IX. RUMBO A EUROPA

DESPUÉS de varios días de tranquila navegación por el Océano Índigo, el Tigre hizo una escala en Ceilán. Mientras sus compañeros continuaban realizando los cálculos correspondientes a las observaciones del tránsito de Venus y preparaban el material que Díaz Covarrubias intentaba publicar en París, Francisco Bulnes se dedicó a conocer parte de la gran isla a la que habían llegado.

En ese lugar entró en contacto con el sistema filosófico creado por Buda milenios antes. De la lectura de sus comentarios acerca de este pensador y sus doctrinas, se puede apreciar que fue fuertemente influido por la concepción de la vida y la reencarnación que ese insigne personaje desarrolló.

A diferencia de lo que acostumbra, no es sarcástico al tratar el tema. Además, considera a la religión de Buda como algo especial y original; diferente de todas las otras, tanto por su metafísica y su culto como por su moral, pues no admitiendo la idea de un dios supremo anula cualquier tipo de sacrificio.

Durante su permanencia en la isla visitó algunos templos budistas, especialmente uno donde se encontraba esculpida una gigantesca estatua de Buda. Después de contemplar por largo tiempo el inmenso monolito donde ésta había sido esculpida, concluyó que quienes construyeron ese monumento hicieron un "trabajo tan inútil, como grandioso y poco artístico".

La experiencia mística de Bulnes tuvo que ser interrumpida por la terrenal prisa que sus compañeros tenían de llegar a Francia. Tan luego el Tigre estuvo listo, continuó el viaje hacia latitudes boreales.

La ruta seguida por los franceses para ir de Ceilán a Europa pasaba por Aden, ciudad y puerto de Yemen, situada en la parte baja de la Península Arábiga y casi a la entrada del Mar Rojo.

En aquella ciudad Bulnes dedicó algún tiempo a la contemplación de las ruinas de las antiguas civilizaciones que ahí habían florecido. También gustó del famoso café de Moka, que según él "no me pareció superior al de Colima o Uruapan".

Poco después continuaban el viaje por el Mar Rojo hacia el Canal de Suez, por donde pasarían al Mediterráneo.

Respecto a ese canal, nos dice Bulnes que no le impresionó mayormente y seguramente fue así, pues no proporciona mayores detalles sobre él.

Tres días después de haber salido de Port Said llegaron a Nápoles. Aprovechando los pocos días que iban a estar en esa ciudad se dedicaron a recorrer las iglesias más importantes de la localidad. En algunas de ellas pudieron admirar obras de arte como los frescos de Giotto y las pinturas de Guerchino.

Lejos de Ceilán, Bulnes volvió a ser el iconoclasta de siempre. De su visita a una de las más veneradas iglesias de Nápoles nos dice:

Pude ver también el frasquito que encierra la preciosa sangre de San Javier, que continúa licuándose a lo que parece en las épocas oficiales; sin embargo, el buen monje nos aseguró que desde la expulsión de los borbones, los milagros no son tan frecuentes como antes. No sé, pero me figuro que esa inconsecuencia de San Javier, debe tener a Víctor Manuel sin cuidado.

De Nápoles fueron a Pompeya, donde pasaron todo un día admirando esa singular ciudad museo. Después de dedicar un día para visitar el Palacio de Cacertes, estancia tradicional de la Casa de los Borbones, y recordar a Maximiliano de Habsburgo, su estancia en ese lugar y dar una posible explicación de por qué ese príncipe austríaco había sentido necesidad de gobernar México, dejaron Nápoles y a bordo de un tren nada lujoso viajaron a Roma.

Ahí tuvieron oportunidad de conocer a uno de los astrónomos más importantes de la época, el padre Ángelo Secchi, quien a pesar de su importancia en el mundo científico, les mostró con gusto y con orgullo las instalaciones más bien modestas del Observatorio del Colegio Romano.

Este sacerdote había dedicado gran parte de su trabajo científico a realizar el primer estudio espectral de las estrellas y había sugerido que éstas podían ser clasificadas de acuerdo con sus características espectrales, poniendo así las bases de lo que ahora es la moderna astrofísica.

Seguramente esa entrevista con el célebre director del Observatorio del Colegio Romano debió de haber influido fuertemente en el ánimo de algunos de los comisionados mexicanos, especialmente en el de Francisco Díaz Covarrubias, quien con el espíritu científico que siempre lo caracterizó estaba dispuesto en todo momento a conocer algo más sobre cualquier tema, especialmente si se trataba de astronomía.

La llegada a Roma de nuestros compatriotas coincidió con la Semana Santa, lo que les permitió apreciar en toda su magnitud los complicados rituales que con ese motivo se estaban llevando a cabo en toda Roma.

Estuvieron diez días en esa ciudad, lo que les permitió conocerla bastante bien en lo tocante a monumentos, ruinas y otras joyas artísticas.

Finalmente partieron rumbo a París, pasando por Florencia, Pisa, Génova y Turín, haciendo pequeñas escalas en cada una de esas ciudades.

Después de un largo y muy rápido viaje, llegaron a la Ciudad Lux. De acuerdo con la intención expresada por Díaz Covarrubias, se dedicaron a terminar sus cálculos para poderlos publicar. Con ese motivo escribió al astrónomo real, sir George Biddell Airy, solicitándole una serie de datos astronómicos que le permitirían terminar sus cálculos. El director del Observatorio Real de Greenwich le proporcionó la información pedida y lo felicitó por el éxito de su misión.

Francisco Jiménez fue el primer miembro de la Comisión Astronómica Mexicana que regresó a nuestro país. Sus ocupaciones lo reclamaron urgentemente en México, lo que lo obligó a dejar Europa. Desde la capital de nuestra nación, le envió a Díaz Covarrubias la parte del material que a él le había correspondido estudiar y analizar.

A mediados de 1875, Francisco Díaz Covarrubias publicó las Observaciones del tránsito de Venus hechas en Japón por la Comisión Astronómica Mexicana, logrando así que los mexicanos fueran los primeros en dar a conocer sus resultados.

Los franceses publicaron los suyos en 1877, los ingleses en 1881 y los rusos en 1891. Los demás grupos astronómicos o no los publicaron, o lo hicieron después de los rusos.

El gobierno de México nombró a Francisco Díaz Covarrubias y a Manuel Fernández Leal sus representantes ante el Congreso Internacional de Ciencias Geográficas que se llevó a cabo en París durante ese verano.

Al ser el primero en publicar la información obtenida del estudio del tránsito venusino, Díaz Covarrubias, además de dejar sin argumento a los detractores de la Comisión Astronómica Mexicana, logró que la comunidad científica internacional reconociera el mérito de su trabajo.

En efecto, durante su estancia en París, nuestro compatriota fue honrado por

personas muy distinguidas de la culta sociedad francesa y por el mismo Presidente de la República, S. E. el mariscal Mac-Mahon, quien nos recibió con toda distinción en la soirée que dio en el Palacio el Elíseo a los miembros extranjeros del Congreso internacional, dirigiéndome benévolas frases de felicitación por el buen éxito que tuvo en el Asia la Comisión de mi cargo.

A pesar de lo anterior, en los círculos intelectuales franceses había algunos individuos que continuaban resentidos con los mexicanos a causa de la fracasada aventura bélica de Napoleón III en nuestro país.

El célebre astrónomo Jean Joseph Urbain Leverrier, quien fue uno de los dos científicos que independientemente realizaron los cálculos matemáticos que permitieron descubrir el planeta Neptuno, y que en el año de 1875 que nos ocupa estaba terminado una revisión completa sobre la teoría planetaria, era una de esas personas resentidas contra los republicanos mexicanos.

El agente comercial y antiguo cónsul de México en París, Mr. Armando Montluc, que había obtenido para mí varios permisos o invitaciones del gobierno para visitar diversos establecimientos públicos, solicitó de Mr. Leverrier, sin que yo supiese, el permiso de visitar el Observatorio Astronómico. Mr. Leverrier se lo remitió y según me informaron después no fue un permiso especial como era de creerse tratándose de una Comisión científica del mismo ramo que se cultivaba en aquel establecimiento, sino una simple autorización como las que se conceden a toda persona que las pide. Yo que ignoraba lo que había pasado, me presenté en el Observatorio con Mr. de Montluc y con toda la Comisión a la hora señalada, creyendo, como era natural, que Mr. Leverrier nos recibiría; Mr. de Montluc se dirigió, en efecto, a la habitación del sabio astrónomo con el fin de anunciarnos, en tanto que nosotros examinábamos algunos instrumentos antiguos pertenecientes a la colección del Observatorio; pero volvió poco después vivamente disgustado a decirnos que Mr. Leverrier no juzgaba conveniente recibirnos de manera oficial a causa, decía, de estar interrumpidas las relaciones de su país con el nuestro y de ser nosotros miembros de una Comisión nombrada por el Gobierno Republicano de México que derrocó a la Administración Imperial a la que él había sido adicto.

Cuando me refería esto Mr. de Montluc, entrábamos a un salón en el cual acababa también de entrar Mr. Leverrier para hacer algunas explicaciones populares a diez o doce visitantes allí reunidos y referentes a un nuevo telescopio que se estaba construyendo. Inútil es decir que al imponerme de tan singular excusa, salí inmediatamente con mis compañeros del salón y del Observatorio.

Como me era conocida de antemano, por informes de los mismos franceses, la reputación poco envidiable de que disfruta el carácter personal de Mr. Leverrier, no habría yo ciertamente consentido en que Mr. de Montluc pidiese para nosotros aquel permiso, si antes de dar ese paso hijo de un buen deseo que siempre le agradeceré, me lo hubiera consultado; pero jamás habría yo creído que un sabio tan afamado como el director del Observatorio hubiera tenido una originalidad tan inesperada e intempestiva, precisamente en los momentos en que acreditado como representante de México en el Congreso de París, era yo recibido oficialmente con ese carácter y cuando al presentarme en la Sociedad de Geografía a cuyas sesiones se me invitó a concurrir, se me hacía ocupar un lugar de distinción con otros representantes de sociedades extranjeras y era galantemente saludado por el público con un aplauso.

Seguramente Díaz Covarrubias nunca esperó un trato tan poco cortés de ese importante científico, sobre todo porque con anterioridad habían intercambiado correspondencia sobre temas científicos de mutuo interés. La desilusión que este influyente personaje le causó, quedó expresada en el siguiente párrafo:


Es seguro que si el ilustre astrónomo hubiera sido ministro del Emperador del Japón en la época de nuestra llegada a ese país, lejos de concedernos el permiso de observar allí el tránsito de Venus, nos habría mandado arrestar por el delito de ser astrónomos republicanos. ¡Qué contraste el que ofrece en cuánto a cortesía, el sabio descubridor del planeta Neptuno con las autoridades de un país al que sin duda apellida bárbaro!

A principios de octubre de 1875 Díaz Covarrubias y sus compañeros habían terminado todas sus comisiones oficiales, por lo que se dispusieron a volver a México.

El 19 de noviembre de ese año regresó a la capital del país la Comisión Astronómica Mexicana presidida por Francisco Díaz Covarrubias. Al día siguiente, el periódico El Siglo Diez y Nueve daba la noticia del recibimiento muy solemne que los preparatorianos y el pueblo en general tributaron a nuestros científicos a su arribo a la estación de Buenavista.