III. ...Y EL TEATRO EN LA CLÍNICA

OTRA experiencia, aunque en cierto sentido antitética, que no es posible soslayar, se había dado previamente, a principios del siglo XIX, en la medicina mental recién inaugurada bajo el nombre de "alienismo", como especialidad médica autónoma. El teatro debutó —si así podemos decirlo— en ella, por medio de un equívoco. Queriendo incorporarlo dentro de los "métodos morales" preconizados por Phillipe Pinel (1745-1846), su fundador, la primera experiencia se reveló catastrófica. A raíz de una curiosa situación burocrática, se estableció una absurda rivalidad de funciones en la Real Casa de Alienados de Charenton, entre el director (a la sazón monsieur de Coulmier, amo absoluto del sitio) y el médico en jefe que no era otro que el ilustre Antoine-Athanase Royer-Collard (1768-1825), quien en 1819, a la caída del imperio napoleónico, durante la restauración de los Borbones, de los que era partidario, había obtenido la cátedra de medicina mental.

Conviene relatar en detalle la anécdota tal como se encuentra en el tomo II del libro De las enfermedades mentales consideradas bajo las relaciones médica, higiénica y médico-legal, que publicó en 1838 Jean-Etienne-Dominique Esquirol (1772-1840), alumno y sucesor de Pinel:

Por falta de un reglamento, el médico en jefe quedó sin autoridad real a causa de la supremacía que el director se había otorgado. Por considerar la aplicación de los medios morales como una de sus atribuciones más importantes, el director creyó haber encontrado en las representaciones teatrales y en la danza, un remedio soberano contra la locura. Estableció en la casa los bailes y el espectáculo. Se dispuso arriba de la antigua sala del hospital del cantón, convertida en sala para mujeres alienadas, un teatro, una luneta y, frente a la escena, un palco reservado para el director y sus amigos. Frente al teatro y de cada lado de este palco se elevaron gradas destinadas a recibir, a la derecha, de 15 a 20 mujeres y a otros tantos hombres a la izquierda, más o menos privados de razón, casi todos en la demencia y habitualmente tranquilos. El resto de la sala se llenaba con extraños y con un pequeño número de convalecientes. El muy famoso marqués de Sade era el organizador de estas fiestas, de estas representaciones, de estas danzas a las que no tenían empacho en llamar a bailarinas y actrices de los pequeños teatros de París. Se representaban, una vez por mes, comedias, óperas y dramas, generalmente dos piezas, y se agregaba a veces un ballet. En la fiesta del director se cantaban cuplés inspirados por las circunstancias y se lanzaban fuegos artificiales.
Este espectáculo fue un engaño, los locos no representaban para nada la comedia, el director se burlaba del público y todo el mundo fue su víctima. Grandes y pequeños, sabios e ignorantes, quisieron asistir al espectáculo dado por los locos de Charenton. El tout Paris acudió durante varios años. Unos por curiosidad, otros para juzgar los efectos prodigiosos del admirable medio de curar a los alienados. Pero la verdad es que éste no curaba.
Los alienados que asistían a estas representaciones teatrales eran objeto de la atención, de la curiosidad de un público ligero, inconsecuente y a veces malvado. Las actitudes extrañas de estos desdichados, sus maneras, provocaban la burla, la piedad insultante de los asistentes que hería el orgullo y la susceptibilidad de estos infortunados, y desconcertaba el espíritu y la razón de aquellos que en reducido número conservaban la facultad de permanecer atentos. El favor designaba a aquellos que deberían asistir al espectáculo y excitaba los celos, las querellas y los rencores; de ahí las explosiones súbitas de delirio, de recrudecencia de la manía y del furor.
Éstos eran algunos de los inconvenientes a los que estaban expuestos los alienados de Charenton en ocasión del espectáculo y antes de levantarse el telón. Veamos ahora lo que ocurría después de que éste se había levantado. Una intriga de amor se desarrolla en presencia de una histérica y loca, todas sus facultades afectivas entran en crisis, el lipemaniaco (melancólico), tan desconfiado, tan suspicaz, tan temeroso, se siente aludido por todo lo que ve y escucha. ¡Cuántas veces hemos temido por los convalecientes, todavía impresionables frente a la acción viva y fuerte que ejercían sobre ellos las intrigas, los desenlaces, los efectos teatrales, las danzas, la música, el conjunto y el escándalo de los espectadores! Lo que ocurrió en Charenton nos lo enseña suficientemente: cuántas recaídas, cuántos accesos de furor provocados por las representaciones teatrales. Nunca mostraron a un solo individuo curado por este modo de tratamiento.
Para hacer el espectáculo más picante, un año se les ocurrió hacer figurar en un ballet a un monomaniaco muy célebre en París por la gracia y la perfección de su danza. Este desdichado viajaba por Italia con un señor ruso y fue contrariado en un deseo. Los celos lo tornaron furioso y fue conducido a Francia en donde, tras un exceso de manía, quedó persuadido inicialmente de que era muy rico y gran señor; más tarde, que era rey y emperador. Pasaba apaciblemente su vida con este delirio de grandeza, ajustando lo mejor que podía su vestimenta para darse más importancia; recogía todos los objetos brillantes que encontraba para adornarse, hablaba frecuentemente de su potencia y de su felicidad, etc. La dicha de este infortunado fue perturbada: se le disfrazó con un traje real, se le ciñó una espada y, así ataviado, lo presentaron en el teatro de Charenton. Nuestro coreógrafo danza con la dignidad de un potentado y todos los espectadores le aplauden; pero cuando al terminar se quiere despojar a este infortunado de su vestido, se irrita, ofrece resistencia, se torna furioso, saca la espada, pone en peligro a aquellos que lo rodean. Finalmente, con grandes trabajos, los enfermeros lo desarman y lo conducen a su pabellón.
Fueron los médicos extranjeros, Frank en 1802 y Max Andrée en 1808, quienes, en su viaje científico a Francia, elevaron las primeras voces contra semejante despropósito. Los abusos y las consecuencias funestas de este extraño medio para curar la locura sorprendieron finalmente a los buenos espíritus, y tras las reclamaciones insistentes y reiteradas de Royer-Collard, médico en jefe, el ministro, por decisión de julio de 1811, prohibió todo tipo de comedia y de baile en la casa de Charenton.
Para que las representaciones teatrales fueran útiles para los alienados se necesitaría un teatro, piezas, música y espectadores hechos a propósito para cada enfermo, porque las aplicaciones de la influencia moral en el tratamiento de los alienados deben ser tan variadas como los modos diferentes de sentir. Llevé a un espectáculo a varios alienados confiados a mi cuidado: maniacos tranquilos, monomaniacos apacibles, lipemaniacos. Elegí piezas alegres propias para despertar las impresiones dulces, pero que no podían provocar ni ideas ni pasiones peligrosas. Consulté el gusto de cada enfermo haciéndole desear largo tiempo esta distracción. Nunca vi que el espectáculo haya curado. Entre mis enfermos, unos se irritaban, otros estaban profundamente tristes, casi todos deseaban salir de la sala. Uno de ellos creía ver a su mujer en todas las damas que entraban a la sala, y rivales en todos los hombres. Otro me pidió salir antes, al sentir que el delirio lo invadía. Un tercero me confesó que prestaba atención al juego escénico pero que nada iba a su corazón. En una ocasión estuve a punto de ser sorprendido en la ópera por la explosión de un acceso de manía provocado por un acto durante el cual los actores simulaban un combate con espada. El espectáculo sólo es realmente útil en la convalecencia perfecta y, en este caso, es preferible un amigo, la familia, el campo o los viajes.

En esa desafortunada experiencia, tan irrespetuosa para los enfermos, triunfó finalmente el buen juicio del médico. Es fácil comprender, por otro lado, por qué el impertinente director encontró a un entusiasta aliado en Donatien-Alphonse François, marqués de Sade (1740-1814). Si bien actualmente la crítica ve en la obra escrita de éste un ejemplo del hombre libre que se rebela contra Dios y la sociedad, su biografía presenta, indudablemente, conductas que pertenecen al dominio de la psiquiatría. Podríamos decir que la única utilidad de esta experiencia fue el haber brindado a Peter Weiss un tema bastante atractivo para escribir su obra Pasión y muerte de Marat tal como la representaron los alienados del asilo de Charenton bajo la dirección del marqués de Sade. Los dramaturgos pueden tomarse, con sus personajes, más libertades que los psiquiatras con los pacientes a su cuidado. Por cierto que esta obra se presentó por primera vez en México a mediados de los años sesenta, bajo la dirección de Juan Ibáñez, llevando a Angélica María en el papel de la loca que representaba, a su vez, a Carlota Corday. Con mucho profesionalismo, la actriz asistió en varias ocasiones al servicio de psiquiatría del Instituto Nacional de Neurología, que dirigía Dionisio Nieto, con el objeto de observar detenidamente las expresiones de las pacientes para recrear su personaje. Sin embargo, las internadas en las instituciones contemporáneas son bastante diferentes de aquellas que albergaban los asilos del siglo XIX.

El público de la Lección clínica en la Salpêtrière al contrario del que asistía en Charenton a los espectáculos de la mancuerna Coulmier-Sade, no muestra, ni por asomo, el menor signo de burla o desprecio. La paciente es sólo "un caso". En el cuadro de Broulliet, el público se mantiene en un solemne suspense y es, en su totalidad, masculino. Las mujeres sólo participan como sujetos de estudio o miembros del equipo de enfermería. A pesar de haber descrito la histeria masculina, hay cierta actitud misógina en el enfoque charcotiano de la patología, que en parte heredó el freudismo, y que no han dejado de denunciar los movimientos feministas.