I. EL INICIO

EL DESCENSO DE KUKULKÁN

EN EL sureste de la República Mexicana, a poco más de 100 km de Mérida, se yerguen las imponentes ruinas de la ciudad prehispánica de Chichén-Itzá, la "boca del pozo de los itzaes" en lengua maya. Cientos de turistas las visitan día con día, atraídos por su enigmática belleza; pero al acercarse los equinoccios de primavera (21 de marzo) y de otoño (22 de septiembre) el número de visitantes aumenta de manera impresionante, y han llegado a sobrepasar las 60 000 almas en los días precisos de los equinoccios. ¿Qué tienen de especial esas fechas? ¿Qué es lo que atrae a tales multitudes?

Se trata del célebre fenómeno conocido como "el descenso de Kukulkán", un maravilloso juego de luces y sombras que arquitectura y naturaleza, unidas, nos ofrecen sólo en esas fechas, en la pirámide conocida como "El Castillo".

El espectáculo es fascinante. Al amanecer la luz del Sol y la sombra de la arista noreste de la pirámide se combinan para producir la imagen de una serpiente (Kukulkán) sobre una de las paredes de la escalinata norte. Y ése es sólo el principio. Ante el asombro del espectador, la imagen de la "serpiente", que en sí misma ya es algo maravilloso, no permanece estática, sino que va descendiendo lentamente a lo largo de la escalinata conforme avanza el día. ¡Kukulkán desciende a la Tierra!

Figura 2. La pirámide del Castillo, en Chichén-Itzá, durante un equinoccio. En el costado de la escalera izquierda aparece una sombra que se mueve a lo largo del día. La parte iluminada y la cabeza de piedra, situada en la parte inferior de la escalera, simula una serpiente.

Horas después, al atardecer, el proceso se invierte y la imagen de Kukulkán asciende majestuosamente por el muro opuesto de la misma escalinata hasta que, finalmente, el espectáculo concluye con la puesta del Sol dejando en el afortunado espectador un recuerdo imborrable.

Es indudable que "el descenso de Kukulkán" tiene un efecto emotivo directo sobre el espectador. Pero no es el único. También despierta en él una gran admiración y un profundo respeto por los astrónomos mayas, cuyos precisos conocimientos de los movimientos de los astros permitieron diseñar un espectáculo tan increíble. Esos conocimientos tuvieron que surgir de un cuidadoso estudio del cielo y, según veremos, no fueron privativos de la cultura maya; los compartieron prácticamente todas las culturas de la antigüedad. Son una consecuencia del interés del hombre por el Universo en que vive y por cada una de sus partes: por el Sol, por la Luna, por los planetas y por las estrellas. Son, en fin, los cimientos de esa formidable estructura que hoy llamamos "astronomía".

LOS PLANETAS ENTRAN EN ESCENA

Es indudable que los primeros hombres tuvieron que dedicar la mayor parte de su tiempo a la lucha por la supervivencia. Y cazando animales o huyendo de ellos, resguardándose de la lluvia, protegiéndose de los rayos o temblando de miedo ante terremotos, incendios e inundaciones, poco tiempo les debe haber quedado para la contemplación del cielo. A pesar de ello, no debió de transcurrir mucho tiempo antes de que se dieran cuenta de que había un objeto en el cielo que jugaba un papel preponderante en sus vidas: el Sol, cuya sola presencia en el firmamento infundía bienestar y seguridad y cuya ausencia, en cambio, provocaba desconfianza y miedo. Es, así, fácil de imaginar la angustia con que deben de haber presenciado cada puesta de Sol, temerosos ante la posibilidad de que su desaparición fuese definitiva, e igualmente fácil es imaginar la esperanza y la avidez con que habrán contemplado el horizonte a la espera de cada nuevo día. Fue a través de esta contemplación como, poco a poco, se fueron familiarizando con los astros y con sus movimientos, y fue este conocimiento el que habría de conducir, a la larga, al descubrimiento de los planetas.

La palabra "planeta" se deriva del griego (planhta), que significa "(cuerpo) errante, vagabundo". ¿Por qué se utilizó ese término para describir a ciertos astros? ¿Qué tenían de especial? Para comprenderlo veamos primero cuáles son los movimientos más evidentes de los astros que aprecia un observador situado en la Tierra.

Si se observa el firmamento durante un par de horas, en una noche despejada, es fácil percatarse de que las estrellas se mueven; pero no al azar, cada una por su lado, sino todas exactamente de la misma manera (de este a oeste), de tal forma que sus posiciones y distancias relativas son siempre las mismas. En otras palabras, si un grupo cualquiera de estrellas forma, en un momento dado, cierta figura en algún lugar del cielo, horas más tarde las mismas estrellas seguirán formando exactamente la misma figura, sólo que ésta se habrá desplazado, como un todo, hacia el oeste. Este hecho ya era bien conocido hace al menos 10 000 años, e indujo a los hombres primitivos a agrupar a las estrellas en "figuras", según su conveniencia e imaginación. Estas figuras invariables se conocen, hoy día, como "constelaciones". En la actualidad sabemos que su lento desplazamiento en el cielo (de este a oeste) es simplemente el reflejo de la rotación de la Tierra sobre sí misma en sentido opuesto (esto es, de oeste a este). Pero los primeros hombres creían que la Tierra estaba inmóvil así que, para explicar este comportamiento, se vieron obligados a suponer que las estrellas estaban "incrustadas" en un enorme cascarón esférico —la "bóveda celeste"— que giraba alrededor de la Tierra. En síntesis, para ellos las estrellas estaban "fijas" y, por ello, las constelaciones eran inmutables. Si parecían moverse era tan sólo porque la bóveda celeste, en su constante giro alrededor de la Tierra, las acarreaba con ella.

Figura 3. Los persas agrupaban así las estrellas de la constelación de Acuario, hacia el año de 1650

Es conveniente notar que, dado que con las estrellas visibles a simple vista se pueden "construir" infinidad de figuras diferentes, lo más probable es que cada tribu prehistórica haya tenido sus propias constelaciones de acuerdo con su muy particular forma de vivir y de pensar. De hecho, las que usaron las grandes culturas del pasado eran, en general, diferentes de las actuales y diferentes entre sí. Pero lo que aquí nos interesa no es la evolución de las constelaciones, sino el hecho de que, mientras identificaban a los miles de estrellas "fijas", los hombres primitivos identificaron también a unos cuantos objetos celestes que se movían respecto a ellas con desplazamientos caprichosos e impredecibles. Obviamente estos objetos no estaban fijos a la bóveda celeste, puesto que se desplazaban entre las estrellas, y estos astros errantes, estos "vagabundos" del cielo, son los planetas.

LOS PRIMEROS

El descubrimiento de los planetas se pierde en la bruma de la prehistoria. Sólo sabemos que cuando las primeras civilizaciones comenzaron a establecerse, hace poco más de cinco mil años, ya se habían identificado siete. Estos siete fueron conocidos por todas las grandes culturas del pasado, por lo cual se les suele llamar "los siete planetas de la antigüedad". Son, con sus nombres actuales, el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno.

Figura 4. A diferencia de las estrellas que permanecen en posiciones fijas unas con respecto de otras, los planetas describen trayectorias caprichosas en la bóveda celeste, vistas desde la Tierra.

Es posible que la inclusión del Sol y la Luna entre los planetas sea vista con extrañeza ya que, hoy día, no se les considera como tales. Pero hay que recordar que, en la antigüedad, se le llamaba "planeta" a cualquier astro que se desplazara respecto a las estrellas "fijas"; y como este comportamiento lo presentan los siete objetos mencionados, incluyendo al Sol y a la Luna, estos últimos fueron incluidos en el grupo. Más adelante veremos que el término "planeta" tiene, hoy día, un significado más restringido, que excluye tanto al Sol como a la Luna.

El temprano reconocimiento de estos siete cuerpos se debió, sin duda, a que son fácilmente identificables a simple vista, lo cual queda corroborado por el hecho de que tuvieron que pasar más de 20 siglos para que, ya con la ayuda del telescopio, se añadiera uno más a la lista (que fue Urano). Después se descubrieron dos más (Neptuno y Plutón, este último ya en nuestro siglo), pero esa parte de la historia la veremos a su debido tiempo.

Es muy probable que nunca logremos averiguar cómo y cuándo se descubrieron los primeros planetas. Sin embargo, algo se puede decir al respecto, utilizando tan sólo un poco de lógica y de sentido común.

De los siete, el que se desplaza más rápidamente entre las estrellas es la Luna. Su movimiento es tan veloz que son suficientes unas horas de observación para detectarlo. Como, además, su brillo, sus dimensiones y sus cambios de apariencia (las "fases") la convierten en un objeto particularmente conspicuo, es más que natural atribuirle el honor de haber sido el primer planeta que se identificó.

El segundo en la lista debe de haber sido el Sol. Aunque, obviamente, se le prestaba más atención que a la Luna, su movimiento entre las estrellas es mucho más difícil de percibir (es 12 veces más lento), siendo necesarios varios días de observación para detectarlo. ¡Un momento!, dirá el lector. ¿Cómo es posible darse cuenta de que el Sol se mueve respecto a las estrellas, si cuando está en el cielo las estrellas no son visibles? Esto es totalmente cierto, pero a pesar de ello, hay varias maneras de hacerlo. La más sencilla y, por ende, la que probablemente evidenció por vez primera su movimiento, consiste en observar por varios días consecutivos su salida o su puesta (en el léxico astronómico, a la salida de un astro se le designa como su "orto" y a su puesta como su "ocaso", términos que usaremos a partir de este momento). Cualquiera puede hacer el experimento. Supongamos, por ejemplo, que observamos un amanecer y que hacia el este, más o menos por donde va a salir el Sol, conseguimos localizar una estrella muy cercana al horizonte. Unos minutos más tarde habrá amanecido y la estrella en cuestión ya no será visible. Si al día siguiente (o, mejor dicho al amanecer siguiente) observamos con atención a la misma estrella, exactamente a la misma hora que el día anterior, notaremos que su posición respecto al horizonte ha cambiado; se localizará un poco (muy poco) más "arriba": más alta en el cielo. Y si seguimos contemplando amaneceres comprobaremos que cada día la estrella se va localizando más alta en el cielo en el momento del amanecer. De hecho, cada día transcurrirán cuatro minutos más que en el anterior entre el orto de la estrella y el del Sol. Y como la estrella es "fija", es inevitable concluir que el que se mueve es el Sol, el cual, por lo tanto, fue para los antiguos un "planeta".

Figura 5. Movimiento aparente del Sol respecto de las estrellas. Observando su posición respecto de las "estrellas fijas" en días sucesivos, se puede comprobar que cada día sale 4 minutos después que las estrellas junto a las que se encontraba el día anterior.

Cabe aquí mencionar, antes de proseguir, que cuando la salida de un astro cualquiera coincide con la del Sol, los astrónomos dicen que tiene lugar el "orto helíaco" de ese astro: "orto" porque se refiere a su salida y "helíaco" porque lo hace con el Sol (Helios, entre los griegos). Más adelante veremos que el orto helíaco de Sirio, la estrella más brillante a simple vista, tuvo un papel muy importante en el antiguo Imperio egipcio

LOS VERDADEROS PLANETAS

Los cinco objetos restantes son "verdaderos" planetas, esto es, son planetas de acuerdo con la definición actual, a diferencia del Sol y la Luna que, con el tiempo, cambiaron de categoría. De los cinco, Venus fue, sin duda, el primero que se identificó como planeta, ya que, por un lado, su movimiento respecto a las estrellas es relativamente rápido (sólo Mercurio es más veloz) y, por el otro, es el objeto más brillante del cielo después del Sol y la Luna. Es tan espectacular que en innumerables ocasiones se le ha tomado por un "platillo volador". Es más, la mayor parte de los reportes de OVNIS que se han recibido —y que se siguen recibiendo— son simples confusiones con él, lo cual demuestra, de paso, que el hombre actual está muy poco familiarizado con el cielo. En síntesis, Venus es el "objeto volador no identificado" más común y más identificado.

Los planetas que se descubrieron en cuarto, quinto y sexto lugar deben haber sido Marte, Júpiter y Saturno, respectivamente. De los tres, Marte es el que llega a ser más brillante (aunque, en promedio, Júpiter lo supera), el que se mueve más rápido entre las estrellas y, por si todo esto fuera poco, es de un color rojo intenso que resulta mucho más notable y atractivo que el blanco "común y corriente" de Júpiter o el blanco amarillento de Saturno. La lógica indica, por tanto, que fue el cuarto de la lista.

Entre Júpiter y Saturno tampoco hay duda. Júpiter es siempre más brillante y su movimiento respecto a las estrellas es dos veces más rápido que el de Saturno, así que, en orden de descubrimiento, Júpiter debe haber sido el quinto y Saturno el sexto.

De todo lo anterior se desprende que Mercurio tuvo que ser el séptimo y último en descubrirse. ¿Es razonable esta conclusión? La respuesta es un rotundo sí. Mercurio es, en efecto, el planeta más difícil de ver a simple vista. Y no —como podría pensarse— porque sea muy débil, ni porque su movimiento entre las estrellas sea muy lento —llega a ser diez veces más brillante que Saturno y es el planeta que se mueve más rápido—, sino porque se mantiene siempre tan cerca del Sol que se ve opacado por su fulgor. De hecho, nunca se le puede ver en un cielo totalmente oscuro. Sólo llega a ser visible, a simple vista, poco antes del amanecer (hacia el este) o poco antes del anochecer (hacia el Oeste), pero siempre muy cerca del horizonte e inmerso, por tanto, en el resplandor del Sol. Es tan difícil de observar que lo más probable es que el lector nunca lo haya visto. El mismo Copérnico, celebérrimo astrónomo del siglo XV de quien nos ocuparemos más adelante, escribió que una de sus mayores frustraciones era no haberlo visto jamás.

EN EL PRINCIPIO FUE EL TIEMPO

Es alarmante advertir cómo aumenta, día con día, el número de personas que valoran las cosas sólo en términos de su utilidad práctica o de su productividad económica. Ello demuestra, una vez más, que el hombre no aprende de sus propios errores, ya que la historia registra innumerables casos en los que productos "inútiles" del intelecto humano —tales como poesía, música o descubrimientos científicos "puros"— tuvieron un papel preponderante en el progreso de la humanidad. Un ejemplo de lo anterior, particularmente ilustrativo, es el movimiento de los astros que, estudiado en un principio por mera curiosidad, proporcionó a la larga la solución de un problema de gran trascendencia tanto práctica como filosófica: la medición del tiempo.

El origen de nuestras unidades básicas de tiempo —el día, el mes y el año— es, en efecto, astronómico y se pierde en las brumas de la prehistoria. De hecho, las civilizaciones más antiguas de las que se conservan registros (la china, la sumeria y la egipcia) ya las conocían y las usaban cotidianamente. La razón es evidente. Los fenómenos astronómicos presentan una notable regularidad y, en consecuencia, debió de transcurrir muy poco tiempo antes de que el hombre se percatara de que podía aprovechar a los astros como indicadores del paso del tiempo. Y, lógicamente, utilizó a los más ligados a su vida diaria: el Sol y la Luna.

La primera unidad de tiempo que se reconoció y se utilizó fue, sin duda, el "día". No sólo es la más obvia, por ser la de menor duración, sino que además está íntimamente relacionada con las actividades vitales de hombres, plantas y animales. Para los antiguos, un "día" fue, simplemente, el intervalo de tiempo en el cual el Sol le daba una vuelta completa a la Tierra; o dicho de otra manera, el intervalo de tiempo entre dos pasos sucesivos del Sol por un mismo punto del cielo —por encima de sus cabezas,— por ejemplo.

Actualmente sabemos que lo que ocurre en realidad es que la Tierra gira sobre su eje, como un trompo (movimiento de rotación), de tal manera que un día es, de hecho, el tiempo en el cual la Tierra da una vuelta completa sobre sí misma respecto al Sol. Pero, desde luego, este cambio en nuestro punto de vista no influye en la duración del "día": un día "mide" lo mismo definiéndolo de cualquiera de las dos maneras: la antigua o la moderna.

Poco a poco se fue haciendo necesario medir intervalos de tiempo con una precisión cada vez mayor, y surgieron así las subdivisiones del día que hoy conocemos: la hora (que, como es bien sabido, es la veinticuatroava parte de un día), el minuto (la sesentava parte de una hora) y el segundo (la sesentava parte de un minuto). Pero estas unidades no son fundamentales, sino derivadas.

Otra unidad de tiempo, más larga, pero también muy evidente, se derivó de los cambios de apariencia de la Luna —sus "fases", como las llaman los astrónomos—: luna llena, luna nueva, cuarto creciente, etc. Al intervalo de tiempo entre dos fases iguales (sucesivas se le llama un "mes lunar". Así, por ejemplo, entre dos lunas llenas (sucesivas) o entre dos cuartos menguantes (sucesivos) transcurre exactamente un mes lunar. Esta unidad de tiempo fue ampliamente utilizada en el pasado, sobre todo en relación con ciertos ritos religiosos, pero en nuestros días prácticamente ya no se usa, por razones que se expondrán más adelante. Hay, sin embargo, algunas honrosas excepciones, como el caso del calendario musulmán, que sigue siendo lunar, y como su uso por la religión católica para determinar la fecha del domingo de ramos (por eso hay astrónomos en el Vaticano). Y hay, también, "deshonrosas" excepciones, como su aplicación —¡en pleno siglo XX!— en la práctica de ciertas dietas "milagrosas", dietas que, desde luego, funcionarían igual si no existiera la Luna.

De las tres unidades de tiempo fundamentales de origen astronómico, la última en descubrirse, por ser la más larga, debe haber sido el "año". Para los antiguos, un año era el intervalo de tiempo entre dos pasos sucesivos del Sol por el mismo punto de la bóveda celeste. Ocurre, en efecto, que el movimiento del Sol entre las estrellas (recuérdese que por ese movimiento se le consideraba un planeta) no se realiza al azar, sino recorre siempre el mismo camino, y el año es, precisamente, el tiempo que tarda en recorrerlo por completo. Así, por ejemplo, si en un momento dado el Sol coincide con una cierta estrella, volverá a coincidir con ella exactamente un año más tarde. A la trayectoria del Sol en la bóveda celeste se le llama la "eclíptica". Hoy en día sabemos que este recorrido del Sol entre las estrellas es sólo aparente; es, simplemente, el reflejo del movimiento de la Tierra en torno a él (movimiento de traslación). En efecto, conforme la Tierra se va trasladando a su alrededor lo vamos viendo proyectado sobre diferentes puntos de la bóveda celeste y es este fenómeno el que nos produce la impresión de que se va desplazando entre las estrellas. Como vemos, la eclíptica no es otra cosa que la proyección de la órbita de la Tierra en la bóveda celeste. Vemos, también, que otra manera de definir el año es como el intervalo de tiempo en el cual la Tierra le da una vuelta completa al Sol, que es la definición que todos conocemos (pero que no es la original).

Figura 6. Durante el año, el Sol se va viendo, desde la Tierra, proyectado sobre las constelaciones del Zodiaco, llamadas así porque muchas de ellas llevan nombres de animales.

Mientras el hombre fue nómada, el año fue una unidad sin ninguna utilidad práctica. El día y el mes lunar resultaban ser unidades de tiempo más que suficientes para las necesidades de tribus que dependían por completo de la caza, la pesca y la recolección. Pero con el advenimiento de la agricultura esta situación cambió radicalmente. La necesidad de determinar con precisión la duración del ciclo de las estaciones adquirió una importancia enorme en la vida de aquellos hombres y no debió de transcurrir mucho tiempo antes de que se dieran cuenta de que el año reflejaba con una increíble exactitud ese ciclo. Y fue por ello que decidieron sacrificar al mes lunar en aras del año solar, práctica que se ha mantenido hasta nuestros días.

Con el tiempo surgió la necesidad de crear un calendario, y éste fue uno de los problemas más apasionantes que tuvieron que resolver los astrónomos de la antigüedad. Por desgracia, exponer aquí las dificultades que este problema plantea y las soluciones que se le fueron dando a lo largo de la historia nos apartaría demasiado del tema central del libro, motivo por el cual no entraremos en más detalles.

NACE LA ASTRONOMÍA

Hace unos cinco mil años, tuvo lugar un acontecimiento que habría de ser decisivo en la evolución cultural de la especie humana: se inventó la escritura, ese maravilloso medio de comunicación que nos permite establecer contacto con nuestros semejantes a través del espacio y del tiempo. No es aquí el lugar ni el momento de analizar su trascendencia en el desarrollo del intelecto, pero sí es importante hacer notar que la capacidad de registrar en forma permanente los fenómenos naturales fue fundamental en el desarrollo de todas las ciencias. En la astronomía, en particular, una gran variedad de fenómenos tienen duraciones que sobrepasan, con mucho, la duración de una vida humana, y sólo ha sido posible descubrirlos comparando observaciones separadas por grandes intervalos de tiempo.

Los escritos astronómicos más antiguos que conocemos pertenecen a la llamada cultura mesopotámica, que se desarrolló entre los ríos Tigris y Éufrates, en el Oriente Medio, a lo largo de los 5 000 años anteriores a nuestra era. Aunque a los mesopotámicos se les suele dar el nombre genérico de "caldeos" o "babilonios" no fueron éstos los únicos habitantes de la región. Se establecieron primero los sumerios, después los acadios y por más de 2 000 años babilonios y asirios se disputaron la supremacía.

Durante el auge de uno de los periodos de dominación asiria, cuando el reino se extendía desde el Nilo hasta el Cáucaso, Asurbanipal (668-626 a.C.), el último de los grandes reyes asirios, decidió construir en su palacio, en Nínive, una magna biblioteca. Es muy probable que su motivo principal haya sido el deseo de perpetuar sus conquistas, pero el hecho es que también recopiló innumerables textos babilonios y, gracias a ello, los historiadores han logrado reconstruir una buena parte de la historia de la región.

No se sabe cuántos textos había en la biblioteca, pero en sus ruinas se encontraron alrededor de 22 000 tablillas de arcilla, escritas en la curiosa escritura cuneiforme tan característica de esa civilización. Las que contienen material de interés astronómico consisten casi siempre en registros de observaciones o predicciones hechas durante el periodo 2800-607 a.C. Su lectura (cuando se ha logrado descifrar, lo cual no siempre ocurre) nos permite darnos cuenta del nivel astronómico que se había alcanzado. Considérese, por ejemplo, el siguiente texto de una de las tablillas de la biblioteca de Asurbanipal que data de hace unos 2 600 años: "El 15 del mes de Ululu la Luna fue visible al mismo tiempo que el Sol: el eclipse no ocurrió." Se ve inmediatamente que, en esas fechas, la predicción de eclipses aún no era muy de fiar y los mismos astrónomos de la época reconocían su error con toda honestidad. Esto es muy importante, pues en nuestros días se ha puesto de moda el hablar, sin ningún fundamento, de los "increíbles" conocimientos que poseían algunas de las civilizaciones más antiguas, o de los "asombrosos" descubrimientos que hicieron. Estas afirmaciones son totalmente falsas, según acabamos de ver, y quienes las hacen suelen buscar tan sólo notoriedad o algún beneficio personal.

Figura 7. Escultura mesopotámica que muestra algunas de las constelaciones del Zodiaco. Es fácilmente reconocible el Escorpión.

Sin embargo, es indudable que los mesopotámicos fueron excelentes observadores para su época. Establecieron con bastante precisión la duración del año y la del mes lunar (de hecho su calendario era lunar, lo cual, dicho sea de paso, es otra prueba de atraso); conocieron la eclíptica y desarrollaron un Zodiaco que, en lo básico, es el que se sigue usando (constelaciones "actuales" como el Toro, el León y el Escorpión se han identificado en monumentos suyos de hace más de 30 siglos) e incluso se ha hablado de que descubrieron los "saros", o sea, los ciclos de los eclipses, aunque esto último no es seguro. Pero estos conocimientos revelan tan sólo una minuciosa observación del cielo y son totalmente compatibles con su nivel tecnológico así que no es necesario invocar ni ayudas ni inspiraciones "misteriosas" para explicarlos. De hecho, el interés que tuvieron en el cielo, que los motivó a estudiarlo, se originó por su creencia en la posibilidad de predecir el futuro a través de él.

El germen de esta idea puede apreciarse en muchas de las tablillas. Así, por ejemplo, en otra tablilla de la misma época que la anterior se lee: "El planeta Mercurio se puede ver. Cuando Mercurio es visible en el mes de Kislou, habrá robos en el país." En síntesis, cada vez que Mercurio estuviera en un cierto lugar del cielo, habría robos. Probablemente, la idea se le ocurrió a los sacerdotes (que eran los encargados de observar el cielo para medir el tiempo y anunciar los momentos adecuados para llevar al cabo las festividades religiosas) como consecuencia de que muchos fenómenos naturales sí son predecibles a través de los astros —el día y la noche, las estaciones, los eclipses, etc. Sea como fuere, el caso es que decidieron que el acontecer humano está escrito en la bóveda celeste. Y fue así como a los caldeos les cupo el dudoso honor de inventar la astrología, esa falsa "ciencia" que pretende predecir el futuro con base en las posiciones de los astros y que, por desgracia, sigue contando con innumerables adeptos aún en nuestros días.

PIRAMIDOLOGÍA

La civilización egipcia es una de las que más ha apasionado al hombre a través de los siglos. La sola mención de la palabra "Egipto" despierta en nuestra mente imágenes de suntuosas cortes faraónicas, de exóticas odaliscas o de misteriosos sacerdotes. Sin embargo, pocas culturas han sido más estudiadas y analizadas; numerosos arqueólogos, antropólogos e historiadores han dedicado su vida a investigarla y sus resultados y conclusiones han generado volúmenes que llenarían bibliotecas enteras. ¿A qué se debe, entonces, que siga conservando ese halo de misterio tan especial? Tal vez sólo aquellos que han tenido la fortuna de contemplar "en vivo y en directo" las ruinas de sus majestuosas construcciones conozcan la respuesta.

Figura 8. Vista panorámica del grupo de pirámides de Giza. La Gran Pirámide fue mandada a construir por el faraón Jufu.

Desafortunadamente, la misma magnificencia de esas ruinas, que tanta admiración y respeto despierta en el visitante de mente clara y abierta, ha inducido a algunos individuos de mente débil y enfermiza a elaborar teorías, a cual más descabellada, para explicar su origen, dando a entender, de paso, que los antiguos egipcios eran incapaces de semejante labor. La teoría más común afirma que estos espléndidos monumentos no fueron erigidos con fines comunes y corrientes, sino que fueron diseñados para preservar, de forma inteligible sólo a ciertos "iniciados", los profundos conocimientos que una raza superior (probablemente extraterrestre) reveló a los constructores. Por desgracia, este tipo de ideas no ha sido superado todavía.

De los monumentos egipcios que han sobrevivido hasta nuestros días, la Gran Pirámide es, con mucho, el que más ha atraído a los buscadores de "misterios"; de hecho, fue ella la que dio origen a la piramidología, tan de moda en nuestros días.

La Gran Pirámide se encuentra en Giza, cerca de El Cairo, formando parte, junto con otras dos pirámides y la Esfinge, de uno de los grupos arquitectónicos más famosos de todo el mundo. El rey Jufu (O Khufu, o Cheops) ordenó la construcción de su tumba —la Gran Pirámide— hacia el año 2550 a.C. (aunque, según algunos libros, fue en el 2560), y ésta es, junto con sus dos compañeras y la Esfinge, la única de las siete maravillas del mundo antiguo que ha sobrevivido hasta nuestros días. No es aquí, desde luego, el lugar más adecuado para entrar en detalles "piramidológicos", pero sí es interesante mencionar algunos puntos, sobre todo porque ilustran la manera tendenciosa en que se suelen presentar los argumentos que "apoyan" este tipo de teorías.

Los primeros intentos por encontrar relaciones numerológicas en la Gran Pirámide son muy antiguos, pero puede considerarse que el iniciador de la "piramidología moderna" fue un editor y vendedor de libros londinense llamado John Taylor (por cierto que en su libro Buscadores de estrellas, Colin Wilson, defensor de la piramidología, se refiere a él como "el matemático John Taylor", dándole así un falso status científico que sirve para impresionar al lector poco avezado). Taylor, intrigado por el hecho de que ni en los jeroglíficos egipcios grabados en piedra ni en los dibujados en los papiros aparecían datos astronómicos, decidió gratuitamente que éstos deberían de estar ocultos en algún lado, ¡y dónde mejor que en la Gran Pirámide! Tras comparar pacientemente los datos con que contaba, encontró que la altura de la pirámide era 1/270 000 de la circunferencia de la Tierra. ¡Asombroso descubrimiento! "Los egipcios", concluyó, "¡conocían las dimensiones de nuestro planeta!".

Este es un ejemplo típico de cómo presentan los charlatanes sus resultados. No es que el hecho en sí no sea verdadero (lo cual, por cierto, estaría por verse, ya que la altura original de la pirámide no se conoce con precisión), sino que la manera de interpretarlo es engañosa. En otras palabras: ¿qué tiene de especial que la altura de la Gran Pirámide sea 1/270 000 de la circunferencia de la Tierra? La envergadura de un Boeing 720 de pasajeros es exactamente una millonésima parte de la circunferencia ecuatorial de la Tierra, y es obvio que la existencia de esta "asombrosa" relación no demuestra absolutamente nada.

Figura 9. La Gran Pirámide. Nótese que fue construida con enormes bloques de granito, que tuvieron que ser acarreados en barcas, desde grandes distancias, por el río Nilo.

John Taylor encontró más relaciones de este tipo y con todas ellas publicó, en 1859, un libro titulado The Great Pyramid, Why it Was Built and Who Built it. Aunque sus ideas son relativamente ingenuas, tuvo la fortuna de impresionar al entonces astrónomo real de Escocia, Charles Piazzi Smyth, quien se arrogó la tarea de concluir la labor de su "maestro". Poseedor de un conocimiento astronómico mucho mayor que el de Taylor y con una experiencia también mucho mayor en la búsqueda de relaciones matemáticas, Smyth no tardó en realizar nuevos descubrimientos "asombrosos". El más famoso (o, al menos, el que se menciona con mayor frecuencia) es que el cociente del semiperímetro de la base de la pirámide entre la altura de la misma es igual a p (pi). La manera en que llegó a este resultado es sensacional. Como no se conocía la altura de la pirámide, tuvo que deducirla a partir del ángulo que forma cada uno de los lados con la horizontal. Este ángulo es de alrededor de 52 grados, y Smyth postuló que debió haber sido de 51° 51'14.3". Como consecuencia, la altura debió ser de 148.21 metros y, por tanto, el cociente del semiperímetro a la altura era exactamente p. ¡Se necesita mucho descaro para anunciar este resultado como "descubrimiento"! En realidad, él mismo lo forzó, ajustando el ángulo al valor adecuado. Y son esta clase de métodos los que aplicó en toda su investigación. Es más, aun suponiendo que el cociente hubiera sido, en efecto, 3.14159 (el valor correcto de p, que es el que obtuvo Smyth), esto no habría demostrado nada, puesto que, para los egipcios, p valía 3.16, según se específica claramente en el "Papiro Rhind".

Se suele mencionar, también, que los lados de la pirámide están orientados, con gran precisión, en las direcciones norte, sur, este y oeste. Esto es cierto, pero no tiene nada de especial. Abundan las estructuras antiguas orientadas hacia los puntos cardinales (en México, sin ir más lejos, contamos con varios ejemplos), y en el propio Egipto, en particular, la evolución de las técnicas de construcción de pirámides, entre las que se incluye su orientación, está ampliamente documentada. Así, por ejemplo, la pirámide escalonada de Zoser, en Sakkara, que fue edificada un siglo antes que la Gran Pirámide (esto es, alrededor del año 2650 a. C. ), muestra todavía un error muy grande en su orientación (de 4 grados, aproximadamente).

En síntesis, la historia nos ha mostrado que los egipcios estaban perfectamente capacitados para construir sus monumentos y que las pirámides, en particular, eran simplemente tumbas. Es más, no sólo no requirieron de ayuda "extraterrestre" para edificarlas, ni intentaron ocultar en ellas sus "elevados" conocimientos astronómicos, sino que parece ser que ni siquiera tuvieron estos elevados conocimientos. En efecto, hasta la fecha no se ha encontrado ninguna evidencia de que hayan hecho observaciones sistemáticas de la Luna, de los planetas o de las estrellas, ni de que hayan contado con la tecnología adecuada para llevarlas al cabo, aunque sus mitos y su poesía revelan que creían en la existencia de una profunda relación entre los mundos terrenal y celeste.

Como todos los pueblos de la antigüedad, agruparon a las estrellas en constelaciones, algunas de las cuales coinciden con las nuestras —como la Osa Mayor, que para ellos era el "Toro"—, mientras que otras —como el "Cocodrilo"— no parecen tener equivalencia. La única estrella que parece haber tenido un significado especial es Sirio, la estrella más brillante del cielo, a la cual llamaban "Sothis". Es probable que su importancia se haya debido a que hubo una época (hacia el año 4200 a.C.) en que su orto helíaco coincidía, aproximadamente, con la crecida del Nilo, el suceso más trascendental en el antiguo Egipto. Es más, su contribución astronómica más importante se derivó, precisamente, de la crecida del Nilo. Como el fenómeno ocurre a intervalos aproximadamente de 365 días, los egipcios introdujeron una nueva unidad de tiempo (el "año" de 365 días) que les permitía predecir el acontecimiento. Aunque el valor del año egipcio difiere del número exacto del año actual (que es 365.2422 días), su introducción constituyó un avance considerable en la medición del tiempo; tan es así que, junto con el día, es la unidad de tiempo más usada actualmente.