CONTRAPORTADA

Edmond Halley, el famoso astrónomo cuyo apellido lleva el cometa cuya vuelta predijo, propuso en 1716 un método relativamente sencillo para determinar la distancia entre el Sol y nuestro planeta: llevar a cabo mediciones muy exactas por al menos dos astrónomos localizados en diferentes partes de la Tierra del tiempo que tardaría el planeta Venus en cruzar frente al disco solar durante los tránsitos de Venus que se producirían en 1761 y 1769. Por estar ubicados en lugares diferentes, los observadores verían que Venus cruzaba el disco solar a lo largo de trayectorias ligeramente distintas, por lo que el tiempo medido por cada uno de ellos sería algo diferente del medido por otro observador localizado en otro sitio de la Tierra. La relación entre las diferencias de tiempo y las posiciones exactas de los sitios de observación, permitiría conocer la llamada paralaje solar, cantidad angular muy pequeña que se define como el ángulo bajo el que un observador hipotético, situado en el centro del Sol, vería el radio terrestre. Conocida la paralale solar y mediante el uso de relaciones trigonométricas, se puede encontrar el valor absoluto de la distancia Sol-Tierra.

Las observaciones que se hicieron en los años arriba citados resultaron poco exactas debido, sobre todo, a la poca precisión de los instrumentos. Los astrónomos del siglo XIX dieron gran importancia a los tránsitos de Venus que se producirían en 1874 y 1882. Se contaba ya con telescopios muy avanzados, relojes más precisos y técnicas fotográficas recién inventadas que permitirían el registro permanente del fenómeno.

Los países "civilizados" hicieron sus preparativos con gran anticipación. Era una cuestión de prestigio. México, gobernado entonces por Sebastián Lerdo de Tejada, se propuso demostrar que contaba con gente capacitada y los instrumentos necesarios para hacer la observación.

La Comisión Mexicana, presidida por el ingeniero Francisco Díaz Covarrubias, partió de Veracruz el 24 de septiembre. Su objetivo era alcanzar cualquier país asiático y durante, el viaje se escogió Japón. La travesía de los astrónomos mexicanos, contra reloj e infinidad de dificultades, recuerda La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, novela que por cierto apenas había sido escrita el año anterior. Tras cumplir su trabajo, los astrónomos mexicanos volvieron a su país, donde se les colmó de honores por la precisión de sus mediciones. Hoy este libro de Marco Arturo Moreno Corral reseña —y recuerda— esta importante etapa de la ciencia en México.

Diseño: Carlos Haces/Fotografía: Carlos Franco