X. DENTRO DE UN ESPESO BOSQUE

INTRODUCCIÓN

DESDE que el astrónomo persa Al-Sufi catalogó las primeras nebulosas, hasta los descubrimientos de Herschel, Parsons y Huggins, pasaron casi 1 000 años, lapso en el que muchos astrónomos y filósofos se preguntaron qué eran esos cuerpos difusos. Y fue sólo en los últimos 200 años cuando los estudiosos del firmamento comenzaron a tomar conciencia de que en el cosmos había objetos distintos de los planetas, las estrellas y los cometas que aparecían ocasionalmente.

Hemos visto en el capítulo precedente que el desarrollo de la espectroscopía y de los grandes telescopios reflectores comenzó a brindar pistas claras sobre la estructura y la composición de las nebulosas, lo que permitió establecer diferencias entre las que parecían ser grandes masas gaseosas y las que están formadas fundamentalmente por enormes cantidades de estrellas. A los objetos del primer grupo se les sigue llamando nebulosas, mientras que a los del segundo tipo ahora se les designa galaxias.

Esta diferenciación es tan reciente en la historia de la astronomía que aún existen textos de esta disciplina escritos durante el presente siglo donde, por ejemplo, a la galaxia de Andrómeda, que es uno de los prototipos de galaxias con estructura espiral, se le sigue llamando la nebulosa de Andrómeda (véase la figura 42).

Como se verá en el presente capítulo, tanto el estudio detallado de las propiedades de las galaxias, como el de las características de los diferentes grupos de estrellas y nebulosas que forman la nuestra, han servido para ayudarnos a determinar su estructura, composición, edad y dimensiones.

Antes de seguir adelante debemos aclarar que el nombre correcto de nuestro sistema estelar es Galaxia, aunque muy frecuentemente, incluso los astrónomos, se refieren a él como la Vía Láctea. En realidad este último nombre debe aplicarse solamente a la franja de aspecto lechoso que vemos en el cielo. La Vía Láctea es pues solamente una parte de la Galaxia.

EL BOSQUE

El problema de determinar la estructura del sistema estelar al que pertenecemos es que nos hallamos inmersos en él y no podemos desplazarnos en su interior para estudiarlo desde diferentes ángulos. Para entender mejor las limitaciones a las que se enfrentan los astrónomos al hacer este tipo de trabajo, pensemos que nos encontramos dentro de un bosque, y que sin movernos a través de él queremos hacer un mapa que lo represente con el mayor detalle posible, además de señalar qué lugar ocupamos en él. Lo único que podemos hacer es observarlo en diferentes direcciones y desarrollar métodos que permitan conocer las distancias entre los árboles que lo componen. Así, podremos determinar la distribución que éstos tienen, lo que permitirá saber si están igualmente espaciados o no, si se agrupan en conglomerados bien definidos, si están dispersos, si hay claros en el bosque, etc. Precisamente este tipo de trabajo es el que los astrónomos han estado haciendo desde que Herschel comenzó a buscar observacionalmente la forma de nuestro sistema estelar. Con técnicas cada vez más refinadas hemos tratado de determinar la distribución de los diferentes objetos que vemos en la bóveda celeste, con lo cual nos hemos adentrado cada vez más en el bosque.

El problema, que de por sí es complejo, se complica aún más si se encuentran objetos celestes muy distintos y no se puede establecer fácilmente si las diferencias son reales o se deben a la manera en que se les observa. Por ejemplo, en el caso de las galaxias fue necesario esperar a que la fotografía estuviera bien desarrollada para darnos cuenta de que vemos algunas frontalmente, mientras que otras se observan de canto o en ángulos diversos. En cada caso percibimos la forma de manera muy diferente.

Al comenzar el siglo la situación observacional era todavía muy confusa, por eso no nos debe extrañar que los astrónomos tuvieran ideas diversas sobre la estructura de nuestro sistema estelar, y que no supieran si éste era único o formaba parte de otros similares. Sin embargo, ya comenzaba a emerger una visión unitaria sobre el bosque en el que estabamos sumergidos. Henri Poincaré (1854-1912), destacado matemático y astrónomo francés, señalaba en 1906 que "las nebulosas espirales son consideradas generalmente como independientes de la Vía Láctea. Se admite que están formadas como ella por una multitud de estrellas. Deberíamos verlas como vías lácteas muy apartadas de la nuestra."

Ese mismo año, el astrónomo estadounidense Simon Newcomb (1835-1909) consideraba en un artículo al que tituló The Structure of the Universe ("La estructura del Universo"), que la Vía Láctea tenía forma de anillo, el cual encerraba un espacio relativamente vacío de cuerpos celestes. En ese trabajo afirmó: "podemos decir con un buen grado de certeza, que si fuera posible volar en cualquier dirección a distancias de 20 000, o quizás mejor de 10 000 años luz, encontraríamos que dejamos atrás una fracción considerable de nuestro sistema". Newcomb no hizo estimaciones sobre las dimensiones de tal sistema, pero sí consideró que en el espacio finito encerrado por él se encontraba contenida toda la masa, a la que se refirió como la gran masa de las estrellas. Fuera de ese universo, podía o no haber estrellas, o aun sistemas invisibles dispersos. Si existían, serían distintos al nuestro y, por ser invisibles, quedaban más allá del enfoque de la ciencia.

EL UNIVERSO DE KAPTEYN

Para la mayoría de los astrofísicos de la primera década de este siglo la visión que prevalecía sobre el complejo problema de la estructura y las dimensiones cósmicas era que la mayoría de las estrellas se hallaban contenidas en un espacio encerrado por un disco plano, cuyo diámetro era unas 10 veces mayor que su grosor, donde el Sol estaba en el centro. Las distancias a las estrellas más alejadas eran inciertas, pero se consideraba que estarían comprendidas entre los 10 000 y los 20 000 años luz. No era claro si las diferentes nebulosas registradas a través de los más potentes telescopios formaban parte de la Vía Láctea. Cualquier cosa que hubiera más allá de sus límites, si es que algo había, era oscuridad y vacío. Sin embargo, como la idea misma del vacío era algo que desde la época de los griegos clásicos había molestado a la mayoría de los pensadores, siguió siendo cuestionada no sólo en el terreno filosófico sino también en el científico, lo que entre otras cosas llevó a establecer observacionalmente la existencia de material interplanetario e interestelar.

Entre 1910 y 1920 esa visión de la Galaxia comenzó a cambiar rápidamente. En gran parte, la transformación de conceptos se debió a la introducción de las técnicas fotográficas a la astronomía. Uno de los astrónomos que mayormente contribuyó a convertir esa técnica en una herramienta útil y de uso normal en los estudios astronómicos fue Maximiliam Wolf (1863-1932), director del observatorio de Heidelberg, quien a lo largo de varios años obtuvo excelentes imágenes de diversos objetos celestes. Gracias a su trabajo y al de otros observadores que rápidamente se dieron cuenta del potencial que esas nuevas técnicas tenían, la astronomía dispuso por primera vez, en su muy larga historia, de registros del cielo permanentes, reproducibles e impersonales que, además de poder ser analizados por muchos investigadores en forma simultánea, proporcionaron datos exactos cuando se hacía la medición cuidadosa de las placas fotográficas correspondientes. Otra gran ventaja de la fotografía fue su capacidad de almacenar la débil luz que llega de los lejanos objetos celestes, acción imposible para el ojo humano. Este efecto fotográfico de almacenamiento permitió finalmente obtener imágenes detalladas de nebulosas y galaxias (figuras 56 y 57).

[FNT 57]

Figura 56. Nebulosa gaseosa en Serpens y el cúmulo galáctico asociado NGC6611.

[FNT 58]

Figura 57. La galaxia NGC 4064, designada así por ser el objeto 4064 del New General Catalogue, que contiene más de 7 000 objetos. Fue compilado a fines del siglo pasado por Johann Louis Dreyer (1852-1926).

Uno de los primeros astrónomos que usó ese nuevo material de investigación fue Jacobus Cornelius Kapteyn (1851-1922), quien desde 1900 comenzó a trabajar en un análisis estadístico muy elaborado para establecer la distribución real de las estrellas en el espacio, partiendo de la distribución aparente que mostraban en el cielo. Kapteyn consideró que si la distribución estelar era uniforme, en un número de estrellas cuya magnitud fuera m, mediante algunas consideraciones matemáticas sencillas podía encontrarse el número de estrellas de una magnitud más débil, esto es, las de magnitud m + 1. Por ejemplo, si consideraba que había 10 000 estrellas de la magnitud m, de la m + 1 ya serían casi 40 000. De esta forma estimó que habría 530 900 000 estrellas más brillantes que la magnitud 20.

De sus observaciones estableció que en realidad esto no era así, pues comprobó que al disminuir la magnitud no aumentaba el número de estrellas como se esperaba, sino que incluso iba disminuyendo. Esta investigación que buscaba establecer la forma y la estructura del Universo era similar a la desarrollada más de 100 años antes por Herschel. La diferencia fue que Kapteyn dispuso de gran número de placas fotográficas, que le proporcionaron observatorios de diferentes partes del mundo. En ellas pudo medir con alto grado de precisión cientos de nuevas paralajes estelares, las que aprovechó para determinar las distancias correspondientes a las estrellas estudiadas.

De manera metódica, Kapteyn trató de calcular la posición exacta, la luminosidad y los movimientos propios de estrellas contenidas en 206 diferentes regiones de la bóveda celeste, previamente escogidas basándose en criterios observacionales bien claros. A estas regiones agregó después otras 18 zonas selectas localizadas específicamente en el plano galáctico, lo que le permitió establecer comparaciones entre la densidad estelar en ambos tipos de lugares. Ese complejo trabajo fue conocido por la comunidad astronómica internacional como el plan de áreas selectas.

Kapteyn fue midiendo cuidadosamente las distancias a las estrellas en las áreas del cielo que había seleccionado. Comparándolas entre sí pudo obtener una estimación sobre la distribución estelar, que le permitió a su vez obtener una imagen tridimensional del sistema en el que se encontraba inmerso. Supuso que los movimientos de las estrellas eran azarosos y midió sus velocidades radiales. De esa forma determinó indirectamente las distancias a diferentes grupos de estrellas, lo que le mostró que al alejarse del Sol la densidad estelar disminuía, pues conforme investigaba distancias mayores, las estrellas se encontraban cada vez más separadas entre sí, llegando a un punto en el que prácticamente ya no había más. Consideró por tanto que ése era el límite del Universo en la dirección observada. El modelo que surgió de tan arduo trabajo de medición fue conocido como el Universo de Kapteyn, que resultó ser un sistema estelar con forma lenticular. Su diámetro a lo largo del eje mayor se estimó en 60 000 años luz, mientras que su espesor en la parte central era de 11 000. La densidad estelar del sistema era máxima en la zona del centro, y disminuía al irse alejando hasta hacerse nula en los bordes.

El mismo Kapteyn hizo notar que una consecuencia importante de su modelo fue admitir que el Sistema Solar se hallaba en el centro del Universo ya que, como él y otros importantes astrónomos habían mostrado, el número de estrellas por unidad de volumen era máximo en la vecindad del Sol, lo cual condicionó la posición de este astro. Vemos entonces que nuestra ubicación en el Universo de Kapteyn no era resultado de una hipótesis, como había sucedido en modelos anteriores, sino consecuencia directa de un hecho observacional. Ahora sabemos que en realidad el Sol no ocupa esa posición privilegiada, pero el error se originó porque Kapteyn no sabía de la existencia del material interestelar que afectaba la luz de las estrellas.

FAROS CÓSMICOS

Uno de los problemas fundamentales de la astronomía sigue siendo la correcta determinación de las distancias a los objetos celestes. El método trigonométrico de las paralajes estelares, tal y como lo usó Bessel y muchos otros investigadores posteriores a él sólo tiene aplicabilidad limitada, pues, aunque mediante su uso ha sido posible establecer las distancias de unas 5 000 estrellas, cuando se pretende utilizarlo con cuerpos celestes localizados más allá de los 30 años luz ya no proporciona resultados confiables, por lo cual ha sido necesario buscar otros métodos para medir distancias mayores.

En 1912 Henrietta Swan Leavitt (1868-1921), astrónoma estadounidense del observatorio de Harvard, estudiaba varias placas fotográficas de una de las nebulosas irregulares con características espectrales de tipo estelar, conocida corno la "Nube Menor de Magallanes", poniendo especial atención en analizar cómo cambiaba el brillo de unas 25 estrellas particularmente luminosas. Gracias a ello descubrió la relación periodo-luminosidad para las cefeidas. Estas estrellas, que reciben dicho nombre porque su prototipo es la estrella Delta de la constelación de Cefeo, son variables pulsantes en las que el brillo cambia periódicamente. Henrietta notó que entre más largo es el periodo de una cefeida, mayor es también su luminosidad.

Gracias a este descubrimiento, las cefeidas pueden ser utilizadas como indicadores de distancia, pues como ese tipo de estrellas son muy luminosas (pueden radiar miles de veces la energía que emite el Sol), se ven a distancias muy grandes, convirtiéndose así en verdaderos faros cósmicos.

Fue el astrónomo danés Ejnar Hertzprung (1873-1967) quien primeramente se dio cuenta de la importancia práctica del descubrimiento de Leavitt. Razonó que la Nube Menor de Magallanes es un conglomerado estelar tan distante de nosotros, que para fines prácticos todas sus estrellas pueden considerarse situadas a la misma distancia, así que cualquier diferencia en brillo que muestran con las cefeidas ahí localizadas, sería reflejo de un verdadero cambio en esa cantidad. Entonces, al determinar el periodo de pulsación de cualquier cefeida de la Nube Menor, y al compararla con el de alguna estrella del mismo tipo situada en nuestra vecindad a una distancia bien establecida, podría calcular qué tan alejado de nosotros se encuentra todo ese complejo estelar.

Tras estudiar el comportamiento de varias cefeidas de nuestra galaxia, Hertzprung determinó en 1913 que una de ellas, cuyo periodo era de 6.6 días, tenía un brillo verdadero o magnitud absoluta 1 700 veces mayor que la solar. Con ese dato calibró su escala de distancias, logrando así determinar cuántas veces más lejos de la Tierra estaban las cefeidas que se hallaban en la Nube Menor, pues gracias a la relación periodo-luminosidad sabía cómo se afectaba esa magnitud para aquellas estrellas. El resultado de su investigación le permitió establecer que la Nube Menor de Magallanes estaba a 30 000 años luz de nosotros, lo que en esa época significó que dicho conglomerado se encontraba en el borde mismo de la frontera aceptada para la Vía Láctea, por lo cual este trabajo no pudo distinguir si la Nube Menor era un objeto galáctico o extragaláctico. Años después, y tomando en cuenta hechos que Hertzprung desconocía sobre las cefeidas, se volvió a calcular la distancia a la Nube Menor y se encontró un valor aún mayor, lo que finalmente demostró que este objeto era extragaláctico.

LOS CÚMULOS GLOBULARES COMO INDICADORES DE LA POSICIÓN DEL SOL

Cuando a principios de este siglo comenzaron a observarse con mayor definición las diversas nebulosas, fue claro que algunas mostraban una simetría esférica bien definida (figura 58). Aunque las partes centrales de ese tipo de objetos no pudieron ser resueltos, sí fue posible ver que la densidad estelar decrecía en ellos hacia su periferia, lo que hacía posible distinguir claramente un alto número de sus estrellas más externas (figura 59). Debido a su morfología, dichos conglomerados estelares fueron bautizados como cúmulos globulares. Ahora se sabe que estos gigantescos objetos están constituidos por cientos de miles de estrellas ligadas entre sí por la acción atractiva de la fuerza de gravedad, llegando en algunos casos a tener más de un millón de ellas. El análisis teórico de su estabilidad dinámica mostró que un número tan grande de estrellas que interactúan gravitacionalmente requería tiempos muy largos para alcanzar el equilibrio tras distribuirse en forma esférica, razón por la que se concluyó que los cúmulos globulares son sistemas estelares muy viejos.

[FNT 59]

Figura 58. Cúmulo globular M 3, localizado a 31 000 años luz. Su masa es 245 000 veces la del Sol. Su edad es de 10 000 000 000 de años.

Desde 1915, Harlow Shapley (1885-1972) se hallaba interesado en determinar las distancias a diversas cefeidas que formaban parte de ciertos cúmulos globulares. Para realizar esa tarea recurrió a la técnica desarrollada por Hertzprung, aunque previamente él mismo hizo una calibración de la distancia a las cefeidas cercanas, teniendo cuidado de confirmar que la relación periodo-luminosidad que se aplicaba a esas estrellas era válida tanto para las que se localizaban en los cúmulos globulares, como para las que Leavitt había encontrado en la Nube Menor de Magallanes.

Hecho esto pudo calcular la magnitud absoluta de las cefeidas contenidas en los cúmulos y, como disponía de un número considerable de placas fotográficas de esos objetos tomadas con el telescopio reflector de 1.5 metros de diámetro del observatorio de Monte Wilson, California, que entonces era el segundo más grande del mundo, estableció de manera segura datos sobre las cefeidas de 12 cúmulos globulares.

[FNT 60]

Figura 59. Cúmulo globular M 13, situado en la constelación de Hércules, a una distancia de 25 000 años luz. Su diámetro es de 160. Se estima que contiene más de 30 000 estrellas más brillantes que la magnitud 21. Su masa se estima en medio millón de masas solares.

Shapley encontró que no todos los cúmulos que había estudiado tenían variables de ese tipo, sin embargo en aquellos que sí las había, las estrellas más luminosas mostraban tener un brillo que en general era tres veces mayor que el de las cefeidas ahí contenidas. Con ese hecho observacional pudo calcular qué tan brillantes deberían ser las cefeidas de un cúmulo cuando en éste no las había. Por otra parte, también se dio cuenta de que el diámetro de los cúmulos globulares era razonablemente igual para todos ellos, por lo que midiendo el tamaño aparente de cada cúmulo tuvo otra manera de establecer su distancia.

La combinación de esos tres métodos permitió a Shapley determinar la distancia para un total de 69 cúmulos globulares. Al hacer un mapa detallado de la distribución de esos objetos en el cielo encontró que en conjunto, además de que tenían una tendencia a no estar en el plano determinado por la Vía Láctea, mostraban una clara asimetría en su distribución espacial, pues la mayoría ocupaba solamente una mitad de la bóveda celeste.

Shapley supuso que en realidad la distribución de los cúmulos globulares en el firmamento debería ser esférica, lo que implicaría que su centro estaría en un punto ubicado en dirección de la constelación de Sagitario. De esa manera se explicaba sin ningún artificio la aparente asimetría espacial de la distribución de esos cúmulos. Shapley afirmó que resultaba más natural pensar que el Sol era el que se encontraba considerablemente alejado del centro de la Galaxia, que asumir que el complejo y gigantesco sistema de los cúmulos globulares estuviera concentrado en una sola mitad del cielo.

En esa forma y gracias a las mediciones de distancias hechas por Shapley, le tocó al Sol dejar de ser considerado el centro del Universo, pasando a ocupar un lugar modesto y muy alejado del centro de la Galaxia. Sin lugar a dudas esto fue un duro golpe para quienes seguían pensando que estabamos situados en un sistema privilegiado en la escala cósmica.

[FNT 61]

Figura 60. El cúmulo globular M 19, localizado en dirección del centro galáctico, razón por la que en la fotografía el campo estelar alrededor de él es muy rico.

Con ese trabajo cimentaron las bases para avanzar rápidamente en la construcción de un modelo de la Galaxia apoyado en las observaciones, modelo muy similar al que ahora tenemos. En él, los cúmulos globulares están distribuidos en un enorme volumen esférico al que se ha llamado el halo galáctico. Algunos están cercanos al plano (figura 60), pero la mayoría se encuentran muy alejados de él. Esa estructura esferoidal circunda completamente a la Vía Láctea, que se encuentra localizada precisamente en el ecuador de tan gigantesco volumen. El centro determinado por la distribución espacial de los cúmulos globulares se halla en dirección de la constelación de Sagitario, coincidiendo con la parte más densa de nuestro sistema estelar.

Debido a que en realidad hay dos tipos diferentes de cefeidas, hecho que Shapley desconocía en 1918, sus cálculos sobre las dimensiones de nuestra galaxia resultaron muy grandes, pues estimó que el diámetro del disco galáctico era de 300 000 años luz, lo que sin lugar a dudas fue la razón principal de que el nuevo modelo no fuera aceptado unánimemente.

Para un buen número de astrónomos de esa época no era tan difícil aceptar que el Sol no fuera el centro de la Galaxia. Lo que sí era inaceptable para casi todos fueron las dimensiones que Shapley calculó, por lo que tuvo que pasar otra década antes de que su modelo galáctico fuera totalmente aceptado una vez que se corrigieron esos errores.

HUBBLE Y LAS GALAXIAS EXTERIORES

Como se desprende de lo expuesto anteriormente, el problema de la existencia de objetos extragalácticos no pudo ser resuelto por los trabajos de Kapteyn y Shapley. Las dimensiones que cada uno de ellos derivó para la Galaxia fueron tan diferentes, que sus datos propiciaron una intensa discusión en torno al problema.

La respuesta definitiva a este asunto fue encontrada por Edwin Powell Hubble (1889-1953), quien después de años de observación estableció claramente la naturaleza extragaláctica de las nebulosas espirales (figura 61). En el verano de 1923 comenzó un cuidadoso programa de estudio de la galaxia de Andrómeda, objeto difuso visible a simple vista que en las fotografías mostraba una clara estructura espiral (véase la figura 42). Usando los nuevos telescopios reflectores con diámetros de 1.5 y 2.5 metros del observatorio de Monte Wilson, Hubble obtuvo gran número de placas fotográficas de esta nebulosa que, entre otras cosas, le permitieron identificar una estrella variable perteneciente a dicho sistema estelar.

[FNT 62]

Figura 61. La galaxia espiral M 81. Localizada a unos 95 000 000 de años luz.

Analizando diferentes imágenes de esa nebulosa, obtenidas desde 1909 por otros astrónomos, finalmente estableció el periodo de variación de aquella estrella y demostró que se trataba de una cefeida. En una carta muy técnica Hubble comunicó a Shapley el descubrimiento de esa variable, informándole que, tomando en cuenta su periodo de variabilidad (31.415 días), nos separaba de ella ¡un millón de años luz!, distancia que sin lugar a dudas era mayor que todas las que se habían estimado anteriormente en astronomía, lo que situaba a la galaxia de Andrómeda unas diez veces más lejos que las Nubes de Magallanes y mostraba en forma incuestionable su carácter extragaláctico.

Consciente de la gran importancia de ese resultado, Hubble no publicó sus datos inmediatamente, pues quiso estar seguro de sus conclusiones. Con ese propósito estudió cuidadosamente otras dos galaxias espirales. Entre noviembre de 1923 y junio de 1924 obtuvo unas 40 placas fotográficas de buena calidad de NGC 6822, y descubrió varias estrellas variables en ella, algunas de las cuales también resultaron ser cefeidas. Lo mismo hizo con M 33 (figura 62), galaxia espiral localizada en dirección de la Constelación del Triángulo. El estudio de este último objeto volvió a mostrar la presencia de variables del tipo de las cefeidas. Con este conjunto de datos pudo hacer determinaciones confiables de las distancias que nos separan de esas galaxias.

Finalmente, en un trabajo titulado Cepheid Variables in Spiral Nebulae ("Cefeidas variables en nebulosas espirales") Hubble presentó sus resultados y conclusiones, y demostró sin lugar a dudas que esos objetos eran en realidad galaxias que se encontraban mucho más allá de los límites de nuestro propio sistema estelar, afirmando también que sus dimensiones eran enormes. Una vez que estableció que Andrómeda y M 33 se hallaban a 1 000 000 de años luz cada una (pero en diferentes direcciones de la bóveda celeste), estimó que el diámetro lineal de la primera era de 200 000 años luz, mientras que el de la segunda alcanzaba los 42 000 años luz.

Esos resultados establecieron por primera vez en forma contundente una clara diferenciación entre nuestro propio sistema estelar y el Universo, pues aunque la Galaxia resultó tener dimensiones muy grandes, éstas son finitas y están razonablemente establecidas. El Universo es más vasto, ya que hasta donde se ha podido observar se encuentra constituido por multitud de galaxias.

Hubble y otros observadores siguieron estudiando sistemas con características similares a las de Andrómeda, establecieron sus distancias y corroboraron que todos ellos eran, sin lugar a dudas, objetos extragalácticos. De esa manera se demostró que esos conglomerados eran gigantescos sistemas estelares de gran complejidad, razón por la que ya no se les llamó nebulosas, sino galaxias.

[FNT 63]

Figura 62. Parte interna de la galaxia espiral M 33. Se pueden apreciar muchas de las nebulosas gaseosas que se localizan en los brazos.

La observación ha demostrado la existencia de millones de estos objetos primeramente imaginados por Kant como universos-islas. En cualquier dirección del cielo a la cual se dirijan los telescopios se encuentra un sinnúmero de galaxias, lo que de manera irremediable nos lleva a aceptar que nuestra galaxia, ese espeso bosque que desde la pequeña Tierra nos parece tan grande, solamente es un punto en la inmensidad del Universo.

La magnitud absoluta de una estrella se define como la magnitud que tendría si estuviera colocada a una distancia estándar de 32.6 años luz.