetas alrededor del Sol fue capaz de deducir la fuerza de interacción entre el Sol y los planetas —fuerza de gravitación— y estableció que esta misma fuerza actúa sobre todos los cuerpos del Universo. Aunque su propósito explícito no era defender el sistema heliocéntrico, lo da por sentado en su obra y complementa su geometría y su cinemática con la dinámica que lo justifica.


Figura 12. Las trayectorias de Newton. Con este dibujo Newton ilustraba cómo la misma fuerza de gravedad, que hace que los objetos lanzados hacia arriba vuelvan a la Tierra, es la que mantiene a los objetos en órbita (en particular a la Luna) girando alrededor de ella. El descubrimiento y la formulación matemática de la fuerza de la gravitación universal realizados por Newton permitieron el nacimiento de una mecánica celeste que describe y explica los movimientos de los cuerpos que pueblan los cielos.

A la luz de los Principios de Newton un sistema planetario con el Sol en el centro ya no sólo permitía una descripción más sencilla y precisa de los movimientos planetarios, sino que además permitía la explicación de estos movimientos; su teoría gravitatoria finalmente obligaba al Sol a estar en el centro del sistema, o más bien dicho, colocaba el centro del sistema en el Sol, cualquiera que fuera la posición de éste. El Supremo estaba vencido y muchos años habrían de pasar antes de que el Sol perdiera su privilegiada posición en el centro del Universo.


¿TIENE ALGÚN CENTRO EL UNIVERSO?

La historia continuó. La astronomía de los siglos XVIII y XIX, ayudada por telescopios cada vez más potentes, fue conociendo cada vez mejor el cielo y los cuerpos que lo pueblan y se empezó a descubrir la estructura de nuestra galaxia. La bóveda celeste desapareció y en su lugar apareció un conglomerado de estrellas semejantes al Sol a muy diversas distancias de nosotros. El más grande astrónomo del siglo XVIII, William Herschel, construyó alrededor de 1780 un telescopio de seis metros de largo con el propósito de contar estrellas en todas direcciones y estimar así la posición real que el Sol ocupa en el Universo, pero no logró su propósito. El asuntó no fue desarrollado posteriormente y todavía a principios de nuestro siglo se creía que nuestra galaxia era todo el Universo y que el Sol ocupaba el centro de ella. Un nuevo Copérnico apareció entonces para retirar al Sol, como 400 años antes se hiciera con la Tierra, de su posición central.

Harlow Shapley, en el primer cuarto de nuestro siglo, pudo probar que la creencia popular de la posición central del Sol era falsa; estimó su verdadera colocación y estableció que se encuentra cerca del extremo de nuestra galaxia, aproximadamente a 2/3 de la distancia entre el centro y la orilla. Y no sólo eso: el Sol también se mueve. No nada más gira sobre su eje —cosa que ya sabía Galileo—, sino que además se desplaza en el espacio, arrastrando consigo su sistema planetario y todos los cuerpos que en él se encuentran.

Nuestra galaxia, que tiene forma de espiral bastante aplanada, gira respecto a su centro, y a la distancia que el Sol está de él 30 000 años luz— comparte este giro con una rapidez de 290 kilómetros por segundo. Además, el Sol también se mueve con relación a las estrellas vecinas, dirigiéndose hacia las cercanas a Vega con una velocidad de alrededor de 19 kilómetros por segundo. La quietud de algún cuerpo del Universo resulta ahora ser más absurda de lo que antes parecía el movimiento de la Tierra.


Figura 13. La posición del Sol en nuestra galaxia. El triunfo del sistema copernicano colocó al Sol en el centro del Universo, lugar que conservó hasta las primeras décadas de nuestro siglo cuando se comprobó que se encuentra muy lejos de él. Situado a unas 2/3 partes entre el centro de nuestra galaxia y su borde, el Sol gira compartiendo el movimiento de toda la galaxia y se desplaza también con respecto a las estrellas vecinas. Hasta hace poco tiempo se creyó que nuestra galaxia era todo el Universo; ahora se conocen miles de millones de galaxias además de la nuestra y hemos tenido que renunciar definitivamente a la pretensión de ocupar un lugar privilegiado en el espacio.

Pero Shapley se quedó corto, creía aún que nuestra galaxia constituía todo el Universo; 100 000 años luz de extensión y una población de cientos de miles de millones de estrellas dejaban satisfechas las expectativas que pudieran tener para el Cosmos los astrónomos de principios de nuestro siglo. Sin embargo, el progreso de la astronomía pronto habría de mostrar que la Vía Láctea es sólo un minúsculo grano de un Universo mucho más vasto. En 1924 Edwin Hubble probó que la nebulosa de Andrómeda es en realidad otra galaxia, comparable a la nuestra, que se encuentra a más de dos millones de años luz de distancia, y para 1936 se habían identificado más de 100 galaxias diferentes; el tamaño del Universo se extendió rápidamente. Hoy se estima que existen miles de millones de galaxias. No importa hacia donde veamos, siempre veremos gran cantidad de ellas. Si existe un límite para el Universo, nuestra Vía Láctea debe estar muy lejos de ese límite, y si estamos cerca o lejos del centro, es algo que ahora ya no sabemos.