III. GESTACIÓN

COLINDANDO con el círculo polar ártico, a mitad de camino entre Europa y América, se extiende Islandia. Debido a su extrema posición geográfica, el Sol nunca pasa por el cenit en esta isla, y todos los días del año hace su curso inclinado hacia el sur, dirección en la cual también se concentran las estrellas. Estas circunstancias quedaron plasmadas en los mitos de los vikingos, que colonizaron Islandia hace unos 1 200 años. Para ellos, en un principio sólo existían dos regiones: el gélido mundo de las sombras al norte, y hacia el sur, por donde se pasea el Sol, la tierra del fuego. Del contacto entre estas dos regiones surgió el primer ser, el gigante Ymir. Con sus despojos, tres de sus descendientes —Odin, Vili y Ve— crearon el mundo tal como lo conocemos. Sobre cuatro grandes pilares levantaron su cráneo y con él se hizo la bóveda celeste. En ella se incrustan las estrellas, que son las chispas que vuelan de la tierra del fuego situada hacia el sur. Notablemente menos dramática, e infinitamente más convincente, es la explicación actualmente aceptada sobre la gestación de las estrellas, que coincide en términos generales con la hipótesis que Kant y Laplace plantearon hace cerca de doscientos años: las estrellas se forman a partir de una nube de gas en contracción debido a la fuerza de gravedad. Este capítulo está dedicado a explorar el complicado problema de la formación de las estrellas en términos de la hipótesis anterior. Como se verá, aunque ésta es conceptualmente sencilla, plantea algunas cuestiones que tardaron en resolverse, y otras que aún hoy son problemáticas. En primer lugar, pasaron varios años antes de que se pudiera encontrar el gas que se contrae para convertirse en una estrella. En segundo lugar, la gravedad no actúa aisladamente, y hay otras fuerzas que se resisten a ella. El papel que desempeñan tales fuerzas es todavía objeto de investigación. Finalmente, las pruebas observacionales sobre las que se apoya la hipótesis de la contracción gravitacional son aún insuficientes e incluso ambiguas. Aquí presentaremos estos tres problemas, empezando por el descubrimiento del material y las regiones en donde ocurre la formación estelar.

ARCILLA PARA HACER ESTRELLAS

¿Existe algún material entre las estrellas? Esta pregunta es ciertamente extraña, pues al volver la vista hacia arriba son las estrellas las que capturan nuestra atención, no el negro telón que las envuelve. No sorprende entonces que esta cuestión no interesara mayormente a los astrónomos sino hasta principios de este siglo, una vez que la posibilidad de que hubiera algo se hizo manifiesta. Se había reconocido la existencia de brillantes velos asociados a conglomerados estelares desde 1610. En ese año, Galileo le prestó uno de sus telescopios a un amigo, quien lo apunto hacia lo que parecía ser la estrella central de la espada de Orión, y encontró que ésta era en realidad un conjunto de cuatro estrellas, llamado el Trapecio de Orión, rodeado por un espectacular velo, la nebulosa de Orión (Figura 16). A lo largo de los siguientes doscientos años se descubrieron cientos de estos velos, pero no fue sino hasta que se desarrolló la espectroscopía cuando se determinó su naturaleza. En 1864, William Huggins encontró una línea de emisión en uno de ellos. Esta línea es similar a las que produce una lámpara de gas incandescente. La analogía lo llevó a concluir que al menos algunos de estos velos son nebulosas compuestas de gas. El resultado fue importante, pues demostró que el Universo no sólo está poblado de estrellas. Un clérigo escocés llamado Thomas Dick, había escrito en 1840 que "esa materia luminosa [...] es el material del que nuevos soles y mundos se forman". Sin embargo, la cantidad de gas que contienen las nebulosas, así como las condiciones físicas del mismo, no son ni con mucho suficientes para que de él se formen estrellas, pues gran parte es el residuo que quedó tras haberse formado las estrellas calientes embebidas en la nebulosa, las que la iluminan le dan su magnífica apariencia. Se había descubierto gas en el Universo, pero faltaba ver si había suficiente, y en condiciones adecuadas, para hacer nuevas estrellas.

Figura 16. Nebulosa de Orión (D. Malin y P. Murdin, telescopio anglo-australiano).

Algunos astrónomos del siglo pasado preveían la posibilidad de que hubiera grandes cantidades de gas fuera de las nebulosas, en el vasto espacio que separa las estrellas. Friedrich Struve, fundador de una notable familia de astrónomos, y el padre Angelo Secchi, que pensaba en "nebulosas obscuras que vagan por la inmensidad del Universo" fueron dos de los más notables. Pero la primera evidencia clara de la existencia de gas interestelar fue presentada hasta 1904, cuando Johanes Hartmann, entonces astrónomo en Postdam, obtuvo el espectro del sistema binario d Orión. Debido al movimiento de rotación del sistema, las líneas de absorción provenientes del mismo se desplazan alternadamente al rojo y al azul, una consecuencia del fenómeno conocido como efecto Doppler. El ejemplo más socorrido de este efecto es el cambio de tono que ocurre cuando una sirena, como la de una ambulancia, se mueve con respecto a nosotros (Figura 17). El sonido es agudo cuando se acerca, ya que aumenta la frecuencia, y se torna grave al alejarse, puesto que ésta disminuye. Del mismo modo aumenta la frecuencia de las ondas luminosas emitidas por una estrella que se mueve hacia nosotros, y el espectro estelar, incluidas las líneas de absorción, se corre hacia el azul. Si la estrella se aleja, el espectro se desplaza hacia el rojo. En el sistema observado por Hartmann, las líneas de absorción se corren al rojo cuando la estrella que las produce se aleja, y hacia el azul cuando se acerca. La mayor parte de las líneas presentan este efecto. Pero notó que un par de ellas, debidas al calcio ionizado, se mantenían fijas, por lo que dedujo que el material que las producía no participaba en el movimiento del sistema. Hartmann concluyó que este material es un medio gaseoso, ionizado y relativamente caliente, situado entre d Orión y nosotros. La densidad de este medio interestelar es muy baja; una caja de cerillos llena de aire, contiene tanta masa como un cubo de 100 kilómetros por lado lleno de gas interestelar. Pero como la escala de distancias en nuestra galaxia es tan inmensa, la cantidad de gas contenida en ella es enorme. De hecho, es suficiente como para producir un enorme número de estrellas, pero es tan tenue y caliente que parece imposible que en él se inicie la contracción gravitacional.

Figura 17. Efecto Doppler. Cuando la fuente luminosa, en este caso un foco, se acerca al observador (arriba), las ondas se comprimen y la luz se corre al azul. Al alejarse (abajo), las ondas que emite se dilatan y la luz se enrojece.

Este descubrimiento tuvo poco impacto en su época. La importancia del medio interestelar fue reevaluada a raíz de un problema con el que no guardaba ninguna relación aparente. Hacia 1930 se había determinado el diámetro de numerosas galaxias, y en todos los casos se encontró que éste era considerablemente más pequeño que el calculado para la nuestra. Parecía renacer la posibilidad de que el ser humano habitara en un sitio de características excepcionales en comparación con el resto del Universo, situación difícil de aceptar dentro del marco de la ciencia. El diámetro de la Vía Láctea había sido calculado por el astrónomo estadunidense Harlow Shapley utilizando la distribución espacial de los cúmulos globulares, enjambres de cientos de miles de estrellas. Shapley supuso correctamente que los cúmulos globulares están distribuidos simétricamente en la galaxia, y determinó su tamaño usando las distancias a las que se creía que estaban los cúmulos. Estas habían sido calculadas mediante la ley del cuadrado inverso (ver capítulo II), suponiendo que el medio interestelar es transparente, es decir, prácticamente vacío. Bajo esta hipótesis, el brillo sólo se atenúa por efecto de la distancia. Pero si el medio no es transparente, el brillo también disminuye debido a la absorción de la luz, de modo que un objeto lejano cuya luz no es absorbida, conserva su brillo si lo colocamos a una distancia menor en un medio en el que la luz es atenuada. En un trabajo publicado en 1930, Robert Trumpler, del Observatorio de Lick en California, demostró que el material interestelar absorbe fuertemente la luz y, por lo tanto, que la distancia a los cúmulos globulares, y en consecuencia el tamaño de nuestra galaxia, eran menores de lo que se había pensado. Con esta nueva consideración, se halló que el diámetro de la Vía Láctea es similar al de otras galaxias, restituyéndose así el principio científico de que la humanidad no ocupa una posición de excepción en el Universo.

El trabajo de Trumpler revitalizó la investigación sobre las propiedades del medio interestelar, no sólo por resaltar su importancia, sino porque además reveló la presencia de polvo en este medio. Las propiedades del polvo interestelar no son del todo distintas a las del molesto polvo casero; por ejemplo, dispersa más eficientemente la luz azul que la roja, razón por la cual el Sol se ve rojizo de mañana y al atardecer. Al dispersar preferentemente el color azul, el polvo interestelar hace que veamos las estrellas más rojas (o menos azules) de lo que en realidad son. El descubrimiento del polvo sugirió, además, que el medio interestelar dista de ser uniforme, que tiene estructura y diversas componentes.

El desarrollo de nuevas tecnologías ha sido fundamental para precisar las propiedades del medio interestelar. Particularmente valiosa para la astronomía ha sido la labor de los laboratorios Bell, fundados por Alexander Graham Bell, inventor del teléfono. Estos laboratorios se han concentrado en diversos aspectos de la telecomunicación, entre ellos los relacionados con ondas de radio. En 1931, uno de sus empleados, Karl Jansky, trabajaba en la localización de las fuentes de estática o ruido de fondo en las comunicaciones a través de ondas de radio. Construyó una antena que recordaba en su forma el ala de un viejo avión, y con ella pudo encontrar varias fuentes de ruido asociadas a la actividad atmosférica terrestre. Su gran hallazgo fue darse cuenta de que la fuente que producía un ruido débil y uniforme era una región de la Vía Láctea situada en la constelación de Sagitario, el centro de nuestra galaxia. Con su antena, Jansky fue el primero en "ver" el Universo en ondas de radio, hecho que causó gran sensación. Pero, en esencia, abrió el mundo de la astronomía más allá de lo que ven nuestros ojos, demostrando que el Universo puede ser inspeccionado mediante la luz no visible, como el radio, puesto que es una rica fuente de radiación en todas las frecuencias (rayos g, rayos X, ultravioleta, óptico, infrarojo y radio).

A pesar de su importancia y del gran impacto que tuvo en la opinión pública, las consecuencias del trabajo de Jansky tardaron en ser apreciadas por los astrónomos. Antes de que las antenas de radio, o radiotelescopios, fueran una herramienta común de la astronomía, Hendrich van Hulst predijo en 1944, desde su nativa Holanda ocupada por los nazis, que el medio interestelar podía ser una poderosa fuente de radio. Previó que la radiación producida por una línea del hidrógeno neutro o atómico, cuya longitud de onda es de 21 centímetros, es particularmente intensa. Siete años después, en un clima político menos agitado, se llevó a cabo el experimento que confirmó su predicción. Una fracción de este medio neutro permea todo el espacio, y tiene una densidad comparable a la del gas en donde se encontró calcio ionizado. Pero la mayor parte del hidrógeno atómico se haya a una densidad al menos veinte veces superior, y reside en nubes frías (a unos 200 grados centígrados bajo cero) que, parafraseando a Secchi, "vagan por la inmensidad del Universo".

El descubrimiento de estas nubes relativamente densas no causó sorpresa. Desde fines del siglo XVIII se habían encontrado regiones en el cielo en donde, repentinamente dejan de verse estrellas (Figura 18). Para Herschel, estos "hoyos estelares" eran "grandes cavidades [producidas] por la aglomeración de estrellas en dirección de los grandes centros que las atraen". Esta opinión perduró entre algunos astrónomos hasta principios de este siglo, principalmente en la voz del brillante astrónomo amateur Edward Barnard, el descubridor de la famosa estrella alrededor de la que parecen girar dos planetas. En cierta ocasión envió un artículo a la revista Knowledge, y el editor, Andrew Raynard, decidió contestar las opiniones de Barnard en un editorial en el que afirmaba que: "Las probabilidades en contra de tal arreglo [los hoyos estelares] con respecto a la posición de la Tierra [...] demuestran conclusivamente que los espacios son regiones de material absorbente." Raynard, y Secchi antes de él, tenían razón: los "hoyos estelares" son producidos por grandes nubes, incluso mayores que las de hidrógeno atómico, que bloquean la luz de todas las estrellas situadas tras ellas. Su densidad es al menos mil veces mayor que la de las nubes de hidrógeno atómico, y su temperatura unas tres veces menor. Están formadas por una gran cantidad de polvo, pero sobre todo por átomos de hidrógeno, ya no independientes, sino agrupados, formando una molécula. Por esta razón se les llama nubes moleculares. En 1937 se identificó la primera molécula interestelar, el CH, mediante espectroscopía óptica. Pero fue con la radioastronomía como se pudo percibir la gran diversidad del mundo molecular en el espacio interestelar. Hasta 1981 se habían identificado alrededor de 50 especies moleculares, algunas tan sencillas como el hidróxilo (OH), el cianógeno (CN), y el monóxido de carbono (CO), y otras de estructura sumamente compleja: amoniaco, alcoholes como el etanol y el metanol, y aldehídos compuestos de hasta 10 átomos, cuya estructura es similar a la del responsable de los efectos del pulque.

Figura 18. Regiones del firmamento en donde disminuye notablemente el número de estrellas que podemos contar debido a la presencia de grandes nubes opacas de gas y polvo (B. Bok. 1978. Publications of the American Society of the Pacific, vol. 90, pág. 489).

A primera vista causa cierta sorpresa encontrarse con tantas moléculas, pues el medio interestelar es extraordinariamente hostil a su formación debido a que una cantidad enorme de rayos cósmicos y de radiación de gran energía lo atraviesa continuamente. Parece difícil que en el interior de las nubes moleculares haya podido fluctificar la maravillosa variedad de este zoológico molecular, puesto que si bien son muy densas en el contexto del medio interestelar, son excepcionalmente tenues en relación con el mejor "vacío" que podamos obtener con la más potente bomba industrial. Como tantas otras cosas en astronomía, la respuesta está en las dimensiones involucradas; el tamaño de las nubes moleculares es entre 3 y 300 años luz, de modo que la radiación y los rayos cósmicos que pululan en el medio que las rodea son absorbidos en las capas externas de la nube, protegiendo el crisol interno en donde pausadamente se realizan las reacciones químicas que producen las moléculas. Por lo mismo, la masa de las nubes moleculares es entre diez y un millón de veces la del Sol. Suficiente como para formar un gran número de estrellas, y aun dejar suficiente material para la formación de nebulosas brillantes. Más aún, su densidad y temperatura son adecuadas (alta y baja respectivamente) para que se realice con éxito la formación estelar.

De hecho, cerca del 5% del material que compone nuestra galaxia es gas y polvo interestelar. Es seguro que en el pasado era mayor este porcentaje. De este material se crearon y continúan creándose estrellas. La estructura misma del medio interestelar sugiere cuál debe ser el sitio en donde ocurre el proceso de formación estelar. Los centros densos hacia los que fluye el material que se condensa y termina por convertirse en una estrella parecen residir en el interior de las nubes moleculares. Éstas se forman a su vez de la condensación o agregación de nubes de gas atómico, que por su parte crecen con el material del medio más difuso y tenue del medio interestelar. Por último, el material difuso proviene del origen mismo del Universo, pero también, como veremos en este libro, de las propias estrellas que, durante su evolución, pierden gas continua y pausadamente a través de los vientos estelares. Al concluir su ciclo vital, eyectan una fracción apreciable de su masa, a veces mediante explosiones conocidas como supernovas. Sin embargo, la cantidad de masa que las estrellas devuelven al medio interestelar, que va a ser a su vez utilizada para crear una nueva generación de estrellas, es siempre inferior a la que se usó al gestarlas. En un proceso irreversible, la cantidad de gas y polvo en el Universo continuará decreciendo hasta desaparecer, y llegará el lejano día en que no se formarán más estrellas.

SOBRE EL ORIGEN DE LAS ESTRELLAS A TRAVÉS DE LA CONTRACCIÓN GRAVITACIONAL

La presencia de una región condensada hacia la cual "cae" el resto del gas por efecto de su propio peso, es un ingrediente necesario para la creación de una estrella. Sin embargo no es suficiente, pues hay diversas fuerzas que se resisten a la contracción de la nube. En primer lugar, el gas se comprime y calienta al contraerse, y así aumenta la presión dentro de la nube. Esta presión actúa en dirección opuesta a la gravedad, y retarda la contracción, e incluso puede volverla imposible. Para que proceda, es necesario que el gas se enfríe de alguna manera. La forma en que lo hace opera a escala microscópica, a través de choques entre las partículas que lo componen; en el proceso de enfriamiento son particularmente importantes los átomos y las moléculas de carbono. Cada colisión produce cierta cantidad de energía luminosa. Si la luz no es absorbida por alguna otra partícula y escapa al medio externo, la nube se enfría y la contracción continúa. De este modo aumenta la densidad en la nube, y en consecuencia la fuerza de gravedad y la frecuencia con la que se suceden estas colisiones. El gas se podría seguir enfriando, y por lo tanto contrayendo, de no ser porque la densidad llega a ser suficientemente alta como para impedir que la luz salga de la nube. Cuando esto ocurre, la nube se calienta, hasta que su presión se equilibra con la fuerza de gravedad, y se detiene la contracción.

La presión térmica del gas no es el único obstáculo para la formación estelar. Por ejemplo, la nube se encuentra empapada de un campo magnético que se resiste a ser comprimido. De mayor envergadura es el problema que se presenta cuando el gas se halla en rotación, lo que sin duda ocurre en todas las nubes moleculares. Como una patinadora o bailarina que cierra sus brazos al girar, la velocidad de rotación aumenta al disminuir el tamaño de la nube, y con ello la tendencia del gas a disgregarse. En términos científicos, aumenta la fuerza centrífuga, y ésta puede impedir totalmente la gestación de la estrella, o bien disgregar la nube en multitud de fragmentos. Estos últimos se pueden convertir a su vez en centros de nucleación, alrededor de los que se seguiría apilando el material necesario para crear una estrella. Si es así, la nube matriz se transforma en un conjunto de nubecillas menores, cada una de ellas capaz de gestar al menos una estrella. Es decir, cuando la fuerza centrífuga es determinante, el proceso de formación estelar conduce de manera natural a la formación de binarias o sistemas múltiples de estrellas. El hecho de que las estrellas aisladas sean minoría indica que la rotación es fundamental en la formación estelar. La rotación de la nube también puede ocasionar que el gas se desparrame en un disco, del que se pueden formar planetas y otros cuerpos, tal como Kant y Laplace sugirieron dos siglos atrás. Se cree que uno de estos discos fue observado recientemente alrededor de la estrella en la constelación Pictoris (Figura 19). Es necesario señalar que el problema de la rotación no se resuelve necesariamente con la fragmentación de la nube. Puede subsistir aun entre los fragmentos más pequeños, por lo que se han realizado y continúan realizándose diversas investigaciones para resolver esta cuestión. Curiosamente, el principal agente mediante el cual se disipa la energía rotacional parece ser el campo magnético.

Figura 19. Imagen en frecuencias de radio del disco protoplanetario que rodea a la estrella Beta Pictoris. El tamaño del disco es de 400 UA. (B.A. Smith y R.J. Terrile. 1984. Science, vol. 226, p. 1421).

Como vimos en el capítulo anterior, existe una amplia gama de masas y tamaños entre las estrellas observadas. Al contar el número de estrellas que hay en cada intervalo de masa (digamos, cuántas hay que tengan entre 1 y 2 veces la masa del Sol, cuántas entre 2 y 3 veces, etc.) nos encontramos con una distribución que no es ni homogénea ni errática, y muestra un claro predominio de las estrellas menos masivas (Figura 20). Este predominio está relacionado con la evolución estelar, puesto que las estrellas menos masivas tienen una existencia más prolongada (ver el capítulo IV). Por lo tanto, en los miles de millones de años que han transcurrido desde que se formaron las primeras estrellas se han ido acumulando aquellas que más perduran, que son las más pequeñas. Sin embargo, la evolución estelar no es suficiente para explicar la distribución de masas observadas, y es necesario concluir además que por cada tres estrellas de tipo solar, se forma una diez veces más masiva.

Figura 20. Número relativo de estrellas (eje vertical) como función de su masa (eje horizontal, en unidades solares). Del diagrama es evidente que sólo la menor parte de las estrellas tienen una masa superior a la solar.

¿A qué se debe la tendencia a formar estrellas de baja masa? ¿Qué propiedades de la nube molecular primigenia conducen a la creación de estrellas masivas, y cuáles son adecuadas para la formación de estrellas como el Sol? Existen varias respuestas posibles. En primer lugar, si la nube se enfría con gran eficiencia, y esto depende sobre todo de la cantidad de carbono que contenga, el colapso de la nube matriz se lleva a cabo antes de que se fragmente, formándose así una estrella masiva. Dado que preferentemente se forman estrellas poco masivas, se sigue que es posible que las nubes moleculares no tienen el suficiente carbono como para enfriarse eficientemente. Otra alternativa es la fuerza centrífuga; como vimos antes, si es excesiva ocasiona la fragmentación de la nube matriz, y por lo tanto la formación de estrellas de menor masa. Finalmente, se han formulado teorías según las cuales son las propias estrellas las que determinan cómo serán las de la siguiente generación. El medio que rodea a las estrellas masivas es sacudido violentamente por éstas, pues producen una cantidad inmensa de energía. Consecuentemente, la nube molecular puede ser destruida si las primeras estrellas que allí se forman son muy masivas. En este caso se forman pocas estrellas, todas ellas de gran masa. Por el contrario, si la primera generación es de estrellas pequeñas, la nube molecular sobrevive, y continúa la formación de nuevas estrellas.

PRUEBAS ESQUIVAS Y EVIDENCIAS AMBIGUAS

No hay duda de que la formación estelar se realiza dentro de nubes de gas, sobre todo en las moleculares. En el cielo podemos encontrar un sinnúmero de regiones en donde cúmulos de estrellas muy jóvenes coexisten con grandes extensiones de gas. Apuntamos que la nebulosa de Orión es una de estas regiones, y lo mismo podemos decir de las Pléyades, en donde las estrellas parecen reposar entre vapores (Figura 21). Sin embargo, las estrellas de las Pléyades se formaron desde hace ya unos cincuenta millones de años. Para penetrar en el enigma de la formación estelar es necesario localizar objetos y regiones en donde este proceso se esté llevando a cabo. Es decir, hay que ver hacia el interior de las nubes moleculares, puesto que ahí es dónde ocurre la génesis estelar. Podemos nuevamente referirnos a Orión, que como el lector habrá notado, es un punto de referencia para múltiples aspectos de la astronomía. Detrás de las estrellas del Trapecio, aproximadamente a un año luz de ellas, yace un cúmulo de objetos compactos inmersos en una gran nube molecular (Figura 22). Debido a la gran cantidad de material que los rodea, su luz visible es atrapada en el interior de la nube, por lo que fueron descubiertos mediante estudios realizados a frecuencias menores, en las que la absorción es más reducida. Al brillar con luz propia, la energía de estos cuerpos calienta el polvo circundante que, como una pista de asfalto, reemite esta energía en el infrarrojo. El cúmulo infrarrojo de Orión está compuesto de diez objetos aproximadamente, que se cree son embriones estelares formados hace apenas 100 000 años, casi un instante cósmico. Estos embriones son la segunda generación de estrellas que se ha nutrido de la gran nube molecular, en cuyo interior es posible que se estén gestando las del porvenir.

Figura 21. Las Pléyades. Alrededor de estas estrellas jóvenes —se formaron hace unos 50 millones de años— se puede ver el velo luminoso producido por el gas que quedó después de su gestación.

Los embriones de Orión probablemente están muy cerca de convertirse en astros. A lo sumo en un millón de años más se empezarán a producir en su interior las reacciones termonucleares que caracterizan a las estrellas. Sin embargo, no adquirirán la apariencia típica de éstas sino hasta transcurrido otro millón de años, cuando la estrella y sus alrededores estén plenamente asentados. Es posible que el Sol, durante esta fase, fuera unas cinco veces más grande y sustancialmente más luminoso. Junto a él, quizá rodeándolo, se hallaba la nube molecular de la que se creó. Y girando en torno al primitivo Sol, un disco relativamente grueso, que con el paso de cientos de milenios se fue aplanando y concentrando en condensaciones menores que devinieron en planetas. El soviético Ambartsumyan propuso en 1949 que la llamada estrella T de la constelación del Toro, era una protoestrella en su fase de asentamiento. Desde entonces se han encontrado cientos de ellas, y se les conoce con el nombre genérico de estrellas de tipo T-Tauri. Esparcidas dentro de cada nube molecular, puede haber un gran número de estrellas T-Tauri. Algunas son visibles en el óptico, pero otras, inmersas en lo más denso de la nube molecular, sólo pueden ser observadas a menores frecuencias, en particular en el infrarrojo.

Figura 22. Esquema tridimensional de la nebulosa de Orión. En el borde están las estrellas del trapecio que iluminan la nebulosa, y más adentro, sumergido en la nube molecular, un cúmulo de estrellas recién gestadas que sólo puede ser observado en el infrarrojo. La flecha apunta hacia la tierra.

Contra lo que pudiera esperarse, hasta la fecha sólo se han podido encontrar movimientos de expansión en las regiones de formación estelar. Estos ocurren a todas las escalas y con una prodigalidad asombrosa. A la menor escala, se ha comprobado que una gran cantidad de masa escapa de las estrellas T-Tauri a velocidades entre 200 y 300 km/s. Este fenómeno se da en todas las estrellas, incluso el Sol, y se le conoce como viento estelar. A escala de la nube molecular, se han hallado evidencias claras de movimientos de alejamiento de la región central, en las estructuras conocidas como flujos bipolares. En 1950, el mexicano Guillermo Haro descubrió en Tonantzintla la existencia de pequeñas nubecillas ópticas en los bordes de las nubes (Figura 23), a las que posteriormente se les llamó objetos Herbig-Haro. Años más tarde se encontró que éstos también se están expandiendo. Existen diversas teorías que, dentro del marco de la formación estelar por contracción gravitacional, explican desde el viento de la estrella T-Tauri, hasta la expansión de regiones de mayor escala, estas últimas por medio de este viento, que contiene suficiente energía para "empujarlas" hacia afuera. Sin embargo, aunque periódicamente se presentan pruebas marginales, no existe aún una observación que demuestre de modo convincente que hay material en contracción, que sería una prueba irrefutable a la teoría del origen de las estrellas a través de la contracción gravitacional.

Figura 23. Región de formación estelar Herbig-Haro 1 y 2. En el centro de la región yace una estrella oculta por un disco de gas extremadamente denso, razón por la que ésta estrella —de hecho su viento— Sólo ha sido observada en radio ( J. Bohigas y colaboradores. 1985. Revista Mexicana de Astronomía y Astrofísica, vol 11, p. 149).

Algunos han calificado esta demostración como el "eslabón perdido" de la evolución estelar. Para otros, presididos por Ambartsumyan, la ausencia de tal demostración indica que la teoría de la formación estelar debe ser revisada desde sus principios. Utilizando el argumento de que sólo se observan movimientos expansivos en las regiones de formación estelar, sugieren que las estrellas se forman a partir de la explosión de condensaciones superdensas, no del todo distintas a la que dio lugar al Universo a través de la Gran Explosión. A favor de esta hipótesis sólo se tiene el argumento de que la búsqueda de movimientos de contracción ha sido hasta ahora infructuosa, ya que no existe teoría que especifique las propiedades de estas condensaciones, ni las razones por las que súbitamente explotan precisamente en el interior de las nubes moleculares. Para los que están convencidos de que las estrellas se forman a través de la contracción gravitacional de nubes gaseosas, este "eslabón perdido" es causa inevitable de las dificultades observacionales inherentes al proceso. Entre éstas podemos mencionar el hecho de que la contracción ocurre en las regiones más obscuras de la nube, que la temperatura es muy baja inicialmente, por lo que el embrión es muy poco luminoso, y que el movimiento de contracción se confunde en la turbulencia general de la nube. Según los más pesimistas, estas dificultades nunca podrán ser resueltas. La mayoría de los astrónomos apoya la teoría aquí presentada, sin que esto obste para que se escuchen con atención los argumentos de la minoría que sostiene la hipótesis alternativa, conscientes de que no se ha dicho todo, ni que todo lo que se ha dicho es correcto. Existe la suficiente sagacidad para mantener vivas a las minorías heterodoxas, quizá porque en las ciencias exactas, a diferencia de la sociedad, se persigue fundamentalmente el privilegio de saber, y este es un artículo que a todos pertenece.