I. EL CAMINO ASCENDENTE DEL CONOCIMIENTO

AL PRINCIPIO, el ser humano sólo podía maravillarse ante la vastedad y potencia del mundo que lo rodeaba, y que, para su sorpresa, le proporcionaba los medios necesarios para sobrevivir y prosperar. En particular, no dejó de notar que era al Sol a quien debía su existencia pues el ciclo agrícola es, en última instancia, el ciclo solar anual. La aparición de la agricultura impuso la necesidad de determinar la duración del año, lo que llevó a nuestros antepasados a observar cuidadosamente el movimiento del Sol y las estrellas. Estas últimas también adquirieron gran importancia con el desarrollo del comercio, en particular cuando éste implicaba mover mercancías a través de los grandes desiertos y mares, ya que eran el único faro con el que los mercaderes podían orientarse y llegar al destino deseado. No es extraño que los pueblos que habitaban en estos ambientes naturales, como los árabes y los polinesios, conocieran con gran detalle las posiciones y movimientos de las estrellas a lo largo del año. Pero de hecho todas las civilizaciones de la antigüedad consideraron que la observación del cielo era una tarea vital, y elaboraron calendarios, algunos tan precisos como el maya, para regular sus actividades económicas y sociales. Hubo incluso algunos pueblos, por ejemplo los babilonios y los mayas, que llevando al extremo su obsesión por los astros, encontraron la manera de saber cuándo se produciría un eclipse solar, anotando esta información en extensas tablas, como el Códice de Dresde (Figura 1).


Figura 1. Folio del Códice de Dresde.

Cuando a la contemplación del cielo le siguió su estudio sistemático con fines tan precisos e importantes como servir a la agricultura y la navegación, el observador casual se convirtió en un especialista que laboraba en instituciones apoyadas por la sociedad y que servían de sustento al Estado. Por ejemplo, desde hace al menos dos mil años existían grandes centros dedicados al estudio de la bóveda celeste en China. Estos centros estaban divididos en diversos departamentos —administración, astrología, elaboración del calendario, cronometría y adivinación— en los que trabajaban cerca de mil personas; directores, profesores, observadores, técnicos, tamborileros (que hacían pública la hora) y un gran número de estudiantes. De la enumeración de los departamentos se puede ver que los astros no sólo eran estudiados por razones prácticas, sino también por motivos esotéricos, como la astrología y la adivinación. Estas actividades fueron usuales hasta hace unos trescientos años, pues entre nuestros antepasados existía la convicción de que los astros no sólo determinaban y anunciaban en beneficio suyo diversos fenómenos naturales, sino también cada aspecto de su vida colectiva e individual. En particular, se creía que los gobernantes eran mensajeros de los dioses, del cielo, o incluso sus descendientes directos, como en el caso de los Incas, y que por lo tanto regían con base en mandatos emanados del firmamento. El conocimiento era válido mientras justificara esta relación y, por lo tanto, el predominio de la clase dominante. De ahí que el conocimiento astronómico estuviera sujeto a un severo control estatal. Por ejemplo, en un escrito chino del año 738 d.C. se establece que "ningún instrumento astrológico o libro de astrología puede ser sacado de las oficinas, pues podría ser mal usado por personas descalificadas".

Los astros fueron también un motivo de reflexión acerca del ser y razón de ser del Universo, y eje de todas las mitologías. Si la naturaleza estaba cubierta de misterios, el firmamento plagado de estrellas era probablemente el mayor de entre todos ellos. Lejanos pero decisivos para su subsistencia, los astros fueron personificaciones y residencia de dioses que, desde su altura inalcanzable, parecían haber creado el mundo conocido, y de cuya voluntad dependía la sobrevivencia del mismo. Los dioses, las estrellas, fueron temerosamente venerados en todas las religiones, que mediante el sacrificio creían propiciar su buena voluntad. Pensando en ellos construyeron grandes monumentos religiosos, como la pirámide de Keops y el Castillo de Chichén-Itzá (Figura 2), cuya orientación revela la gran precisión con la que sus artífices conocieron las posiciones y movimientos de los astros.

Figura 2. "El Castillo" de Chichén Itzá durante la puesta del Sol del equinoccio de otoño (22 de septiembre). En esta fecha la sombra sobre la escalera semeja el cuerpo sinuoso de una serpiente, cuya cabeza es la escultura monumental situada al pie de la escalinata. Los constructores del edificio lograron esta composición orientándolo de manera muy precisa con respecto a los puntos cardinales.

Hace ya más de cuatro mil años, los sacerdotes egipcios dirigían desde la ciudad de Heliópolis, sobre la que hoy se agita El Cairo, el culto religioso al Sol, que ellos llamaron Ra. Se ocupaban de que éste fuera adorado apropiadamente en todo el valle del río Nilo, de observar el diario devenir de la bóveda celeste —añadiéndole la cualidad de astrónomo a su profesión sacerdotal— y, probablemente con mayor celo, de vigilar que los tributos llegaran puntualmente a las arcas de Ra, quien es el dios principal de la mitología egipcia, creador y supremo juez del mundo. Según ésta, Ra dormía en un principio en el regazo de Nun, el océano primordial, obscuro e irreconocible. Cansado del sueño de no ser, Ra abre los ojos, ilumina el abismo que le rodea e inicia el arduo proceso de la creación, separando y dándole atributos específicos a las partes que estaban confundidas en el caos. Así con el cielo y la Tierra, los gemelos Nut y Geb, que estaban fundidos en un abrazo amoroso del que fueron separados por el dios del aire y el espacio, Shu, que con su esfuerzo los mantenía distantes para evitar, según aquellas gentes, que la bóveda celeste se desplomara sobre sus cabezas (Figura 3).

Figura 3. Papiro en donde se representa la visión egipcia del Universo. Acostado en el piso yace Geb, la Tierra, rodeada por el cuerpo de su hermana gemela Nut, el cielo. Entre ambas se pasea el Sol, Ra, en una barca. A la izquierda se encuentra Shu, dios del espacio, cuya labor es mantener separados a los amantes.

En la misma época florecían los asirios y los babilonios en el territorio comprendido entre los ríos Tigris y Éufrates, conocido como Mesopotamia. Desarrollándose en condiciones similares a los egipcios, sus mitos proponen una explicación parecida al origen de un cielo separado y distinto de la Tierra. Éstos se han conservado en un texto conocido como Épica de la creación, en donde se relata la manera como Marduk organiza el Universo después de triunfar sobre la gigante Tiamat, personificación del caos. Después de "punzarle los intestinos y partirle el corazón", Marduk "concibe obras de arte" mientras contempla los despojos sangrientos de su rival. Así, abre su cuerpo "como un pez en dos partes", para hacer la bóveda celeste de una de las mitades y la Tierra de la otra. Hecho esto, organiza el mundo. Construye la residencia de los dioses en el cielo, instala su imagen en las estrellas y establece la duración del año y el curso de los astros. La mayor parte de los mitos de la creación son igualmente violentos y macabros, quizá porque fueron inspirados por la naturaleza violenta del propio parto. Ninguno más contradictorio y paradójico que el de Venus-Afrodita, diosa del amor y paradigma de la belleza, que según la mitología griega emerge de la espuma dejada por los genitales de Urano, mutilado por su hijo, el titán Cronos, a instigación de Gea, su madre, que también era esposa de Urano. Es en la violencia, y sólo en ella, en donde reside alguna similitud entre las mitologías antiguas y el mundo físico revelado por la astronomía contemporánea. Ésta propone que el Universo se originó en la más grande explosión que es posible imaginar pero que, lejos de haber sido un caos, tuvo un orden que es comprensible mediante leyes físicas.

Las grandes tablas en donde se anotaban las posiciones esperadas de los astros a lo largo del año, y mitos como los recién descritos, fueron los primeros pasos que dio la humanidad hacia el conocimiento de la realidad. Con el tiempo aparecieron versiones de la creación en las que la gestación del Universo ya no era imaginada como un capricho de seres fantásticos con atributos e inclinaciones semejantes a las nuestras, sino obra de la voluntad infinita, aunque arbitraria, de una consciencia indefinible e incomprensible, tal como se narra en la Biblia. Por otro lado, unos quinientos años antes de nuestra era los griegos elaboraron modelos matemáticos para intentar explicar en su totalidad los datos contenidos en las tablas astronómicas, y buscaron explicaciones físicas a diversas manifestaciones de la naturaleza. Estas ideas sirvieron para adelantar explicaciones más adecuadas sobre la naturaleza de las estrellas.

Muchos pensadores griegos consideraban que el Universo lo había concebido un geómetra deseoso de darle las más bellas proporciones. A modo de ejemplo, considérese la forma en que Platón, rico aristócrata ateniense que vivió entre los años 429 y 327 a.C., describe la forma dada por Dios al Universo: "Lo hizo redondo y esférico, [...] y le dio la forma orbicular, que de todas las figuras es la más perfecta [...] y le asignó el movimiento adecuado a su forma [...] aquél que está más en relación con la inteligencia y el pensamiento." Pero el gran mérito de los griegos no estriba en proponer un Universo geométrico, sino en probar sus modelos con datos observacionales, de los que ellos mismos obtuvieron pocos. Por esta causa Eudoxio de Cnida, discípulo de Platón, se trasladó a Egipto para obtener de un sacerdote de Heliópolis los resultados de siglos de observaciones planetarias efectuadas por los egipcios, quienes nunca pensaron extraer de ellas una teoría general. Eudoxio la formuló a partir de los datos egipcios y de su propia habilidad matemática. En el modelo de Eudoxio los planetas entonces conocidos —desde Mercurio hasta Júpiter— el Sol, la Luna y las estrellas, son puestos a girar alrededor de la Tierra en un sistema compuesto por 27 esferas. Su teoría constituyó uno de los primeros intentos de describir el movimiento de los astros sin necesidad de invocar fuerzas sobrenaturales. Con el tiempo fue mejorada en la propia Grecia, hasta que, hacia el año 150 de nuestra era termina, y a la vez culmina, la ciencia clásica griega en la persona de Claudio Tolomeo, nativo de Alejandría. Tolomeo elabora en el Almagesto el mejor modelo que se había presentado hasta entonces para describir el movimiento aparente del Sol, la Luna, los planetas y las estrellas alrededor de la Tierra. Este modelo perduraría 1 400 años, y se convirtió en el argumento más sólido de quienes sostenían que la Tierra residía en el centro del Universo.

Los griegos también se ocuparon en encontrar los elementos esenciales de la naturaleza, y en particular el material del que están hechas las estrellas. Para Tales de Mileto, uno de los más ilustres miembros de la escuela jónica de la filosofía griega, las estrellas eran cuerpos materiales hechos de fuego, que era a su vez una manifestación del elemento que según él era el primordial: el agua. Esta teoría, fundada en la especulación, incluye dos importantes principios: la noción de que las estrellas son cuerpos materiales, y que todas las cosas están hechas a partir de los mismos elementos básicos, de modo que las múltiples apariencias de la naturaleza son las diversas circunstancias bajo las que los elementos se manifiestan. En la misma época se desarrollaba, en contraposición a esta escuela materialista, una línea de pensamiento idealista en la que resaltaba la figura de Platón, quien, siempre inclinado a lo místico y poético, discute su visión del mundo físico en el diálogo Timeo, donde sostiene que la mente organizadora del Universo, a la que llamó Demiurgo, "después de ensamblar el Universo, dio a sus almas un igual número de estrellas, poniendo una en cada una..." Aristóteles participó inicialmente de esta creencia. En una carta dirigida a Alejandro el Grande, entonces discípulo suyo, escribe que "el cielo está lleno de dioses a los que llamamos estrellas". Aunque después abandonó tan fantástica idea, no pudo dejar de creer que las estrellas eran objetos totalmente distintos a los que nos rodean cotidianamente. Según él, las estrellas están compuestas de éter; un elemento distinto y superior al material del que están hechos los perecederos objetos terrestres, y que por ello perdurarían por toda la eternidad tal y como fueron hechas desde un principio. Aristóteles no consideró el problema de su génesis, problema "resuelto" en las primeras páginas de la Biblia: "Y de la tarde y la mañana, resultó el día tercero. Dijo después Dios: haya lumbreras o cuerpos luminosos en el firmamento del cielo, que distingan el día y la noche, y señalen los tiempos o las estaciones, los días y los años."

La Biblia, y más adelante los escritos de Aristóteles y Tolomeo, traducidos del griego al latín por Gerardo de Cremona hacia el año 1175, dominaron el pensamiento occidental hasta mediados del siglo XVI. La concepción cosmológica contenida en estas obras se basaba en la aparente regularidad y permanencia de los fenómenos celestes, sólo ocasionalmente interrumpida por algún cometa o por la aparición de una "nueva estrella", y en la también aparente inmutabilidad de las sociedades humanas, reflejo fiel, eje y finalidad del propio Universo. Para nuestros antepasados, el ser humano y las estrellas eran imágenes definitivas de un único propósito divino. La astronomía era utilizada para justificar este orden, estancándose al subordinar su papel como generadora de conocimiento al de preservadora de las estructuras sociales.

Pero la desintegración del tejido social que había perdurado durante tantos siglos, así como la observación continua y sistemática de los astros que demandaba la navegación, que a su vez era impulsada por una creciente corriente comercial, fueron socavando esta visión mística, estática y antropocéntrica del Universo. De particular importancia fue la travesía de Colón en 1492, y el posterior descubrimiento del mundo con los viajes de exploración emprendidos principalmente por los españoles. En su autobiografía, Gerolamo Cardano, excéntrico pensador nacido en Pavia en 1501 y que reunió el álgebra y la geometría, expresa del modo siguiente el impacto que tuvieron estos descubrimientos: "Entre las extraordinarias, aunque naturales, circunstancias de mi vida, la primera y más insólita es haber nacido en el siglo en que fue descubierto el mundo..."

Cincuenta años después del descubrimiento de América, en medio de un mundo que se descubría a sí mismo y multiplicaba sus relaciones, se publica la gran obra de Nicolaus Copérnico, De Revolutionibus Orbium Coelestium. En ella supera, por su simplicidad y por reproducir más fielmente los movimientos de los cuerpos celestes, el modelo geocéntrico de Tolomeo. Copérnico murió sin ver el libro publicado, pues retrasó su aparición preocupado por la reacción que sabía provocaría en las instituciones religiosas. Aun antes de que el libro fuera divulgado, Martín Lutero, conocedor de las ideas de Copérnico, ya lo calificaba de loco y hereje por poner en duda la infalibilidad de la Biblia. En efecto, Copérnico desplaza a la Tierra, y por ende al ser humano, del centro del Universo, demostrando que la Tierra, lejos de estar fija en la posición central, gira vertiginosamente alrededor de su eje y del Sol.

Las mentes más despiertas de la época respondieron con entusiasmo a la propuesta copernicana. Por ejemplo, Giordano Bruno, que fue ejecutado por la Inquisición en el año 1600, le tributó el siguiente elogio apasionado: "volvió una causa ridícula, abyecta y vituperada [colocar al Sol en el centro], en honorable, alabada y más verosímil que la contraria, y mucho más cómoda y rápida para la razón teórica y calculadora." El argumento más impactante a favor de su teoría fue presentado por Galileo, que al apuntar su telescopio hacia Júpiter encontró que alrededor de éste giraban otros cuerpos de manera análoga a la que Copérnico había propuesto para los planetas del Sistema Solar. Galileo defendió vigorosamente la teoría copernicana hasta que, 32 años después de la muerte de Bruno, la Inquisición lo amedrentó al acusarlo de una herejía que podía conducirlo a la hoguera, lo que lo llevó a desmentirse públicamente no sin antes expresar su inconformidad al murmurar, según se dice, "Y sin embargo, se mueve".

A pesar de la obcecada oposición religiosa, la teoría de Copérnico terminó por imponerse por su solidez y abundantes argumentos. Inició un proceso en el que la ciencia ha ido develando un mundo totalmente distinto al de las falsas nociones de la magia y la religión. Con base en ella, el gran astrónomo Johanes Kepler elaboró tres grandes leyes sobre el movimiento de los planetas. Éstas iluminaron el camino sobre el que Isaac Newton avanzaría a grandes pasos durante la segunda mitad del siglo XVII.

A los 23 años, Newton se encontraba recluido en su casa mientras una epidemia devastaba Inglaterra. Ahí desarrolló la teoría de la gravitación universal, de acuerdo con la cual existe una fuerza de atracción, la fuerza de gravedad, entre cualesquiera dos masas. Una de las objeciones presentadas a Copérnico era que la Tierra se habría disgregado en fragmentos en caso de girar. Newton responde a esta objeción apuntando que la fuerza de gravedad mantiene unida a la Tierra a pesar de su movimiento de rotación. Pero tuvo mayor envergadura y profundidad el hecho de que con la teoría de la gravitación universal se demostró que la caída de una manzana puede ser descrita con la misma ley que gobierna el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Es decir, Newton probó que la naturaleza se comporta del mismo modo en nuestro planeta y en la bóveda celeste. Por lo tanto las leyes científicas que descubrimos en nuestro entorno inmediato tienen validez universal. Estaban así asentadas las bases filosóficas para comprender la naturaleza de las estrellas, y en particular de la más cercana a nosotros, el Sol.

En 1755 se presenta el primer intento serio por desarrollar una teoría científica acerca del desarrollo del Sol, los planetas y las estrellas, obra del filósofo alemán Immanuel Kant. Propuso que los astros se forman al condensarse materia difusa alrededor de la región donde la densidad era mayor originalmente. Más aún, Kant señaló que en caso de que el material girara sobre su eje, se formarían pequeñas condensaciones, los planetas, alrededor de la condensación central, el Sol. La proposición de Kant constituía una especulación filosófica, pero al ser formulada en un ambiente en donde ya predominaba el pensamiento científico, contenía los elementos principales de la teoría actualmente aceptada para la formación estelar, y fue rápidamente recogida por los científicos de su época. En particular por el francés Pierre Simon Laplace, que la desarrolla en 1796 en su obra Exposition du Systéme du Monde. Es bien conocida la respuesta que Laplace le dio a Napoleón cuando éste le preguntó por qué no mencionaba a Dios en su obra: "Señor, no tuve necesidad alguna de tal hipótesis."

Habiéndose dado una hipótesis de tipo físico sobre el origen de las estrellas, surgía de modo natural el problema de su fin y, entre estos extremos, el de su evolución y funcionamiento. Mas para abordar estos problemas era necesario establecer si las estrellas están hechas del mismo material que los objetos terrestres, como lo propuso Tales, o de algo exótico y distinto, como el éter del que hablaba Aristóteles. La disyuntiva fue resuelta mediante la espectroscopía, técnica en la que la luz es descompuesta en sus distintos colores primarios, es decir, en todas sus frecuencias o longitudes de onda. El arco iris es la más hermosa manifestación de este efecto, que Isaac Newton reprodujo al substituir con un prisma las incontables gotas de agua que producen este bello espectáculo. En 1814, Joseph von Fraunhofer, hijo de un vidriero, hizo pasar la luz del Sol a través de uno de sus excelentes prismas, otro de los instrumentos ópticos que le habían dado una buena reputación. Encontró más de 600 líneas obscuras en el espectro solar, pero no pudo explicar su origen. Murió a los 39 años de tuberculosis y sobre su lápida se escribió el epitafio "Acercó las estrellas".

Su descubrimiento pasó inadvertido, en gran parte porque los científicos de la época, llenos de soberbia, nunca permitieron que este mundano vidriero expusiera sus hallazgos en alguna reunión científica. No fue sino hasta 1862 que se explicó el origen de las líneas obscuras encontradas por Fraunhofer, cuando Gustav Kirchoff demostró que las producen elementos como el sodio, el calcio, el cobre y otros, que se encuentran a temperaturas de miles de grados centígrados. Por esos años William Huggins y el padre Angelo Secchi —este último radicado en Estados Unidos ya que fue exiliado de Italia por ser jesuita— habían realizado estudios espectroscópicos de numerosas estrellas. A la luz del descubrimiento de Kirchoff, Huggins escribió en 1863 que "aunque las estrellas difieren entre sí por la variedad de la materia que las constituye, todas están sin embargo formadas sobre el mismo modelo que nuestro Sol, y se componen, al menos en parte, de los mismos materiales que nuestro sistema". Se demostró entonces que el Sol es una de tantas estrellas, y que el ser humano, los astros y, como se dedujo posteriormente, todo el Universo, están hechos de los mismos bloques fundamentales. Dos mil años después de ser enunciadas, fueron reivindicadas las brillantes hipótesis de la escuela materialista griega gracias al poderoso andamiaje de la ciencia.

La astronomía fue la punta de lanza de la ciencia durante un par de siglos después de Copérnico. Las ciencias de la tierra y de la vida no despertaron sino hasta el siglo XVIII. Cuando lo hicieron trastocaron profundamente la idea que se tenía del mundo, ya que los religiosos se habían aferrado en mantener la justificación divina en la Tierra, después de haberla perdido en las esferas celestes. Hasta mediados del siglo XIX, la mayor parte de las revelaciones contenidas en la Biblia eran aceptadas literalmente y sin objeciones. En particular, se creía que la historia de la Tierra estaba descrita ahí, y por lo tanto que su edad era el tiempo transcurrido desde la creación. Toda una disciplina, la cronología, se desarrolló para determinar cuándo había sido el primer día de la creación. A partir de los "datos" que diversas versiones del Antiguo Testamento proporcionaban sobre las edades de los profetas se encontraban distintas fechas iniciales, diferencias que eran objeto de acaloradas disputas entre los cronologistas. En un libro sobre cronología universal publicado en Madrid en 1862 se presentan varias de las posibles edades bíblicas aunque, no sabemos la razón, el autor parece preferir el resultado obtenido en 1829 por un inglés apellidado Clinton, quien "encontró" que la creación ocurrió en el año 4138 a.C.

A mediados del siglo XVIII Europa se industrializaba aceleradamente, y crecía la demanda de metales como el hierro y combustibles como el carbón. La explotación y búsqueda de nuevos recursos minerales se convirtió en una necesidad económica de primer orden, por lo que un gran número de instituciones dedicadas al estudio de la Tierra, por ejemplo el Real Seminario de Minas creado en México en 1792. En estas instituciones confluyeron los talentos de la época con el propósito de buscar la historia de la Tierra en ella misma. Encontraron que ésta, lejos de haber sido terminada después del Diluvio, se halla sujeta a un perpetuo y lento proceso de transformación, debido a la actividad volcánica y a la erosión del viento, el agua y el hielo. Sus investigaciones demostraron que no hubo un Diluvio universal y que la Tierra tiene una edad mucho mayor que cualquiera que se pudiera deducir de la Biblia. Un escocés, Charles Lyell, desarrolló y popularizó esta nueva idea en su libro Principles of Geology or the Modern Changes of the Earth and its Inhabitants, publicado en 1830 cuando tenía 32 años. Sus ideas fueron combatidas incluso por la comunidad científica. En abril de 1829 había presentado su trabajo en Londres ante la Sociedad Geológica, donde un distinguido miembro, cuyo nombre ha pasado al olvido, proclamó que "Ningún río en la historia ha ahondado su curso ni un pie". Para su desgracia, en esos días un río en Escocia no sólo hizo eso, sino que además derrumbó un puente. A pesar de que el prejuicio bíblico había echado raíces profundas en la sociedad, la evidencia científica acabó por derruirlo, y hoy se sabe que la Tierra se ha venido transformando desde hace unos 4 500 millones de años.

Por otra parte el estudio de los fósiles revelaba la existencia de seres vivos, y sumamente complejos, desde las primeras etapas geológicas de la Tierra, mucho tiempo atrás del primer día bíblico. Más aún, en 1859 el naturalista inglés Charles Darwin establece en su libro El origen de las especies por medio de la selección natural que la vida procede de seres sumamente sencillos que a lo largo de cientos de millones de años han generado y cedido su lugar a especies mejor adaptadas y más evolucionadas. Estas ideas habían sido mencionadas anteriormente, en particular por el abuelo de Darwin, Erasmus Darwin, que tenía grandes simpatías hacia la Revolución francesa, pero también la dudosa virtud de exponer sus resultados en pésimos versos. Es probable que la reacción conservadora que siguió a la Revolución haya retrasado la aceptación de la idea de que todas las especies provienen de un tronco común. Darwin mismo tuvo que enfrentarse a esta reacción a pesar del peso de sus argumentos. La antipatía de los sectores sociales más conservadores hacia Darwin aumentó en 1871 cuando apareció su libro La ascendencia del hombre, donde afirma que el ser humano, lejos de ser una imagen de Dios, está cercanamente emparentado con el mono. Incluso los más connotados políticos ingleses de la época se opusieron a tal noción. Cuando a Disraeli, primer ministro de la Gran Bretaña, le pidieron que escogiera entre monos y ángeles como ascendientes del ser humano, respondió sin chistar: "Estoy del lado de los ángeles." Sin embargo, la evidencia de la realidad pesa más que nuestros deseos, y por haber dado el primer paso hacia la exclusión de la humanidad y la vida misma de la obra divina, podemos comparar la revolución darwiniana con la que Copérnico produjo tres siglos antes.

Para que la vida haya podido desarrollarse durante un periodo tan largo es necesario que las condiciones en la Tierra hayan sido extraordinariamente estables durante este tiempo. En particular, la cantidad de calor recibida del Sol; su brillo debe haber sido constante durante los cientos de millones de años en que la vida ha prosperado en la Tierra. Este hecho constituyó la principal restricción a los modelos que los astrónomos presentaron para explicar por qué brilla el Sol.

La respuesta no fue fácil y tardó en llegar. Se consideró evidente proponer que el Sol brilla por ser una gran masa de carbón en combustión. Sin embargo se puede demostrar que de este modo su fuego se extinguiría en unos mil años. Incluso las formas más violentas de combustión química, por ejemplo la reacción del hidrógeno con el oxígeno, pueden mantener la llama del Sol por no más de dos mil años. En otro tipo de modelos se propuso que el impacto de miles de meteoritos sobre su superficie causaba el brillo solar, o que incluso el Sol liberaba su energía radiante por el simple hecho de contraerse por efecto de su propio peso.

Con estos mecanismos el Sol sólo puede brillar durante unos millones de años, mucho menos de lo que demandaban los datos geológicos y biológicos. La razón por la cual brillan el Sol y las estrellas, concordante con la evidencia anterior, fue descubierta durante las primeras tres décadas de este siglo. Con el desarrollo de la relatividad y la mecánica cuántica, disciplinas estrechamente relacionadas con Albert Einstein, se determinó que la fuente de energía de las estrellas es la fusión nuclear, proceso en el que dos elementos ligeros se unen para formar un tercero, generando así una gran cantidad de energía. Esto significa que la evolución estelar debe ser entendida como la manera por la cual se van agotando los elementos ligeros susceptibles de fusionarse y, por lo tanto, de liberar energía. Por lo mismo, la muerte de la estrella es el momento en el que ésta ya no está en condiciones de llevar a cabo reacciones de fusión nuclear.

Hoy sabemos que la verdad no reside en historias fantásticas y mitos religiosos, sino que debe ser extraída de nuestra experiencia material mediante el juicio severo de la inteligencia y con el método que proporciona la ciencia. Después de siete mil años de historia hemos aprendido que la naturaleza, lejos de ser estática, está sometida a un proceso de incansable transformación en el que tiene sentido hablar del nacimiento, evolución y muerte de las estrellas. El Universo ya no es el ámbito incomprensible y mágico de antaño, pues sabemos que es explicable mediante leyes físicas obtenidas a partir de nuestra aparentemente limitada experiencia, y se compone del mismo material que pisamos. Al ampliar el horizonte de nuestro conocimiento, podemos analizar de nuevo la ancestral preocupación sobre nuestra relación con las estrellas, ya no como individuos sino como especie inmersa en el Universo. Asimismo, ante la vastedad del mundo descubierto por la astronomía, surge por sí sola la angustiante pregunta de nuestra posible soledad como únicos sujetos pensantes en el Cosmos y, por lo tanto, como su única consciencia.

Modificando permanentemente nuestra percepción de la naturaleza, la ciencia produce una incómoda sensación de inestabilidad que a veces le atrae actitudes hostiles. Volviendo comprensible lo misterioso, desazona a quienes admiran y añoran la poesía del mundo mágico. En 1820 Keats, un gran poeta inglés, descorazonado al creer que Newton había destruido lo poético del arco iris al reproducirlo con un prisma, expresó su frustración más o menos del siguiente modo (del poema "Lamia"):

¿No se desvanecen todos los encantos
cuando la filosofía [la ciencia] se les acerca
con su frío aliento?
Antes era terrible el arco iris que el cielo cruzaba;
Descubierta ha sido su trama, su textura; dada está
En el opaco catálogo de lo cotidiano.
Las alas de los ángeles la filosofía irá recortando.
Con sus reglas y métodos conquistará todos los misterios,
Vaciará el aire encantado y la sabiduría de los gnomos
Y el arco iris desenredará.

A pesar de su pesimismo, Keats no dejó de encontrar temas poéticos, ni fue el último artista en bordar fantasías, ni han desaparecido los cuentos infantiles. Para mi pequeña hija de cuatro años las estrellas no son bolas de gas incandescente, sino residencia de reyes legendarios y héroes míticos que ávidamente mira a través de un telescopio. Y así debe ser. Tiempo habrá para que aprenda de la ciencia la verdadera dimensión de las estrellas, para que entre a su inteligencia el aire fresco de esa otra faceta de la realidad. La ciencia no vino a desplazar el espacio mágico de nuestra imaginación, sin el que la vida es en exceso árida, sino a darle su justo valor y establecer un límite claro a sus fantasías. Abriendo nuevas puertas, posibilitando fantasías inéditas, multiplicando nuestras dudas, la luz de la ciencia cae sobre un mundo que sin ella sería tedioso, obscuro y desesperanzado.