CONTRAPORTADA

Después de siete mil años de historia, la humanidad ha aprendido que la naturaleza, lejos de ser estática, se encuentra sometida a un proceso de transformación incansable en el que tiene sentido hablar del nacimiento, evolución y muerte de las estrellas. Logro nada despreciable si consideramos que poco ha cambiado el aspecto del firmamento que venimos observando desde el día en que apareció el primer ser humano. Este éxito —madurado en el transcurso de los últimos cuatrocientos años, logrado apenas en el presente siglo— se debe esencialmente a que las leyes físicas que deducimos a partir de nuestra experiencia directa tienen validez universal. Las increíblemente distantes estrellas ya no son poderosos dioses sino simples bolas de gas, enormes y extraordinariamente calientes, compuestas del mismo material que pisamos. Consumiéndose desde sus entrañas, todas ellas se aproximan a su fin no sin antes diseminar las semillas necesarias para que nuevas generaciones estelares las sucedan. Con su último aliento se transfigurarán en objetos extraordinarios —enanas blancas, estrellas de neutrones u hoyos negros— que sólo desde la perspectiva de la ciencia hubiera sido posible concebir. Un ciclo de génesis y transfiguración que, frente a nuestras breves vidas, parece inagotable, pero cuyo pulso cesará en algún momento del dilatado telar del tiempo.

Joaquín Bohigas nació en la ciudad de México y realizó sus estudios de licenciatura en física en la Facultad de Ciencias de la UNAM, y de maestría en la Universidad de Oxford. Desde hace siete años es investigador en el Instituto de Astronomía de la UNAM, en donde se dedica primordialmente a problemas astronómicos relacionados con la física de plasmas.

Foto: Región de formación estelar Herbig-Haro. En su centro hay una estrella oculta por un disco de gas extremadamente denso. Por eso sólo el viento de la estrella ha sido observado en radio. (J. Bohigas y colaboradores, 1985. Revista Mexicana de Astronomía y Astrofísica, vol. 11, p. 149.)

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