VI. LA COSECHA DE LAS NUEVAS GENERACIONES

EN UNO de sus mejores momentos, llenándose de la vitalidad de la campiña, Fausto anuncia lo siguiente: "Declina el Sol y se hunde en el ocaso; el día ha fenecido; pero el radiante astro, siguiendo su carrera veloz, despierta en otros parajes una nueva vida." (Goethe, Fausto, La tragedia, Primera parte). Mientras que Mefistófeles, frustrado, confiesa: "Y tocante a la maldita materia, semillero de animales y hombres, no hay medio absolutamente de dominarla. ¡Cuántos y cuántos no he enterrado ya! Y a pesar de todo, siempre circula una sangre fresca y nueva." (Goethe, ídem). Así con las estrellas y las ideas, que en un ciclo que parece inagotable llegan a su fin para ser reemplazadas por otras a las que espera el mismo destino. En este capítulo veremos cómo las estrellas inducen la formación de sus sucesoras, cómo el material del que se desprenden permanentemente durante su existencia y siembran con violencia al anticipar el advenimiento de su muerte, es cosechado por nuevas generaciones estelares. También veremos cómo el pulso de este ciclo vital de dimensión cósmica se torna cada día más débil. En el dilatado telar del tiempo acabará por enmudecer. Y así, al cabo de miles de miles de millones de años, ya no habrá más estrellas, y con ellas se irá la inteligencia que, cobijada por su calor, pudo comprender medianamente el tejido del Universo.

LA HISTORIA SIN FIN, Y EL FIN DE LA HISTORIA

A la una de la mañana del 8 de febrero de 1969, un gran meteorito de casi dos toneladas se fragmentó y dispersó cerca de Allende, un pequeño pueblo vecino a la ciudad de Parral, en la que fue asesinado el famoso Francisco Villa. En ese entonces se acababan de acondicionar excelentes laboratorios para estudiar las primeras piedras lunares, de modo que las muestras que pudieron obtenerse del meteorito fueron analizadas como nunca antes. De los muchos resultados obtenidos mediante el estudio de este tesoro cósmico hubo uno que causó un efecto particularmente profundo, pues de golpe reveló la huella de nuestro antiguo origen.

Las rocas terrestres más antiguas han sido sometidas a innumerables procesos metamórficos en los miles de millones de años transcurridos desde su formación. En ellas está confusamente escrita la historia de nuestro planeta: la incansable acción erosiva del viento y el agua, los violentos efectos del vulcanismo y los distintivos rostros de los seres vivos. Enterrada bajo todas estas capas de historia yace escondida la clave que conduce a su origen. Vagando desde un principio por los espacios vacíos del Sistema Solar, algunos meteoritos —piedras de todos los tamaños que continuamente chocan con la Tierra, y que en ocasiones vemos como estrellas fugaces— no han estado sometidos a procesos metamórficos de importancia. Por lo tanto, a diferencia de las piedras terrestres o lunares, son lo que desde un principio fueron y en su interior abrigan las pistas que pueden guiarnos a la época en que empezó a ser el Sistema Solar.

El meteorito de Allende, distinguido miembro de la clase más primitiva de meteoritos, trajo a la Tierra el mensaje de esos remotos días escrito en tres isótopos. Los isótopos son variaciones de un mismo elemento químico. Por ejemplo, el oxígeno siempre tiene 8 protones, pero su núcleo puede contener 8, 9 e incluso 10 neutrones. Es decir, existen tres isótopos del oxígeno en la naturaleza: el oxígeno-16, que con 8 protones y 8 neutrones es el más abundante, el oxígeno-17, y el oxígeno 18. El meteorito de Allende contiene oxígeno-16, magnesio-26 y plata-107, en proporciones excepcionales con respecto a lo normalmente encontrado en el Sistema Solar e imposibles de explicar con mecanismos químicos normales. Tras desechar varias alternativas, se llegó a la conclusión de que el magnesio-26 y la plata-107 provienen del decaimiento radiactivo del aluminio-26 y el paladio-107. El primero de éstos, el aluminio-26, es producido por la fusión del carbono en estrellas al menos ocho veces más masivas que el Sol. Como vimos en el anterior capítulo, estas estrellas devienen en supernovas, y al hacerlo diseminan los productos resultantes de su nucleosíntesis, como el aluminio-26. Por otra parte el paladio es uno de esos elementos más pesados que el hierro y que sólo se pueden formar con la captura de neutrones, proceso que se da a gran escala en las supernovas. Finalmente, el oxígeno-16 es manufacturado en la misma región en donde la estrella produce aluminio-26, de modo que también la sobreabundancia de este isótopo del oxígeno puede deberse a que el meteorito, o el material del que se formó, fue contaminado con los despojos de una supernova. Los experimentos han demostrado que las peculiares abundancias isotópicas del meteorito de Allende provienen de una supernova, gracias a lo cual hoy podemos especular con bases sólidas de dónde provino el Sistema Solar (Figura 40).

Hace 4500 millones de años reposaba en el espacio la nube molecular que acunaría al Sol naciente. Su existencia pendía del frágil equilibrio en que estaban la presión interna y la fuerza de gravedad. Vecina a ella, una estrella agonizó violentamente convirtiéndose en supernova y expulsando una gran cantidad de material que contenía una diversidad extraordinaria de elementos químicos: nitrógeno, oxígeno, carbono, aluminio, hierro, cobre, uranio y muchos otros más. Unos mil años después de explotar, el remanente de la supernova alcanzó el borde de la nube, se mezcló con ella, y trastocó profundamente su equilibrio. Parte de la nube se disgregó en el impacto, pero lo que quedó fue comprimido hasta tal punto que ya nada pudo detener la contracción gravitacional y la formación de nuevas estrellas. En un pequeño fragmento de la nube, ahora mezclado con el material expulsado por la supernova, se gestó el Sol. La fuerza centrífuga distribuyó en un plano el escaso material del que resultaron los planetas, y en medio de todos ellos el residuo de la gran obra: polvo y piedras de todos los tamaños, y perdido entre ellas el meteorito que miles de millones de años después cayó en Allende e hizo posible este análisis. En conclusión, el Sol y la Tierra, la más alta montaña y el más insignificante grano de arena, el más primitivo virus y el ser más inteligente, usted y yo, somos en esencia polvo de una estrella que dejó de serlo cuando nuestra galaxia aún era joven.

Figura 40. Modelo de transformación del Sol. (a) Una supernova explota cerca de la nube molecular en donde se gestó el Sol. (b) El remanente de la supernova alcanza la nube molecular. (c) Nacen las estrellas —entre ellas el Sol— en estas condensaciones.

La forma en que ocurrió la génesis del Sol no fue un caso aislado o excepcional en la historia del Universo. Una buena parte de las estrellas que ya desaparecieron, de las que hoy brillan y de las que en el futuro alumbrarán el cielo, fueron, son y serán gestadas de manera similar. Porque las estrellas —extrayendo material fresco de sus entrañas para expulsarlo con un gentil y continuo viento al medio circundante, desprendiéndose con abandono de sus capas externas para formar nebulosas planetarias momentos antes de morir, o expulsando con violencia grandes cantidades de masa al explotar como supernovas— depositan las semillas de las que crece la siguiente cosecha estelar. Semillas enriquecidas con nuevos elementos químicos, semillas que vuelan por el medio interestelar hasta depositarse en el protector regazo de la nube molecular que ellas mismas agigantan, y que agitada por el diluvio energético que le llega de todas las estrellas que la rodean y penetran, termina por contraerse y convertirse en nuevos astros. Y así por los siglos de los siglos en una historia sin fin aparente.

El principio de esta historia se dio en una sopa amorfa y poco condimentada —compuesta únicamente de hidrógeno, helio, y minúsculas trazas de litio y berilio— de la que hace diez o quince mil millones de años surgieron los primeros grumos, las primeras concentraciones de masa: cúmulos de galaxias, galaxias y estrellas de todos los tamaños. En ese entonces no había vida, no podía haber vida, pues faltaban los bloques sobre los que ésta se cimenta: nitrógeno, oxígeno y carbono. Lenta pero tesoneramente, éstos y otros elementos químicos fueron manufacturados en el inmenso perol de incontables generaciones estelares, generando las condiciones para que diez mil millones de años después pudiera prosperar la conciencia en este pequeño planeta. Así de antigua es la arcilla de la que estamos hechos, así de gastado el polvo que somos. Y como todo lo que nos precedió, también a nosotros nos tocará convertirnos en el polvo del que nuevas estrellas nacerán, porque el Sol, ese radiante astro, despertará "en otros parajes una nueva vida" cuando la suya concluya. Otras estrellas abrigarán conciencias, que seguramente se harán las mismas preguntas que el primer ser humano se planteó al voltear hacia el cielo.

Inexorablemente, esta historia, este gran ciclo avanza hacia su lejana conclusión, pues cerca de la mitad del material del que se forman las estrellas queda atrapado en mudas piedras obscuras. Mientras que el gas del que nacen nuevas estrellas disminuye día con día, el número de enanas blancas, estrellas de neutrones y hoyos negros aumenta incansablemente. El cielo se torna menos brillante, más frío. Dentro de decenas de miles de millones de años nacerá la última estrella de los vestigios de gas que aún subsistan en el Universo. Cientos de miles de millones de años más tarde, el último astro, la última chispa de luz, se extinguirá transformándose en una enana blanca. De ahí a la eternidad, sólo habrá galaxias compuestas exclusivamente de hoyos negros, estrellas de neutrones y enanas blancas. Para satisfacción de Mefistófeles, ya no circulará "sangre fresca y nueva", y habrá llegado el fin de la historia sin fin. En ese Universo obscuro, helado e inhóspito, habrá triunfado finalmente la muerte.

LA INAGOTABLE TAREA DE LA IMAGINACIÓN

Hace apenas 150 años parecía imposible adentrarse en la naturaleza interna de las estrellas, ya no digamos en su origen, evolución y fin. Los más brillantes intelectos de la época, como Wilhelm Bessel, estaban convencidos de que "la única tarea de la astronomía es descubrir las reglas que rigen el movimiento de cada estrella; ésta es su razón de ser". Al fundador de la filosofía positivista, el francés Auguste Comte, le parecía que cualquier persona que se dedicara a investigar la composición química del Sol perdía su tiempo, ya que tal cosa permanecería eternamente oculta al conocimiento. Qué decir de las remotas y tenues estrellas, sobre las que un conocido físico del siglo pasado, H.W. Dove, decía lo siguiente: "¡Lo que las estrellas son, no lo sabemos y nunca lo sabremos!" En retrospectiva parecen absurdas estas afirmaciones. Sin embargo, si nos detenemos brevemente a meditar en cuan insignificante es el mensaje que nos llega de las estrellas, tan sólo su débil luz, podríamos fácilmente concluir que es imposible hacer algo más que enredarlas en cuentos fantásticos. Gran hazaña de la inteligencia ha sido avanzar sobre sus etéreas pistas, desenmarañar la fina trama de su luz, y volverlas comprensibles desde este perdido rincón del Universo.

¿Queda algo por conocer?, ¿hay algo fundamentalmente erróneo, impreciso o incompleto en la manera como actualmente entendemos la naturaleza? La mayoría prefiere el apacible mundo de la certeza y mantiene oposición cerrada frente a los que pretenden cuestionar las verdades del momento. Pero la experiencia ha probado repetidamente que siempre hay algo por descubrir, que los esquemas con que representamos la realidad son meras aproximaciones, borrosos bosquejos que siempre podemos perfeccionar. Hay un abismo entre las primeras nociones que el ser humano se formuló sobre las estrellas y lo que hoy sabemos de ellas. Pese a todo y contra lo que el lector pudiera imaginar después de leer este libro, nuestra sabiduría es minúscula frente a lo que ignoramos. Por ejemplo, debemos señalar que aunque se cree —con excelentes razones— que las estrellas se forman mediante la contracción gravitacional, aún esperamos el día en que se observe este proceso. Del Sol, nuestra estrella, apenas hoy empezamos a ver más allá de su superficie, inventando técnicas para penetrar al interior mismo de su corazón, utilizando las herramientas conceptuales de la geofísica para hacer una disección de su interior. El primer resultado producido por estas técnicas, el número de neutrinos solares detectados, desafió las teorías de los interiores estelares y quizá también revele aspectos inesperados de la física del microcosmos. Empezamos a ver a las estrellas como estructuras de mayor complejidad que la de considerarlas simples bolas gigantescas de gas incandescente, y ya se habla persistentemente de su rotación, de su geografía superficial, de su turbulento interior, de los campos magnéticos que generan, de los vientos que producen, de las envolventes que las rodean. Sabemos sin asomo de duda que las estrellas evolucionan, pero aún no contamos con suficientes datos que detallen su ruta ni modelos que describan con claridad la evolución de una estrella desde su génesis hasta su fin, y la forma en que transita de una etapa a otra. Hemos encontrado los extraños objetos en los que se transfiguran las estrellas al morir, pero ignoramos el comportamiento de la naturaleza dentro del más extraño de ellos, los hoyos negros. Éstas son algunas de las tareas que la astronomía actual ha emprendido. Los resultados que genere, los problemas con los que se tope, marcarán la nueva ruta a seguir. Parafraseando al gran poeta español Antonio Machado, en la ciencia "no hay camino, se hace camino al andar". Y al andar surgirán una infinidad de nuevos detalles, de ideas inimaginadas, más deslumbrantes e inesperadas, que remodelarán y ampliarán nuestra percepción de las estrellas.

El espléndido panorama que la astronomía contemporánea ofrece, ha sido obra de siglos en los que cada nueva generación, a veces con escepticismo y siempre con una crítica severa, ha sabido cosechar las mejores ideas de sus predecesores, filtrando lo valioso de lo insubstancial, y desechando lo que es de plano fantástico. No deja de ser sorprendente que las elucubraciones más descabelladas del pensamiento mágico palidezcan frente a los resultados a los que ha llegado la ciencia moderna, que la imaginación se avive más frente al inesperado mundo que continuamente devela, que ante los trabajos febriles de los primeros dioses. Con cautela, pero sobre todo con audacia para imaginar lo que parece imposible, renovaremos perpetuamente este panorama, seguros de que en su expansivo horizonte siempre aparecerán nuevos acertijos qué descifrar. Como pensaba Ernesto "Che" Guevara, el que aspira a lo imposible vive la realidad.