IX. EL CLIMA CAMBIANTE

Lo que de ti yo extraiga,
que de inmediato vuelva a renacer;
¡que no atraviese yo parte vital tuya,
que no te hiera el corazón, oh pura!
El verano, los meses frescos, los lluviosos,
el otoño y los meses de las nieves
y la primavera, oh Tierra,
son tus ordenadas estaciones,
son tu año.
¡Que día y noche
nos produzcan fruto!
"Himno a la Tierra", Atharva Veda, India, siglo v a.C.

VOLCANES QUE ENFRÍAN

EN EL capítulo anterior hablamos de las alteraciones del clima a corto plazo; en éste trataremos de las de largo plazo; éstas se llaman cambios, y abarcan desde alrededor de una década hasta cientos de millones de años. Por supuesto que esta división de las alteraciones climáticas es arbitraria, como cualquier otra y, por lo tanto, no es nítida ni excluyente. Dentro de los cambios climáticos vamos a empezar con aquéllos de más corto plazo de recurrencia y permanencia.

Las grandes erupciones modifican el clima a escala planetaria; en otros capítulos ya hemos mencionado varias veces la del Krakatoa, ocurrida el siglo pasado, y también aludimos a la de la caldera Toba de hace 75 000 años. El comportamiento de los volcanes es muy irregular y —hasta ahora— impredecible; se dan en la corteza terrestre (continental y oceánica) y afectan al clima, pero éste no los afecta; esto da pie a precisar lo que entendemos por factores externos e internos del sistema climático.

Desde el primer capítulo dijimos que el sistema está compuesto por la atmósfera, el océano y el continente; ahora lo reiteramos, precisándolo un poco. Ciertamente, estas tres capas del planeta interactúan con el clima, pero no todas sus partes o aspectos lo hacen. Se consideran componentes del sistema climático sólo aquellos elementos atmosféricos, oceánicos y continentales que interactúan bidireccionalmente con el clima; es decir, que lo afectan y —a su vez— son afectados por él; estos componentes se llaman factores internos del sistema climático.

Por otro lado, los factores planetarios que afectan el clima pero no son afectados por él se llaman externos. En esta identificación, interno-externo no significa cercanía-lejanía, o dentro-fuera en el sentido geométrico, sino su grado de participación funcional en el clima.

Naturalmente, también hay elementos geofísicos que no son ni internos ni externos al sistema climático, simplemente no participan, ni siquiera en una dirección; p. ej., los temblores, los maremotos, tal vez las auroras polares, etc., ni afectan al clima ni son afectados por él.

La nueva nomenclatura nos permite distinguir mejor entre fluctuaciones y cambios: en la primera sólo intervienen los factores internos del sistema climático, y en el segundo actúan principalmente los externos, sin excluir a los factores internos.

Las erupciones volcánicas son de ínfima duración (del orden de horas), pero su efecto puede durar años. No todas las erupciones tienen importancia climática; sólo las explosivas, que lanzan violentamente gran cantidad de material hasta la estratosfera, donde no hay lluvia que lo lave. Estos aerosoles, cenizas y polvo producto del volcán tardan años en caer por gravedad; mientras tanto forman un velo que atenúa la radiación solar y el clima se enfría unas décimas de grado. Algunas de estas sustancias y los gases que también emite el volcán, pueden hacer el efecto contrario: transparentes a la radiación solar y opacas a la terrestre (de onda larga); producen entonces el efecto invernadero, calentando el clima. Sin embargo, el primer efecto es mucho mayor que el segundo y el resultado neto es enfriamiento.

Hay otra razón para considerar como tales a los cambios climáticos por vulcanismo; las erupciones ocurren irregular e imprevisiblemente; la mayoría lo hace sin la violencia suficiente para repercutir en el clima, aunque arrojen mucho material y produzcan otras calamidades; p. ej. el Santa Helena (EUA, 1980) y las del volcán de Colima en los últimos años. Las erupciones que sí afectan al clima ocurren con separación de varios años; pueden pasar décadas enteras sin registrarse ninguna y haber más de una en el mismo decenio; de 1915 a 1945 no hubo nada; en cambio entre 1900 y 1915 hubo cuatro; la del Soufrière (Isla Guadeloupe), Santa María (Guatemala), Shtyublya Sopka (Rusia) y la del Katmai (Alaska). Por lo tanto, el periodo de recurrencia de las erupciones que afectan el clima, en una buena porción del planeta y a lo largo de años, es del orden de décadas, mismo que hemos identificado como plazo mínimo de los cambios climáticos.

NIÑO CON CHICHÓN

Sin duda, el volcán más célebre del decenio es el Chichón, no sólo entre sus paisanos mexicanos, sino en el mundo. Ubicado en Chiapas, este volcán tuvo repetidas erupciones violentas en la primavera de 1982; aquí relatamos algunos de sus efectos climáticos y atmosféricos.

El Chichón inyectó a la atmósfera una enorme cantidad de material; partículas líquidas y sólidas formaron una densa nube a 27 km de altura snm. La erupción coincidió con la época en que el viento de este a oeste era máximo, dentro de la oscilación cuasibienal de la estratosfera. Por esta razón, la nube de aerosol, ceniza y polvo se extendió rápidamente hacia el oeste y en tres semanas ya formaba un cinturón alrededor del mundo, entre los paralelos 5 y 30°N. La presencia de estas partículas fue claramente detectada, pero no así su efecto térmico; tan denso y amplio velo debió atenuar la radiación solar y bajar la temperatura en esa ancha zona del globo. La merma de radiación entrante al planeta fue efectivamente registrada, pero no el enfriamiento del clima. ¿Qué pasó? Resulta que por esos mismos meses hubo Niño, que además fue grande. El Niño calienta el clima; por lo tanto, se contrapuso y ocultó el impacto térmico del Chichón.

Bueno, y ¿qué Niño es ése?, o mejor ¿qué es eso de El Niño? Tan tierno nombre no se refiere a ninguna suerte de inocente criatura, sino a un fenómeno oceánico más bien monstruoso, que altera el clima y tiene repercusiones negativas en la economía, al abatirse la pesca de anchoveta, la producción de harina de pescado y la recolección de guano en Perú.

Se trata de una anomalía positiva de temperatura del Pacífico ecuatorial de unos 4°C, cuyas consecuencias mayores se dan en el litoral sudamericano. La contracorriente ecuatorial del N, que fluye hacia el E, se desplaza hacia el S, llevando agua cálida muy salobre hacia las costas de Ecuador, luego se mezcla con la corriente fría de Humboldt, que procede del S, resultando un flujo tibio hacia Perú. Esta anormalidad es lo que propiamente constituye la "corriente de El Niño", la cual bloquea la surgencia (emersión de agua profunda del océano hacia. la superficie), que normalmente opera ahí acarreando plancton, nutriente básico de los peces chicos (principalmente la anchoveta), que a su vez lo son de peces mayores (como el atún) y de las aves guaneras, cuyos desechos digestivos son el famoso fertilizante. Es posible que —durante meses— la anchoveta se sumerja o retire mar adentro en busca del plancton; consecuentemente, el atún y las aves también emigran. Sin embargo, la catástrofe más notable es la mortandad de esta fauna.

El Niño es un fenómeno recurrente, pero no periódico; aparece en promedio cada cuatro años, no obstante puede haber uno dos años después de otro y no haber ninguno en cinco años. Su pintoresco nombre proviene de que —cuando se presenta— comienza a manifestarse hacia fines de diciembre o principios de enero, y el espíritu navideño de los pescadores peruanos lo asocia con el niño Dios. Esta denominación se usa en todos los idiomas y con mayúscula, a veces se traslada con todo y artículo también con mayúscula: El Niño.

Así, como no se sabe en qué año va a haber Niño y en cuál no, tampoco se puede prever de qué tamaño va a ser, pues los hay grandes y chicos. Además, a veces son gemelos: nacen dos casi juntos. También hay abortos: se advierten indicios de gestación y... nada. En fin, hay toda una obstetricia oceanográfica, de la que no soy experto.

Aunque su impacto térmico es mayor cerca del ecuador, El Niño puede sentirse oceanográficamente hasta el litoral pacífico mexicano. Sus secuelas en la atmósfera trascienden más allá que las marinas; la circulación atmosférica se debilita y la temperatura ambiente se eleva. Su efecto climático de peores consecuencias son lluvias torrenciales en la árida costa de Sudamérica (Desierto de Atacama), que producen gran erosión. A mayores distancias, no es claro si El Niño induce humedad o sequedad, ni tampoco si los retozos del párvulo acrecientan o aminoran los huracanes.

En esta sección hemos considerado a El Niño como causa, y a los cambios climáticos como efecto; en verdad esto no es unidireccional ni así de fácil. Tal vez otras alteraciones atmosféricas conciben al crío, o contribuyen a su gestación, particularmente dos: una es la llamada "oscilación austral", consistente en que —en el Pacífico sur— la presión atmosférica aumenta en su margen oeste (Australia e Indonesia) y disminuye en el este (Sudamérica); la otra posibilidad son los vientos cálidos procedentes del desierto de Atacama (Perú y Chile). De nuevo el problema del huevo y la gallina.

LA ISLA DE CALOR

Ya explicamos que el polvo originado en erupciones volcánicas enfría el clima. Lo mismo debe suceder con el polvo de otras fuentes, naturales y artificiales; efectivamente, así es, con la única diferencia de la escala espacio-temporal. La supremacía del polvo volcánico radica en su enorme monto, su permanencia de años en la estratosfera y su propagación alrededor del globo. Ninguna otra fuente de polvo tiene esos alcances.

Tal vez el polvo de origen natural que sigue en importancia es el levantado del desierto por tormentas. Puede llegar a miles de kilómetros en la horizontal, pero se queda en niveles bajos y en unos días es devuelto a la superficie por la gravedad o por la lluvia.

El polvo artificial tiene impacto únicamente local; puede ser de origen bélico, industrial, etc.

Afortunadamente —y ojalá se extinguieran— las guerras son circunscritas y de corta duración; la industria —en cambio— puede tener efecto permanente; en una urbe con alta concentración de ella, como la ciudad de México, el polvo es constituyente normal del esmog. Ciertamente, el polvo —por sí solo— enfriaría el clima citadino; revuelto con los gases, su bloqueo de la radiación solar es superado por el efecto invernadero de éstos, con el resultado neto de la conocida "isla de calor". Adicionalmente, otras actividades y características metropolitanas (combustión, transformación, iluminación... hasta el hacinamiento humano) producen calor.

Deduciendo, el polvo atmosférico aminora el calor inducido por los gases; en ese sentido, ambos contaminantes se contraponen benéficamente; empero, el daño orgánico que ocasionan de ningún modo se atenúa sino que, al contrario, se intensifica.

En el resultado neto está incluido el aumento de albedo: el asfalto de calles y el concreto y la lámina de techos hacen que la ciudad sea más brillosa, rechace los rayos del Sol y la temperatura baje.

En fin, el ambiente urbano es resultado de procesos complejos sobrepuestos y ciertamente constituye un cambio climático local porque es permanente (desde hace décadas), comparado con su entorno rural y con las condiciones prevalecientes antes de la urbanización.

Otras manifestaciones del cambio climático por urbanización es que las ciudades son más resecas, pero en ellas los aguaceros y granizadas son más intensas. Lo primero (humedad) por la escasez de vegetación y cuerpos de agua, además del aumento de temperatura (que disminuye la humedad relativa); y lo segundo (precipitación) por la gran concentración de nucleantes y la convección inducida por la isla de calor.

También las guerras enturbian la atmósfera; la reciente del golfo Pérsico, con su secuela de petróleo derramado y pozos incendiados, posiblemente provoque cambios climáticos regionales que duren años, aunque todavía no es claro en qué sentido actúen. El derrame de un millón de toneladas de crudo y el incendio de casi mil fugas constituyen la marea negra y el siniestro industrial, respectivamente, más grandes de todos los tiempos; sin embargo, en 1991, las emisiones de hollín de estos desastres son, a escala global, menos preocupantes que las del volcán Pinatubo en Filipinas o la quema de bosques en África y Sudamérica.

LAS APARIENCIAS ENGAÑAN

En las secciones anteriores explicamos que volcanes, guerras e industria generan polvo y ceniza; pero no son las únicas fuentes de partículas suspendidas, ni tampoco son éstas las únicas impurezas que inyectan a la atmósfera. Volcanes, guerras e industria también emiten gases y líquidos contaminantes.

Los principales gases lanzados por los volcanes son bióxido de azufre, C02 y vapor de agua, que luego de reaccionar forman en la estratosfera ácido sulfúrico, sulfato de amonio, etcétera.

Sobre el C02 y otros gases contaminantes ya hablamos en el capítulo V. Sólo reiteramos que la mayoría de los gases artificiales son de invernadero, es decir opacos a la radiación terrestre y transparentes a la solar; por lo tanto, calientan. El 03 es uno de ellos, con dos modalidades: la acción humana lo origina —básicamente por combustión motriz— en las ciudades, constituyendo un contaminante en los niveles bajos (troposfera), y lo destruye —con CFCS, óxidos de nitrógeno, etc.— en la estratosfera, donde sirve para bloquear los dañinos rayos ultravioletas del Sol; de modo que el hombre incrementa el 03 donde perjudica (a las vías respiratorias, ojos, etc.) y lo decrementa donde beneficia.

Desde hace algunos años, cuando hubo cambio de gasolinas, el plomo se volvió marginal y el 03 pasó a ser el protagonista de la contaminación en la ciudad de México. Tanto el C02 (el mayor causante de la isla de calor) como el 03 y en general los gases inyectados artificialmente a la atmósfera son transparentes. Por lo tanto, cuando el esmog es más notorio a simple vista no necesariamente es mayor la concentración de los contaminantes que más afectan a la temperatura y a la salud, pues son invisibles; lo que se ve del esmog son sus componentes sólidos y líquidos; de hecho, el vocablo se formó con las palabras inglesas smoke (humo) y fog (niebla); ciertamente el humo lleva CO, C02 y otros gases, pero lo verdaderamente opaco es el hollín, la ceniza, etcétera; además, la niebla son gotitas de agua. Hay días en que el cielo se ve diáfano y, sin embargo, el reporte de la infición indica niveles nocivos de 03. Las apariencias engañan.

¿INVIERNO U OTOÑO NUCLEAR?

Las explosiones nucleares producen gran cantidad de dióxido de nitrógeno (N02); por eso algunos investigadores rusos creen que el enfriamiento registrado entre 1940 y 1965 (apreciable en las figuras II.2 y V.4) se debe más a las pruebas nucleares realizadas en la atmósfera en esas décadas, que al vulcanismo registrado entonces, luego del periodo de quietud volcánica (1915-1945), mencionado en la primera sección de este capítulo. El mecanismo consiste en que el N02 reacciona con el agua, produciendo ácidos que van a dar a la estratosfera; ahí absorben radiación solar y calientan esos niveles, pero enfrían los inferiores.

De esto último se vislumbra un comportamiento dual; efectivamente, los contaminantes enfrían o calientan según la altura donde se ubiquen y según su tamaño. Las partículas mayores (principalmente sólidos) absorben la radiación solar (o de onda corta) y, por lo tanto, obstruyen la entrada de calor a niveles inferiores. Las partículas menores (principalmente gases artificiales) absorben la radiación terrestre (onda larga) y entonces obstruyen la salida de calor. O sea que las pequeñas calientan y las grandes enfrían, pero ¿en dónde calientan o enfrían? pues... las chicas calientan la capa misma donde se ubican, pero las grandes enfrían a la capa que está debajo de ellas; además, en la otra capa (considerando sólo troposfera y estratosfera) ocurre lo contrario, en cada caso. Este contraste por niveles se da porque el balance planetario de radiación debe mantenerse, suponiendo que el albedo global no cambia ni tampoco la radiación incidente en el planeta; consecuentemente, debe salir lo mismo que antes, pues la radiación entrante es igual.

Naturalmente, estas suposiciones no se cumplen del todo. El polvo dispersa los rayos del Sol y entonces aumenta el albedo planetario; por lo tanto, en vez de absorber radiación, la rechaza; los niveles debajo del polvo se enfrían (como antes), pero ahora la capa que lo contiene no se calienta. La realidad es intermedia a ambos extremos: las partículas hacen ambas cosas, absorben y dispersan. Ahí no para el lío; como vimos en el capítulo III, cualquier elemento del sistema que absorbe radiación también emite (siempre en onda larga), y lo hace para abajo y para arriba; esta radiación, a su vez, puede ser absorbida por otras capas, etcétera.

Anteriormente dijimos que la turbiedad antropógena de la atmósfera es insignificante comparada con la natural, bajo el supuesto de guerras de —a lo mucho— alcance regional. Sin embargo, una guerra nuclear global sí oscurecería la atmósfera en grado similar a las catástrofes geológicas, como la caldera de Toba (hace 75 000 años) y el cometa de los dinosaurios (hace 65 millones de años), reseñadas en el capítulo II. Esta calamidad antropógena, considerada singularidad impredecible, indeseable y aparentemente descartada, estuvo en boga hace algunos años y se le llamó inicialmente "invierno nuclear"; pero en años subsecuentes se recalculó el efecto climático de la conflagración, resultando menos dramático que la estimación previa, y se bautizó como "otoño nuclear". Las investigaciones no son concluyentes, se han abandonado un tanto, y es dudoso si la detonación generalizada del arsenal nuclear mundial extinguiría la vida y sus posibilidades de recuperación.

UNA CONSTANTE QUE CAMBIA

Como se explicó en el capítulo III, la energía emitida por el Sol casi no varía, por eso se denomina constante solar. Siendo tan pequeñas estas variaciones, los instrumentos antiguos eran incapaces de detectarlas; pero las medidas modernas han demostrado que tal "constante" en realidad cambia.

La variación de la luminosidad parece tener cierta correspondencia con los ciclos de manchas solares, pero no es seguro. Junto con estos vaivenes, la polaridad del Sol da brincos: sus polos N y S magnéticos se intercambian. En fin, coexisten varios ciclos sobrepuestos de características físicas que juntas constituyen la actividad solar; entre estas propiedades del Sol hay algunos vínculos claros y otros inciertos. Además, la actividad solar y el clima terrestre insinúan correlaciones que pueden ser sólo coincidencias, pues su base física es precaria.

De cualquier modo, el Sol tiene una variabilidad pequeña; su luminosidad cambia dentro del 1%, y estos cambios no perduran lo suficiente como para que el clima reaccione a ellos. Tal vez la única ocasión registrada históricamente en que una variación solar persistió por décadas fue en los siglos XVII y XVIII, con el mínimo de Maunder o Pequeña Era Glacial, pero naturalmente de esa época no hay medidas de la constante solar. Más información de esto aparece en la primera sección del capítulo III.

Evidentemente, un aumento (o disminución) de la luminosidad del Sol debe calentar (o enfriar) el clima y esto se registrará más claramente cuanto más fuerte o duradero sea aquél (o aquélla).

EN ÓRBITA

En la sección anterior platicamos de la energía emitida o luminosidad del Sol, causa primigenia de la radiación recibida en la Tierra; pero, evidentemente, esta última depende además de otros factores llamados orbitales. Por "radiación solar recibida por la Tierra" (llamada también insolación) entendemos la que llega al planeta desde el espacio exterior, o sea la incidente en el tope de la atmósfera, antes de ser absorbida, reflejada o dispersada por el aire, las nubes, el suelo, el agua o el hielo. Naturalmente, el "tope de la atmósfera" es un nivel imposible de precisar, dado que la capa gaseosa del planeta se atenúa gradual e indefinidamente; pero pensar en unas decenas de kilómetros de altura es una buena aproximación. Por otro lado, identificar la insolación con la radiación procedente del espacio exterior es correcto, pues la radiación que proviene de otras fuentes es insignificante, comparada con la solar.

Por lo tanto, la insolación depende (solamente) de la constante solar y de los parámetros orbitales, que son: oblicuidad, exentricidad, y longitud y posición del perihelio (la distancia más corta de la Tierra al Sol). La longitud del perihelio y la excentricidad determinan la órbita; y la posición del perihelio y la oblicuidad determinan la orientación de la Tierra respecto de esa órbita.

De acuerdo con la primera ley de Kepler, la órbita de la Tierra es una elipse; consecuentemente, para describirla se requieren sólo dos parámetros, que pueden ser la longitud del perihelio y la excentricidad. La primera especifica el tamaño de la elipse y la segunda indica qué tan redondeada o alargada es.

Adicionalmente, la segunda ley de Kepler establece que en su movimiento de traslación la Tierra no lleva velocidad uniforme; en el perihelio la rapidez es máxima y en el afelio (el punto opuesto, esto es, el punto más distante entre la Tierra y el Sol) es mínima.

Analicemos ahora los otros dos parámetros orbitales. De la oblicuidad ya hablamos en el capítulo III; en esa oportunidad la definimos como el ángulo que hay entre el (plano del) ecuador y (el plano de) la órbita terrestre o eclíptica. Este ángulo mide 23.5°... actualmente, porque resulta que cambia leve y lentamente.

COMO UN TROMPO

Cuando ponemos a girar un trompo, si lo dejamos vertical se queda "dormido", o sea que su eje permanece en esa posición; pero un momento después de "dormir", o si lo soltamos inclinado, el trompo —además de girar— se bambolea; este movimiento se llama precesión y consiste en que el eje del trompo describe un cono alrededor de la vertical; conforme el cuerpo pierde vértigo, este cono se amplía y termina cayendo.

Análogamente al trompo, la Tierra se bambolea; es decir, el extremo N de su eje de rotación (que la atraviesa de polo a polo) no apunta siempre hacia la misma estrella (actualmente a la Polar), sino que traza en la bóveda celeste un círculo que se completa en un periodo de casi 26 000 años.

Por lo tanto, la Tierra tiene tres movimientos: rotación, cuyo periodo es de 24 horas; traslación, de 365 1/4 días; y precesión, de 25 900 años. Este último movimiento, mucho más tenue que los otros dos, es la causa de que la oblicuidad varíe; el valor de este ángulo oscila entre un mínimo de 22.5° y un máximo de 24.5°, en ciclos que duran decenas de milenios.

La precesión se debe a la influencia gravitacional del Sol y la Luna, y actúa sobre el abultamiento ecuatorial de la Tierra; en mucho menor grado, los demás planetas también ejercen influencia.

La precesión produce algo más que la variación de la oblicuidad. Dado que el vaivén del eje no es en un plano sino en un cono, el ecuador cambia su orientación respecto de la eclíptica y consecuentemente cambian los puntos de la órbita (o momentos del año) donde la carrera del Sol cruza el ecuador celeste (proyección del ecuador terrestre en la bóveda celeste), es decir, los equinoccios. Esto ocasiona un corrimiento sistemático de las estaciones sobre la órbita terrestre; ésta es una elipse que mantiene fija su orientación en la bóveda, o sea que sus ejes apuntan siempre a las mismas estrellas. Dicho corrimiento se llama precesión de los equinoccos.

HORÓSCOPOS DESPISTADOS

Hace dos milenios y medio los babilonios de Caldea descubrieron y bautizaron el Zodiaco, que es un cinturón de constelaciones de la bóveda celeste en el plano de la eclíptica; es decir, las estrellas que sirven de fondo al Sol, visto desde la Tierra. Naturalmente no las vemos porque el resplandor solar las opaca; pero son las mismas que seis meses después (o antes) destacan en la noche.

Los caldeos definieron 12 constelaciones y las asociaron a periodos mensuales, en fase con las estaciones; de modo que Aries va del 21 de marzo al 20 de abril; Tauro, del 21 de abril al 21 de mayo, etc. Esto significa que el primer mes de primavera el Sol estaba en la constelación de Aries, el segundo mes tenía por fondo a Tauro, etcétera.

De paso, los babilonios inventaron la astrología, basada en la creencia errónea de que el destino de cada persona estaba determinado por la ubicación del Sol, en la bóveda, el día de su nacimiento.

Y ahora viene lo bueno. Eso de que el Sol está (ba) en Aries entre el 21 de marzo y el 20 de abril era cierto hace 2 500 años, ahora ya no; el Zodiaco se ha corrido como consecuencia directa de la precesión de los equinoccios. El desplazamiento de las estaciones sobre la órbita terrestre afecta también al cinturón de constelaciones; y como 2.5 milenios es casi la décima parte del periodo de precesión de la Tierra, entonces el Zodiaco se ha desplazado casi el 10% de una revolución. Esto significa un corrimiento equivalente a poco más de una constelación.

En ocasión del eclipse de Sol del 11 de julio de 1991, algunos astrónomos hicieron campaña para que la gente observara que ese día el Sol estaba en la constelación de Géminis, no en la de Cáncer, como lo indica la astrología tradicional. Naturalmente, un eclipse total es una oportunidad magnífica para ver directamente la posición del Sol respecto de las estrellas; dado que estando cubierto el Sol, éstas son observables a pleno día.

La superstición astrológica sigue basándose en el calendario zodiacal de los babilonios; pero los signos del Zodiaco están corridos por más de un mes y quienes hacen los horóscopos no se han tomado la molestia de, al menos, corregir las fechas en que "rigen". A lo mejor por eso fallan. Si usted cree en la ficción astrológica, en todo caso debería fijarse en el horóscopo anterior al suyo", pues esto es más cercano a la realidad astronómica; p. ej., si usted "es" Virgo tendría que hacer caso a lo dicho en el de Leo.

La precesión de los equinoccios fue descubierta por el griego Hiparco hacia el año 130 a.C.; al darse cuenta de que la posición de las estrellas no coincidía con la reportada por los babilonios, concluyó —correctamente— que lo que se desplazaba no eran ellas, sino la "plataforma de observación" —la Tierra.

DESNORTEÁNDONOS

Unas secciones antes dijimos que la posición del perihelio y la oblicuidad determinan la orientación de la Tierra respecto de su órbita. La oblicuidad define la inclinación del planeta con la eclíptica; y la posición del perihelio, ¿qué tiene que ver? Para allá vamos.

En la sección anterior explicamos que los equinoccios se desplazan sistemáticamente sobre la órbita, o sea que el ciclo de las estaciones va teniendo diferentes posiciones con relación al perihelio (y al afelio). Por lo tanto, la ubicación de los equinoccios, conjuntamente con la oblicuidad, determina la orientación del planeta en la eclíptica.

Posiblemente es impreciso decir que la posición del perihelio determina la orientación, pues él —y la órbita completa— están fijos. Lo apropiado es: la precesión de los equinoccios con respecto al perihelio determina la orientación... En fin.

CLIMA EN ÓRBITA

Ya describimos los parámetros orbitales, pero aún no explicamos cómo afectan al clima; ahora lo haremos. Naturalmente, si la órbita fuera más grande (como la de Marte), estaríamos más lejos del Sol y tendríamos un clima más frío; en cambio si fuera más chica (como en Venus) haría más calor.

En cuanto a la excentricidad, es claro que una órbita más alargada produciría un notable efecto intraanual adicional a las estaciones. Actualmente, la distancia Tierra-Sol varía 3.5% a lo largo del año; o sea que la excentricidad es pequeña y su efecto en el clima es poco apreciable. Como se dijo en el capítulo III, el día que estamos en perihelio es el 3 de enero; lo cual atenúa el frío invernal en el HN. Se ocurriría pensar, en consecuencia, que el HS tiene estaciones más extremosas que el HN, pues en invierno el Sol está tendido y lejos, y en verano está elevado y cerca; pero en realidad aquello no sucede, porque en el HS hay mucho más océano que continente y la inercia térmica de aquél amortigua los cambios.

La precesión de los equinoccios afecta al clima, al combinar el efecto estacional con el de distancia Tierra-Sol. Veamos. Las fechas de los equinoccios (y también de los solsticios) no varían (excepto, hasta por un día, debido a las correcciones por año bisiesto, como se anotó en el capítulo III); el calendario está atado a las estaciones, como referencia astronómica. Lo que sí cambia es la relación equinoccios-perihelio y eso es lo que incide en el clima, a consecuencia de la segunda ley de Kepler. La estación que toca en perihelio es más corta (y moderada) que la de afelio, pues por aquel punto la Tierra pasa rápido y por éste lentamente.

Ahora hablemos del último parámetro orbital: la oblicuidad. Es obvio que si las estaciones se deben a la oblicuidad, al cambiar ésta las estaciones deben alterar su intensidad. Un ángulo mayor entre ecuador y eclíptica produciría inviernos más gélidos, por tener al Sol más tendido; un ángulo menor daría escasa variación estacional: el invierno y el verano serían más parecidos entre sí, pues en invierno los rayos del Sol se inclinarían menos que ahora. Además, al variar la oblicuidad, los trópicos y los círculos polares cambian de latitud de la siguiente manera: la latitud de los trópicos se incrementa, y la de los círculos polares se decrementa, lo mismo que se incrementa la oblicuidad.

Para concluir con los efectos orbitales sobre el clima, diremos que éstos efectivamente existen, pero su escala temporal es enorme. Estos cambios climáticos tienen lugar en tiempos del orden de decenas de milenios y mayores.

EL MODERADOR Y EL DESMEMORIADO

Desde el capítulo I hemos dicho que el continente posee características físicas muy distintas al océano, y que éstas afectan mucho al clima: el océano tiene una enorme memoria o inercia térmica y un albedo muy pequeño; el continente, al revés. Es decir, el mar absorbe y guarda una gran cantidad de calor, y el suelo hace ambas cosas pero en mucho menor medida. Esta aseveración se aplica a la superficie desprovista de hielo y nieve; el casquete polar se comporta distinto: su albedo es lo doble que el del suelo y su capacidad calorífica es intermedia a la del océano y el continente. El comportamiento radiacional y térmico de la criosfera es independiente de si está cubriendo mar o suelo.

En el capítulo II mencionamos la deriva continental, o sea el desplazamiento del terreno a escala de tiempos geológicos. El clima resulta afectado por la distribución geográfica de océano y continente, pues el primero es su gran moderador y el segundo es un desmemoriado.

Los cambios climáticos por deriva continental efectivamente existen, pero son mucho más lentos que los orbitales (sección anterior). Como puede verse en la figura II.1, movimientos apreciables de los continentes sólo se dan en tiempos del orden de decenas de Ma o mayores.

LA CAUSA DE LAS GLACIACIONES

Aunque a la fecha no se han identificado completamente los factores que produjeron las glaciaciones, lo más probable es que éstas se deban justamente a la deriva continental como principal causa, mas no la única; ciertamente, las fluctuaciones orbitales retraen y extienden el casquete polar, pero en menor grado y en tiempos mucho menores: decenas de milenios.

Como puede verse en la figura II.1, hace 200 Ma el océano ocupaba cuatro quintas partes del HN, Europa estaba unida a Norteamérica, Asia separada de ellas, y todas lejos del polo; África no aparece aún en ese hemisferio. La composición actual es 3/5 de océano y 2/5 de continente. Esta evolución fue más notable en latitudes altas; p. ej., en el cinturón 60-70°N la continentalidad (fracción de la superficie ocupada por continente) paso de 0 a casi 100%.

Por otro lado, se sabe que la temperatura tropical ha sido prácticamente la misma durante cientos de Ma; en cambio, la ártica ha cambiado mucho. Hay una clara relación entre el enfriamiento del Ártico y el aumento de la continentalidad allí. La temperatura invernal bajó del punto de congelación hace 75 Ma y continuó descendiendo hasta el presente. La disminución más intensa se dio hace unos 30 Ma, estableciéndose entonces las condiciones para el inicio de las glaciaciones.

DE SALIDA

Para completar este capítulo de cambios climáticos falta algo sobre la composición de la atmósfera. En secciones anteriores vimos el efecto del polvo, ceniza y 03 en el clima; pero el C02 y otros gases de invernadero se trataron en el capítulo V.

Ciertamente, el diagnóstico y el pronóstico de los cambios climáticos son un campo de acción primordial de los modelos fisicomatemáticos del clima. Dada la complejidad del sistema climático y la amplia gama de factores externos que pueden afectarlo, la modelación de los cambios aísla esos factores y simplifica la cosa, considerando sólo una que otra causa.

Diversas disciplinas, como la sedimentología, la glaciología, la dendrología y la palinología, proveen datos paleoclimáticos. La simulación por modelos consiste en calcular algún campo (p. ej. la temperatura ambiente), a partir de otros "observados" (como la extensión de la criosfera, la temperatura del océano, etc.) o suministrados por otras ciencias (el cálculo astronómico de la insolación, basado en las condiciones orbitales de entonces). El diagnóstico se verifica y el modelo se califica mediante el cotejo del campo calculado con el correspondiente observado. Desde el capítulo VII se dijo que en cualquier aplicación de un modelo, algunas cosas se prescriben y otras se generan. Un modelo más completo calcula más cosas con menos datos; lo que un modelo prescribe otro lo genera, etcétera.

Por supuesto que los modelos tienen diversos grados de habilidad y a veces arrojan resultados encontrados. Esto último ocurre más cuando calculan cambios climáticos futuros, en que —evidentemente— no existen las observaciones para comprobar los resultados, según se mostró en el capítulo V.

El MTC ha sido usado para simular paleoclimas, principalmente la evolución de la temperatura en los últimos 200 Ma por variación de la continentalidad (trabajo realizado en colaboración con investigadores del Observatorio Lamont, Universidad de Columbia, N.Y.) y durante la última deglaciación, de hace 18 000 años al presente (con la Universidad Católica de Lovaina la Nueva, Bélgica).

Con el MTC se han calculado también cambios climáticos por perturbaciones supuestas de la luminosidad del Sol y bajo las condiciones orbitales reales de milenios pasados y futuros. Otra aplicación importante del MTC es la evaluación del cambio climático antropógeno esperado para el siglo XXI por el aumento de los gases de invernadero (capítulo V).

Los cambios climáticos que realmente ocurren en la naturaleza son el resultado de varios factores sobrepuestos y simultáneos, nunca aislados. Unos de estos factores se conocen con certeza y exactitud (p. ej. los parámetros orbitales); otros son estables y predecibles dentro de cierta escala de tiempo (la actividad solar, la deriva continental, etc.), y algunos más son inciertos e imprevisibles (erupciones volcánicas, impacto de meteoritos o cometas, guerra nuclear, etc.). Sin embargo, aunque supiéramos exactamente la ocurrencia de todos los factores externos que lo afectan, el diagnóstico y el pronóstico cabales de los cambios del clima son imposibles ahora y en los próximos lustros. La razón de esto es que los modelos fisicomatemáticos, la disponibilidad de datos para alimentarlos y las computadoras para correrlos están subdesarrollados para cumplir tan colosal empresa.