LV. PELIGROS DE LA CIENCIA

HACE varios años, Stanley Cohen y Heberto Boyer descubrieron una técnica de la que se ha desarrollado vertiginosamente una nueva disciplina. La ingeniería genética parecería venir a realizar los sueños de muchas mentes ingenuas y calenturientas. Desde los pegasos, grifos, centauros y sirenas, hasta el pavoroso zorrillofante de Al Capp, sobran testimonios de la capacidad imaginativa para enmendar la plana de la madre naturaleza a fuerza de engendros.

La ingeniería genética, mediante la técnica del ADN recombinado, permite cruzar seres vivos sin importar su familia, género o especie. Esta posibilidad contrasta con la situación anterior de la genética, que sustentada en la cría selectiva de los organismos aprovechaba con pasividad la aparición espontánea o inducida de mutantes. Como un resultado práctico de estas investigaciones clásicas, contamos con frutas de cualquier estación, con cereales de gran rendimiento y con ganado de alto registro. Aunque cabe señalar que fueron esencialmente los mismos mecanismos de evolución dirigida los que, más o menos inconscientemente, aprovechó la humanidad durante milenios para llegar a domesticar plantas y animales.

Las nuevas técnicas de la ingeniería genética abren un horizonte insospechado, y provocan las reacciones de quienes ven en esta amplitud de miras una fuente de aciagos peligros. La preocupación no es extravagante: no se teme que algún monstruo, al estilo del que creó el doctor Frankenstein, asuele las de por sí poco seguras calles del Boston nocturno, sino la aparición o producción involuntaria de un microscópico agente muy patógeno. La versión hollywoodense del peligro, más que las encarnaciones de Karloff y Chaney, sería entonces The Andromeda Strain.

Como fiscal en el juicio vs. la ingeniería genética, que se escenificó en Cambridge, Mass., al final de los setenta, destacó Jorge Wald, premio Nobel, quien consideró insuficientes las reglas propuestas por los National Institutes of Health de los EU —y que son semejantes a las propuestas en la Gran Bretaña por un grupo consejero en manipulación genética— para evitar los peligros de la experimentación en este campo. Imbuido del más puro espíritu conservador, Wald declaró a The Sciences, revista de la Academia de Ciencias de Nueva York: "Mis sentimientos son ambivalentes, la nueva tecnología me entusiasma por su virtuosismo y su potencialidad intelectual y práctica; sin embargo, el precio a pagar es muy alto, quizá demasiado alto." Los defensores han sido numerosos e ilustres, incluyendo también varios premiados con el Nobel, como David Baltimore, Josué Lederberg y Howard Temin. Aceptan la necesidad de regulación, pero están convencidos de que la investigación en ingeniería genética debe y puede proseguir minimizando los peligros.

a defensa ganó el caso en Cambridge. Los laboratorios que ya llevan varios años trabajando en ingeniería genética sin ningún accidente, demuestran que los defensores tienen la razón. Aunque no puede uno dejar de recordar las discusiones acerca de los peligros de la energía nuclear. Los daños causados por accidentes nucleares suman un número mucho menor de víctimas que las de Hiroshima y Nagasaki. El peligro más grande, con la energía nuclear o la ingeniería genética, no lo constituyen los accidentes o los descuidos, sino el uso mal intencionado o irresponsable.