III. LA EDAD DE ORO

OSCURIDAD

CON la declinación de la civilización griega se extiende sobre el pensamiento humano la inmensa noche de la Edad Media. En lo que concierne a la ciencia, el nuevo amo del mundo, el Imperio romano, solamente vino, vio y... se fue. Hubo, desde luego, algunas luces aisladas, unas más brillantes que otras:

Plinio el Viejo, por ejemplo —que murió asfixiado por los humos del Vesubio en el año 79—, nos legó, en su Historia natural, un excelente compendio del saber de la época, y Titius Lucretius Carus, más conocido como Lucrecio, expuso su visión atomista y evolutiva del Universo en su magno poema De Natura Rerum (Sobre la naturaleza de las cosas). Pero en general, el afán de saber y el gusto por la vida se fueron desmoronando paulatinamente a la par que el Imperio romano. Este proceso se inicia en el año 284, cuando Diocleciano lo fragmenta en Imperio de Oriente e Imperio de Occidente; después, los sucesos se precipitan: los hunos invaden Europa en el año 375 seguidos por godos, visigodos y vándalos. Roma se defiende gallardamente, pero poco a poco sus fuerzas se van mermando; en sólo 35 años es tomada y saqueada dos veces (en el 410 y en el 445), y el inevitable fin llega en el año 476 con la deposición de Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente. La noche ha empezado en Europa y habrá que esperar 700 años para vislumbrar la aurora.

Quedaba, sin embargo, el Imperio de Oriente. Mientras Roma luchaba por su vida, Constantinopla —su capital, fundada en el año 324 por el emperador Constantino—, se había ido fortaleciendo hasta convertirse en el centro comercial y económico más poderoso de la época. Por desgracia, sus raíces mismas iban a constituir un impedimento para el desarrollo científico ya que el propio Constantino le había conferido, al erigirla, un carácter esencialmente religioso. El motivo fue, desde luego, político, pero habría de tener consecuencias desastrosas para la ciencia ya que el cristianismo nunca se ha caracterizado —y menos en aquella época, en que luchaba por sobrevivir— por mantener una actitud positiva ante la ciencia. Así, por ejemplo, un típico representante de la época llamado Lactancio, ridiculiza la idea de la esfericidad de la Tierra en su libro Sobre la falsa sabiduría de los filósofos, argumentando lo divertido que debe ser ver a los antípodas caminando de cabeza o la lluvia "cayendo" hacia arriba. Y, mucho más importante por su trascendencia, es la condena que hace Agustín, obispo de Hipona (África), en su Enchiridion: "Cuando [...] se plantea la pregunta de lo que hemos de creer en cuanto a religión, no es necesario indagar la naturaleza de las cosas como lo hacían aquellos a quienes los griegos llamaban 'physici', tampoco debemos alarmamos porque los cristianos ignoren la fuerza y el número de los elementos; el movimiento y el orden y los eclipses de los cuerpos celestes; la forma de los cielos; las especies y la naturaleza de los animales, plantas, piedras, fuentes, ríos, montañas; la cronología y las distancias; las señales de las tormentas en ciernes, y mil cosas más que esos filósofos han hallado o creen haber descubierto [...] Baste para el cristiano saber que la única causa de todas las cosas creadas [...] sean celestes o terrenales[ ... ] es la bondad del Creador, único Dios verdadero".

Ante este tipo de ideas, que son las que prevalecieron durante más de 1 000 años, no es de extrañar que las ciencias cayeran en un bache sin precedentes. En astronomía, en particular, no hubo un solo descubrimiento de importancia capital desde Tolomeo hasta Copérnico. Y es que el hombre había perdido la alegría de vivir y, en consecuencia, el afán de saber; ¿por que preocuparse, a fin de cuentas, por este valle de lágrimas, al que sólo se viene a sufrir y a pagar el pecado que nos da la vida, si el hombre no fue creado para esta empresa, sino para honrar al Señor? ¿No fue acaso el probar del árbol de la sabiduría el primer pecado capital? Ante semejantes estímulos, la ciencia languideció; el hombre había vuelto los ojos al cielo, pero no miraba las estrellas. En todo el mundo era noche cerrada.

EL DESCUBRIMIENTO DE LA TIERRA

Mientras tanto, en el Imperio de Oriente, el emperador Justiniano se encargó de aniquilar los últimos vestigios de pensamiento "libre" clausurando, en el año 529, la Escuela de Atenas. El golpe fue devastador y por el momento pareció que la ciencia no podría recuperarse; pero, como tantas otras veces, la decadencia de una cultura habría de compensarse con el surgimiento de otra, más ignorante en un principio, es verdad, pero también más vigorosa y emprendedora: la cultura musulmana, que en sólo 100 años iba a transformar drásticamente esta situación.

Figura 17. La Mezquita de Santa Sofía en Estambul (antes Constantinopla) es muestra viva de la pasada grandeza de la capital del Imperio Romano de Oriente.

Mahoma, gran unificador de los pueblos árabes, nació en La Meca en el año 570 y comenzó a predicar cuando contaba con unos 40 años de edad. Obligado a huir de su ciudad natal en el 622 —episodio conocido como la "Hégira"—, vuelve como conquistador en el 630. A su muerte, acaecida dos años más tarde, sus enseñanzas se recopilan en el Corán (en árabe Qur'an: relato), y es hasta entonces que la grandeza de su obra unificadora comienza a manifestarse en todo su esplendor. Convencidos de poseer la única religión verdadera, los pueblos árabes se lanzan a la conquista del mundo al grito de "Alá es el único dios y Mahoma su profeta". En sólo 30 años el imperio se extiende desde las fronteras de la India, por un lado, hasta África y el Mediterráneo, por el otro (según se cuenta, al tomar Alejandría —en el 640—, el caudillo musulmán Amr ibn al-As exclamó, al tiempo que señalaba la famosa biblioteca: "Si están de acuerdo con el Corán, sus libros son inútiles; si no lo están, son infieles. Quémenlos.").

Felizmente, los conquistadores árabes no intentaron aniquilar la cultura de los pueblos sojuzgados; careciendo de una propia, se dedicaron, más bien, a recopilar, unificar y asimilar las diversas tradiciones culturales que iban encontrando, con lo que, a la larga, habrían de crear una nueva cultura, la suya propia, más abierta y con un carácter marcadamente cosmopolita. Curiosamente, su religión contribuyó al proceso de manera decisiva, ya que el Corán, por un lado, está decididamente orientado hacia este mundo y, por el otro, prácticamente no contiene dogmas científicos. Con el auge del imperio sobreviene el ansia de saber: hacia el año 765, el califa de Bagdad, Al-Mansur, decide invitar a su corte a todos los estudiosos del imperio; su sucesor, Harún Al-Rashid —el célebre califa de Las mil y una noches— ordena la primera traducción al árabe del Almagesto de Tolomeo (la versión final se originó hasta fines del siglo IX) y el proceso culmina con la creación, hacia el 835, de la "Casa de la Sabiduría" por el califa Al-Mamún. Bagdad habrá de ser la "Nueva Atenas" hasta el fin del milenio y, en particular, en ella habrá de preservarse y extenderse el conocimiento astronómico. Fiel reflejo de ello es la multitud de palabras árabes que encontramos en la astronomía actual: nombres de estrellas —como Aldebarán, Altair o Mizar—, términos astronómicos —como zenit o nadir— y hasta el nombre de la Biblia de la astronomía medieval: el Almagesto. Vale la pena mencionar, como simple curiosidad, que los nombres de los astrónomos árabes nos han llegado, en cambio, latinizados. En contra de lo que pudiera pensarse, esto es algo que debemos agradecer a los traductores, ya que, por ejemplo, Muhammad ibn Jabir ibn Sinan abu Abdullah al-Battani llegó a nosotros, simplemente, como Albategnius.

Poco a poco, hacia fines del milenio, la situación comienza a cambiar en Europa: hay paz, nuevos inventos multiplican la productividad agrícola, el comercio se activa y las ciudades adquieren nueva vida; la avidez por el conocimiento crece día con día y las traducciones del árabe al latín comienzan a exigirse (en Toledo, Gerardo de Cremona traduce 70 obras, entre ellas el Almagesto, de 1160 a 1187); se fundan universidades en Bolonia, Oxford y París, donde se estudia a los griegos (que se han filtrado a través de España); Cimabue y el Giotto revolucionan la pintura, preparando el terreno para los Leonardo y Miguel Ángel que están por llegar; y, por último, los viajes de Marco Polo señalan la existencia de horizontes insospechados que inflaman la imaginación tanto tiempo aletargada, permitiendo vislumbrar la era de exploración y aventura que se avecina y que habrá de culminar con el viaje de Colón. El hombre, en síntesis, vuelve a descubrir la Tierra.

La astronomía, desde luego, participa de esta efervescencia, pero para obtener grandes logros habrá de esperar otros cien años. La razón es evidente: un milenio después de su muerte, Tolomeo sigue siendo el "último grito" y, en consecuencia, el que señala el rumbo. Así, por ejemplo, hacia fines del siglo XV Girolamo Fracastoro construye un sistema de ¡79 esferas! para explicar el comportamiento de los planetas. Pero es sólo el canto de agonía del cisne; en esos momentos, un canónigo polaco se prepara calladamente en Italia y habrá de ser él quien dé el siguiente paso ¡Y qué paso !

Figura 18. Astrónomos persas.

COPÉRNICO

Nicolás Copérnico (versión españolizada de Copernicus que, a su vez, es la versión latinizada del original Koppernigk) nació el 19 de febrero de 1473 en la ciudad de Torun, a orillas del río Vístula. Fue, según lo describió Stephen P. Mizwa, "un eclesiástico por el deseo de su tío-tutor y, por vocación, un artista cuando buscaba relajarse, un médico por su entrenamiento y predilección, un economista por accidente, un hombre de estado y un soldado por necesidad, y un hombre de ciencia por la gracia de Dios y por amor a la verdad en sí misma". Enviado a Italia por su tío Lucas Watzelrode para estudiar leyes canónicas, aprovecha para instruirse también en medicina y astronomía en Bolonia, Padua y Ferrara. A la edad de 33 años vuelve a su patria, donde le espera la canongía de Frauenburg que su tío le ha tramitado, pero, de hecho, se convierte en médico y secretario de Lucas. Allí, en razón de su puesto, se ve obligado a intervenir en infinidad de disputas locales y en guerras contra el invasor (los "caballeros teutónicos"); la paz se firma en 1521 y Copérnico se ve libre, finalmente, para dedicarse de lleno a la astronomía (su tío había muerto en 1512). Unos años más tarde (alrededor de 1528) publica su primer tratado astronómico —el Commentariolus o Pequeño comentario, escrito probablemente hacia 1512—, cuyo impacto fue considerable, y 10 años más tarde, en 1539, decide, ante la presión del joven astrónomo Georg Joachím —más conocido como Rheticus— publicar su obra magna: De revolutionibus orbium coelestium, cuyo primer ejemplar impreso llegó a sus manos, según la tradición, en su lecho de muerte, el 24 de mayo de 1543.

La idea fundamental del trabajo de Copérnico, la que habría de asegurarle un lugar entre los inmortales, fue la sustitución de la Tierra por el Sol como centro del Universo, "degradando" a la primera a la categoría de simple planeta. Cabe señalar, sin embargo, que su pretensión no era, ni con mucho, la de originar una revolución; conservador hasta la médula de sus huesos, buscaba simplemente una disposición geométrica del Sistema Solar que permitiese una explicación del movimiento observado de los planetas en términos exclusivamente de movimientos circulares "puros", cuyo abandono en aras de "excéntricas" y "deferentes" criticaba acerbamente. Él mismo narra cómo tuvo que explorar textos filosóficos antiguos y contemporáneos a la caza de explicaciones alternativas a la de Tolomeo —a quien, por cierto admiraba— y cómo las encontró en Filolao, Aristarco e Hicetas, todos los cuales desplazaban a la Tierra de su privilegiada posición. Los nuevos principios deben haber estado claros en su mente desde épocas relativamente tempranas, ya que el Commentariolus, en el que expone sus ideas por primera vez, se inicia con una "declaración de principios" entre los que se cuentan: "2. El centro de la Tierra no es el centro del Universo sino solamente el de la gravedad y el de la órbita de la Luna", y "3. Todas las esferas giran en torno al Sol, como si estuviera en el centro de todo, así que el centro del mundo está cerca del Sol". De hecho, las siete hipótesis del Commentariolus contienen ya todos los principios del sistema copernicano; suenan tan "modernas" que al leer el resto del tratado no se puede evitar una profunda desilusión, pues en su intento por mantenerse dentro de la regla de movimientos circulares, Copérnico introduce, también, los omnipresentes epiciclos. Y nunca se librará de ellos, ni siquiera en su obra cumbre.

En De revolutionibus orbium coelestium, Copérnico expande y perfecciona su sistema del mundo. Una traducción fiel de este título no es fácil: se le menciona, indistintamente, como Sobre las revoluciones de las órbitas celestes, El libro de las revoluciones de las esferas celestes o variaciones ligeramente diferentes de las anteriores. La edición original consta de seis "libros" —de los cuales los más importantes son los últimos dos, dedicados a los movimientos aparentes de los planetas, sus distancias al Sol y sus tiempos de revolución— y de un prólogo (no autorizado por Copérnico), escrito por un tal Andreas Osiander —matemático y teólogo luterano—, en el cual se explica que la obra es una mera hipótesis que no debe tomarse muy en serio. El fin de este prólogo era, desde luego, evitar fricciones con la Iglesia —para la cual la Tierra era el centro del Universo, puesto que en ella moraban las criaturas del Señor— pero no estaba firmado, lo cual invitaba a considerarlo como el punto de vista del autor. Debido a ello, en parte, y debido a que la obra misma es particularmente oscura e ilegible, De revolutionibus no tuvo el impacto que era de esperar. Más aún, la pretendida "simplificación" del sistema tolemaico no era tal: Copérnico necesitaba de 48 esferas para explicar los movimientos de los planetas, ¡contra sólo 40 del modelo tolemaico en boga! Su verdadero valor astronómico y filosófico, el de expulsar a la Tierra de una posición privilegiada, habría de ser comprendido solamente medio siglo más tarde; era el turno de Kepler y Galileo.


Figura 19. En el mural de Juan O'Gorman de la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria se contemplan el Universo de Tolomeo y el de Copérnico.

KEPLER Y TYCHO

Al igual que Copérnico, Kepler estaba destinado a una carrera eclesiástica pero desvió sus pasos hacia la astronomía. Nacido en la pequeña ciudad de Weil—perteneciente al ducado de Württemberg— en 1571, estudió teología en Tübingen, donde tuvo la suerte de contar con un excelente maestro de matemáticas y astronomía: Michael Maestlin. En una de sus lecciones, Maestlin exponía las razones por las que el sistema de Tolomeo era el "bueno" y el de Copérnico el "malo" (probablemente para conservar su puesto), pero esas "razones" no deben haber sido muy convincentes, ya que el joven Kepler fue desde entonces un ferviente copernicano. En 1594 acepta su puesto como maestro de matemáticas en una escuela secundaria de Graz, a pesar de que aún pensaba en terminar sus estudios y convertirse en un pastor luterano; sin embargo, el trabajo le deja tanto tiempo libre que comienza a elucubrar alrededor del sistema copernicano. La pregunta que le asalta es ¿por qué las distancias de los planetas al Sol son las que son y no otras? Y de pronto, el 19 de julio de 1595 (anotó la fecha para no olvidarla), cree encontrar la respuesta: las distancias de los planetas al Sol corresponden a los radios de esferas inscritas o circunscritas en los 5 sólidos geométricos regulares. La idea es fascinante, desde el punto de vista estético, pero tiene el problema de ser totalmente falsa; de hecho, las distancias a las que conduce dejan mucho que desear. Pero Kepler cree encontrarse ante una "revelacion sin precedentes, y en 1597 publica su teoría en un libro —con un título larguísimo— que ha pasado a la historia como el Mysterium Cosmographicum o Prodromus, del cual envía copias a los astrónomos más famosos de la época (a Galileo y a Tycho Brahe, entre otros). Un año más tarde, sin embargo, se inicia en Graz la persecución de los protestantes; Kepler es invitado a quedarse pero, lanzado ya de lleno a la astronomía, prefiere aprovechar la oportunidad para emigrar a Praga a trabajar con el gran Tycho Brahe.

Figura 20. Edificio principal de Uraniborg —"El Castillo de los Cielos"—, donde Tycho Brahe vivió y realizó la mayor parte de sus observaciones.

Tycho (1546-1601) fue, sin duda, todo un personaje. Fatuo, codicioso y pendenciero —perdió la nariz en un pleito ¡por un problema matemático!—, vivió siempre rodeado de lujos, comiendo espléndidamente y realizando las mejores observaciones astronómicas, las más precisas y detalladas anteriores al telescopio. Con el apoyo de Federico II, rey de Dinamarca (su país natal), construyó en la isla de Hveen su propio observatorio astronómico, Uraniborg, al cual dotó no sólo con los mejores instrumentos astronómicos de la época sino con lujos inconcebibles en sus días, como agua corriente en todas las habitaciones y tubos para intercomunicación. A la muerte de su benefactor, y como consecuencia de un problema económico (obviamente), dejó Dinamarca y aceptó el empleo de "matemático" en la corte de Rodolfo II, archiduque de Austria, rey de Bohemia y Hungría y emperador del Sacro Imperio. Llegó a Praga en 1599 y poco más de un año después, a fines de 1600, Kepler se le unió.

Desde el punto de vista de las relaciones humanas, el encuentro fue un desastre: lo único que los dos genios tenían en común era la pasión por la astronomía y el mal carácter; pero como colaboración científica, en cambio fue todo un éxito: de él habría de surgir el primer modelo "moderno" del Sistema Solar. Tycho, sin embargo, no habría de participar directamente en ese trabajo, ya que su muerte acaeció sólo 18 meses más tarde, el 24 de octubre de 1601. Libre de molestias extraastronómicas y heredero de los copiosos —y excelentes— datos observacionales de Tycho (así como de su empleo), Kepler reinició el trabajo que el mismo Tycho le había encomendado desde su llegada a Praga: la determinación de la órbita de Marte. El trabajo era increíblemente tedioso: consistía en encontrar una combinación de movimientos circulares (¡los omnipresentes círculos!) capaz de reproducir la trayectoria observada del planeta, y Kepler se dedicó a ello con admirable tesón durante cinco años. En una ocasión, obtuvo un esquema geométrico que reproducía las observaciones con un error máximo de un ángulo de 8 minutos de arco —que es un ángulo pequeñísimo—, pero lo desechó argumentando que "la Diosa Divina nos dio en Tycho un observador tan fiel que un error de 8 minutos es inaceptable". Finalmente se convenció de la imposibilidad de su tarea dentro de la hipótesis de movimientos circulares, y sólo entonces vio la luz: la órbita de Marte era, simplemente, ¡una elipse! A partir de ese momento todo se simplificó; es más, en sólo unos cuantos meses ya había descubierto otra particularidad de la órbita de Marte: la línea que lo unía al Sol "barría" áreas iguales en tiempos iguales. Publicó ambos resultados —órbita elíptica y regla de las áreas— en otro libro de título larguísimo, que conocemos como Astronomía Nova o Comentarios sobre los movimientos de Marte (aparecido en 1609); pero lo importante, y lo que muestra el genio de Kepler, es que ambos principios —conocidos hoy día como las primeras dos leyes de Kepler— no se mencionan como válidos solamente para Marte, sino que se aplican a todos los planetas. Y, en efecto, así ocurre.

Figura 21. Johannes Kepler descubrió las leyes fundamentales de los movimientos planetarios utilizando las excelentes observaciones de Tycho Brahe.

Un tercer descubrimiento —la tercera ley de Kepler— habría de aparecer en su libro Harmonices Mundi (La armonía del mundo), también llamado, por razones obvias, la "ley armónica". Ésta expresa el hecho de que, al dividir el cuadrado del tiempo que emplea un planeta en dar una vuelta completa alrededor del Sol entre el cubo de su distancia media al mismo, se obtiene siempre el mismo número, independientemente de cuál sea el planeta (en lenguaje matemático: el cuadrado de los periodos es proporcional al cubo de las distancias medias al Sol). Es curioso notar que esta ley surge de una de las características más criticadas de Kepler: su inclinación al misticismo y al pensamiento "mágico" (llegó, incluso, a escribir la música que producen los planetas en su giro en torno al Sol). A decir verdad, todo el contenido del Harmonices Mundi tiene esta particularidad, excepto la tercera ley. El caso es, sin embargo, que sus razonamientos astronómicos son sorprendentemente claros, y que a su muerte, el 15 de noviembre de 1630, nos legó en su último libro, el Epítome, una visión del Sistema Solar fundamentalmente idéntica a la que tenemos ahora, incluso en lo que se refiere al tratamiento matemático. Más no se puede pedir.

GALILEO

Cuando Galileo se inscribió en la Universidad de Pisa como estudiante de medicina, en 1581, ni él ni nadie podía prever que su nombre pasaría a la posteridad. Contaba a la sazón con 17 años de edad; era discutidor —nunca aceptaba las dogmáticas afirmaciones de sus maestros gratuitamente—, soberbio, frío y gruñón, "cualidades" que le granjearon la enemistad de condiscípulos y profesores (sus compañeros le apodaban "el pendenciero"). Como, además, las clases de medicina le aburrían soberanamente, comenzó a considerar la posibilidad de cambiar de carrera, actitud que vino a reforzarse con su primer descubrimiento científico. Observando una larga lámpara que se balanceaba colgada del techo, en la catedral de Pisa, creyó advertir que sus oscilaciones duraban siempre el mismo tiempo, a pesar de que se iban haciendo cada vez más pequeñas. Cuenta la leyenda, que careciendo de reloj (aún no se inventaba), usó su propio pulso para corroborarlo, ¡y resultó cierto!

A partir de este momento, su decisión quedó tomada: estudiaría el movimiento; sería un científico. En un principio su padre se opuso, pero terminó por ceder y Galileo inició sus estudios de matemáticas que, como era de esperarse, le fascinaron. Por desgracia, la situación financiera de su familia comenzó a declinar y, finalmente, tuvo que abandonar los estudios sin llegar a obtener ningún grado. Su capacidad y su habilidad matemática, sin embargo, le permitieron obtener el puesto de profesor de matemáticas en la misma Universidad de Pisa —en nuestros días no lo hubieran contratado por no tener título—, donde permaneció hasta 1591. Un año más tarde lo encontramos en Padua —muy cerca de Venecia— también como profesor de matemáticas. A estas alturas ya era relativamente célebre a causa de sus experimentos sobre la caída de los cuerpos —realizados, según un famoso mito, desde lo alto de la Torre de Pisa—, de algunos ingeniosos inventos y de sus brillantes cátedras; pero lo mejor aún estaba por venir. En uno de sus viajes a Venecia, en 1609, Jacob Badouere, gentilhombre francés, le informa de la existencia de un maravilloso instrumento que permite ver los barcos lejanos como si estuvieran cerca.

Figura 22. Galileo Galilei mostrando a algunos sacerdotes lo que se podía observar con la ayuda del telescopio.


"Oído esto —escribe Galileo— volví a Padua y me puse a pensar sobre el problema, resolviéndolo en la primera noche... Al día siguiente fabriqué el instrumento. Me dediqué enseguida a fabricar otro más perfecto, que seis días después llevé a Venecia, donde con gran maravilla fue visto por casi todos los principales gentilhombres de la República. "Galileo, en efecto, invitó al Senado de Venecia a utilizar su anteojo (el 8 de agosto de 1609), pero no lo hizo por motivos científicos. El resultado, eso sí, fue el que esperaba: tuvo tanto éxito que le duplicaron el sueldo a 1 000 florines anuales y lo nombraron profesor vitalicio de la Universidad de Padua. Hay que reconocer, sin embargo, que una vez resuelto su problema económico se dedicó con ahínco a usar su instrumento para fines científicos y, en particular, para estudiar el cielo. Empezó con la Luna, que, según la descripción de Dante en el Paraíso, es "lucidora, densa, sólida y pulida, cual diamante que al Sol brilla", pero ¡oh desilusión! lo que vio fue una superficie irregular cubierta de cráteres y montañas; siguió con las estrellas, cientos de las cuales, invisibles hasta entonces, se revelaron a sus ojos. Observó después la Vía Láctea —esa banda luminosa que cruza el cielo de lado a lado— y descubrió que consta, en realidad, de miles de estrellas; y, por último, volvió el aparato hacia Júpiter, al cual le detectó ¡4 satélites! Descubrimientos tan asombrosos tenían que darse a conocer y, para ello, escribió un librito titulado Sidereus Nuncius (Mensajero de las estrellas), que salió a la luz en marzo de 1610 y tuvo éxito inmediato. La barrera que separaba al hombre de los astros, considerada infranqueable hasta entonces, había sido salvada; más aún, si el pequeño telescopio de Galileo había producido descubrimientos tan espectaculares en sólo unos meses, ¡qué maravillas no esperarían al hombre, con toda la eternidad por delante, una vez que se construyeran telescopios más grandes!

Sin embargo, no todos pensaban así: Cremonini y Libri, profesores de filosofía en la Universidad de Padua, no sólo impugnaban los nuevos hallazgos, sino que se negaron siempre a ver a través del telescopio. "No les bastaría —escribió Galileo— el testimonio de la misma estrella si bajase a la Tierra y hablase de sí misma." Y a la muerte de Libri, ocurrida poco tiempo después, volvió sobre el tema: "Libri no quiso ver mis menudencias celestes cuando estaba en la Tierra; quizá lo haga ahora que ha subido a los cielos." El rechazo de los conservadores era, empero, muy comprensible. La "imperfección" de la Luna atacaba los principios mismos del dogma religioso, basado en la perfección de los cielos, y lo mismo hacían la existencia de estrellas invisibles a simple vista —para qué están ahí, si Dios hizo a las estrellas para deleite del hombre— y los satélites de Júpiter —"la Tierra es el (único) centro del Universo"—, que apoyaban, en cambio, la teoría copernicana. En vista de ello, la Iglesia contraatacó: en 1616, De revolutionibus fue incluido en el "Índice de libros prohibidos" junto con el Epítome de Kepler, y Galileo fue amonestado y advertido de que no debía enseñar que la Tierra se mueve.

Figura 23. Manuscrito de Galileo mostrando sus observaciones de las lunas de Júpiter.

Cabe mencionar que mucho antes, en 1610, había descubierto que Venus presenta "fases" como la Luna —hecho que también apoyaba a la teoría copernicana— y que el Sol tiene "manchas" —lo que también era "antirreligioso", después de lo cual se había mudado a Toscana. De hecho, Galileo no fue el descubridor de las manchas del Sol, pero se autonombró como tal.

Ya en Toscana dejó pasar unos años, durante los cuales trabajó en proyectos de física pura que habrían de tener una gran trascendencia, pero que no tenemos tiempo de mencionar, y después volvió a la carga: escribió el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, en el que ridiculiza la teoría de Tolomeo en favor de la copernicana. El libro apareció en 1630 y dos años más tarde la Inquisición lo llamaba a juicio. Declarado culpable de desobedecer las órdenes de la Iglesia, después de tres interrogatorios en los que se mostró humilde y fiel creyente fue obligado a abjurar de las ideas que exponía en el Diálogo el 22 de junio de 1633. Se dice que después de emitir el juramento que se le "solicitaba", murmuró por lo bajo: eppur si muove, o sea, "sin embargo, se mueve"; pero esto no pasa de ser tan sólo leyenda.

Aunque formalmente pasó el resto de su vida bajo arresto (en Arcetri, cerca de Florencia), podía recibir los visitantes que quisiera y escribir lo que deseara (pero no publicarlo). A su muerte, acaecida el 8 de enero de 1642, el gran duque de Toscana pidió permiso para elevar un monumento sobre su tumba, pero el papa Urbano VIII no lo permitió. Las heridas en el seno de la santa madre iglesia eran aún demasiado recientes. Tanto así, que hubo que esperar casi 350 años para que un jurado eclesiástico, después de revisar el juicio, le concediera la absolución, ¡en 1983!

NEWTON

Uno de los atributos más fascinantes de la ciencia es la manera en que hechos aparentemente sin conexión entre sí se revelan de pronto, gracias a la inspiración de algún genio, como aspectos diferentes de un mismo fenómeno. Un ejemplo de ello —probablemente el más notable— ocurrió en Inglaterra en 1666. Los hechos en apariencia independientes fueron el movimiento de los planetas y la caída de los cuerpos, cuyas leyes acababan de ser descubiertas por Kepler y Galileo, y el genio unificador fue Isaac Newton.

Figura 24. Según una leyenda, la caída de una manzana inspiró a Newton su ley de la gravitación universal.

Cuando se habla de Newton, los adjetivos parecen resultar insuficientes: "no está dado a ningún mortal el aproximarse más a los dioses", dice Edmund Halley (célebre astrónomo, contemporáneo suyo, de quien hablaremos más tarde); "por el poder de su espíritu sobrepasó al género humano", reza la inscripción de su estatua frente al Trinity College, y así sucesivamente. Nacido en Woolsthorpe, Inglaterra, el 4 de enero de 1643 —el 25 de diciembre de 1642, según el erróneo calendario que se seguía a la sazón en Inglaterra—, abandona sus aburridas obligaciones en la granja familiar a los 18 años de edad para estudiar matemáticas con Isaac Barrow en el Trinity College de Cambridge, donde obtiene el grado de Bachiller en Artes en 1665. Ese mismo año se declara una epidemia —la peste bubónica— que obliga a cerrar la escuela, y Newton vuelve a la casa familiar de Woolsthorpe a disfrutar de sus forzadas vacaciones. Así empezó uno de los momentos culminantes de la historia de la ciencia. En los dos años que duró la plaga, Newton iba a crear "nada más" los cimientos de la física clásica, del cálculo infinitesimal y de la espectroscopia. Y todo ello ¡antes de cumplir los 25 años!

El mismo Newton, ya anciano, escribió, refiriéndose a esa época: "Esto aconteció durante las pestes de 1665 y 1666, pues estaba entonces en el alba de mi inventiva, y me preocupaban las matemáticas y la filosofía mucho más que posteriormente." Entre las cosas que le preocupaban estaba el movimiento de los astros. Y la solución al problema llegó, según una célebre anécdota contada a Voltaire por su sobrina Catherine Barton. Una noche de Luna en que Newton dormitaba al pie de un manzano, al caer uno de sus frutos lo miró pensativo; después miró a la Luna, preguntándose por qué ella no caía. Y, de pronto, ¡se hizo la luz!: la Luna caía; si no lo hiciera, se alejaría cada vez más de la Tierra. ¡Era el "peso" de la Luna lo que la mantenía ligada a la Tierra! La importancia de este descubrimiento no puede ser menospreciada: demostraba, de una vez por todas, que los astros están regidos por las mismas fuerzas —por las mismas leyes naturales, en suma— que rigen en la Tierra. Las repercusiones filosóficas de este hecho habrían de ser tan importantes, o más, que las científicas. En un momento de inspiración, Newton había sentado las bases de la ciencia moderna.

Newton estaba convencido de que el "nuevo" fenómeno, la "gravitación", era válido para todos los cuerpos; estaba convencido de que era universal. Pero tenía que probarlo y, para ello, necesitaba encontrar una expresión matemática que le permitiera evaluar la fuerza gravitacional entre dos cuerpos cualesquiera. Y eso es lo que hizo: aprovechando que las leyes de Kepler describían correctamente el movimiento de los planetas, calculó la fuerza que se requería para mantener a la Luna en órbita alrededor de la Tierra. Su resultado ha pasado a la posteridad con el nombre de "Ley de la gravitación universal". Como muestra de su importancia, baste señalar que aún en nuestros días, tres siglos después de Newton, sigue siendo usada para describir el comportamiento de los cuerpos que componen el Sistema Solar. Como dice Paul Couderc, "después de Newton, el Sistema Solar adquirió la apariencia de un campo de ejercicios para los matemáticos..."

La fecundidad intelectual de Newton durante los años de la plaga no tiene parangón en la historia de las ideas. Además de descubrir la gravitación universal, se dio tiempo para inventar el cálculo infinitesimal y para realizar un importante descubrimiento concerniente a la naturaleza de la luz. Lo que descubrió en este último caso fue que un prisma de vidrio descomponía la luz del Sol en un abanico de colores semejante al arco iris (Newton lo llamó "espectro", nombre que conserva hasta la fecha); además, invirtiendo el experimento —o sea, mezclando los colores del arco iris—, demostró que la luz blanca es la mezcla de rayos luminosos de todos los colores. Ni siquiera un genio de su calibre podía sospechar que, 200 años más tarde, este hecho permitiría al hombre averiguar la composición química de las estrellas.

El resto de su vida es, en cierto sentido, un anticlímax: al extinguirse la plaga vuelve a "Cambridge, donde permanecerá hasta el fin de sus días como titular de la cátedra lucasiana de matemáticas (a partir de 1669). Pero, a partir de este momento, su actividad científica comienza a declinar ostensiblemente, a la par que crece su afición por la alquimia. Sólo una vez habrá de volver al "buen camino", pero el resultado será espectacular: después de casi 20 años de silencio, su amigo Edmund Halley logra convencerlo para que publique sus descubrimientos. Una vez decidido, trabaja incansablemente durante tres años para dar a luz la obra cumbre de la historia de la física: la Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, más conocida como los Principia, donde se exponen los principios que han de regir a la física durante los dos siglos siguientes. Halley mismo paga la edición, que sale al público en el otoño de 1687 y que pronto convierte a Newton en el científico más célebre de Europa. Pero ni este resonante triunfo logra apartar a Newton de la alquimia; peor aún, a raíz de ciertas conversaciones sostenidas con el filósofo John Locke adquiere un profundo interés en los misterios de la Trinidad y en los problemas de la cronología bíblica, y el resto de su vida habrá de dividir sus energías entre la Biblia y la alquimia. En razón a sus méritos, sin embargo, es nombrado director de la Casa de Moneda, en 1699, presidente de la Royal Society en 1703 y armado caballero en 1705. A su muerte, el 3 de marzo de 1727, sir Isaac Newton recibe el honor de ser enterrado en la abadía de Westminster. Cuarenta años antes, Halley había escrito en la oda con que prologó los Principia: .... a través de su mente Febo ha arrojado en abundancia el resplandor de su propia divinidad...". Y el tiempo le ha dado la razón.

Figura 25. Sir Isaac Newton.