II. LOS MENSAJES DE LAS ESTRELLAS

SE DICE que con un buen par de ojos y mucha paciencia, es posible contar alrededor de 6 000 estrellas a lo largo del año. Pero bastan unos momentos de cuidadosa observación para extraer algunas conclusiones básicas sobre ellas. En primer lugar, presentan colores diversos; las hay azules, blancas, amarillas o rojas. En segundo lugar, sus brillos son marcadamente distintos, y predominan ampliamente aquéllas que son más tenues. Quienes están más familiarizados con el cielo, relativamente pocos en esta época, habrán observado otras peculiaridades: sus posiciones relativas y su brillo, con algunas extraordinarias excepciones, parecen no cambiar, al menos durante el breve intervalo de tiempo en el que transcurre una vida. Nuestros antepasados dedujeron de esto que la bóveda celeste había alcanzado la perfección, pues parecía haber encontrado su equilibrio, en contraposición al mundo desequilibrado y dolorosamente imperfecto que diariamente transitamos. Mas para la ciencia este hecho revela que los cambios que se suceden en el Cosmos ocurren en escalas de tiempo muy prolongadas, y que, frente a éstas, nuestra vida es menos que un instante. Con los telescopios más grandes podemos observar ya no miles, sino miles de millones de estrellas. Sin embargo, estas observaciones elementales —sus diversos colores, las diferencias de brillo, nuevamente con un marcado predominio de las menos brillantes, y la lentitud con la que casi todas ellas cambian— siguen siendo válidas. Y, al igual que todos, el astrónomo profesional también debe conformarse con las pocas gotas de luz que nos llegan de sus superficies, puesto que lo que yace está cubierto por una barrera que parece impenetrable. En vista de que parte de su trabajo consiste en desarrollar herramientas de investigación cada vez más y sofisticadas, puede ahondar más que otros en los secretos de las estrellas, e incluso se plantea ya, estudiando los "sismos" y los neutrinos que en ellas se producen, descubrir directamente lo que hay más allá de sus atmósferas.

LOS COLORES DE LA LUZ

Las dos estrellas más brillantes de la constelación de Orión, Rigel y Betelgeuse, blanca y roja respectivamente, ejemplifican las diferencias de color que hay entre las estrellas. Para los antiguos, estos colores señalaban el carácter de los dioses que habitaban en ellas, siendo el rojo el que en general se asociaba a los más irascibles. Para la astronomía moderna, el color de una estrella tiene su causa en una propiedad más fundamental y comprensible, la temperatura de su atmósfera.

Al calentar una barra de hierro, su color pasa del rojo profundo al azul intenso. En otros términos, al aumentar la temperatura de la barra, una fracción cada vez mayor de la energía que radia es luz azul. Más aún, la cantidad de energía radiada aumenta con la temperatura. Estos cambios se cuantifican mediante una ley descubierta por el alemán Max Planck, físico notable que vivió entre el siglo XIX y el presente, inaugurando una época en la que se revolucionó nuestro concepto de la materia. La ley de Planck establece con precisión las proporciones de energía que emite un cuerpo a cierta temperatura, en distintos colores —distintas longitudes de onda— del espectro. Está representada gráficamente en la figura 4, donde se muestra el espectro de objetos a 3 000, 4 000 y 5 000 grados. Nótese que el cuerpo más frío emite la mayor parte de su luz en el rojo y el infrarrojo, mientras que el objeto más caliente lo hace en el azul y el ultravioleta.

Figura 4. Representación gráfica de la distribución de energía producida por cuerpos a 3 000, 4 000 y 5 000 grados. El eje horizontal corresponde a la longitud de onda de la radiación (el color de la radiación), y el vertical a la cantidad de energía radiada. Nótese que los cuerpos más fríos producen menos energía, y que una parte sustancial de ésta emerje en el infrarrojo.

Dado que las leyes de la física son las mismas en la barra de hierro y en las estrellas, éstas deben tener un espectro similar al anteriormente descrito. En la figura 5 se muestra el espectro del Sol, y se puede apreciar que, en efecto, es muy parecido al descrito por la ley de Planck. Por lo tanto, la temperatura atmosférica se puede obtener al comparar su espectro con la ley de Planck. Así se ha determinado que la roja Betelgeuse tiene una temperatura superficial de 3 200 grados, el Sol de 5 700 y Rigel de 12 500. Las estrellas más frías están a unos 2 000 grados, mientras que entre las más calientes la temperatura excede los 100 000.

Figura 5. Distribución de la energía radiada por el sol fuera de la atmósfera terrestre y espectro de un cuerpo a 5 800 grados descrito por la Ley de Planck.

Sin embargo, aunque muy parecido, el espectro de una estrella no es idéntico al descrito por la Ley de Planck. Mientras éste es continuo, el de una estrella puede presentar líneas obscuras como las que Fraunhofer vio en el Sol hace ya casi doscientos años (Figura 6). La generación y forma de estas líneas depende de una serie de factores importantes; de la transparencia del medio en el que se propaga la luz, de su densidad y temperatura, del movimiento turbulento y de rotación del material, de la intensidad del campo magnético y, de manera importante, de la composición química. Cada uno de estos factores deja su huella en el espectro, y de su análisis meticuloso es posible reconstruir el estado físico de las superficies estelares. Para entender cómo se descifran las huellas del espectro, en particular las dejadas por algún elemento químico, es necesario remitirse a algunos conceptos básicos sobre la estructura de la materia y las propiedades de la luz.

El átomo está compuesto por un núcleo alrededor del cual revolotean partículas ligeras de carga eléctrica negativa, los electrones. Cada uno de éstos se mueve al azar, pero con una energía bien definida. Se dice que el átomo tiene una serie de niveles de energía disponibles para los electrones. Éstos no pueden moverse alrededor del núcleo con energía distinta a la de uno de estos niveles, esquemáticamente representados en la figura 7(b) y (c). El nivel más próximo al núcleo es el de mayor energía, ya que el electrón que ahí reside está más fuertemente ligado. El núcleo está compuesto por dos tipos de partículas 2 mil veces más masivas que el electrón: los protones, que tienen carga positiva, y los neutrones, partículas neutras que actúan como pegamento en el núcleo. Un elemento químico se distingue de otros por el número de protones en su núcleo. Por ejemplo, el hidrógeno tiene 1 protón, el helio 2, el oxígeno 8 y el uranio 92. Cada uno de los elementos químicos tiene su propio conjunto de niveles de energía.

Figura 6. Espectro del Sol . Las líneas oscuras de Fraunhofer se pueden distinguir fácilmente. Alguno de los elementos químicos que producen estas líneas han sido señalados: calcio (Ca), hierro (Fe), hidrógeno (H), estroncio (Sr), magnesio (Mg), níquel (Ni), cromo (Cr), sodio (Na), silicio (Si) y manganeso (Mn).

La luz es una de las más paradójicas manifestaciones de la naturaleza. Es lo más veloz que existe y, desde hace tres siglos, se sabe que su velocidad es cercana a los 300 000 kilómetros por segundo (km/s). Es decir, completa un viaje redondo entre la Tierra y la Luna en poco más de 2 segundos. Curiosamente, una persona que se mueva a, digamos, 200 000 km/s con respecto a nosotros, medirá la misma velocidad de propagación para la luz. Claramente, la luz no se comporta como un automóvil pues, independientemente del estado de movimiento del observador, siempre tiene la misma velocidad. Otra característica importante de la luz, compartida con la materia, es su carácter dual de onda —como las que se producen en el agua— y partícula. En su carácter de partícula, por cierto de masa cero, decimos que la luz está hecha de fotones, cada uno de ellos asociado a un color definido. Este color está directamente relacionado con la energía del fotón; un fotón "azul" tiene más energía que uno "rojo".

Figura 7. (a) La colisión entre dos electrones libres produce fotones de cualquier energía. La suma de estas colisiones genera un espectro continuo. (b) Un fotón absorbido por un electrón ligado al átomo produce una línea de absorción. (c) Las líneas de emisión producen los electrones al pasar espontáneamente a un estado de menor energía.

En el Cosmos, en particular en las estrellas, la mayor parte de los átomos no son neutros, —y se dice que están ionizados—, pues uno o más de sus electrones han escapado y viajan libremente, desligados de cualquier átomo. Estos electrones pueden perder energía y emitir luz, después de haber tenido una colisión con otro electrón, un átomo o un fotón. La luz emitida de este modo puede tener cualquier longitud de onda o color, aunque será preferentemente azul si la temperatura es alta, y roja si es baja. Es decir, los electrones libres producen un continuo de colores en el espectro, que bajo ciertas condiciones puede ser descrito por la Ley de Planck (Figura 7(a)). Los electrones en el átomo, ligados al núcleo en órbitas bien definidas, pueden pasar a una superior sólo sí reciben un impacto de energía igual a la diferencia de energías entre la órbita inicial y la superior. En particular, si el impacto es debido a un fotón del continuo, el electrón pasa a un nivel superior absorbiendo la luz que transporta ese fotón. De este modo se produce una línea obscura —de absorción— en el espectro, como las observadas por Fraunhofer en el espectro solar (Figura 7(b)). El electrón que pasó a un nivel superior tenderá a regresar espontáneamente a su órbita original. Al hacerlo emitirá un fotón de energía igual a la diferencia de energía entre los dos niveles. Es decir, en este caso se produce una línea de emisión en el espectro (Figura 7(c)). En general, el espectro de cualquier objeto contiene un continuo, líneas de absorción y líneas de emisión, aunque en las estrellas predominan las primeras dos componentes (Figura 6).

Como se señaló anteriormente, las órbitas de los electrones están bien definidas, y son distintas para los diversos elementos químicos. Esto significa que cada elemento químico produce un conjunto de líneas que lo particulariza, que es su huella sobre el espectro. Por ejemplo, el hidrógeno se caracteriza por un conjunto conocido como la serie de Balmer, en donde se destacan una línea roja y otra azul, llamadas H-alfa y H-beta. Por lo tanto, del espectro de líneas de absorción o de emisión de un objeto, en particular de una estrella, podemos deducir su composición química (ver figura 6). Cabe destacar que algunos elementos escasos en la Tierra fueron descubiertos al estudiar el espectro de las estrellas. Tal es el caso del helio, que debe su nombre a que fue descubierto en el espectro solar en 1868, poco antes de que el químico ruso Mendeleyev publicara su tabla de los elementos químicos, y 27 años antes de que fuera hallado en la Tierra. Más aún, la intensidad de la línea de emisión o la cantidad de luz absorbida en la línea, es proporcional al número de átomos del elemento que las produce, y por lo tanto podemos inferir no sólo qué elementos químicos están presentes, sino también su abundancia. Con esta poderosa herramienta se demostró que el Universo está formado por los mismos elementos que la Tierra, y que cerca del 90% de la materia es hidrógeno y 10% helio. El 1 % restante está distribuido entre todos los demás elementos químicos, que los astrónomos separan como "ligeros" (litio, flúor, berilio y boro) y "pesados" (todos los otros). Una observación muy importante es que las estrellas tienen diferentes composiciones químicas. Destaca el hecho de que entre las más rojas se puede encontrar cualquier composición química, mientras que todas las azules e intrínsecamente muy luminosas son relativamente abundantes en elementos "pesados". Este hecho valida el concepto de un Universo cambiante, pues está relacionado con la evolución de las estrellas.

DE LA BÓVEDA CELESTE AL GRAN UNIVERSO

Para los personajes de un cuento de Italo Calvino, novelista italiano contemporáneo, pocas cosas son tan sencillas como ir a la Luna: "llevábamos una escalera; uno la sostenía, otro subía y otro le daba a los remos hasta llegar debajo de la Luna [...] desde lo alto se alcanzaba justo a tocarla extendiendo los brazos" ("La distancia de la Luna", Cosmicómicas). Si somos más ambiciosos, podemos usar la imaginación para pasar un fin de semana en Marte, o incluso, en un viaje más largo, visitar las maravillas de Orión. Por desgracia, estos viajes sólo son realizables en la sala de cine o entre sueños, ya que, como bien sabemos, hace falta algo más que una escalera para llegar a la Luna, lleva algunos meses ir a Marte, y Orión es aún inalcanzable. Pero, ¿qué tan lejos están la Luna, el Sol, los planetas y las estrellas? Las culturas más antiguas consideraron este problema, llegando a diversas y disímiles conclusiones. Entre los chinos la escuela de Suan Ye sostenía que el Universo es infinito, mientras que en su tratado cosmológico más antiguo, el Kai Tien o teoría de los domos esféricos, se propone un tamaño mucho más modesto pues se afirma que la distancia entre la bóveda celeste y la Tierra es menor que la extensión de ésta. Frente a la imposibilidad de usar una simple cinta métrica, ¿cómo decidir cuál es la respuesta correcta?

Nacido en la ciudad griega de Samos en el siglo III a.C., Aristarco fue uno de los primeros astrónomos en sostener que el Sol estaba fijo y la Tierra giraba alrededor de él y de su propio eje. Aristarco también encontró una manera de calcular las distancias relativas al Sol y la Luna (Figura 8(a)). Arguyó correctamente que cuando la Luna está medio llena, las líneas imaginarias que la conectan al Sol y la Tierra forman un ángulo de 90°. Midiendo el ángulo de visión hacia el Sol, y usando trigonometría elemental, se puede determinar la distancia al Sol con respecto a la distancia a la Luna. Aristarco se equivocó en sus resultados debido a problemas observacionales, pero su método es conceptualmente correcto.

Figura 8. (a) Método ideado por Aristarco para determinar la distancia al Sol con respecto a la distancia a la luna. Midiendo el ángulo a, se determina con trigonometría elemental el cociente S/L. (b) Modo como Eratóstenes encontró el radio terrestre. Razonó que si el ángulo de 7° corresponde a la distancia entre Siene y Alejandría, 360° deben corresponder a la circunferencia terrestre. (c) Método para determinar el radio lunar (L) —y por tanto la distancia a la Luna— en términos del radio de la Tierra (T) durante un eclipse lunar. La línea punteada es una extensión de la sombra que la Tierra proyecta sobre la Luna durante el eclipse.

La Tierra fue el primer objeto sustancialmente más grande que nuestro entorno inmediato para el que hubo una medida absoluta de su tamaño. Dos siglos antes de nuestra era, un astrónomo de Alejandría llamado Eratóstenes se enteró que el día en que el Sol pasaba por el cenit en la ciudad de Siene (hoy Aswan), proyectaba una sombra de 7° en Alejandría. De esto dedujo que la distancia al Sol es mucho mayor que el tamaño de la Tierra, que ésta es esférica y, aparentemente por primera vez, pudo medir su circunferencia (Figura 8(b)). Razonó que si 7° corresponden a la distancia entre Alejandría y Siene, un giro completo de 360° debe corresponder a la circunferencia terrestre, encontrando un valor de 250 000 estadios. Si esta unidad se refiere al famoso estadio de Olimpia, su estimación es 20% mayor que el valor real, que es 40 000 kilómetros. Cincuenta años más tarde, otro brillante astrónomo de la antigüedad, Hiparco, se encontraba en Rodas observando los eclipses de Luna, y de su forma dedujo el radio de la Luna con respecto al de la Tierra (Figura 8(c)). De esta cantidad y el tamaño aparente de la Luna en el cielo, encontró que ésta dista 60 radios terrestres de nosotros, valor muy cercano al correcto. Dado el tamaño real de la Tierra, se encuentra el tamaño y distancia a la Luna en términos absolutos. Y ahora, de la distancia de la Tierra a la Luna —384 400 km— se encuentra el valor absoluto de la distancia al Sol. Ésta es igual a un montón de kilómetros, alrededor de 150 millones, tantos que a esta distancia se le llama simplemente unidad astronómica (UA).

De este breve recuento podemos extraer dos importantes conclusiones. Primero, se fueron determinando distancias progresivamente más grandes a partir de la anterior; la distancia entre Siene y Alejandría sirvió para determinar el radio terrestre, con el que se calculó la distancia a la Luna, que a su vez fue empleada para encontrar la distancia al Sol. Dicho de otro modo, la determinación de distancias se realizó, y continúa realizándose, en una escala ascendente. En segundo lugar, esta escala nos lleva a números que, expresados en las unidades que normalmente usamos, son enormes. De ahí la necesidad de establecer nuevas unidades para poder manejar cómodamente escalas cada vez mayores. Por ejemplo, se definió la UA para referirnos a nuestro Sistema Solar.

A diferencia del Sol, la Luna y los planetas, las estrellas parecen estar fijas en el firmamento, y calcular su distancia es considerablemente más difícil. Hasta hace cuatro o cinco siglos privaba la idea, eminentemente religiosa, de que estaban pegadas en una bóveda, más allá de la cual se encontraban las delicias del paraíso (Figura 9). Bajo esta hipótesis, la diferencia de brillo entre las estrellas se debe a que tienen distintas luminosidades intrínsecas. Sin embargo podemos agrupar a las estrellas según su color, cada uno de los cuales corresponde, como se estableció antes, a una cantidad bien definida de energía radiada, a una luminosidad intrínseca precisa. Por lo tanto, dos estrellas de distinta intensidad aparente pero igual color y luminosidad intrínseca, deben estar a diferentes distancias; la menos brillante está más lejos. En consecuencia, lejos de estar adheridas a una bóveda, las estrellas están desparramadas en el espacio, en un volumen cuya dimensión, descubierta tras muchos años y esfuerzos, produce una sensación de asombro y vértigo.

Figura 9. Concepto del Cosmos que prevalecía en el medievo europeo: una Tierra plana rodeada por una esfera en donde están incrustadas las estrellas, más allá de la cual se creía que estaba el Paraíso.

En el siglo XVII, el holandés Christian Huygens se propuso encontrar la distancia a Sirio en comparación con la del Sol, suponiendo erróneamente que ambas estrellas son del mismo tipo. Haciendo pasar la luz solar a través de pequeños agujeros, calculó que si el diámetro solar fuese 27 664 veces menor de lo que es, su brillo sería igual al de Sirio. De aquí dedujo que Sirio está 27 664 veces más distante que el Sol. Aunque subestimó la distancia a Sirio, quedó asombrado al comprobar cuán desatinada es la noción de un Universo pequeño y abrigador: "una bala de cañón tardaría cientos de miles de años en llegar a las estrellas [...] y sin embargo, cuando las vemos en una noche clara, nos imaginamos que se encuentran a no más de unas cuantas millas encima de nuestras cabezas." Aunque ingenioso, este método no es el más apropiado para medir distancias estelares.

La técnica más confiable para medir distancias absolutas, que Galileo describe en su Diálogo entre los dos grandes sistemas del mundo, el tolomeico y el copernicano, es de hecho la utilizada por los animales con visión binocular. Se le llama paralaje. Para ilustrarla basta que el lector fije su vista en el horizonte, extienda el brazo y levante el dedo índice frente a su nariz. Al cerrar alternativamente los ojos, notará que varía la posición del dedo con respecto al fondo, pues observa el paisaje desde dos puntos distintos, el ojo izquierdo y el derecho (Figura 10). Esta variación, medida en unidades angulares, es conocida como paralaje. La magnitud de la paralaje disminuye al aumentar la distancia entre el dedo y el rostro, pero aumenta al incrementarse la separación entre los ojos. El cerebro relaciona automáticamente la magnitud de la paralaje con la distancia, produciendo una imagen tridimensional del entorno para programar los movimientos del cuerpo, ya sea cuando el león ataca a su posible presa, o cuando usted sube a un autobús en movimiento. Pero no podrá determinar la distancia a un objeto muy lejano, por ejemplo una estrella, porque la variación de su posición con respecto al fondo es demasiado pequeña. Para hacerlo es necesario separar aún más los ojos, por ejemplo a la distancia que separa a la Tierra del Sol, operación que realiza la Tierra con su movimiento de traslación alrededor del Sol. Observando el firmamento en dos épocas distintas del año, se han encontrado variaciones en la posición de muchas estrellas con respecto al fondo. Midiendo esta variación, y usando el tamaño de la órbita terrestre, se ha determinado la distancia a la que están. Como se puede ver, de nuevo se usa una escala ascendente para la determinación de distancias absolutas.



Figura 10. Método para determinar distancias mediante la técnica de paralaje. En la parte de arriba se muestra cómo el paisaje cambia cuando se ve primero con un ojo y luego con el otro. En la de abajo, el cambio en la posición relativa de una estrella cercana con respecto a las del fondo lejano, al observarla en dos épocas del año en un intervalo de seis meses.

Galileo no pudo llevar a cabo este experimento por carecer de instrumentos suficientemente precisos. En la primera mitad del siglo XIX se había superado esta limitación, y en 1838 Wilhelm Bessel, director del observatorio de Konigsberg, obtuvo el primer resultado utilizando un aparato construido por Fraunhofer. Encontró que la paralaje a la estrella número 61 en la constelación del Cisne, 61 Cyg, es de 0.3 segundos de arco. Para darnos una idea de lo difícil que resultó hacer esta medición, basta señalar que el ángulo que presenta una moneda de 2 centímetros de diámetro a 14 kilómetros de nosotros, es igual a 0.3 segundos de arco. Con esta paralaje, Bessel calculó que 61 Cyg está a unas 700 000 UA del Sistema Solar. Unos meses después, Thomas Henderson, del observatorio sudafricano de El Cabo de Buena Esperanza, informó que la estrella Alfa Centauro —compañera de Próxima Centauro, la estrella más cercana al Sol— se halla aproximadamente a 290 000 UA.

Si la distancia del Sol a la Tierra fuera de 1 centímetro, el planeta más externo del Sistema Solar, Plutón, estaría a 40 centímetros, y nuestra "vecina" Próxima Centauro a nada menos que 27.5 kilómetros. ¡Qué decir de las estrellas más lejanas! Al descubrir que las estrellas están bastante más allá que "unas cuantas millas encima de nuestras cabezas", y que incluso el tamaño de nuestro Sistema Solar es ridículamente pequeño en comparación con el abismo que lo separa de las estrellas, se hizo evidente la necesidad de utilizar una unidad más adecuada a la escala misma del Universo. Se inventó el año luz.

En su nombre reside parcialmente la confusión que genera el año luz: ¿cómo puede ser una unidad de distancia, cuando tiene una connotación claramente temporal? Como se mencionó, la luz siempre viaja a 300 000 km/s, no importa cuál sea el movimiento del observador. Por ser la misma bajo cualquier circunstancia, la velocidad de la luz es un patrón de medida ideal y por esta razón es usada como unidad de distancia. El año luz es la distancia que recorre la luz en un año, es decir, ¡casi 10 billones de kilómetros! Próxima Centauro está a unos 43 billones de kilómetros, que corresponden a 4.3 años luz. Por otra parte, puesto que la luz recorre la distancia que nos separa de Próxima Centauro en 4.3 años, vemos esta estrella tal como era hace 4.3 años, pues su luz tardó este tiempo en llegar a nuestros ojos. Si Próxima Centauro explota hoy, lo sabremos 4.3 años después. En la misma forma, al recibir la carta de un amigo sabemos de su vida hasta el momento en que la escribió, pero no de lo que hizo en el intervalo de tiempo transcurrido entre el momento en que selló el sobre y leímos su carta. Como la información no se transmite instantáneamente, sólo percibimos lo que fue, nunca lo que es. Las estrellas están diseminadas en un enorme intervalo de distancias; la más cercana a 4.3 años luz, las más distantes a miles de millones de años luz. Al observar el Universo no sólo vemos "hacia afuera", hacia su confín, sino también "hacia el pasado", hacia su origen, dado que la luz que nos llega de un lejano objeto nos lo presenta tal cual fue mucho tiempo atrás.

GIGANTES RESPLANDECIENTES Y PÁLIDAS ENANAS

Es de noche, la programación en la televisión es abominable (cosa rara), y su mejor opción es leer este libro, no con las luces de la calle, sino bajo uno de los focos de 60 watts de su casa. Esto no significa que éstos sean más luminosos que las lámparas de mercurio del alumbrado público, sino que por estar más cerca, usted recibe más luz de ellos. En efecto, el brillo aparente de cualquier objeto luminoso, ya sea un foco o una estrella, disminuye al alejarse de nosotros. En un medio transparente, que no absorbe luz, el brillo aparente se atenúa conforme al cuadrado de la distancia: 4 veces al doblar la distancia, 9 veces a una distancia 3 veces mayor, etc. (Figura 11). A una distancia de 25 kilómetros, en un medio totalmente transparente, un foco de 60 watts tiene el mismo brillo aparente que Alfa Centauro. Sin embargo, como vimos en la anterior sección, esta estrella está un billón de veces más lejos, y por lo tanto tiene una luminosidad intrínseca incomparablemente mayor (un billón al cuadrado veces mayor). De este modo se puede encontrar la luminosidad intrínseca de las estrellas una vez conocida la distancia a la que están y, cosa fácil, su brillo aparente. A principios de siglo ya se conocía la distancia a más de 100 estrellas, y se encontró que había un amplio rango de luminosidades intrínsecas entre ellas. Por ejemplo, los destellos de Rigel son cien mil veces más intensos que los del Sol, y Rigel misma es diez veces menos luminosa que las estrellas más brillantes. En el otro extremo, hay pequeñas estrellas cuya luminosidad es mil veces menor que la del Sol, e incluso otras —las enanas blancas— que llegan a ser una débil chispa cien mil veces más tenue.

Figura 11. Ley del cuadrado inverso, según la cual el brillo de un objeto disminuye con el cuadrado de la distancia. En esta figura la luz del objeto central disminuye entre más cuadros al aumentar la distancia a ella, de modo que cada cuadro recibe cada vez menos iluminación.

A paridad de circunstancias, un cuerpo caliente brilla con mayor intensidad que uno frío. La temperatura superficial de Betelgeuse es aproximadamente la mitad de la del Sol, por lo que se podría esperar que fuera intrínsecamente menos luminosa. Pero no es así; Betelgeuse es 100 000 mil veces más luminosa que el Sol. Evidentemente, la luminosidad intrínseca de las estrellas no sólo depende de su temperatura atmosférica. Imagine que la superficie estelar está integrada por una infinidad de plaquitas, todas a la misma temperatura y del mismo tamaño, y por tanto radiando la misma cantidad de energía. Entre más plaquitas haya sobre la superficie de la estrella, más radiación emergerá de ella. El número de plaquitas que podemos acomodar depende del tamaño de la estrella, y por lo tanto su luminosidad intrínseca depende de su radio. En consecuencia, Betelgeuse es mucho más luminoso que el Sol por tener un tamaño considerablemente mayor, a pesar de que su superficie es más fría.

Ya desde la época de la Grecia clásica se sabía que el Sol es incomparablemente mayor que la Tierra, puesto que es fácil medir su diámetro angular, y por lo tanto determinar su radio a partir de la distancia a la que está (mide 700 000 km, 100 veces más que el de la Tierra). Pero el Sol es la única estrella del firmamento que está lo suficientemente cerca para distinguir su superficie a simple vista. Aun con el telescopio más poderoso es imposible discernir visualmente la superficie de las demás, pues están extraordinariamente lejos. ¿Cómo determinar entonces su tamaño?

Desde principios del siglo XIX se había pensado resolver este problema observando cómo las estrellas son ocultadas durante los eclipses lunares. La ocultación no es instantánea porque la estrella, aunque pequeña, tarda cierto tiempo en ser eclipsada completamente. La duración del eclipse depende entonces del tamaño angular de la estrella, y midiendo lo primero se encuentra lo segundo. Como tantas otras cosas, este proyecto tardó en cristalizar debido a carencias tecnológicas, y no fue sino hasta el advenimiento de los sensores electrónicos de luz, los fotocátodos, cuando se obtuvo la primera medida confiable. En un trabajo publicado en 1954, cuya discusión se concentra en las características del sensor electrónico y en el procedimiento utilizado para analizar la señal, un grupo de investigadores sudafricanos informó que la estrella más brillante de la constelación del Escorpión, la roja Antares (de ahí su nombre, que significa rival de Marte), tiene un diámetro angular de 0.042 segundos de arco, el mismo ángulo que presenta una moneda de 2 centímetros de diámetro a una distancia de 100 kilómetros. Y sin embargo no es el menor diámetro angular que haya sido medido. Esta distinción le corresponde a Régulo, la estrella que reina en la constelación del León, que mide 0.00142 segundos de arco, ¡el tamaño angular de nuestra moneda a una distancia de casi 3 000 kilómetros! Mediante la técnica de las ocultaciones lunares, y otra de cuño más reciente conocida como interferometría, se ha determinado el tamaño angular de 125 estrellas, entre ellas Betelgeuse, cuyo diámetro angular es de 0.042 segundos de arco. Dado que está a una distancia de 630 años luz, su radio es casi mil veces mayor que el solar, tal como se esperaba por su gran luminosidad.

Betelgeuse es una supergigante entre las estrellas, y es el prototipo de la clase conocida, por razones obvias, como supergigantes rojas. Ligeramente menor que Betelgeuse es Arturo, que preside la constelación del Carro y es 26 veces mayor que el Sol. El tamaño de este último es parecido al de la mayor parte de las estrellas, como Sirio, cuyo tamaño angular de 0.0056 segundos de arco corresponde a un radio 1.8 veces mayor que el solar. En el extremo opuesto a las gigantes y supergigantes hay unas estrellas a muy alta temperatura, por lo que tienen un aspecto blancuzco, pero muy poca luminosidad. Su tamaño es similar al de la Tierra, y atinadamente se les llama enanas blancas. Pero hay objetos aún menores: las estrellas de neutrones tienen un diámetro de 15 kilómetros, las dimensiones de una ciudad de tamaño mediano, mientras que incluso carece de sentido hablar del radio físico de los hoyos negros.

LAS ESTRELLAS EN LA BÁSCULA

El 20 de julio de 1969, el mundo "civilizado", entendido como aquél que tiene acceso a la televisión, veía fascinado cómo la humanidad daba sus primeros pasos, que en realidad eran pequeños brincos, sobre la superficie de la Luna. Por primera vez un ser humano experimentaba su peso en un cuerpo celeste diferente de la Tierra y, en este caso, se movió con mucha mayor ligereza, a pesar del equipaje que llevaba sobre la espalda. La ley de la gravitación universal lo explica, pues establece que la fuerza con la que se atraen dos cuerpos, su peso, aumenta en la misma proporción que la masa de cada uno de ellos. Como la masa de la Luna es decenas de veces menor que la de la Tierra, los 150 kilos terrestres del astronauta y su equipo se transformaron en menos de 25 kilos lunares. Por lo tanto el peso, la fuerza que ejerce un cuerpo material sobre otro por el simple hecho de ser, es una manera de determinar la masa, en particular la de las estrellas.

Los planetas giran interminablemente alrededor del Sol porque éste los atrae con su fuerza de gravedad, de lo contrario seguirían un camino recto hacia el vacío, como el martillo que sale disparado cuando el atleta deja ir la cadena con que lo sujeta. Los sistemas de dos o más cuerpos orbitantes se mantienen por la fuerza de gravedad que actúa a través de sus masas, y las características de sus órbitas; como el periodo y la separación entre los cuerpos, están determinadas por aquéllas. Newton, al darse cuenta de esto, y aprovechando los parámetros orbitales de los planetas que tienen satélites, calculó sus masas y la del Sol. La masa de este último es 330 000 veces mayor que la de la Tierra, que a su vez tiene una masa de ¡50 millones de billones de toneladas!

Determinar la masa de las estrellas parecía imposible hacia la segunda mitad del siglo XVIII. Para hacerlo es necesario identificar sistemas orbitantes con dos o más estrellas, pero en esa época se creía que no existían. Nacido en la ciudad alemana de Hannover, entonces propiedad del imperio británico, William Herschel emigró a Gran Bretaña huyendo de la guerra. Ahí se colocó rápidamente como maestro de música, pero su afición a la astronomía le ganó un lugar en la historia. Herschel empezó a cobrar fama al descubrir Urano, aumentando así el número de los planetas que se conocían desde la antigüedad. Preocupado por el problema de las distancias, buscó pares de estrellas separadas por un pequeño ángulo. Pensaba determinar la paralaje de la estrella más cercana a nosotros, midiendo su desplazamiento con respecto a la más lejana. Encontró tantos sistemas dobles que tuvo que llegar a la conclusión de que en su mayor parte no se deben a un simple efecto de proyección, sino que están asociados físicamente por la fuerza de gravedad. A estos sistemas de estrellas dobles se les llama binarias. La idea ya había sido adelantada por Michell unos años antes, pero Herschel la desarrolló en 1782 y publicó un catálogo que incluía 269 estrellas dobles, añadiendo el ángulo que las separaba y la dirección de la línea imaginaria que las unía. Veinte años más tarde informó que la dirección de esta línea había cambiado en el sistema doble que contiene a Castor (Figura 12), la estrella más brillante de la constelación de los Gemelos. Con ello demostró conclusivamente que este sistema es binario, y de paso —por si aún había alguna duda— la universalidad de la ley de gravitación de Newton. Desafortunadamente no tuvo datos suficientes para determinar las masas de estas estrellas.

En la actualidad se cuenta ya con tal información para un número importante de binarias, y con ella se ha encontrado que, por ejemplo, las masas de las estrellas del sistema V382 Cyg son 26.9 y 19 veces mayores que la del Sol, mientras que en L726-8 apenas son la décima parte de la masa solar. De gran interés resultó encontrar estrellas que giran regularmente alrededor de un objeto tan tenue, que sólo es posible distinguir —si acaso— con los más potentes telescopios. Una de estas estrellas es Sirio, para la que Bessel predijo en 1844 la existencia de una compañera de masa aproximadamente igual a la del Sol (la de Sirio es 2.3 veces mayor). La predicción fue confirmada fotográficamente (ver adelante figura 29). En 1916 el astrónomo norteamericano Edward Barnard descubrió una estrella, la llamada de Barnard en su honor, que orbita alrededor de un cuerpo invisible. Se ha calculado que a su alrededor gira un par de cuerpos, de planetas, cuya masa es aproximadamente la mitad de la de Júpiter. En 1987 un grupo de investigadores encontró otras cinco estrellas que quizás tienen un sistema planetario asociado. Estos descubrimientos tienen importantes repercusiones en relación con la búsqueda de formas de vida inteligentes más allá de nuestro Sistema Solar. Por desgracia, a la distancia a que se encuentran las estrellas, es hasta ahora imposible obtener una imagen de los planetas que pudieran tener.

Figura 12. Krüger 60. Arriba en las tres fotos tomadas por Barnard en 1908, 1915 y 1920 (Observatorio de Yerkes). El cambio en la dirección de la línea imaginaria que une a las estrellas es evidencia suficiente de que se trata de un sistema de estrellas binarias.

LA GREY ESTELAR

Como señalamos al principio de este capítulo, al observar el firmamento predominan las estrellas más tenues, que son en general las más distantes, y conforme usamos instrumentos más poderosos para ver el cielo, aumenta espectacularmente el número de las estrellas que observamos. Esto sugiere que son una infinidad, y que con telescopios cada vez más potentes sólo podremos penetrar más en un abismo sin fondo. Esto no es así, el Universo, aunque inmenso, es finito. Tal aseveración no se sostiene únicamente en argumentos filosóficos (también los hay para la afirmación opuesta), sino en argumentos físicos sólidos y observaciones cuidadosas que, por cierto, no consisten en la imposible e imprudente labor de contar cada una de las estrellas que hay en el Universo, sino en establecer de qué forma se agrupan, y determinar de cuántas estrellas se compone cada grupo.

Nuestra especie tiene una imaginación muy fecunda, y al observar el firmamento ha creído que las estrellas se agrupan de manera tal que forman figuras, las constelaciones, que semejan personajes o implementos relacionados con nuestra experiencia cotidiana; un cazador (Orión), una balanza (Libra), un aguador (Acuario), etc. Estas figuras, tan caras a los astrólogos, son meros artificios que resultan del particular punto de vista desde donde vemos el firmamento. No son en sí mismas una prueba de que las estrellas que las componen estén realmente agrupadas, ya que pueden hallarse a muy diversas distancias. Consideremos la constelación de Orión (Figura 13). La distancia a Betelgeuse es de 630 años luz, la que hay a Rigel es de 900 años luz, mientras que las estrellas que forman el cinturón del cazador —d, e y x Ori— distan entre 1 300 y 1 450 años luz de nosotros. Es claro que la constelación no es una entidad físicamente relacionada, aunque partes de ella, como las tres estrellas del cinturón, podrían efectivamente tener un origen común. Por otro lado, un observador que las viera desde un ángulo que difiriera en 900 del nuestro, difícilmente distinguiría la figura del cazador.

Figura 13. Posición espacial real de algunas de las estrellas de la constelación de Orión y su proyección en la bóveda celeste. El lector puede hacer el ejercicio imaginario de observarlas desde un punto de vista distinto para comprobar que la figura del cinturón se da sólo visto desde nuestra posición en el espacio.

Las estrellas, los cuerpos materiales, no se agrupan caprichosamente en figuras. Lo hacen debido a los dictados de las fuerzas de la naturaleza, entre los que destaca la fuerza de gravedad, por la cual los árboles, las aguas, el aire y nosotros mismos, permanecemos adheridos a la Tierra. En ella reside la génesis de nuestro planeta, el Sol y las incontables estrellas. Por ella permanece la Luna al lado de la Tierra, los planetas giran alrededor del Sol, y hay estrellas agrupadas en pares o tercios. Otras asociaciones estelares, llamadas cúmulos abiertos, pueden contener hasta miles de estrellas, y espectaculares enjambres, los cúmulos globulares, comprenden cientos de miles (Figura 14 (a)). ¿Hasta dónde llegan estos agrupamientos?, ¿cuántas estrellas pueden incluir?, ¿existe un orden jerárquico en las asociaciones estelares? y, si existe, ¿cuál es éste?

En las noches de verano el firmamento se engalana con un cinturón de luz. Un observador primerizo probablemente dirá que está hecho de nubes, que es una serpiente de nubes, como creían los nahoas. Se trata de la Vía Láctea, que, como Galileo descubrió al apuntar su telescopio hacia ella, está compuesta por una multitud de estrellas. Herschel fue el primero en cuantificar la forma de esta banda o disco, contando el número de estrellas en sectores escogidos del firmamento, y suponiendo que las estrellas más débiles están más alejadas. De este modo produjo la primera representación tridimensional de la Vía Láctea, nuestra galaxia. Las galaxias son los mayores conglomerados de estrellas; la nuestra tiene un diámetro de 150 mil años luz, un grosor de 1000 años luz, y contiene alrededor de cien mil millones de estrellas. El Sol reside en un sitio intermedio de la galaxia, que no es la única ni la mayor de las muchas que existen.

 



Figura 14. (a) Cúmulo globular M 15. (b) Galaxia de Andrómeda y sus dos galaxias satélites (las concentraciones de luz más cercanas a Adrómeda). (c) Sector del cúmulo galáctico de Hércules. (d) Mapa de una región del universo. Cada punto —invisible a la escala de la fotografía— es una galaxia. En esta foto están representadas millones de ellas. Se puede observar que, a gran escala, el Universo presenta regiones en donde casi no hay galaxias.

En 964 apareció el Libro de las estrellas fijas, obra del astrónomo árabe Al-Sufi, en el que se reporta la existencia de una "pequeña nube" en la constelación de Andrómeda. Una serie de fotos tomadas por el astrónomo británico Isaac Roberts mostraron que esta "pequeña nube" era en realidad un cuerpo enorme de forma espiral (Figura 14 (b)). Al mostrar sus fotos a la Asamblea Real de Astronomía, efectuada en Londres en 1888, más de un asistente exclamó que se trataba de un sistema planetario en formación, como lo habían imaginado Kant y Laplace 100 años antes. Al igual que todas las estrellas y objetos de aspecto nebular, se creyó que la nebulosa de Andrómeda era parte de nuestra Vía Láctea, ya que "ningún investigador competente [...] puede ahora sostener que exista una sola nebulosa que sea un sistema estelar de rango comparable a la Vía Láctea" (Agnes Clerke, historiadora y astrónoma, 1890). Esta creencia fue pulverizada treinta y tres años después por Edwin Hubble, que de boxeador aficionado de peso completo pasó a ser un peso completo en la historia de las ideas. Usando un importante trabajo de Henrietta Leavitt, astrónoma del Observatorio de Harvard, demostró que el objeto nebuloso de Andrómeda está a una distancia —2.2 millones de años luz— mucho mayor que el tamaño de nuestra galaxia y, por tanto, que constituye un sistema estelar equivalente. El descubrimiento de Hubble amplió súbitamente el tamaño del Universo, e inició una era en la que por fin se pudo plantear la cuestión del origen del Universo más allá de mitos y creencias religiosas.

Se piensa que la Vía Láctea y la galaxia de Andrómeda son extremadamente parecidas en su forma y contenido estelar. Más aún, ambas tienen a su vez galaxias satélites; las de Andrómeda se pueden ver en la figura 14 (b), las de nuestra galaxia —las nubes de Magallanes— son el gran espectáculo nocturno del hemisferio sur. Esto significa que también existen agrupaciones de galaxias, siendo las más sencillas los pares o tercetos. Sin embargo no termina ahí la organización jerárquica del Universo. La Vía Láctea y Andrómeda son las dos galaxias más grandes de un conjunto de al menos 20 galaxias asociadas en lo que los astrónomos conocemos como Grupo Local. Y ya en la palabra local puede el lector adivinar que el Universo se extiende y organiza a escalas aún mayores; en cúmulos de varios miles de galaxias y cuyo diámetro es de decenas de millones de años luz (Figura 14 (c)), y en cúmulos de cúmulos —supercúmulos— de cientos de millones de años luz de diámetro, que contienen cientos de miles de galaxias y miles de millones de estrellas cada una (Figura 14 (d)). Una sensación de insignificancia e invalidez produce contemplar por vez primera este panorama. Con el tiempo esta sensación va acompañada de una revalorización de nuestra inteligencia, que se agiganta alcanzando regiones cada vez más remotas, superando las limitaciones que creemos tener; "¡Oh, cuán grande es su profundidad!, ¿quién podrá llegar a sondearla?" (La Biblia, Eclesiastés VII.25).

EL GRAN RESUMEN DE HERTZSPRUNG Y RUSSELL

En las secciones anteriores se han presentado las características físicas básicas de las estrellas, sin intentar establecer relaciones entre ellas. Son pasos necesarios pero insuficientes para entenderlas. Ahora debemos reunir estos fragmentos de información —la temperatura, la luminosidad, la masa, el radio, la rotación, su composición química, la distribución y el movimiento espacial, etc.— y establecer relaciones entre ellos para desarrollar una representación global de las estrellas, la que debe ser congruente con leyes físicas ya escritas o, en su defecto, propiciar el desarrollo de las del porvenir.

Hacia 1900 existía un rico caudal de información sobre distintos aspectos de las estrellas, en particular acerca de su temperatura, su comportamiento espectral y su luminosidad intrínseca. El momento era propicio para intentar una primera síntesis. Ésta fue emprendida por el astrónomo danés Ejnar Hertzsprung, que relacionó la luminosidad intrínseca con la temperatura. Publicó sus conclusiones en 1905 y 1907 en una revista alemana de fotografía científica y escasa circulación, por lo que su trabajo pasó inadvertido hasta que Henry Russell, director del observatorio de la Universidad de Princeton, llegó independientemente al mismo resultado siete años más tarde. Este quedó plasmado en el diagrama llamado de Hertzsprung-Russell, o diagrama HR (Figura 15), en el que se expone en forma gráfica la luminosidad de una estrella (eje vertical, la luminosidad aumenta hacia arriba) como función de su temperatura (eje horizontal, la temperatura aumenta hacia la izquierda).

Su gran descubrimiento consistió en encontrar que la temperatura y la luminosidad intrínsecas tienen una relación precisa, delimitando regiones bien definidas del diagrama HR. La mayor parte de las estrellas, incluido el Sol, ocupan una franja que corre de abajo a la derecha (baja luminosidad y temperatura) hacia arriba a la izquierda (alta luminosidad y temperatura). Esta franja recibe el nombre de secuencia principal. La masa y el radio de las estrellas que están en la secuencia principal también aumenta al desplazarnos en la misma dirección; las estrellas menos masivas y más pequeñas son, como es de esperarse, relativamente frías y poco luminosas, y a los casos extremos se les llama enanas rojas. Por ejemplo, la estrella de Barnard tiene una temperatura de 3 000 grados, y su luminosidad, masa y radio son siete, dos y dos veces menores que las cantidades correspondientes en el Sol. El extremo opuesto de la secuencia principal lo ocupan las estrellas calientes, muy luminosas, y de gran masa y tamaño. Un ejemplo de estas gigantes azules es Spica, la mano derecha de la constelación de la Virgen, que tiene una temperatura de 30 000 grados, es casi cien mil veces mas luminosa que el Sol, y su masa y radio son diez veces mayores. Es importante recalcar que la abrumadora mayoría de las estrellas están colocadas sobre la secuencia principal, y señalar que la mayor parte de ellas se hallan colocadas en la parte inferior derecha de la secuencia principal; es decir, abundan las que son de poca masa. Estas dos características del diagrama HR son de importancia medular para las teorías de formación y evolución estelar.

Figura 15. Diagrama de Hertzsprung-Rusell. La temperatura está representada en el eje horizontal y aumenta hacia la izquierda. La luminosidad aumenta hacia arriba. Los tamaños relativos de las estrellas están representados en la figura. Las marcas de masa (en unidades solares) son sólo válidas para la secuencia principal, que es la traza principal. Las gigantes y supergigantes están arriba a la derecha, las enanas blancas abajo a la izquierda.

Hay otras regiones del diagrama en donde también se acumulan estrellas: la parte superior derecha está poblada por astros muy luminosos a temperaturas que van desde los 15 000 hasta los 3 000 grados, supergigantes como Rigel y Betelgeuse. Otras, no tan grandes y luminosas como las supergigantes, como Arturo y Antares por ejemplo, ocupan la región de las gigantes. Como veremos, las gigantes y supergigantes se encuentran en una fase evolutiva posterior a la de secuencia principal; las primeras provienen de objetos hasta cinco veces más masivos que el Sol, las segundas de gigantes azules como Spica. Poco luminosas y en general a altas temperaturas, las enanas blancas están colocadas en la parte inferior izquierda del diagrama. Esta región corresponde al cementerio estelar, ya que las enanas blancas son estrellas en vías de extinción.

Las consecuencias del diagrama HR son de fundamental importancia para comprender la constitución, estructura, origen, evolución y muerte de las estrellas. No hay teoría sobre alguno de estos temas que no se refiera a este diagrama. Dado que las estrellas son a su vez el ápice sobre el que descansa el edificio mismo de la astronomía, podemos afirmar sin asomo de duda que el diagrama HR es la piedra de Rosetta de esta disciplina.