APÉNDICE

IMPORTANCIA Y APLICACIÓN DE LA OBSERVACIÓN DEL TRÁNSITO DE VENUS POR EL DISCO SOLAR

¿Realmente era necesario realizar viajes tan largos y expuestos a toda clase de peligros para obtener un dato astronómico? ¿Se justificaba que nuestro país, en momentos de enorme crisis económica y política, destinara importantes recursos para que un grupo de científicos mexicanos fuera a obtener datos que no tendrían ninguna aplicación práctica inmediata?

Éstas y otras preguntas semejantes se hicieron en torno a los motivos que el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada había tenido para organizar la comisión cuyos trabajos aquí se refieren.

Como ya se ha dicho, uno de los motivos que tuvo Lerdo para apoyar el viaje de la Comisión fue su futura aportación a la conformación del orgullo nacional. En efecto, después de casi sesenta y cinco años de lucha continua, el pueblo mexicano seguía buscando su identidad y necesitaba demostrarse a sí mismo y al resto del mundo que era capaz de emprender empresas creativas de importancia y terminarlas.

Por otra parte, Lerdo de Tejada, Díaz Covarrubias y otros destacados intelectuales mexicanos de esa época estaban movidos por el espíritu positivista que consideraba a la ciencia como la solución de los problemas humanos y estaban convencidos de que los recursos dedicados al desarrollo científico siempre estarían bien justificados.

Una justificación más general para la realización del enorme esfuerzo internacional encaminado a la obtención de los datos que permitirían la exacta determinación de la distancia Tierra-Sol era (y sigue siendo) el argumento en favor del enriquecimiento del conocimiento humano. En efecto, la astronomía es una ciencia cuya mayor aportación al bienestar del hombre ha sido su enorme trascendencia cultural. Muchas de las ideas y conocimientos que ahora se tienen en esta disciplina científica han tenido la importancia de haber ocasionado la revisión crítica de viejos conceptos que el ser humano había heredado desde la más remota antigüedad.

Consecuencia directa del proceso de cuestionamiento de aquellas arcaicas concepciones, ha sido que el hombre haya creado una ciencia racional, en la que, además de haber dejado a un lado las explicaciones sobrenaturales del mundo físico que lo rodea, ha fijado condiciones objetivas que le están permitiendo modificar ese mundo.

Un ejemplo de lo anterior es el interés, primero religioso y luego científico, que el hombre ha tenido desde siempre por saber qué lugar ocupa en la vasta inmensidad del Universo. Esta preocupación congénita lo ha llevado a tratar de obtener una estimación del tamaño mismo de ese Universo, pues sólo así puede conocer su lugar en él. Durante milenios fue acumulando datos que lo obligaban a pensar que el Universo debía de ser muchísimo mayor de lo que las primeras cosmovisiones habían postulado.

Junto con el proceso de crecimiento del tamaño del Universo, se fueron creando las condiciones para que los intelectuales en diferentes épocas y diferentes lugares comenzaran a cuestionar la validez de las ideas ortodoxas, lo que en su momento condujo a una verdadera revolución del conocimiento, siendo la ciencia contemporánea un producto directo de esa revolución.

Mientras los filósofos de la Antigüedad discutían si el Universo era finito o infinito, si el Sol, los planetas entonces conocidos y las estrellas se movían en torno a la Tierra y si ésta era un disco plano o una esfera, otros pensadores, tratando de dar un esquema racional del Universo, intentaron medir las distancias que nos separan del Sol, la Luna, los planetas y las estrellas.

Debido a la relativa cercanía de nuestro satélite natural, fue hasta cierto punto fácil conocer su distancia a la Tierra, no siendo muy diferente el valor encontrado en la Antigüedad, del que ahora se conoce.

Uno de los primeros intentos científicos para obtener el valor absoluto de la distancia entre el Sol y la Tierra fue realizado por Aristarco de Samos (310-230 a. C.), quien desarrolló un método observacional que, en principio, permitiría calcular dicha distancia.

Mediante un procedimiento puramente geométrico, explicado con gran detalle en su libro Sobre los tamaños y las distancias del Sol y la Luna, obtuvo un valor para la distancia Sol-Tierra. Su idea fue la siguiente: al girar la Luna en torno a la Tierra, hay dos instantes durante el periodo de traslación lunar, en que la Tierra, el Sol y la Luna ocuparán los vértices de un gran triángulo (ver figura 14). Cuando eso sucede, la luz solar iluminará exactamente la mitad de la superficie lunar, por lo que si en ese preciso instante se mide el valor del ángulo formado por las líneas de visión dirigidas al Sol y a la Luna, se podrá conocer los valores de los tres ángulos del triángulo formado por el Sol, la Tierra y la Luna.




Figura 14. Posiciones del Sol, la Tierra y la Luna durante la cuadratura de ésta.

Como la distancia entre la Tierra y nuestro satélite había sido calculada mediante el proceso trigonométrico de paralaje, su valor, combinado con los ángulos obtenidos durante la cuadratura lunar, permitiría, mediante la aplicación de algunas propiedades geométricas de los triángulos, conocer el tamaño del segmento TS, que no es otra cosa que el valor de la distancia que se buscó determinar.

Aunque sirvió para tener una primera estimación científica sobre el tamaño y la distancia del Sol, este procedimiento no proporciona resultados precisos, ya que la determinación exacta del instante en que ocurre la cuadratura lunar es difícil, lo que necesariamente conduce a una indeterminación grande en la distancia buscada. De sus observaciones, Aristarco estimó que el ángulo entre las líneas de visión al Sol y a la Luna era de 87°, lo que lo llevó a concluir que la distancia entre éste y la Tierra era unas veinte veces mayor que la que hay entre nuestro planeta y la Luna.

Ahora se sabe que el ángulo buscado por Aristarco en el momento de la cuadratura es de 89º51' (casi recto). La diferencia entre los valores es de 2º51'. Esa pequeña cantidad angular ocasionó una enorme diferencia con el valor real de esa distancia. El cálculo hecho por Aristarco fue, en números redondos, trescientos noventa veces menor que el verdadero. ¡Claro está que esto se sabe ahora!.

Tolomeo, el notable astrónomo de la Antigüedad, basándose en estimaciones previas de la distancia Tierra-Luna, encontró que el Sol debía de encontrarse a unos seiscientos cinco diámetros terrestres de nuestro planeta. Posteriormente, Albategnio encontró un valor de quinientos setenta y tres diámetros terrestres para esa distancia.

Siglos después, Copérnico, el gran revolucionario del pensamiento humano, utilizando observaciones antiguas encontró que la distancia Sol-Tierra debía de ser de quinientos ochenta y nueve diámetros terrestres. Posteriormente, Tycho Brahe obtuvo un valor de quinientos noventa y un diámetros terrestres.

Kepler, uno de los creadores de las bases teóricas para el desarrollo de la mecánica celeste, estimó que la distancia entre el centro del Sistema Solar y nuestro planeta debía de ser el triple de la que Copérnico había propuesto, lo que llevó al Sol a unos mil ochocientos diámetros terrestres de nosotros. La estimación de Kepler no estaba apoyada en un trabajo sistemático de observación, sino que era resultado de especulaciones teóricas y sin cálculo directo. Años después Hevelio, otro distinguido astrónomo, consideró que esa distancia debía de ser una y media veces mayor que la que había dado Kepler, por lo que el Sol fue a dar hasta unos dos mil seiscientos diámetros terrestres de nosotros. Riccioli, otro astrónomo de gran prestigio, alejó aún más a nuestra estrella, considerando que el Sol estaba a tres mil diámetros terrestres.

Pareciera que cada astrónomo quería alejar más el centro del Sistema Solar. Esta especie de competencia reflejaba la importancia que todos los astrónomos renacentistas asignaban al problema de la determinación de la distancia entre el Sol y la Tierra. Hacerlo permitiría conocer las verdaderas dimensiones del Sistema Solar.

De los párrafos anteriores se deduce que, aún en el siglo XVII y ya con las ideas heliocéntricas debidas a Copérnico y confirmadas por observadores como Galileo y Kepler, no se tenía nada cierto sobre el conocimiento del valor de la distancia entre el Sol y la Tierra, sólo se sabía que debía de ser muy grande.

Como se ha dicho en el capítulo de antecedentes, esa distancia no se puede obtener como una conclusión teórica derivada únicamente del estudio del movimiento planetario, sino que es necesario calcularla mediante la medición de algún otro parámetro astronómico relacionado con ella.

Edmond Halley (1656-1742), renombrado astrónomo inglés, gran amigo de Newton y conocedor de sus trabajos sobre mecánica celeste, encontrándose en el hemisferio sur, adonde había ido con el objeto de hacer un catálogo estelar de estrellas visibles desde aquellas latitudes, pudo observar un tránsito del planeta Mercurio frente al disco solar.

Años después, en 1761 publicó un trabajo en el que analizaba ese tránsito y proponía un método geométrico muy sencillo para determinar la distancia media entre el Sol y la Tierra, valiéndose para ello de los pasos del planeta Venus ante el disco solar.

Debido a la imposibilidad teórica y práctica de medir directamente la distancia Sol-Tierra, propuso que durante un tránsito del planeta Venus, se determinara la llamada paralaje solar, cantidad angular muy pequeña, que se define como el ángulo bajo el que un observador hipotético instalado en el centro del Sol, vería el semidiámetro de nuestro planeta.



Figura 15. El ángulo a es la llamada paralaje solar.

Aun cuando los tránsitos de Mercurio son mucho más frecuentes que los del planeta Venus, Halley comprendió que habría que utilizar los de éste si se quería determinar con exactitud la paralaje solar, ya que por ser Mercurio más pequeño y estar más alejado de nosotros, cualquier error en la medición de su tránsito ocasionaría grandes diferencias en la determinación de la distancia Sol-Tierra.

Halley propuso que se realizaran mediciones encamínadas a determinar la paralaje solar durante el tránsito venusino que habría de ocurrir en junio de 1761. Para tener la exactitud necesaria, su método requería que dos o más observadores, situados lo más alejados posible entre sí, realizaran observaciones completas del paso de Venus por el disco solar, tendientes a determinar con la mayor exactitud posible, los tiempos de contacto entre los discos del planeta Venus y el Sol, tanto a la entrada como a la salida del tránsito.

Es bien sabido que todos los planetas, incluida la Tierra, están sujetos al Sol por la fuerza de gravedad que ocasiona su enorme masa, lo que obliga a los nueve planetas y otros pequeños cuerpos, como asteroides y cometas, a realizar movimientos a lo largo de órbitas perfectamente determinadas.

La Tierra, tercer planeta de dentro hacia afuera del Sistema Solar, describe su órbita elíptica en torno al Sol en un periodo de un año, mientras que Mercurio y Venus lo hacen en tiempos menores, ya que sus órbitas son más pequeñas.

Por ser Mercurio y Venus planetas interiores respecto del nuestro, vistos desde éste, siempre se observarán cercanos al Sol y en ocasiones, a consecuencia de su movimiento de revolución alrededor de éste, se verá que atraviesan o se interponen entre nosotros y el Sol. Cuando esto sucede, se dice que ocurre un tránsito del planeta en cuestión.

Visto el tránsito por un observador situado en la superficie de la Tierra, observará que, en un momento dado, el planeta que lo está efectuando comienza a aparecer como un pequeño círculo negro, cuyo fondo será el brillante disco solar. Al ir transcurriendo el tiempo, se verá que ese punto oscuro se desplazará a lo largo de una trayectoria rectilínea o cuerda bien determinada. El tránsito comienza cuando los dos bordes circulares del disco del Sol y del planeta entran en contacto y termina cuando, después de cruzar el disco solar, el borde del disco planetario se separa del solar. Debido al intenso brillo de este último, el planeta no podrá ser visto ni antes ni después del tránsito, solamente se podrá observar cuando esté suficientemente separado del Sol. Este hecho es el que mayores dificultades causa en la observación de tránsitos, siendo una de las dos principales fuentes de error en la medición de la paralaje solar.

Dos observadores que se encuentren situados en diferentes puntos de la superficie terrestre, digamos a y b en la figura 16, verán ocurrir el tránsito desde un ángulo ligeramente diferente, lo que significa que el observador instalado en el punto a verá que el planeta Venus se está moviendo a lo largo de la cuerda mm, mientras que el que se encuentra en el punto b verá que lo hace a lo largo de la cuerda nn'. Puesto que las cuerdas mm' y nn' no son iguales, los observadores instalados en los puntos a y b medirán diferentes tiempos para la entrada y la salida de Venus del disco solar.




Figura 16. Tránsito de un planeta interior, visto por dos observadores situados en diferentes puntos de la superficie terrestre.

La distancia entre las dos cuerdas que se denotará como VaVb es realmente la que se medirá de forma indirecta durante el tránsito, siendo el objetivo principal de la observación. Para explicar el procedimiento a seguir, dejaremos la palabra a don Francisco Díaz Covarrubias:


La medida de esa distancia es la que constituye el objeto inmediato de las observaciones de los tránsitos, la cual consiste en lo siguiente: Dos o más astrónomos, colocados en lugares distantes entre sí sobre la Tierra, observan los momentos en que Venus está en contacto con los bordes del Sol, tanto en su ingreso o entrada al disco como en su egreso o salida de él. El tiempo que para cada observador transcurre entre ambos instantes, sirve para hallar la longitud de la cuerda que parece describir el planeta sobre el limbo solar, así como la posición que tiene respecto del centro del astro. Todo esto se puede hacer por comparación, pues el tiempo que emplearía Venus en describir exactamente el diámetro solar se calcula fácilmente por el conocimiento que ya se tiene adquirido de la duración de las revoluciones planetarias y por consiguiente de la velocidad angular con que estos cuerpos describen una parte de sus órbitas, tal y como sería la interceptada por el diámetro aparente del Sol.

Conociendo así el valor de las dos cuerdas y sus posiciones respecto del centro del limbo solar, es ya muy fácil deducir la distancia entre una cuerda y la otra, tal y como si pudiera medirse desde la Tierra.

Esta distancia angular forma la base de un triángulo cuyo vértice opuesto está en Venus y cuyos lados prolongados van a terminar sobre la Tierra en los lugares ocupados por los observadores.

Venus será, pues, el vértice común de dos triángulos, uno de los cuales tiene su base en el Sol, siendo la del otro la distancia de los dos observatorios terrestres. Estos triángulos son semejantes y sus dimensiones homólogas serán, por lo mismo, proporcionales. Por consiguiente, la relación que exista entre las distancias de Venus a la Tierra y al Sol, existirá también entre la distancia de las dos estaciones de la Tierra y la que separa a las dos cuerdas en el disco solar valorizada ahora en unidades lineales como antes lo fue en unidades angulares.

La mencionada relación es conocida; porque una de las leyes de Kepler, la que establece la proporcionalidad entre los cubos de los ejes de las órbitas planetarias y los cuadrados de la duración de sus movimientos alrededor del Sol determina el valor relativo de las distancias, que en el instante de su conjunción, tiene Venus respecto de la Tierra y el Sol. Tomando por unidad la distancia del Sol a la Tierra, las de Venus estarán representadas por los números 0.73 y 0.27 aproximadamente.

Así pues, la relación 72/27 = 2.7 será la existente entre la distancia lineal de los dos observatorios y la aparente de las cuerdas en el disco solar; y como la primera es fácilmente calculable por medio de las posiciones geográficas de ambas estaciones, se obtiene desde luego la segunda. De esta manera hemos adquirido el conocimiento de los dos elementos necesarios para la determincación de la paralaje solar, que son: el valor de una distancia lineal o sea una parte del disco del Sol, y su amplitud angular o bien el ángulo bajo el cual la vemos desde la Tierra. Entonces aplicando el principio de que, en igualdad de distancias, los ángulos muy pequeños son proporcionales a las líneas interceptadas por sus lados, nada será más fácil que deducir el valor del ángulo bajo el cual veríamos desde la Tierra una línea igual a su radio, pero situada en el Sol, o bien desde el Sol la misma línea situada en la Tierra, esto es, la paralaje del Sol según su acepción astronómica.

Una vez obtenida la paralaje y puesto que nos es conocida la longitud del radio terrestre, el triángulo rectángulo de que hemos hablado al principio nos proporcionará la distancia del Sol al centro de la Tierra, objeto final del problema.

Efectivamente, una vez conocida la paralaje solar, es posible obtener una relación directa entre ella y la distancia que nos separa del Sol. En lenguaje algebraico, esa relación queda expresada por la ecuación



donde d es la distancia Tierra-Sol que se está buscando, Rt es el radio ecuatorial de la Tierra y p es la paralaje solar; cantidad angular muy pequeña que se expresa en segundos de arco.

En esencia, éste es el método propuesto por Halley para encontrar el valor de la distancia media entre el Sol y nuestro planeta. Para poderlo aplicar correctamente, es necesario medir con un alto grado de precisión los tiempos de inicio y fin de un tránsito de Venus y esto se debe hacer por al menos dos diferentes observadores, separados entre sí lo más posible, pero no tanto que alguno de ellos no pudiera observar todo el evento.

Halley, quien murió en 1742 a la edad de ochenta y seis años, sabía que no llegaría a observar el tránsito de 1761; sin embargo, hizo un gran esfuerzo encaminado a que otros astrónomos aplicaran su método, señalando, por ejemplo, aquellos lugares más indicados para instalar los campamentos astronómicos que deberían levantarse para la observación de ese tránsito.

Mientras llegaba la fecha tan esperada, durante toda la primera mitad del siglo XVIII hubo varios intentos de determinar la paralaje solar, usando métodos diferentes al propuesto por Halley y que eran considerados menos precisos. Así, por ejemplo, entre 1704 y 1751, estudiando las oposiciones del planeta Marte ocurridas en ese lapso, se determinó que el valor de la paralaje solar estaría entre doce y nueve segundos de arco, lo que daba valores para la distancia Sol-Tierra que variaban entre ocho mil y once mil diámetros terrestres. ¡Una vez más, el Sol era alejado de nuestro planeta!

En 1752, se logró obtener de manera definitiva la distancia y el tamaño real de la Luna. Dos astrónomos franceses, Lacaille y Lalande, instalados en los observatorios del Cabo de Buena Esperanza y en Berlín, respectivamente, determinaron por el método de paralaje trigonométrica la distancia y el diámetro de nuestro satélite, encontrando que éste se encuentra a treinta diámetros terrestres de la Tierra, siendo el valor de la paralaje lunar media de cincuenta y siete punto dos segundos de arco.

Estos valores, que no fueron sustancialmente diferentes de los obtenidos en la Antigüedad, se obtuvieron usando los instrumentos de mayor calidad y precisión de su tiempo, lo que permitió considerarlos como definitivos.

Determinada la distancia entre la Tierra y la Luna, los astrónomos hicieron mayores esfuerzos para encontrar, con la misma precisión, la que hay entre nuestro planeta y el Sol. Así, se prepararon con gran anticipación para realizar los estudios astronómicos del tránsito de Venus que se verificaría el 5 de junio de 1761. Algunos gobernantes europeos apoyaron a sus científicos, proporcionándoles los recursos necesarios para realizar los largos y peligrosos viajes que los habrían de llevar a los puntos desde donde se podría observar ese suceso en su totalidad.

Los datos obtenidos por los científicos que se instalaron en el Cabo de Buena Esperanza, en Sudáfrica; en Laponia, norte ártico de Europa, y en Tobolstk, Siberia, fueron analizados, arrojando un valor para la paralaje solar muy cercano a los nueve segundos de arco; sin embargo, la dispersión de los datos fue alta, lo que introdujo incertidumbre en el valor finalmente aceptado, por lo que las esperanzas que se tenían de encontrar el valor de la distancia Sol-Tierra de manera definitiva, se vieron frustradas una vez más, pues por diferentes causas no fue posible mejorar los valores de la paralaje solar obtenidos con anterioridad y que se juzgaban, acertadamente, de poca confiabilidad.

Debido a lo anterior, los astrónomos de los países desarrollados comenzaron a discutir lo que habría que hacer para asegurar buenos resultados en las observaciones que se harían del tránsito venusino que iba a suceder el 3 de junio de 1769 y que sería el último durante el siglo XVIII y la primera parte del XIX.

Como en ese tipo de trabajos siempre hay una gran cantidad de orgullo nacional involucrado, los reyes y gobiernos de los países más importantes del mundo enviaron observadores a muy diferentes partes de nuestro planeta, persiguiendo, además del dato astronómico concreto, la gloria de que sus nacionales participaran en tan importante experimento. Así por ejemplo, el célebre capitán Cook llevó en su barco al astrónomo inglés Green, para situarse con él en las cercanías de Tahití, desde donde intentarían realizar las observaciones. Cerca de la Bahía de Hudson, en el norte de Canadá, dos astrónomos norteamericanos, Dymont y Wales, instalaron dos estaciones para el estudio del mencionado tránsito.

Del otro lado del mundo, en las cercanías de la ciudad de Madrás, India, con ese mismo fin, se instaló el inglés Call.

Por su parte, el gobierno ruso apoyó a la Academia de Ciencias de San Petersburgo, la que organizó e instaló varias estaciones astronómicas a lo largo de Siberia.

El rey de Dinamarca contrató y envió al astrónomo alemán Hell a Wardhus, para que el abate Jean Chappe D'Auteroche, comisionado por la Academia de Ciencias de París, se instalara en la península de Baja California, en las cercanías de San José del Cabo. A su vez, el monarca de España comisionó a Vicente Doz y a Salvador Medina para que realizaran la observación en compañía de Chappe.

Joaquín Velázquez de León, criollo mexicano que hacía una visita oficial de inspección a Baja California, aprovechó ese viaje y llevó a cabo la observación por su propia cuenta. Su observatorio estaba instalado en el Real de Santa Ana, algo más al norte de donde se instalarían los comisionados franco-españoles.

Además de estos observadores, mucha gente en Europa observó el tan esperado acontecimiento, pero sus resultados sólo fueron parciales, ya que no les fue posible observar todo el tránsito. En efecto, desde los observatorios de Copenhague, Estocolmo, Londres, París, Madrid y Marruecos, se pudo observar sólo el principio del evento, ya que a la hora en que Venus salió del disco del Sol, éste ya se había ocultado para todos esos lugares.

Al comparar los resultados obtenidos, se encontró que al combinar los datos de los diferentes observatorios, el valor de la paralaje solar era diferente. En efecto, las distintas combinaciones dieron los siguientes resultados: Tahití y Wardhus, ocho punto setenta y un segundos de arco; Tahití y Kola, ocho punto cincuenta y cinco; Tahití y Cajanebourg, ocho punto treinta; Tahití y Bahía de Hudson, ocho punto cincuenta; Tahití y París, ocho punto setenta y ocho; Baja California y Wardhus, ocho punto setenta y dos, y Baja California y Kola, ocho punto treinta y nueve segundos de arco.

Algo se había logrado, el resultado ya tenía una estimación de las cifras decimales de esa pequeñísima cantidad angular; sin embargo, la diferencia entre los valores arriba consignados no permitió mejorar la determinación de la distancia Sol-Tierra, ya que para lograrlo era necesario encontrar un valor con suficiente precisión en la segunda cifra decimal y del análisis de los datos mencionados se encontró que, al promediarlos, arrojaban un valor para la paralaje solar de ocho punto cincuenta y cinco segundos de arco, con una dispersión en las cifras decimales de dieciséis centésimas, lo que al traducirse en kilómetros fijó la distancia al Sol en ciento cincuenta y tres millones ochocientos setenta y cinco mil seiscientos setenta y ocho kilómetros, con una incertidumbre de casi tres millones de kilómetros.

Por lo antes dicho, los astrónomos del último cuarto del siglo XVIII no quedaron satisfechos con la determinación hecha mediante la observación del tránsito venusino del año de 1769, por lo que siguieron buscando mejorar el valor de la paralaje solar mediante otros procedimientos. Por ejemplo, las investigaciones sobre la velocidad de la luz hechas por Foucault llevaron a un valor de la paralaje solar de ocho punto noventa y un segundos de arco. Encke, analizando todos los datos que sobre los tránsitos de 1761 y 1769 tuvo disponibles entre 1822 y 1824, llegó a un valor de ocho punto cincuenta y ocho segundos de arco, mientras que Powalsky encontró que debía de ser de ocho punto ochenta y seis.

Laplace, estudiando muy cuidadosamente las perturbaciones en la órbita de la Luna, calculó un valor de ocho punto sesenta y un segundos de arco. Newcomb, observando en 1862 al planeta Marte durante su oposición de ese año, encontró un valor de ocho punto treinta y cinco. Por el mismo método, Winnecke la estimó en ocho punto noventa y seis segundos de arco. Hansen, estudiando la ecuación paraláctica para la Luna, encontró que la paralaje era igual a ocho punto noventa y dos, mientras que Stone, usando el mismo procedimiento, sólo que aplicado a Marte, encontró un valor de ocho punto noventa y tres segundos de arco. Leverrier, del estudio cuidadoso de los movimientos de Marte, Venus y la Luna, obtuvo que era de ocho punto noventa y cinco segundos de arco.

Así las cosas, fue transcurriendo el tiempo y acercándose la fecha en que habría de ocurrir el primer tránsito venusino del siglo XIX, esto es, el 9 de diciembre de 1874.

Los astrónomos de esa época estaban seguros de que con los nuevos métodos de observación, los telescopios y relojes mejorados, el intercambio de señales telegráficas para la correcta determinación de la posición de los observadores y, sobre todo, la aplicación de las técnicas fotográficas a la astronomía, se lograría obtener un valor de la paralaje solar con el que se podría determinar la distancia media entre la Tierra y el Sol con un error no mayor de un quinientosavo del total.

Como ya se ha dicho, al acercarse la fecha de ocurrencia de ese primer tránsito del siglo pasado, los gobiernos y los astrónomos de los países más desarrollados comenzaron a hacer todos los preparativos necesarios para asegurar el éxito de las observaciones.

Partieron gran cantidad de comisiones a los remotos lugares de Asia, África y Oceanía, zonas donde podría verse en su totalidad el esperado suceso astronómico. La enorme actividad internacional desarrollada en torno a ese objetivo se veía perfectamente justificada, ya que se tenía la convicción de que, por fin, el hombre podría saber con certeza el tamaño real del sistema planetario, realizando así un viejo sueño de la humanidad.