I. UN POCO DE HISTORIA

DESDE el principio de su historia, el ser humano se ha cuestionado sobre su origen y el del Universo que lo rodea. Su búsqueda de respuesta a estas preguntas ha quedado plasmada en las cosmogonías y mitos de todos los pueblos de la Tierra. Desde el principio también, en su lucha por la existencia, el hombre reconoció la necesidad de caracterizar el mundo a su alrededor y así, muy temprano en su historia, creó unidades de longitud para expresar distancias y empleó la sucesión natural de días y noches para medir el tiempo. Estos conceptos, nacidos de su experiencia directa, tenían aplicación solamente a las situaciones que le eran comprensibles: las distancias entre poblados, la duración de las estaciones, etc. Sin embargo, si al hombre antiguo se le hubiera planteado una pregunta tal como: ¿cuál es la distancia a la Luna?, le habría sido tan incomprensible como preguntarle por la composición del Sol.

El proceso de abstracción de los conceptos de distancia y tiempo requirió, por así decirlo, de un largo tiempo. En muchos aspectos, la evolución del hombre como especie es semejante a la del individuo. En efecto, para un niño pequeño es posible discernir las distancias entre objetos asequibles a su percepción pero le resultan incomprensibles las distancias, por ejemplo, entre ciudades. Su concepto del tiempo es aún más limitado; pareciera a esa edad que en un año transcurriera una cantidad de tiempo indeterminada.

Actualmente la ciencia nos proporciona cifras de distancias extremadamente grandes o infinitesimalmente pequeñas y a pesar de la evolución de nuestros conocimientos nos es difícil lograr una representación mental de longitudes en que abundan los ceros. El concepto de tiempo es quizá más dificil de abstraer puesto que no existe, como en el caso de la distancia, una analogía visual.

Así, no es sorprendente que un intento por cuantificar la edad de la Tierra de una manera científica haya tenido lugar hasta el siglo XVII, mientras que la determinación de sus dimensiones, se realizó desde muy tempranas épocas. La historia del concepto y la determinación de la edad de la Tierra desde aquel siglo hasta nuestra época ilustra de manera clara el proceso de avance de la ciencia, proceso que dista de ser lineal y continuo puesto que tiene frecuentes e imprevistos avances, retrocesos y polémicas. Ilustra también la relación entre diferentes disciplinas científicas y el avance del conocimiento científico como un todo.

Como se señalaba anteriormente, para el hombre antiguo la Tierra y con ella todo su universo habían sido creados por las divinidades en algún momento dado. Éstas habían impartido a la Tierra, en el momento de su creación, los atributos que contemplaba a su alrededor: montañas, mares, ríos, etc. Pero a pesar de que la Tierra tuvo un comienzo, las religiones antiguas no parecieron plantearse el problema de calcular el tiempo transcurrido desde la creación. La única religión que conduciría al establecimiento de una edad para la Tierra fue la hebrea, a partir de la narración del Génesis; sin embargo, fue el cristianismo el que dio a esta pregunta un sentido especial, puesto que el nacimiento de Cristo representa un punto de referencia en la historia. Para el cristiano, ésta no podía ser cíclica como vagamente pensaban algunos antiguos, sino lineal y única: antes de Cristo todo tenía sentido en términos de su futuro nacimiento; después de éste, la historia tenía el sentido de espera de la Parusía o su segunda venida. El cristianismo, que pronto cubrió los confines del mundo occidental, en sus primeros siglos de existencia se caracterizó por una firme creencia en la inminencia del retorno del Señor. Estos dos factores fueron de fundamental importancia para el establecimiento de una cronología cristiana. En los primeros siglos del cristianismo se elaboraron varias cronologías basadas en la descripción bíblica de la Creación y en aquellas suposiciones del gusto del autor que le permitieran cuantificar basándose en un documento alegórico. Por ejemplo, Julio el Africano, quien vivió en el siglo III, basaba sus cálculos en la suposición de que toda la historia de la creación duraría una semana cósmica con "días" de 1 000 años de duración. Siguiendo la cronología hebrea, colocaba el nacimiento de Cristo el sexto día de la Creación, de manera que, no habiendo diferencia entre la historia del hombre y la edad de la Tierra, esta última no podía ser mayor de unos 6 000 años. Las numerosas cronologías variaban ligeramente en la fecha de la Creación (algunas daban incluso el día y la hora) pero, en general, las edades oscilaban entre los 4 000 y 6 000 años.

Durante la Edad Media, perdido ya aquel sentido de inminencia del Juicio Final y cimentadas las instituciones eclesiásticas, se abandonó la interpretación literal de la Biblia y la diferencia en las cronologías se tornó irrelevante. Puesta la atención de los teólogos en otros asuntos, se perdió el interés en aquel ejercicio e incluso, con la introducción del aristotelismo, se volvió a una forma vaga de eternalismo en lo concerniente a la edad de la Tierra.

Durante el siglo XVI el movimiento luterano se caracterizó por una nueva interpretación literal de la Biblia. El mismo Lutero calculó la fecha de la creación en 4 000 años a.C. Durante este siglo y hasta la época de la Ilustración, los cálculos basados en el Génesis fueron generalmente aceptados. En aquellos años la atención de la incipiente ciencia geológica se centró en el análisis de la forma en que los agentes del cambio geológico, el fuego y el agua, habían realizado su trabajo en los cinco milenios posteriores a la Creación. Notemos de paso que estas especulaciones contenían ya razonamientos e inquietudes del tipo que llamamos actualmente científicos; sin embargo, el establecimiento del método científico y la distinción entre conocimiento científico y religión fueron el resultado de un lento proceso en la evolución del entendimiento humano.

Por otra parte, otras áreas de la ciencia y de la geología se desarrollaban paralelamente e influían o influirían posteriormente en el pensamiento geológico. En el siglo XVII Nicolás Steno sentaba las bases de la moderna cristalografía, fundamental para el desarrollo de la petrología, y establecía principios generales para la geología estructural y la estratigrafía. Los principios de superposición y horizontalidad original debidos a él establecen que los estratos de sedimentos se depositan originalmente en capas horizontales con los sedimentos más nuevos cubriendo los más antiguos. Si estos principios nos parecen hoy en día de simple sentido común es porque somos herederos de todo un sistema elaborado de pensamiento y conocimientos; pero para el hombre del siglo XVII, observador de un mundo complejo, incapaz aún de entender los vastos periodos de tiempo que modelan la superficie de la Tierra, aquellos principios eran resultado tanto de una aguda y penetrante observación como de una alta capacidad de abstracción. En este mismo siglo daba a conocer sus investigaciones Issac Newton, y aunque la revolución que causaron sus descubrimientos no tuvo impacto inmediato en la geología, andando el tiempo cambiaría no sólo a la física sino a la ciencia en general.

Pero, regresando a la pregunta directa sobre la edad de la Tierra, las cronologías mosaicas debieron ceder terreno a otras consideraciones durante la época de la Ilustración. A fines del siglo XVIII Pierre Laplace formuló su teoría nebular sobre la formación del Sistema Solar, en la que las fuerzas gravitacionales desempeñaban un papel central. En esta misma época Joseph Louis Leclerq, conde de Buffon, presentó una estimación sobre la edad de la Tierra que rompía con la cronología bíblica y se basaba en un cálculo del tiempo de liberación del calor interno de la Tierra. El conde de Buffon estimaba la edad del planeta en unos 75 000 años. Estas teorías, sin embargo, no ejercieron tanta influencia sobre los geólogos como el desarrollo de otra disciplina geológica: la paleontología. Esta ciencia contaba hacia fines del siglo XVIII con dos grandes exponentes: Georges Cuvier y Jean Baptiste Lamarck. Para ambos, las sucesiones de vida que aparecían registradas en los estratos fosilíferos requerían del transcurso de tiempos muy largos para poder ser explicadas. Aun así, la interpretación literal de la Biblia no dejaba de ejercer su influencia y para Cuvier, por ejemplo, el diluvio narrado por la Biblia era un acontecimiento inobjetable y de alcance global; de manera que para acomodar sus observaciones a este dato era necesario extender hacia atrás el tiempo antediluviano.

El desarrollo de la paleontología tuvo como resultado el extender las estimaciones de la edad de la Tierra, pero varios geólogos extrajeron conclusiones erróneas sobre dos aspectos que sólo habían de aclararse a través del tiempo y luego de inflamadas polémicas. El primero de ellos fue que al observarse la compleja sucesión estratigráfica de formas vivientes extintas y al no comprenderse los enormes periodos de tiempo por los que ha transcurrido la vida en nuestro planeta se invocaron diferentes catástrofes para explicar las extinciones masivas de especies vivientes que yacen en los diferentes sedimentos. El invocar sucesivas catástrofes para explicar el registro fósil fue conocido como catastrofismo. Otra deducción errónea a la que se llegó fue la de considerar el agua como agente universal del cambio geológico. Esta doctrina, llamada neptunismo, postulaba que las rocas de la corteza terrestre se habían formado por cristalización en un mar universal. Como muchos de los estratos sedimentarios se generan por la acción del agua, se generalizó este proceso a todo tipo de rocas, incluyendo aquellas que, como hoy sabemos, provienen de los procesos volcánicos.

El reconsiderar el periodo que hemos descrito es muy útil porque ilustra que la ciencia avanza a través de un proceso de ensayo y error. Conforme se acumulan datos y conocimientos se proponen nuevas teorías que explican mejor las observaciones, y que así llegan a sustituir a las anteriores. Pero su adopción es lenta y se generaliza sólo luego de haber soportado las numerosas pruebas que se les imponen. En el siglo XVIII el representante más conocido del neptunismo era A.G. Werner (1749-1817), profesor de la Academia de Minería de Freiberg, Alemania. Werner era un profesor excelente y de gran autoridad, por lo que ejerció una influencia considerable en Europa: en aquella época el neptunismo era la teoría geológica generalmente aceptada. Por ingenuo que parezca hoy en día, para la ciencia de su época era una hipótesis con fundamentos razonables, aunque es menester reconocer que, aunque quizás no abiertamente, se apoyaba en argumentos que aún mantenían la creencia a pie juntillas en el relato del diluvio universal. Sin embargo, aun cuando el neptunismo gozaba de amplia aceptación, algunos investigadores comenzaron a encontrar difícil el poder explicar sus cuidadosas observaciones de campo en términos de aquella teoría. Nicolás Desmarest (1725-1815), luego de un largo estudio de la región de la Auvergne, en Francia, concluía que ésta había sufrido, a través de su historia, una sucesión de eventos volcánicos. Para Werner, los procesos volcánicos y de magmatismo no eran sino fenómenos locales que podían explicarse por la combustión subterránea de materiales como el carbón.

Además de Desmarest, otros investigadores comenzaron a refutar con observaciones y datos de campo la teoría neptunista. Finalmente, James Hutton (1726-1797), un escocés de Edimburgo, luego de largos y minuciosos estudios refutó tanto el neptunismo como el catastrofismo y sentó las bases de la moderna geología. Hutton, a través de una minuciosa observación de los detalles geológicos, descubrió dos hechos esenciales para una comprensión de los fenómenos geológicos. En su gran obra Theory of the Earth, publicada en 1788, Hutton expuso el significado del tiempo geológico y la fundamental diferencia entre las rocas ígneas o primarias y las rocas sedimentarias. Con el trabajo de Hutton comenzó la muerte del neptunismo y una nueva interpretación del tiempo geológico que habría de ser establecida con firmeza por otro inglés, Charles Lyell (1797-1875). Con Lyell se estableció de forma definitiva la idea de que las fuerzas que vemos operando en la naturaleza son capaces, cuando se dan tiempos suficientemente largos, de producir los cambios geológicos que han esculpido la superficie de la Tierra. En otras palabras, la naturaleza actúa de manera uniforme y aunque algunos hechos de la historia terrestre pueden haber sido producidos por catástrofes, es decir por eventos especiales, en general son las mismas fuerzas que observamos operando actualmente las que determinan su evolución; por lo tanto, para entender el pasado hay que observar los procesos que ocurren hoy en día. Esta teoría, que se conoció como uniformitarismo, tenía como lema: "la clave del pasado es el presente", y en una forma revisada es la filosofía esencial de la geología moderna.

Paradójicamente, por lo que respecta a la edad de la Tierra, el uniformitarismo mal entendido (y no por culpa de los geólogos sino por el estado de la ciencia de la época) condujo a otro error conceptual. Para Lyell, el tiempo geológico era tan grande que resultaba indefinible, y cuantificarlo en forma absoluta era prácticamente imposible y hasta irrelevante. El adjetivo "indefiniblemente-largo" fue adquiriendo poco a poco el significado de "infinito", de manera que la Tierra era, nuevamente, ¡eterna!

Antes de sonreír compasivamente por la conclusión anterior, recordemos que nos encontramos en una época en que la termodinámica básica apenas estaba siendo establecida. De hecho, como veremos, lord Kelvin (William Thomson, 1824-1907), uno de sus fundadores, habría de llamar la atención sobre aquel error conceptual.

Pero volviendo una vez más al uniformitarismo, éste tuvo, por otro lado, el efecto de preparar el terreno para la teoría de la evolución de Charles Darwin (1809-1882). Ésta, al igual que la geología, requería de lapsos muy grandes de tiempo para explicar la evolución de la vida, y cuando Kelvin, el científico más prominente de la segunda mitad del siglo XIX, atacó con argumentos físicos el concepto de tiempos infinitos, e incluso calculó la edad de la Tierra, la polémica no se hizo esperar. En ésta tomaron parte la mayoría de los geólogos, biólogos y físicos más importantes de la época, pero quizá el más famoso fue George Huxley (1825-1895), celoso discípulo de Darwin.

Las polémicas Kelvin-Huxley han quedado registradas como uno de los debates científicos más notables del siglo XIX. La posición de Kelvin era la de considerar a la Tierra como un sistema que no podía escapar de las leyes físicas observables en otras escalas. En particular, la conservación de la energía era una ley a la que ni el planeta ni el Sistema Solar podían sustraerse y así, en vista de que no poseen una cantidad ilimitada de energía, es imposible que ésta estuviese siendo disipada por tiempos indefinidos. En consecuencia, es posible calcular el tiempo transcurrido desde que la Tierra era una esfera incandescente de material fundido hasta el presente, mediante la determinación de la razón de enfriamiento observada actualmente. En cálculos sucesivos, Kelvin estimó la edad de la Tierra en periodos de tiempo que variaban entre unos 20 y 100 millones de años. Sin embargo, aun esta última cifra resultaba extremadamente corta para abarcar la evolución de las especies animales mediante el mecanismo descrito por Darwin. La polémica transcurrió durante el resto del siglo sin lograrse un acuerdo entre ambas partes. La cuestión no fue resuelta sino a fines del siglo XIX, cuando Henry Becquerel (l852-1908) descubrió la radiactividad natural y se encontró que este fenómeno da lugar a la generación de calor. Existe, así, una fuente de calor en el interior de la Tierra que no había sido contemplada en los cálculos de lord Kelvin. Pero la polémica había dado frutos positivos en todas las ciencias que habían intervenido en ella. Por un lado, se colocó en su debida perspectiva el principio de uniformidad y la geología adquirió un carácter más cuantitativo y, por otro lado, se estimuló poderosamente el estudio de la radiactividad natural entre los físicos. Los principales investigadores de la radiactividad, entre los cuales el más notable fue Ernest Rutherford (1871-1934), relacionaron sistemáticamente sus descubrimientos con el asunto de la edad de la Tierra.

Y mientras los físicos debatían sobre el alcance de sus descubrimientos, los geólogos trataban de encontrar medios geológicos para estimar la edad del planeta. Pronto se lograron estimaciones basadas en la razón de acumulación de sedimentos y de salinización del océano. En el primer caso, se observó la cantidad promedio de sedimentos que se deposita anualmente en regiones marinas y lacustres y luego se comparó con el espesor máximo de los estratos sedimentarios encontrados en el planeta. El cociente resulta ser de unos 100 millones de años. En el segundo método se observa la cantidad promedio de sales que depositan las vertientes en el océano y se compara con la salinidad actual: el resultado es del mismo orden de magnitud. Una analogía de estos métodos nos la da el reloj de arena, que nos permite medir el tiempo por medio de la razón, prácticamente constante, de la caída de la arena.

El método o "reloj" más exacto para medir tiempos geológicos nos lo proporciona, sin embargo, la radiactividad natural (en adelante designaremos como "reloj" al conjunto de métodos y técnicas que nos permiten determinar o estimar la edad de un sistema físico como la Tierra, la Luna o las rocas). En efecto, ya en 1905 Ernest Rutherford había señalado que la radiactividad no sólo ocurría con liberación de calor, sino que las partículas alfa emitidas por la radiación y atrapadas en las rocas podían utilizarse para determinar su edad. Para hacer de esta sugerencia un método confiable de medición y obtener una escala absoluta de tiempo geológico debieron varias décadas de intensa investigación, a la que se asocian los nombres de un gran número de investigadores, entre quienes descuellan, además de Rutherford, los nombres de Robert J. Strutt (hijo del tercer barón Rayleigh, un físico notable) y Arthur Holmes (1890-1965).

Este último, que tenía una formación de físico, hizo profundos estudios de geología y consagró su vida al desarrollo de la geocronología. A él se debe en gran medida el establecimiento de una escala absoluta de tiempo geológico y el desarrollo actual de la geocronología. Su libro Principles of Physical Geology es uno de los grandes clásicos de la geología moderna.

Han pasado ocho décadas desde la muerte de lord Kelvin y en este periodo el hombre ha descubierto sobre este tema más de lo que se conoció en toda su historia anterior. En nuestros días los satélites artificiales nos proporcionan valiosa información sobre la Tierra y el Sistema Solar, y la ciencia se ha consolidado en un sistema consistente de métodos y conocimientos. Podemos, con el caudal de información que se nos ha heredado (y un poco de curiosidad por nuestra parte), echar una mirada a nuestro planeta y conocer las respuestas a preguntas que en otros tiempos causaron controversia.