PRÓLOGO

El 4 de octubre de 1957 el mundo entero se conmocionó por una noticia sensacional: el primer satélite artificial de nuestro planeta acababa de ser puesto en órbita por la Unión Soviética. El sueño de conquistar el espacio, un sueño largamente acariciado por el hombre, comenzaba a hacerse realidad. El Sputnik I — una esfera metálica de 58 centímetros de diámetro y 84 kilogramos de peso, provista de antenas— emitía señales de radio desde el espacio mientras giraba en torno a la Tierra a razón de una vuelta cada 96 minutos. ¡Había nacido la era espacial!

El lanzamiento cayó como duchazo de agua fría sobre los científicos estadounidenses, entre cuyos planes se contemplaba, como parte del Año Geofísico Internacional, un lanzamiento similar en 1958. Aún no se reponían de la sorpresa cuando el 3 de noviembre, apenas un mes más tarde, un segundo satélite soviético era puesto en órbita. El Sputnik II, con sus 540 kilogramos de peso, no sólo era mucho mayor que el primero, sino que, además, llevaba un "pasajero": la célebre perrita Laika, que había de convertirse seis días más tarde en la primera víctima de la investigación espacial, cuando hubo de ser sacrificada ante la imposibilidad de recuperar el artefacto.

En principio, la investigación científica no debería mezclarse con consideraciones políticas, pero los espectaculares logros soviéticos provocaron una reacción inmediata en la política interna de las potencias occidentales: se recalcó la enseñanza de las ciencias en todos los niveles, se impulsó su difusión y, desde luego, se aceleró el desarrollo del programa estadounidense de satélites. Bajo la presión de la opinión pública, el Congreso brindó todo el apoyo necesario; se trabajó a marchas forzadas y, finalmente, el primer satélite artificial estadounidense, el Explorer I, de 14 kilogramos de peso, órbita la Tierra el 31 de enero de 1958.


Figura 1. La nave soviética Sputnik II transportó el primer pasajero espacial puesto en órbita por la humanidad: la perrita Laika.

Entre esos primeros pasos y nuestro días han transcurrido sólo 30 años, pero el avance ha sido inmenso. Hasta fines de 1987 se habían puesto en órbita más de 17 000 satélites, de los cuales más de 6 200 seguían girando alrededor de nuestro planeta: satélites de comunicaciones, tan de moda en nuestros días en que todo mundo sueña con tener su propia antena parabólica; satélites dedicados al estudio del clima, cuya importancia y utilidad es innecesario señalar; satélites de prospección geológica, satélites infrarrojos, satélites de rayos X y, desde luego, para recordarnos que el hombre sigue sin aprender de sus errores, satélites espías, con fines puramente militares.

Y eso fue sólo el principio. A los satélites artificiales siguieron las sondas automáticas y los ingenios tripulados que nos han permitido conocer cada día más y mejor nuestro Sistema Solar. Por razones obvias, los primeros esfuerzos fueron dirigidos hacia la Luna, el astro más próximo a la Tierra, cuya cara oculta pudimos apreciar por vez primera en fotografías enviadas por la sonda soviética Luna 3 en octubre de 1959, y que el 21 de julio de 1969 se convirtió en el primer astro —y único hasta ahora— en el cual seres humanos han puesto pie, cuando la misión estadounidense Apolo II resultó un éxito rotundo. Después... Sólo Neptuno y Plutón han preservado su intimidad. Las sondas automáticas han estudiado y fotografiado desde las alturas a Mercurio, Júpiter, Saturno y Urano, han descendido en Venus y en Marte y han llevado a cabo encuentros con los cometas Giacobinni-Zinner y Halley.

El enorme caudal de información que ha resultado de estas exploraciones ha alterado radicalmente nuestra visión del Sistema Solar. Numerosas dudas han sido aclaradas pero, al mismo tiempo, se nos han revelado hechos y situaciones inesperados que plantean, a su vez, multitud de nuevos interrogantes. Miles de datos están aún siendo analizados e interpretados y nuevas teorías van y vienen con frecuencia inusitada. El progreso ha sido tan rápido que los nuevos conocimientos han rebasado totalmente al hombre común y, en ocasiones, al mismo especialista.

Son estas consideraciones las que nos han impulsado a escribir el presente libro. En él pretendemos presentar un panorama, lo más completo y conciso posible, de la evolución de nuestras ideas sobre el Sistema Solar desde la antigüedad hasta nuestros días, poniendo especial énfasis en los descubrimientos más recientes. En lo que se refiere a estos últimos, hemos intentado incluir solamente hechos comprobados, pero es justo mencionar que muchos de ellos podrían cambiar en el futuro cercano, dado que el campo se halla aún en continua evolución. Pero eso es inevitable: así funciona la ciencia. En ella, nunca es posible afirmar que se ha llegado a la verdad absoluta. Por suerte, como dijo alguna vez un célebre científico, "en la ciencia, lo bello no está en la presa, sino en la caza ".