VIII. SE INICIA EL REGRESO

EL VIAJE hacia París lo hicieron por etapas, pues no les fue posible encontrar un barco que hiciera el recorrido directo a Europa. En ocasiones, por convenir a sus intereses turísticos, Francisco Bulnes se separó de sus compañeros realizando algunas excursiones por lugares exóticos, pero siempre volviendo a reunirse con ellos en lugares predeterminados.

El vapor Volga, barco de carga y pasaje, salió rumbo Hong Kong con algunos de nuestros astrónomos y los pesados instrumentos.

Francisco Díaz Covarrubias y parte de sus compañeros habían planeado visitar China, por lo que pensaban llegar a Hong Kong y de ahí remontarse por las vías fluviales rumbo a Pekín y otras importantes ciudades de aquel país.

Por su parte, Francisco Bulnes prefirió viajar a Hong Kong a bordo de un barco francés, pues estaba convencido de que el servicio, las comodidades y sobre todo la comida eran mejores en la línea francesa que en la inglesa.

Por tal razón, viajó al puerto chino a bordo del Tanais, un cómodo buque con casco de metal ligero y muy maniobrable.

La travesía entre Yokohama y Hong Kong tardó nueve días. En este puerto se reencontró con sus compañeros, enterándose de que habían desistido de internarse en China. Al preguntar por la razón de esa decisión que les privaba de conocer un mundo tan distinto al suyo, Díaz Covarrubias le hizo saber que:

precisamente poco antes de su llegada al Imperio Celeste se había dado el caso de un horrible asesinato cometido por unos piratas chinos en las personas de todos los pasajeros y tripulantes de un barco europeo que subía el río a poca distancia de Cantón o de Macao; y este hecho atroz, les había decidido a desistir del proyecto que tenían de visitar el interior de China, obligándolos a no pasar de Hong Kong.

Poco después de haber desembarcado en aquel puerto, Bulnes se dedicó a conocer la ciudad. Como buen turista despistado, se internó en ésta, sin tomar en cuenta algunas recomendaciones que los europeos que viajaron con él a bordo del Tanais le habían hecho. No había caminado mucho, cuando ya estaba espantado de la enorme cantidad de cantinas que existían en aquel puerto. El número de marinos ebrios era considerable, siendo algunos de ellos realmente agresivos y peligrosos, sobre todo los extranjeros, que por no estar sometidos a las leyes locales, se sentían con el derecho de actuar como les viniera en gana.

Ante esa circunstancia optó por ir a un teatro; sin embargo, el espectáculo ahí presentado le pareció inferior a lo que había visto en Japón. Fastidiado y con los nervios en tensión por la cadencia monótona de los cantos y la estridencia de los gritos y gemidos usados por los actores para expresarse, abandonó el recinto al que había ido a buscar diversión que para él resultó un tormento.

Después de esa desastrosa experiencia cultural, tuvo cuidado de hacer caso de algunos de los consejos que le habían dado y cuando sintió hambre, buscó un restaurante en el que hubiera clientes extranjeros. Además, le habían dicho que si un cocinero chino podía, con la ayuda de condimentos, sorprender el apetito de los viajeros dándoles carne de rata como si fuera de gallina, lo haría sin ningún remordimiento. Por esa razón, entró al restaurante, se introdujo en la cocina, seleccionó lo que habría de comer, vigiló su preparación y, cuando todo estuvo listo, se dedicó a hincar el diente. Sin embargo de todos sus cuidados, no le quedó más que decir a este respecto:

Creo que a pesar de mis previsiones, al cuarto plato gusté en lugar de corazones de palomas, las vísceras de algún roedor. Sin embargo, como no hubo después cólico, no me arrepiento de haber probado de algún animal tal vez mitológico.

Tras haber comido, se fue a la parte alta de Hong Kong, donde residían los extranjeros y donde se encontraba el Parque Inglés. Con el fin de ayudar a la digestión, se dedicó a caminar por aquel paraíso tropical creado por los súbditos de la reina Victoria.

Casi al llegar a la cumbre de la pequeña montaña se encontró con un inglés que había hecho el viaje en el mismo barco que él. Dicho personaje, a decir de Bulnes, era un individuo que se refrescaba con alcohol de setenta grados, sin que ello le causara otra cosa que ligeros rubores en la punta de su ya roja nariz.

Este inglés, cuyas tres pasiones eran el brandy, la caza de tigres y las extravagancias, tenía por ideal llegar a ser un hombre totalmente despreocupado y para alcanzarlo, viajaba sin cesar, gastando dinero a manos llenas y sacudiéndose las preocupaciones en el camino.

Rápidamente intimó con Bulnes, dándole una cátedra sobre los buenos vinos y un método infalible para conocer el grado de concentración alcohólica de las bebidas fuertes.

Nuestro compatriota, quien no parece haber sido un buen súbdito de Baco, prefirió probar nuevas experiencias y decidió acompañar al inglés a un fumadero de opio.

Una vez en uno de esos lugares, Bulnes dice haber fumado una pipa completa de opio, encontrándole un sabor detestable. Trató de recostarse y dormir, pero no lo logró. De repente sintió un terrible malestar y abrió los ojos con el espanto de un idiota. Tratando de entrar en el tan prometido y agradable letargo, fumó dos pipas más, consiguiendo solamente ponerse irritado y tremendamente mareado.

El opio me sabía a emético y el dulce adormecimiento se había convertido en el plomo de una embriaguez que me incendiaba el cerebro. Llamé al mozo en todos los idiomas que recordé excepto en el suyo y no obtuve contestación. Entonces abrí la puerta y arrojé a la escalera las tazas, té y pipas; este ruido le hizo venir; comprendió mi estado, me preparó té con azúcar y un líquido que me supo a álcali.

Después de recobrarse un poco, se acercó a su compañero, quien casi en estado catatónico, no se había enterado de nada de lo sucedido a Bulnes. Éste, después de un tiempo, logró dormir; despertándose hasta la mañana siguiente.

Nuestros compatriotas llegaron a Hong Kong pocos días después de haberse realizado el solemne funeral del Emperador del Celeste Imperio o Hijo del Cielo, muerto precisamente el 9 de diciembre, día del tránsito de Venus por el disco solar.

La muerte de ese monarca acaeció como consecuencia de una epidemia de viruela. En cumplimiento de la tradición milenaria, se dijo que el extinto gobernante "subía a los espacios etéreos en el lomo del dragón divino". Dos días después de haber sido enterrado el soberano,

fueron condenados a muerte en Cantón, un astrónomo chino que había asistido al paso de Venus y dos mandarines que tuvieron la imprudencia de declarar que no había relación palpable entre la muerte del Emperador y el fenómeno científico.

El 14 de febrero, nuestros astrónomos dejaron Hong Kong a bordo del vapor Tigre, uno de los barcos de mayor calaje de la línea francesa que operaba la ruta entre los puertos de la costa asiática y Marsella.

En ese mismo buque viajaba el astrónomo francés Francois Tisserand, con quien Díaz Covarrubias había hecho intercambio de señales telegráficas para la determinación de la posición de su respectivos observatorios.

Este científico, director en ese entonces del Observatorio de Tolosa, gustosamente intercambió información con nuestro astrónomo.

También en ese buque viajaba el profesor James C. Watson, director del Observatorio de Ann Arbor y encargado de la Comisión Astronómica Estadunidense que se había instalado en Pekín para realizar la observación del tránsito venusino.

Díaz Covarrubias, Jiménez y estos dos científicos entablaron largas pláticas sobre temas astronómicos, uno de los cuales era su reciente trabajo y la posibilidad de obtener resultados satisfactorios de él.

La conclusión unánime fue que a pesar del gran esfuerzo hecho y de haber usado los instrumentos más modernos, era muy probable que los resultados finales no fueran mejores que los obtenidos en el siglo anterior.

A bordo del Tigre la vida transcurría de la manera más tranquila. Los únicos sucesos dignos de hacer notar en ese viaje hacia Conchinchina (actualmente Vietnam) fueron una descompostura de la máquina principal de ese vapor y el aumento de la temperatura conforme iban acercándose al ecuador.

Tras tres días de navegación llegaron a la desembocadura del río Don-naí, remontándolo; anclaron en el puerto de Saigón, capital del entonces reino de Annam.

Ese territorio se encontraba bajo el dominio de los franceses, quienes no se habían preocupado mayormente por desarrollar industria alguna, conformándose con extraer las materias primas que la suya necesitaba.

El lugar presentaba un aspecto desolador, o al menos así lo vio Francisco Bulnes. El puerto de Saigón no era gran cosa, su muelle de madera era más pequeño que el de Veracruz. El tráfico marítimo de ese sitio era casi nulo, sólo el vapor francés tocaba sus playas; los demás barcos seguían su viaje hasta Singapur.

La humedad y el calor sofocante impidieron que nuestro incansable viajero pudiera descender a tierra la mañana de su llegada. Tuvo que esperar hasta las siete de la noche para poderlo hacer sin riesgo de sufrir una insolación.

La ciudad no presentaba ningún interés. No había lugares que visitar, salvo un café y el jardín donde eran aclimatadas las plantas y animales que serían exportados a Europa.

Con la curiosidad propia de su juventud, Bulnes se fue a conocer ese sitio.

No podía llamarse jardín, sino más bien bosque donde se aclimataban en una jaula dos enormes tigres y en una gran caja un racimo de serpientes venenosas y adormecidas. Este Edén puramente vegetal, debía llamarse de la inmovilidad. Quise atravesar por un césped más florido que el de la Isla Calipso y me lo prohibieron a causa de los coralillos, pretendí tomar una calle arenosa y me amenazaron con las niguas. En este hermoso país, la previsión ordena no acostarse, ni marchar, ni sentarse. Los residentes se tapan los oídos a causa de una mosca que tres cuartos de hora después de su penetración deposita en los tímpanos un millar de larvas y según afirman, se agusana el cerebro.

De vuelta comí en el Hotel de Saigón e hice mi digestión sentado a la entrada de un bosque. A las ocho de la noche me avisaron piadosamente que los tigres descendían a coger sus presas hasta en las puertas de las casas de la ciudad y que haría bien en retirarme. Entonces volví a bordo tratando de saber a qué hora deberían pasearse las salamandras de esa hornilla. Durante el día todo era sol e insolación y en la noche, tigres y animales devorados.

Por fortuna, la escala en Saigón fue corta, ya que hasta los tripulantes franceses tenían prisa por salir de tan olvidado lugar.

Al día siguiente de su arribo partieron rumbo a Singapur, donde después de tres días de navegación sin contratiempos, desembarcaron.

La impresión que de este lugar y su gente se formó Francisco Bulnes fue totalmente opuesta a la que tenía de los vietnamitas. Del malayo nos dice que es grande, altivo, de porte elegante, sus formas son bien proporcionadas y su mirada es de insolencia y muy tranquila.

Es un ejemplar de una bella raza que ha transado con el extranjero sin dejarse dominar y que no exige de sus huéspedes sino respeto.

El calor sofocante no fue el único problema al que tuvieron que enfrentarse nuestros viajeros. Cuando Bulnes intentó dormirse en el pasillo del hotel para así aliviar un poco los sufrimientos que las altas temperaturas le causaban, fue advertido del peligro al que se exponía, ya que como le fue demostrado, una persona dormida en esas condiciones, seguramente sería atacada por infinidad de serpientes venenosas, que en unos cuantos minutos se juntaban en torno de un cuerpo caliente no protegido.

El inglés con el que había asistido en Hong Kong al fumadero de opio lo invitó a visitar a un amigo que vivía fuera de los límites de la ciudad; Bulnes, que estaba dispuesto a hacer todo aquello que le ayudara a combatir el calor; aceptó gustoso ante la perspectiva de una caminata al aire libre.

Se internaron cabalgando por un angosto sendero que entraba en la tupida selva. En esa espesura se escuchaban extraños ruidos producidos por los animales salvajes. Pájaros de grandes dimensiones los sobrevolaban continuamente y por todos lados se adivinaba esa actividad nocturna que tanto intimida en los lugares selváticos.

De repente el malayo que nos acompañaba por detrás del coche nos gritó: look! look! Nos detuvimos; ningún ruido extraordinario turbaba la calma y sin embargo el indígena escuchaba y sonreía. Al cabo de cinco minutos apercibimos como el chis chas de unos platillos metálicos acompañados de un canto sencillo y solemne. Mi compañero no se hallaba sorprendido, contenía los caballos y sumergía su mirada en la obscuridad buscando un camino. Cuando notó que yo no me daba en lo absoluto cuenta del fenómeno, me dijo: Ese ruido indica la aproximación de un cortejo; no tardaremos mucho en ver entre los árboles las antorchas y contar el número de servidores que entonan esa especie de himno. Toda esta algazara se hace en honor de los tigres. Nadie se atreve a pasar por estas selvas de noche sin forjar algún aparato que espante a esos infelices carniceros que rugen de hambre. Hay casos en que su apetito llega al punto de hacerlos suficientemente osados para atacar a una comitiva. La pantera prueba en sus asaltos ser muy superior al tigre en el sentido militar. El tigre se lanza sobre el grupo, sin plan, sin observación de ninguna especie, sin saborear con la vista a su víctima. Si algo afianza lo despedaza y huye con un trozo a festejar su hazaña. Generalmente perece en el combate no causando otro mal que rasguñar a diez o doce hombres. La pantera espía largo tiempo una comitiva, elige a su víctima, la mide, la escucha, la gusta platónicamente, se embosca y en el momento que considera más probable su tentativa, ataca. La pantera puede morir, pero su presa pocas veces se salva, los demás pueden ponerse a su paso, pero ella los desdeña y no aplica su fuerza y su agilidad, sino para apoderarse de su elegida.

El paralelo de la pantera y el tigre fue interrumpido por la presencia ruidosa del cortejo. Los tocadores de platillos eran cuatro y marchaban en primera fila; después seguía un palanquín descubierto y escoltado por seis criados con su crish desenvainado y perfectamente vestidos. Llevaban en vez de turbantes unos pequeños gorros turcos dorados, la pequeña chaqueta blanca y escotada, el calzón ancho rojo y ceñido muy bajo. Dos gigantescos malayos de turbantes con medias lunas brillantes y plateadas seguían la comitiva. Mis ojos deslumbrados por esa marcha oriental en condiciones tan fantásticas, se dirigieron desde luego al palanquín, creyendo ver algún magnate emplumado despidiendo crueldad por la vista y chispas de su pedrería; pero mi escándalo aumentó prodigiosamente cuando apercibí recostado en los cojines del palanquín a un rubicundo inglés en una actitud torpe y soñolienta, que remedaba mejor la embriaguez que la nonchalance asiática. Este hombre era un comerciante inmensamente rico, que se había ungido a sí mismo rey de un centenar de criados y soldados y que visitaba de noche a sus amigos en la forma más fastuosa que había concebido.

Después de ese encuentro, el guía malayo, Bulnes y el inglés dipsómano, prosiguieron su camino, llegando finalmente a la mansión propiedad del amigo inglés de nuestro inglés.

Ahí se encontraba un grupo selecto de residentes de Singapur; un alto oficial de la marina inglesa, más alto y más derecho que el palo mayor de su barco; cuatro gentlemen que por la forma de vestirse y peinarse denotaban su reciente llegada a ese puerto; un estadunidense de dimensiones antediluvianas; una circasiana y una veneciana, completaban el singular grupo.

El americano dio a conocer desde la primera palabra que era cazador; hecho que hizo palidecer de placer a mi amigo. Habló de emboscadas, de tigres, de horribles festines, de las sonrisas del jabalí, de la gracia femenina de la pantera, de la sociabilidad del león, de la timidez candorosa del venado, del pudor de los elefantes, de la diplomacia de los castores.

Terminó su feroz discurso diciéndonos que como el rajah y el gobernador inglés pagaban a cincuenta pesos tigre muerto, él estaba obligado a matar ochenta o cien por año y que para mejor sorprenderlos, se había hecho un disfraz con la piel de este animal, para inspirarles mayor confianza.

Los comerciantes ingleses hablaron como bancos de escritorio magnetizados, sumaron y restaron todo lo que era número, pesaron todo lo que estaba sometido a las leyes de la gravedad, descontaron, giraron, aceptaron y protestaron. Dividieron en acciones toda la materia y el globo terrestre fue ignominiosamente cotizado con todo y habitantes, con excepción de los ingleses. Pasada esta apoplejía de Bolsa, el anfitrión hizo cantar a la circasiana, que tenía una voz admirable. La veneciana se limitó a sonreír y a tocar el piano y mi amigo entonó una horrible canción en que cada estrofa terminaba con un ¡Aleluya! demasiado triste.

La reunión se terminó por agotamiento, los ingleses recién llegados aún no estaban adaptados a la vida del trópico. Después de consumir gran cantidad de bebidas alcohólicas, invitaron a nuestro compatriota para que regresara a la ciudad con ellos. A la una y media de la mañana emprendieron el viaje de retorno, precedidos por dos malayos a caballo y provistos de antorchas.

Al llegar a las puertas de la ciudad,

los malayos sin decir palabra se inclinaron cortésmente, apagaron sus antorchas y dirigiendo sus caballos hacia donde habíamos venido, se lanzaron al galope dominando la obscuridad con su mirada y el peligro con su valor.

Al día siguiente, poco después del mediodía, los mexicanos y otros viajeros se embarcaron en el Tigre. Después de levar anclas, el capitán de esa nave ordenó partir, poniendo proa a Ceilán.