IV. NAVEGANDO POR EL PACÍFICO

AL MEDIODÍA del 19 de octubre el Vasco de Gama, vapor comercial inglés de 113 metros de eslora y tres mil toneladas, dejaba las tranquilas aguas de la bahía de San Francisco, emprendiendo así el largo viaje a través del Océano Pacífico que habría de conducirlo a Yokohama y Hong Kong.

El pasaje, compuesto de unas cincuenta personas, estaba en su mayoría formado por norteamericanos y sólo unos cuatro o cinco europeos. Además viajaba un gran número de chinos que después de haber trabajado en América en las faenas más duras volvían a su patria, enriquecidos. A pesar de ello, hacían el viaje en condiciones infrahumanas, hacinados en las bodegas delanteras del buque.

Japón era en esos tiempos un país que estaba realizando grandes esfuerzos por cambiar sus estructuras tradicionales de gobierno. Pocos años antes se habían librado cruentas batallas entre los diferentes señores feudales, saliendo victorioso el grupo de nobles que apoyaba el establecimiento de relaciones diplomáticas y comerciales con los extranjeros y la modernización del Imperio del Sol Naciente.

En esas circunstancias, en 1867 subió al trono el joven emperador Mutso-Hito, quien ayudado por los nobles progresistas, promovió la formación de un imperio unificado y estableció lo que podría llamarse una monarquía ilustrada. Una de las consecuencias de ese proceso fue que los extranjeros, especialmente los europeos y los estadounidenses, fueran en general bien recibidos, siendo frecuente que las autoridades imperiales, en su afán por modernizar el país, los contrataran como asesores del gobierno, o les permitieran dedicarse libremente al comercio.

Muchos de los pasajeros del Vasco de Gama eran médicos estadounidenses que iban a Japón y a China con intención de ejercer su profesión y enseñar medicina en los colegios de esos países.

Los europeos por el contrario, eran la mayoría de los casos, aventureros que lo único que buscaban era enriquecerse rápidamente. Ejemplo de esto eran un alemán vendedor de sombreros y un fabricante de explosivos belga.

El alemán había instalado con anterioridad un taller para fabricar sombreros en Tokio y como había logrado muy buena ganancia en su primer intento, regresaba a Japón después de haber comprado maquinaria y material, pues había decidido ampliar sus actividades, convencido de que su hora de hacerse rico había sonado. Ese ambicioso joven industrial no tomó en cuenta la idiosincrasia del pueblo japonés, razón por la que algunos meses después Díaz Covarrubias lo encontró pobre y abatido en Yokohama, tratando de regresar a los Estados Unidos: había perdido dinero y tiempo. Sin duda, en su primer intento proveyó de sombreros a los extranjeros residentes en Japón y a los pocos funcionarios de ese país que se vestían a la usanza occidental. Pero cuando aumentó su producción, el grueso del pueblo japonés, no identificado con la moda de Occidente, no compró sombreros, ocasionando la quiebra de su negocio.

El técnico belga se dirigía a Japón, entusiasmado con la idea de entrar al servicio del gobierno imperial. Debido a la noticia de la inminente guerra entre ese país y China, estaba convencido de que podría convertirse en asesor del Ministerio de Guerra japonés y hacer el negocio de su vida con la fabricación de los explosivos que en ese conflicto habrían de consumirse.

Tiempo después los astrónomos mexicanos lo encontrarían muy desilusionado, pues los japoneses no lo habían contratado y además, como el estado de guerra entre aquellos países asiáticos había cesado al concertar un tratado de paz, no se había llegado a la utilización de armas, lo que hizo innecesarios los servicios que él pretendía ofrecer.

A pesar de ese tropiezo, el belga insistía en alquilarse como mercenario al mejor postor. Nuestros compatriotas lo encontraron tratando de embarcarse rumbo a Filipinas, donde, debido a la lucha de aquel pueblo por emanciparse de la corona española, estaba seguro de que sus conocimientos técnicos serían bien recibidos y mejor pagados por los rebeldes filipinos, quienes no teniendo capacidad de fabricar explosivos, se veían limitados en su poder ofensivo.

Casi desde el inicio de la travesía, el Vasco de Gama y sus pasajeros fueron severamente afectados por el mal tiempo. Un fuerte y helado viento proveniente del norte, que casi de manera continua azotaba con fuertes ráfagas a la embarcación, ocasionaba que ésta llegara a oscilar hasta cuarenta y cinco grados a uno y otro lado de la vertical, lo que dificultaba enormemente las maniobras de la tripulación y mantenía casi permanentemente mareados a los pasajeros.

Además del malestar que ocasionaba el continuo vaivén del barco, fueron frecuentes los accidentes. Hubo días en que tratar de caminar era temerario, pues el piso resbaloso por el agua de mar que constantemente arrojaban sobre cubierta las enormes olas y los fuertes bandazos del vapor, exponía, a quien se atrevía a hacerlo, a un golpe o, lo que podría ser peor; a caer del barco. Aun sentados o acostados la violencia de algunas sacudidas llegó a lanzar personas e infinidad de objetos al piso, ocasionando contusiones y heridas que en algunos casos fueron de consideración.

En esas circunstancias era muy difícil desarrollar a bordo cualquier actividad tendiente a hacer más llevadera la travesía. Aprovechando los pocos momentos de relativa calma, Díaz Covarrubias encargó a Jiménez que, junto con los demás comisionados, calculara las posiciones que tendrían en el cielo algunas de las estrellas brillantes que por los días del tránsito venusino serían ocultadas, durante algunos segundos, por cuerpos de Sistema Solar que al girar en torno a nuestra estrella se desplazan en trayectorias bien determinadas, ocultando ocasionalmente alguna estrella.

La observación de ese fenómeno permitiría medir los tiempos de inicio y fin de la ocultación, lo que a su vez daba la posibilidad de calcular la posición exacta del lugar desde donde se hiciera la medición. Con tal procedimiento nuestros astrónomos disponían de un método seguro que les permitiría conocer la posición geográfica de sus campamentos una vez instalados éstos.

Parte del motivo que determinó a Díaz Covarrubias a encargar los cálculos de ocultaciones a sus compañeros fue pedagógico. En efecto, con ello pretendía que los miembros más jóvenes de la Comisión tuvieran un entrenamiento adecuado en los cálculos astronómicos, ya que, en especial, Bulnes no había hecho antes esas tareas.

Por su parte, Díaz Covarrubias se dedicó a dibujar los planos necesarios para la construcción de los observatorios. Además escribió en francés un nuevo procedimiento para determinar la latitud geográfica a partir de observaciones astronómicas. Ese método, llamado por Díaz Covarrubias Método mexicano había sido desarrollado por él un poco antes, durante sus observaciones para determinar la posición exacta de la ciudad de México.

Seguramente Díaz Covarrubias pensó que dicho procedimiento podría servirle como carta de presentación ante los numerosos científicos reunidos en Japón con motivo del tránsito. A su llegada a ese país imprimió su método y lo hizo circular entre los miembros de las comisiones francesa y estadounidense, quienes lo elogiaron.

Intentando tener todos los elementos necesarios para tomar una decisión correcta acerca del lugar donde instalaría los observatorios, se dedicó también a reunir informes entre la tripulación y los pasajeros del Vasco de Gama, que ya conocían Japón, sobre el posible clima de ese país durante el invierno. Todos sus informantes coincidieron en señalar que el clima frío y el cielo despejado eran frecuentes durante esa época del año en la bahía de Yokahama y sus alrededores.

Esos informes, el hecho de que el gobierno japonés seguramente recibiría cordialmente a los astrónomos mexicanos y el poco tiempo disponible antes del tránsito de Venus fueron los factores decisivos para que acordara con sus compañeros instalar los observatorios en las cercanías de dicha bahía.

El mal tiempo empeoró, haciendo los últimos días de viaje muy difíciles, pues si bien el Vasco de Gama se desplazaba a unos diecisiete kilómetros por hora, gracias en parte al empuje del fuerte viento, los pasajeros se vieron obligados a recluirse casi permanentemente en sus cabinas, temiendo que el viento huracanado que soplaba ya de manera continua los pudiera tirar al mar, donde seguramente morirían, pues no sería posible en esas condiciones maniobrar con las lanchas salvavidas para intentar rescatar a las víctimas.

Tres días antes del estimado para su arribo a las costas japonesas, el mal tiempo se convirtió en un verdadero tifón, obligando al capitán y a su tripulación a realizar todas las maniobras que la experiencia les aconsejaba para evitar un naufragio. Las bombas del barco constantemente achicaban el agua que las grandes olas arrojaban sobre cubierta, aunque en ocasiones eran insuficientes. Durante aquellos días no fue posible realizar las observaciones astronómicas necesarias para determinar la posición real del barco, por lo que el capitán del Vasco de Gama tuvo que recurrir a su instinto marino para poder dirigir la nave.

La noche del 7 de noviembre el temporal amainó un poco; sin embargo, la lluvia continuó. El vapor se desplazaba con cautela pues la densa niebla impedía ver la costa que se pensaba cercana. A la medianoche lograron ver la luz del faro del Cabo Kii, por lo que su posición, hasta entonces incierta, fue conocida, lo que ocasionó que muchos pasajeros felicitaran al capitán.

Después de esas momentáneas manifestaciones de júbilo, algunos pasajeros se alarmaron cuando supieron que el capitán, a pesar de la densa niebla, pensaba acercarse a la costa y entrar esa misma noche a la bahía de Yokahama.


El capitán escuchó a todo el que quiso decir algo, mientras se nutría con un jamón y un cortejo de roastbeefs; pero acabando de cenar, despachó al contramaestre al puente con el oficial de guardia, encerró a las ladies, dejó a los gentlemen en la sala de fumar y ordenó dirigir valientemente la proa hacia el cabo hasta ponerse fuera de la corriente del norte. A las doce y cuarto estaba doblado el cabo y entramos en la bahía. Tranquilizadas las conciencias impuras de los navegantes, todos se durmieron regocijándose de no haber contribuido al festín submarino de los peces.

Un poco antes del amanecer, el Vasco de Gama anclaba en la bahía de Yokohama, terminando así un viaje de veinte días, en que los astrónomos y demás pasajeros cruzaron unos 8 300 kilómetros de un nada tranquilo Océano Pacífico.