VIII. EL LIBRETO: UNA ENFERMEDAD EN LA QUE EL PACIENTE ES UN HISTRIÓN

En 1872 la administración de la Salpêtrière decidió restaurar uno de sus más vetustos edificios, el pabellón Sainte-Laure, cuyo jefe era Louis-Jean-Françios Delasiauve (1804-1893), alienista parlanchín al que, como a todos sus colegas, Charcot veía por encima del hombro, sin dejar de apreciar, empero, su interés por la educación de los niños retrasados mentales. En ese viejo pabellón se encontraban hospitalizadas, en una mezcla que desde hacía 20 años Delasiauve consideraba nociva, pacientes alienadas, histéricas y epilépticas. Éste había agregado a estas dos últimas "especies" las "histero-epilépticas", gracias a las modificaciones producidas por la administración de uno de los primeros medicamentos anticonvulsivantes: el bromuro de potasio. Las epilépticas que sufrían de crisis del "gran mal" se beneficiaban con ese nuevo fármaco, no así las otras que mostraban crisis semejantes, aunque menos graves, a veces desencadenadas como reacción a las contrariedades. Las histéricas, que habían ingresado a la Salpêtrière por sus crisis "nerviosas", por su humor caprichoso e impredecible, por sus síntomas vagos, variados e incontrolables, enviadas por sus familias que ya no las soportaban, vivían en estrecha relación con las epilépticas que presentaban crisis súbitas, muy aparatosas y aun peligrosas para su vida. Gracias al "mimetismo histérico", estas mujeres reproducían tales ataques convirtiéndose, decía Delasiauve, en "histero-epilépticas".

Tras el reacomodo administrativo, al tenerse que evacuar el pabellón Sainte-Laure, las alienadas quedaron confiadas a Delasiauve, en tanto que las epilépticas y las histéricas pasaron al pabellón de las "epilépticas simples" en un agregado del pabellón Pariset, al cuidado de Charcot. Todo hacía pensar grosso modo, que se operaba una separación entre pacientes psiquiátricas y pacientes neurológicas. Así lo creyó Charcot.

El que la epilepsia y la histeria quedaran dentro de una misma especie nosológica era, en ese momento, perfectamente lógico. Con el nombre de "epilepsia simple" se entendía una epilepsia esencial o idiopática que el propio Delasiauve, en su Traité de l'Epilepsie, de 1854, definía como debida a "desviaciones funcionales, sin lesión, que responden a simples sufrimientos nerviosos, que constituyen, en una palabra, una verdadera neurosis". (Junto a esta epilepsia "esencial" describía una epilepsia sintomática ligada más o menos a una lesión cerebral, y una epilepsia "simpática" ligada a una irritación de otras partes del cuerpo diferentes del encéfalo.) Es decir, como ya lo habrá advertido el lector, se trataba del significado que la palabra neurosis tenía en medicina antes de la acción de Charcot y Freud.

El término neurosis había sido introducido por William Cullen (1710-1790) en 1769 para calificar:

todas las afecciones contra natura del sentimiento y del movimiento en las que la pirexia no constituye una parte de la enfermedad primitiva; y todas aquellas que no dependen de una afección tópica de los órganos, sino de una afección más general del sistema nervioso y de las potencias del sistema de donde dependen más especialmente el sentimiento y el movimiento.

Pinel, quien lo tradujo al francés, hará uso del término en idéntico sentido en su Nosographie Philosophique.

Estas neurosis primitivas agrupaban pues, desde finales del siglo XVIII y durante la primera mitad del XIX la totalidad de lo que sería el campo de la psiquiatría y la neurología, e incluso una buena parte de la patología general. Por su lado, el término psicosis había sido propuesto en 1845 por Ernst Freiherr von Feuchtersleben (1806-1849), para designar "las manifestaciones psíquicas de la enfermedad mental" (originalmente significaba, pues, casi la totalidad de la patología mental) que podían aparecer en ocasiones como consecuencia de las neurosis, alteraciones no localizadas del sistema nervioso, como acabamos de ver. De esta manera, Wilhelm Griesinger (1817-1868), a quien suele considerarse uno de los padres de la psiquiatría organicista, decía: "no hay psicosis sin neurosis", para significar que todo trastorno mental tenía como sustrato una alteración patológica cerebral. Ambos términos cambiaron sus sentidos con el nacimiento de la neurología y del psicoanálisis. La descripción que hizo Charcot, entre 1862 y 1870, de las principales enfermedades neurológicas y de las lesiones anatomo-patológicas que las explican, mostró que éste no era el mecanismo etiológico de las neurosis, estableciendo la frontera entre la patología neurológica y la patología neurótica, que heredó el legado de la antigua histeria.

Pero en el momento en el que recibía, en 1872, a las pacientes de Delasiauve y escuchaba, comedido, las explicaciones que sobre ellas y sus padecimientos tenía a bien decirle, Charcot se dio cuenta de que debía estudiar todo lo que se había escrito sobre esa histeria que desconocía (como lo había hecho respecto de la patología del sistema nervioso a su llegada a la Salpêtrière). Por un lado, le quedó claro que frente a esas neurosis debía aplicar el método clasificatorio y anatomo-clínico que tan fructífero le había sido hasta entonces. Por el otro lado, tras haberse aplicado a su indagación bibliográfica políglota, llegó a la conclusión (para variar) de que todo lo que los alienistas habían escrito sobre la histeria, no eran sino tonterías... ¿Cómo no iba a pensar eso el gran clasificador, cuando Lasègue 1 había escrito que "la definición de la histeria no se ha dado nunca ni nunca se dará"? ¿Como podría estudiar a partir de este planteamiento, con su método, esas dos grandes neurosis que el azar había llevado a su servicio?

Porque, para comenzar, ¿qué significaba a ciencia cierta ese vocablo de "histeria"? Pocos términos han tenido persistencia tan tenaz. Siguiendo sus avatares, uno puede rastrear la evolución del pensamiento médico.

Los griegos hablaban de una afección histérica, derivada de ustera= histera: el útero, y siguieron en lo esencial la concepción egipcia, tal como se explica en el papiro de Kahun, del siglo XX a.C. El útero, considerado un organismo vivo e independiente, podía migrar hacia la parte alta del cuerpo en busca de un calor que no recibía por la vía natural. Al llegar al tórax provocaba compresión con dificultad respiratoria, sofocación y sensación de opresión en el esófago. En ese papiro, y en el de Ebers (1600 a.C.), se recomendaba el uso de fumigaciones aromáticas vaginales con el fin de obligarlo a regresar a su sitio. Esta terapia, que de acuerdo con tal concepción suena muy lógica, se siguió utilizando ¡hasta 1910 d.C.! Para los griegos estos desplazamientos se debían a que las mujeres estaban privadas de relaciones sexuales, lo que provocaba que el útero se secara, perdiera peso y partiera en búsqueda de la humedad necesaria, hasta el hipocondrio. Si se quedaba allí causaba convulsiones semejantes a la epilepsia. Hipócrates describió varios casos clínicos en su tratado De las enfermedades de las mujeres, considerando en ellos la misma etiología. Logró diferenciar las convulsiones provocadas por las sofocaciones de la matriz, de las que se debían a la epilepsia. En el primer caso, las crisis podían ceder a la presión abdominal (recuérdese la presión de las "zonas histerógenas" de Blanche Wittmann). Si el padre Hipócrates estaba convencido de que la epilepsia tenía una sede cerebral, no encontró para nada absurdo que la convulsión histérica tuviera un origen uterino. Cuando el útero alcanzaba en su desplazamiento al corazón, generaba ansiedad, sensación de opresión y vómito. Su terapia aconsejaba que las jóvenes se casaran y las viudas reincidieran. También esta terapia tuvo larga vida.

Platón resumió muy bien, en Timeo, el concepto que es, al mismo tiempo, una concepción de la femineidad:

El útero es un animal que desea engendrar hijos. Cuando permanece estéril mucho tiempo después de la pubertad, se vuelve inquieto y avanza a través del cuerpo; al cortar el paso del aire, impide la respiración, provoca grandes sufrimientos y todo tipo de enfermedades.

Galeno pensó que la migración de la matriz era anatómicamente ridícula y que la etiología de la histeria debería buscarse en la retención, bajo el efecto de la continencia, de un líquido seminal femenino, análogo al esperma, que provocaría la corrupción de la sangre con irritación de los nervios y la aparición de convulsiones. Para él existía, de igual manera y por las mismas causas, una histeria masculina. Esta idea no prosperó y hubo que esperar hasta Charcot para que fuera aceptada. (Un antecedente se encuentra en Areteo, quien consideró que junto al ahogamiento, la afasia y la pérdida de la conciencia que provocaba el útero, había otra enfermedad cataléptica no uterina, que podían presentar tanto hombres como mujeres.)

La llegada del cristianismo introdujo un nuevo enfoque alejado de las concepciones naturalistas. Si por un lado la fragilidad emocional de las mujeres, su aparente mayor dependencia a la corporalidad y a la sensualidad, cuadraba muy bien con la misoginia de los grandes representantes de la patrística, por el otro resultaba escandaloso recurrir al ejercicio de la sexualidad como medio terapéutico. La humanidad era el sitio de un combate entre Dios y su adversario, y los síntomas somáticos se convirtieron en el signo de un triunfo de las fuerzas del mal. Una buena parte de la histeria fue considerada posesión diabólica.

Estas ideas prosiguieron sin cambio a lo largo de muchos siglos, mientras los médicos recurrieron al fácil recurso de explicar buena parte de la conducta y la patología femeninas con un dicho que citaba, según ellos, a Aristóteles: Tota mulier in utero (Toda la mujer está en el útero).

Tras el periodo del famoso "oscurantismo" medieval, en el que muchas histéricas fueron tomadas por posesas y brujas, y a las que se sometió a tratamientos más violentos y definitivos que las inhalaciones vaginales de la Antigüedad, no fue sino hasta los siglos XVI y XVII cuando aparecieron nuevos conceptos nosológicos y terapéuticos.

Paracelso (1493-1541), el gran heterodoxo, describió una chorea lasciva que sería el resultado de la acción de un componente inconsciente" más que del mero espasmo uterino, por lo que el historiador Zilboorg lo consideró el inventor del papel del inconsciente en la patogenia de las neurosis; en tanto que Francois Rabelais (1483-1553), quien practicaba tanto la medicina como las belles-lettres, postuló, en su Pantagruel, medio-en serio-medio-en-broma, que las mujeres podían controlar por el ejercicio de la voluntad y la dedicación a otras actividades, los deseos y los movimientos de ese "animal uterino", en lo que algunos historiadores consideran como el primer planteamiento de la "sublimación".

Charles Lepois (1563-1613) afirmó que los síntomas histéricos eran comunes a los hombres y a las mujeres, por lo que era absurdo atribuir su origen a la matriz. Pensó que tales síntomas se originaban en la cabeza. Describió, además de las crisis convulsivas, los otros síntomas que conformaban para entonces el cuadro histérico: anestesias, ceguera, afonía, temblores, parálisis, cefalea.

Thomas Sydenham (1624-1689) mostró que la histeria era muy frecuente, que imita a todas las enfermedades del cuerpo humano, y que sus síntomas eran idénticos a la afección conocida como hipocondría. Esta última, referida también en su origen etimológico a una región anatómica, era el equivalente masculino de la histeria, y llegó con el tiempo a adquirir la connotación del "enfermo imaginario".

En la Inglaterra isabelina, Edward Jorden (1578-1632), en una curiosa sustitución metonímica, llamó mother a la matriz en su Breve discurso sobre una enfermedad llamada "sofocación de la madre". Bajo el nombre del "mal de madre" fue conocida en el Siglo de Oro. Es así como un seguidor de Góngora, el conde de Villamediana (1580-1620), 2 de turbulenta vida y misteriosa muerte, escribió:

Yo, que ser puedo abuelo y no ser padre
sino de desengaños advertido
de idolatrar un serafín vestido
no quiero más amor con mal de madre.

Este misógino, para algunos de los modelos del Don Juan de Tirso, había dado en un poema la siguiente definición de la mujer, que no conocieron Charcot ni Freud, y que hubiera encantado a Lacan:

Es la mujer un mar todo fortuna,
una mudable vela a todo viento;
es cometa de fácil movimiento,
sol en el rostro y en el alma luna.
 
Fe de enemigo sin lealtad ninguna,
breve descanso e inmortal tormento;
ligera más que el mismo pensamiento,
y de sufrir pesada e importuna.
 
Es más que un áspid arrogante y fiera;
a su gusto de cera derretida,
y al ajeno más dura que la palma;
 
es cobre dentro y oro por de fuera,
y es un dulce veneno de la vida
que nos mata sangrándonos el alma.

El último eslabón precharcotiano de esta larga cadena está representado por Paul Briquet (1796-1881), quien al igual que su sucesor debió, por cuestiones administrativas, ocuparse de un servicio del Hôpital de la Charité en el que se internaba a pacientes histéricas, a pesar de que "su gusto por el estudio de las ciencias positivas no lo conducía para nada a ello". Resignado primero, interesado después, logró colectar en diez años 430 observaciones que analizó en detalle. En 1859 publicó su Traité clinique et thérapeutique de l'hystérie. Para él, se trataba de una "enfermedad dinámica" susceptible de modificar a todo el organismo, pero que había que considerar "una neurosis de la porción del encéfalo destinada a recibir las impresiones afectivas y las sensaciones". Rechazó el papel que podían desempeñar las frustraciones sexuales e insistió en que existía una histeria masculina aunque menos frecuente (un hombre por cada 20 mujeres), siendo también en esto un antecedente de Charcot, quien leyó con provecho su texto, el único que comentaría y tomaría en cuenta, aunque no dejó de burlarse de la mojigatería y el sentimentalismo de Briquet, que le parecían impropios de un médico.

El primer paso de Charcot frente a ese contingente humano, heredero de una tradición milenaria de ideas fijas y de confusión etiológica y nosográfica, fue establecer los criterios que permitieran distinguir las convulsiones histéricas de las convulsiones epilépticas. Pidió a mademoiselle Bottard que separara a las enfermas epilépticas con crisis de gran mal, que recibían bromuro, de las histero-epilépticas. "¿Cómo distinguirlas?" —preguntó azorada—. "Es fácil: son las más jóvenes" —contestó el patrón—. En efecto, su infalible ojo clínico le permitió descubrir que este grupo no mostraba los estigmas ni el deterioro de la enfermedad convulsiva, y que muchas de ellas poseían rostros agradables. Esto, aunado a la novedad del tema que se puso febrilmente a estudiar, tanto en los textos como en los casos, terminó por seducirlo, en los dos sentidos del término: en el actual, "hacer caer en un error o pecado, persuadir al mal, corromper; cautivar, encantar", y en el de la etimología original: seducere: "llevar a un lado, alejar" (se = aparte + ducere = llevar, guiar, conducir). Es decir, que las histéricas habían de conducirlo de los terrenos de la neuropatología a los de la psicodinamia.

Pero al querer aplicar en un principio, a toda costa, el método de la neurología a estas pacientes, el gran clasificador describió un modelo clínico que creyó tan real como la marcha de las verdaderas enfermedades neurológicas, y que resultó una "sintomatología de cultivo". Él, que había dicho:

Hay que plantear inicialmente el problema médico tal como es dado por la observación de la enfermedad, y después tratar de brindar la explicación fisiológica; actuar de otra manera sería exponerse a perder de vista al enfermo y a desfigurar la enfermedad.

parece haber olvidado la sentencia de Claude Bernard que completa la suya propia:
Los hombres que tienen una fe excesiva en sus teorías o en sus ideas están no solamente mal dispuestos para hacer descubrimientos sino que hacen también muy malas observaciones. Observan necesariamente con una idea preconcebida, y cuando han instituido una experiencia no quieren ver en sus resultados más que una confirmación de sus teorías. Desfiguran así la observación y descuidan frecuentemente hechos muy importantes porque no coadyuvan a su finalidad.

Durante algunos años Charcot enseñó que los síntomas de la histeria eran síntomas físicos y que como tales deberían ser estudiados. Las contracturas y las hemianestesias deberían explicarse como lesiones de regiones precisas del sistema nervioso.

La histero-epilepsia de Delasiauve se convirtió bajo su pluma en la hysteria major. He aquí su descripción del gran ataque:

En el ataque completo se suceden cuatro periodos con la regularidad de un mecanismo: 1) periodo epileptoide; 2) periodo de los grandes movimientos (contradictorios, ilógicos); 3) periodo de las actitudes pasionales (lógicas); 4) delirio terminal. Nada se deja al azar; todo ocurre aquí, por el contrario, según las reglas, siempre las mismas, comunes a la práctica de la ciudad y a la del hospital, válidas para todos los países, para todas las razas, en consecuencia, universal. La simulación de la que tanto se habla cuando se trata de la histeria no es, en el estado actual de nuestros conocimientos, más que un espantapájaros frente al cual sólo se detendrán los tímidos o los novatos.

En la fase epileptoide la paciente presentaba un grito, palidez, caída y rigidez muscular. En las fases dos y tres aparecían movimientos clónicos, contorsiones, gesticulaciones ridículas o teatrales que mimaban el miedo, la pasión, el terror. En la fase final había llantos, sollozos, risas.

El gran ataque duraba un promedio de 15 minutos y podía presentarse adoptando varias formas: epileptoides, demoniacas, delirantes o extáticas. Briquet ya había distinguido las crisis de ambas "neurosis" de acuerdo con la mímica: en la epilepsia, las convulsiones eran "una especie de tétanos sin semejanza con los movimientos del estado fisiológico" en tanto que en la histeria "se relacionan con la mímica de las pasiones, las sensaciones o los actos ordinarios de la vida".

Charcot nunca sospechó que sus pacientes pudieran simular los síntomas que sabían que se esperaban de ellas, o que la repetición de estas crisis dramáticas frente al público hubieran podido ser maquinadas por los asistentes o por los alumnos, tras bambalinas, con el fin de satisfacer a su maestro. Para algunos historiadores, Charcot fue víctima de hábiles comediantes y simuladoras excelentes. Muchas veces, cuando el caso lo requería, algunos alumnos salían a buscar a las famosas histéricas de la iglesia de Saint-Medard, que por unas monedas aceptaban presentarse sobre la escena de la Salpêtrière. Según Racamier, Charcot no fue engañado por las pacientes, sino por una situación global que fue incapaz de dominar. Más que al de un teatro, el espectáculo se asemejaba al del circo romano el actor no hacía "como si". La anestesia de la histérica era tan real como la muerte del gladiador en la arena. No había, empero, como podría pensarse, una verdadera y voluntaria puesta en escena actuada libremente. No era una grotesca mistificación de charlatanes, sino una situación muy compleja de creditividad 3 en la que todos quedaron envueltos entre dos polos especulares: la seducción de Charcot y la seducción de sus jóvenes y bellas pacientes.

Entre 1880 y 1890 observó el carácter particular de las parálisis histéricas, consecutivas a ciertos traumatismos físicos, que no correspondían a la lesión de un territorio neurológico determinado. El síntoma en este caso no era explicable por la anatomofisiología nerviosa, sino por la idea subjetiva del cuerpo imaginario o simbólico. Estas parálisis se diferenciaban también de las "neurológicas" por el hecho de que, a diferencia de lo que se observaba en éstas, las pacientes no mostraban una especial preocupación por su incapacidad. Presentaban más bien lo que se llamó la belle indifférence (el fenómeno "conversivo", como explicaría Freud, permitía una forma de solución al conflicto). Las parálisis se instalaban después de un periodo más o menos largo de incubación o elaboración psíquica. Charcot tuvo entonces la idea de provocarlas bajo hipnosis, utilizando ya sea un traumatismo mínimo o por medio de la sugestión. Las histéricas le brindaban, así, la posibilidad de ser un experimentador, que era lo que buscaba desde hacía tiempo, y ser semejante a Louis Pasteur y a Claude Bernard. Descubrió que los síntomas no eran provocados por el choque físico, como se pensaba, sino por las representaciones ligadas a él que sobrevenían en el curso de un estado psíquico particular. El papel de la sugestión y la ausencia de toda lesión orgánica en esa enfermedad en la que originalmente intentó aplicar el modelo neurológico, lo condujeron a interesarse en la hipnosis. Éste es el segundo paso de la aventura a la que se lanzó Charcot poniendo en juego su saber, su autoridad, su seducción y una parte de su reputación. Dio a la hipnosis una caución científica, convirtió a la histeria en una enfermedad vedette, e hizo de ambas un espectáculo médico con la garantía de la neurología y del pensamiento racionalista.

Ernst-Charles Lasègue (1816-1883) terminó a los 22 años su carrera de letras y enseñó la filosofía en un liceo, donde tuvo como alumno a Charles Baudelaire. Fue amigo de Claude Bernard, quien lo llevó a la Salpêtrière, al servicio de Falret, del cual el futuro fisiólogo era interno. Lasègue quedó seducido por la psiquiatría e inició sus estudios de medicina a los 23 años. Describió el delirio de persecución y, con su maestro Falret, la folie à deux; más tarde estudió el delirium tremens y la anorexia histérica, el exhibicionismo y la cleptomanía.
Tan complejo personaje, cuya conducta era en ocasiones bastante histérica y en otras muy sociopática, en una terrible escena de celos en su carruaje, propinó una soberbia paliza a una de sus amantes, casquivana y no menos histérica, quien era, por cierto, esposa de Pedro Cortés de Arellano, cuarto marqués del Valle de Guaxaca.
A diferencia de la credibilidad —condición de creíble— y de credulidad —condición de crédulo (que cree sin reflexión)—, el término creditividad, introducido por Bernheim, ha sido estudiado por Joseph Fursay-Fusswerk, alumno de Janet, como la necesidad biológica que tiene el hombre de creer en algo, independientemente de la creencia y de lo lógica o absurda que ésta sea.