VIII. MISCELÁNEA

MÁQUINAS DEL TIEMPO Y AGUJEROS DE GUSANO

La Jornada, 5 de julio de 1993

La máquina del tiempo, que permite viajar tanto al pasado como al futuro, sólo existía hasta ahora en las historias de ciencia ficción. Sin embargo, muchos artículos sobre tal máquina han aparecido recientemente en las más prestigiadas revistas internacionales de física. ¿Acaso los físicos ya encontraron la manera de construir tan portentoso aparato?

Toda la idea está enmarcada en la teoría de la relatividad general, formulada por Albert Einstein en 1915, según la cual la gravitación se debe a una curvatura del espacio. Esto se puede ilustrar con la siguiente analogía: si se coloca una piedra muy masiva sobre una lona, ésta se deforma; una canica que se mueva sobre esa lona curvada seguirá una trayectoria curva. En el caso de la gravitación, la Tierra, el Sol o cualquier cuerpo celeste deforma el espacio a su alrededor y desvía la trayectoria de los cuerpos, lo cual nosotros observamos como una atracción gravitacional.

En principio, el espacio se podría curvar al grado de producir un tubo que conectara dos regiones muy distantes del espacio; a tales tubos se les llamó agujeros de gusano. Si uno encuentra uno de estos agujeros en el espacio cósmico y penetra en él, puede recorrer una pequeña distancia por el tubo y emerger en una región lejana en el Universo (la manera más cómoda y rápida de viajar).

Por otra parte, la misma teoría de la relatividad indica que es imposible viajar a una velocidad mayor que la luz, porque se necesitaría una energía infinita para alcanzar tal velocidad. Esto no es problemático para viajes terrestres, pero es un impedimento muy fuerte para cualquier paseo interestelar (por ejemplo, la luz tarda unos 30 000 años para llegar al centro de nuestra galaxia). Sin embargo, la existencia de un agujero de gusano permitiría vencer esta restricción; simplemente se utilizaría el agujero como un atajo en el espacio.

Pero el asunto no acaba ahí. También se puede demostrar, siempre en el marco de la teoría de la relatividad, que si las dos bocas del agujero de gusano se mueven una con respecto a la otra, entonces todo el agujero funciona como una máquina del tiempo. Una nave espacial que penetre por un extremo, salga por el otro y regrese por el mismo camino llegará a su punto de origen antes de haber salido.

Hasta hace poco, los agujeros de gusano eran simples curiosidades matemáticas y se podía demostrar que, aun si existiesen, no permanecerían abiertas el tiempo suficiente para penetrar en ellas y atravesarlas. Pero en 1987, los físicos K. S. Thorne y M. S. Morris demostraron que un agujero podría estabilizarse y capaz de ser cruzado si se tomaban en cuenta algunos efectos de la física cuántica —la física que rige el comportamiento de la materia a nivel de los átomos—. Desde entonces, se han multiplicado los artículos de investigación sobre máquinas del tiempo en las más serias revistas científicas.

A primera vista, puede sorprender que una idea aparentemente tan descabellada haya pegado como tema de investigación. Sin embargo, el verdadero problema no es construir una máquina del tiempo, sino encontrar por qué es imposible un regreso en el tiempo. Las leyes de la mecánica no distinguen entre pasado y futuro: si se invierte el sentido del tiempo, la física de Newton o la relatividad de Einstein no se alteran. Pero vivimos en un mundo en el que hay una sola dirección para el flujo del tiempo y la mayoría de los fenómenos que vemos a nuestro alrededor son irreversibles. ¿Cómo explicar lo irreversible a partir de leyes mecánicas reversibles? Hasta la fecha se han escrito cientos de artículos y libros sobre este tema sin llegar a una conclusión definitiva.

Finalmente, la razón por la que no es posible construir una máquina del tiempo es de carácter lógico. ¿Qué pasaría si alguien regresa al pasado, se encuentra a sí mismo de niño, y "se" asesina? El verdadero problema es: ¿existe alguna ley de la física que impida tal comportamiento?

¿LA TEORÍA FINAL DE LA MATERIA? (PRIMERA PARTE)

La Jornada, 15 y 22 de noviembre de 1993 A la memoria del supercolisionador

Sueños de una teoría final es el último libro de Steven Weinberg, uno de los físicos más distinguidos de la actualidad, premio Nobel de 1978 por sus teorías sobre las partículas elementales. Weinberg presenta, en un lenguaje accesible al público general, los conocimientos actuales sobre los constituyentes más pequeños de la materia. Asimismo, argumenta que quizá no falte mucho para que estemos en posesión de una teoría final que explique nada menos que todo el comportamiento de la materia y las interacciones fundamentales, en un nivel microscópico.

(De pasada, el libro es un alegato a favor del supercolisionador superconductor, un instrumento científico diseñado para acelerar protones a velocidades cercanas a la de la luz y hacerlas chocar entre sí. Con un costo de unos 9 000 millones de dólares, el supercolisionador estaba en construcción en Texas e iba a consistir en un túnel circular de 86 kilómetros de largo, a lo largo del cual unos imanes superconductores guiarían a los protones. Sin embargo, el Senado gringo, en su sesión del 22 de octubre pasado, acaba de rechazar definitivamente la construcción del supercolisionador).

Hace 2 300 años, Demócrito postuló que la materia está constituida de átomos, partículas que, como su nombre lo indica en griego, son indivisibles. A principios de este siglo se pudo comprobar definitivamente esta hipótesis, pero también se descubrió que lo que se había bautizado (algo apresuradamente) como átomo, sí era divisible. El hecho de que existan 92 tipos de átomos en estado natural sugería que éstos están hechos de partículas más elementales. Y, en efecto, se pudo comprobar que el llamado átomo consta de un núcleo alrededor del cual se encuentran electrones. Pero resultó que el núcleo también es divisible, pues está hecho de dos tipos de partículas: protones y neutrones. Todas estas partículas obedecen las leyes extrañas de la mecánica cuántica, descubiertas en este siglo.

Finalmente, se descubrió que también el protón y el neutrón están hechas de otras partículas, aún más elementales, a las que se llamó cuarks. La existencia de los cuarks fue establecida, al menos indirectamente, en los años setenta. La materia, en el nivel microscópico, hace recordar a esas muñecas rusas contenidas unas en otras. Los físicos esperan que el cuark sea realmente el más pequeño, y último, constituyente.

En la actualidad los físicos cuentan con un modelo teórico, el llamado modelo estándar (uno de cuyos fundadores es el mismo Weinberg), que parece describir adecuadamente las interacciones electromagnéticas y nucleares entre las partículas elementales. Empero, el modelo tiene todavía muchos cabos sueltos y está basado en la existencia de ciertas partículas elementales, los bosones de Higgs, que aún no se han encontrado; además, el modelo predice la existencia de al menos seis cuarks, y sólo se han detectado cinco hasta la fecha (justamente, uno de los objetivos principales del supercolisionador era comprobar la existencia de estas partículas, pero tal parece que nos vamos a quedar con la duda). Por otra parte, el modelo estándar no es completo pues deja completamente de lado lo que se considera el problema más difícil de la física moderna: una teoría cuántica de la gravitación, problema sobre el cual se ha especulado mucho, sin que, hasta ahora, se tenga algún resultado concreto.

La teoría final, si es que tal cosa pudiera existir, debería explicar todo a partir de sólo algunos datos, como serían la masa y la carga de un electrón, o la intensidad de la fuerza de gravedad. Weinberg da a entender que él cree en la posibilidad de alcanzar tal teoría. Para empezar, se declara reduccionista y a mucha honra. De acuerdo con el reduccionismo, las cosas grandes se pueden explicar por sus constituyentes fundamentales, muy en el espíritu de Demócrito. Sin embargo, el reduccionismo puede ser un verdadero tonel sin fondo: en efecto, nada nos garantiza que los cuarks o los electrones no estén hechos de partículas aún más fundamentales, e incluso éstas de otras aún más elementales, y así sucesivamente. En realidad, con los medios que tenemos a nuestro alcance, y con los que podamos contar en el futuro, no se ve cómo podamos llegar a un nivel más profundo que los cuarks para ver qué tan elementales son. El único indicio esperanzador de que los cuarks sean realmente fundamentales es que sólo se conocen cinco tipos de cuarks (en comparación con los 92 tipos de átomos, que no son elementales).

¿LA TEORÍA FINAL DE LA MATERIA? (SEGUNDA PARTE)

Por el momento, lo más cercano a una teoría final de la materia es el modelo estándar que describe las fuerzas nucleares y electromagnéticas entre las partículas elementales. Pero este modelo no es completo y, en la práctica, se ha topado con enormes dificultades matemáticas. Hasta ahora, la función de la ciencia era descubrir las leyes básicas de la naturaleza y, a partir de ellas, explicar los fenómenos observados y predecir otros nuevos. Además, todo cálculo debía ser susceptible de ser reproducido para confirmar su validez. En el caso del modelo estándar, tenemos una teoría que parece ser correcta, pero que es casi imposible de manejar.

Hace pocos meses, un equipo de físicos de los EUA anunció que había logrado calcular, usando supercomputadoras, las razones de masa entre varias partículas subatómicas. Sus resultados concuerdan, con un error de sólo 6%, con los valores observados experimentalmente y confirman la validez del modelo estándar en lo que se refiere a las fuerzas nucleares. Pero, para llegar a tales resultados, necesitaron programas de cómputo capaces de realizar casi un trillón de operaciones aritméticas... y todo para obtener unos números que ya se conocían con experimentos. Por otra parte, incluso ese tipo de cálculos es insuficiente para explicar por qué el neutrón es ligeramente más masivo que el protón —un viejo problema que aún no se ha resuelto.

Además, si el modelo estándar permite, al menos en principio, calcular la relación de masas entre algunas partículas, no contiene ni el menor indicio de cómo calcular la masa de un electrón, de un muon (especie de electrón pesado) o de un cuark.

Toda teoría física, por muy final que sea, debe basarse sobre algunos principios fundamentales y aceptar un número reducido de parámetros que sean producto de las observaciones. Al parecer, el paradigma de tal teoría para Weinberg es la teoría de las supercuerdas, que apareció hace ya una década. La idea básica era que todas las partículas están hechas de cuerdas microscópicas que vibran en un espacio de muchas dimensiones. Así como las vibraciones de una cuerda común producen notas musicales, las partículas serían "notas" de las supercuerdas. Sin embargo, resultó que las primeras notas corresponden a masas tan grandes que no tienen ninguna relación con las partículas conocidas. Después de un arranque espectacular, la teoría se estancó en enormes complicaciones matemáticas y no fue capaz de explicar, ni siquiera en principio, la masa de las partículas más elementales, lo cual Weinberg soslaya en su libro.

El penúltimo capítulo del libro está dedicado nada menos que al concepto de Dios. Desde que Isaac Newton especuló sobre el papel de la divinidad en la física y comparó al espacio absoluto con el sensorum de Dios (prefiero dejar la palabra en latín para no meterme en embrollos), parece que los físicos anglosajones están obsesionados con encontrar a Dios en sus teorías (basta ver los títulos de varios libros de divulgación escritos recientemente por físicos y cosmólogos). Dios, que para Newton era el pantócrata del Universo, se manifestaría ahora en las leyes fundamentales de la física, estaríamos viendo su mente a través de la radiación cósmica, sería el campo de Higgs, la Gran Explosión, etc. Parece que estas especulaciones metafísicas están de moda entre los científicos de habla inglesa y Weinberg no es la excepción.

El libro termina con una defensa abierta del supercolisionador que, a la luz de los acontecimientos más recientes, ya es obsoleto. Independientemente de si uno está de acuerdo con las opiniones personales de Weinberg, su libro es una excelente oportunidad de conocer la historia y el estado actual de la física de las partículas elementales a través de la visión de un destacado científico que ha contribuido fundamentalmente al tema. Ojalá se traduzca pronto para el público mexicano. (¡Y lástima por el supercolisionador!)

DIOS Y LA FÍSICA

Reforma, 20 de julio de 1995

A pesar de la amarga experiencia de Galileo en manos de la Santa Inquisición y de la feroz oposición religiosa a la teoría de Darwin, la ciencia y la religión no siempre han estado peleadas. Entre los científicos se encuentran tanto ateos como creyentes, y cada bando utiliza ocasionalmente argumentos científicos para fundamentar sus convicciones.

Este año el premio Templeton para el Progreso de la Religión, con una bolsa de 650 000 libras esterlinas, fue otorgado a Paul Davies por sus escritos sobre física y cosmología (me pregunto si no habrá un premio tan jugoso para el progreso del ateísmo; ¿será que sólo los creyentes llegan a ser ricos?). Davies es un distinguido físico inglés que se ha especializado en la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica y es además un prolífico escritor de divulgación científica. En uno de sus libros más recientes, con el sugestivo título de Dios y la física moderna, asegura que la existencia de un orden universal se manifiesta por las leyes de la física, que son la mismas en todas partes del Universo. De ahí a identificar a Dios con ese orden el paso es obvio.

Esta concepción de Dios no es nueva; fue motivo de grandes discusiones entre filósofos puros y naturales desde tiempos de Descartes. Isaac Newton, descubridor de la gravitación universal y padre de la física teórica, estaba más interesado en la teología (y en la alquimia) que en la ciencia que fundó. En sus largas disquisiciones, Newton afirma que Dios es el pantócrata que regula absolutamente todo en el Universo y, para ilustrar su tesis, el sabio inglés hace notar que los planetas perturban mutuamente sus órbitas, por lo que sería necesaria de vez en cuando la intervención divina para evitar el colapso del Sistema Solar. Esta idea de Dios como encargado de mantenimiento del Universo fue impugnada por Leibniz, quien no desperdiciaba una oportunidad para criticar a su ilustre rival. Dios sería un muy mal constructor del Universo, afirmó, si tuviera que corregir su obra continuamente; por el contrario, el Universo que Él creó es tan perfecto que funciona sin más ajustes. A lo cual los partidarios de Newton replicaban que Dios, según Leibniz, sería un Ser ocioso que bien podría retirarse a descansar terminado su trabajo.

Después de un siglo de discusiones teológicas, Laplace, en su monumental tratado de Mecánica celeste, demostró que el sistema formado por el Sol, Júpiter y Saturno es estable frente a las perturbaciones gravitacionales mutuas de estos astros. De acuerdo con una famosa anécdota, Napoleón le preguntó en cierta ocasión a Laplace por qué no aparecía un Creador en su obra, a lo cual el sabio habría contestado: "No tuve que recurrir a esa hipótesis." Sin embargo, tuvo que transcurrir otro siglo para que otro francés, el gran matemático Poincaré, demostrara que las conclusiones de Laplace, si bien correctas, no son tan generales como él creía: el Sistema Solar no es estable sobre escalas de tiempo extremadamente grandes (por fortuna, Poincaré le ahorró más conclusiones teológicas a la posteridad).

Es cierto que existe una regularidad en el Universo, en el sentido de que las propiedades de la materia y las leyes de la física son las mismas aquí que en una galaxia situada a millones de años luz. O por lo menos no hay contradicción en afirmar que son las mismas, pues la interpretación de nuestras observaciones está necesariamente basada en suponer a priori la validez universal de las leyes naturales, sin lo cual no podríamos concebir el Universo.

Pero lo que no aclaran quienes quieren encontrar a Dios en las leyes de la naturaleza es el hecho de que el Dios de los filósofos es muy distinto del Dios de la cultura popular. El primero es un principio ordenador del Universo, y es una cuestión semántica si se le llama Dios, conciencia universal, leyes de la física, etcétera. El segundo, en cambio, es un Dios paternal, que está al tanto de las acciones de cada uno de los hombres, los premia y los castiga, y en cuyo nombre se ha dado un sinnúmero de guerras. Creer en ese Dios es una cuestión de fe y no es función de la ciencia demostrar o refutar su existencia.

Dar a la ciencia lo que es de la ciencia...

CATSUP Y MILAGROS

Reforma, 21 de septiembre de 1995

Dos veces al año, en los meses de mayo y septiembre, los fieles de Nápoles se reúnen en la catedral de esa ciudad italiana para presenciar la licuefacción milagrosa de la sangre de San Jenaro. Este santo, patrón de Nápoles, vivió a fines del siglo III y murió martirizado en defensa de su fe. De acuerdo con la tradición local, su sangre se conserva coagulada en una ampolla, guardada detrás de un altar. De ahí es retirada ceremoniosamente por el obispo de Nápoles, quien toma la reliquia, en sus manos y la voltea una o más veces delante de sus fieles, hasta que se produce el milagro esperado: la masa coagulada se vuelve líquida.

Existe una explicación racional de este fenómeno. Es bien sabido que un sólido se vuelve líquido cuando se calienta, pero algunas sustancias pueden cambiar su estado también por la aplicación de una presión. En particular, los llamados fluidos tixotrópicos tienen, en reposo, una consistencia gelatinosa, pero se vuelven líquidos tan pronto resienten una fuerza externa.

El catsup es un ejemplo bien conocido de un fluido tixotrópico. Se ha vuelto un reflejo del hombre moderno agitar una botella de catsup antes de usarla, pues sabe por instinto que, gracias a ese movimiento brusco, la salsa se volverá líquida y fluirá suavemente de la botella.

Los líquidos tixotrópicos también se encuentran en estado natural, como las famosas arenas movedizas que se licuan bajo el peso de sus víctimas. En particular, cierto gel formado de cloro, hierro y agua tiene las mismas propiedades y apariencia que la sangre coagulada y se puede encontrar en regiones volcánicas, como los alrededores de Nápoles. Es muy posible que la famosa sangre de San Jenaro no sea, más que algún fluido de esta clase. El hecho de mover la ampolla de su lugar y darle algunas vueltas sería suficiente para producir la licuefacción milagrosa.

Si bien el culto a San Jenaro data del siglo V, se tienen informes del milagro sólo a partir del siglo XV. Por la época, se podría pensar que fue una broma, de alguno de los alquimistas que abundaban en esos tiempos. Desconozco si alguna vez se ha hecho un análisis químico de la reliquia, pero sospecho que sus custodios no lo permitirían. Después de todo, es difícil reconocer que se le ha tomado el pelo a generaciones de fieles con actos de ilusionismo.

Sea lo que fuere, los creyentes en los milagros no se dejarán convencer con argumentos científicos. Por su parte, los líderes espirituales conocen bien la enorme importancia de los actos simbólicos y no van a renunciar a ellos en aras de la verdad objetiva. Por supuesto, queda la posibilidad de que se trate de un verdadero milagro y que el contenido de la ampolla sea realmente la sangre de San Jenaro. El propósito de esta nota es señalar que existen otras explicaciones más racionales. Explicaciones hay para todos los gustos y las creencias.