LXIII. HOYOS NEGROS

EL DESARROLLO de la astronomía en los últimos decenios ha deparado descubrimientos sensacionales. La imagen de un Universo formado por estrellas, nebulosas y planetas, agrupados en galaxias y sistemas planetarios, se ha enriquecido con objetos de propiedades singulares y de nombres extraños, tales como pulsares, cuasares y hoyos negros. El descubrimiento de los dos primeros constituyó una verdadera sorpresa que puso a prueba la imaginatividad de los astrofísicos. De los tres, los hoyos negros son los más extraños a nuestra común experiencia, aunque su existencia fue vislumbrada con anterioridad a su descubrimiento, hoy quizá cercano a su confirmación definitiva.

Además de dedicarse a formular las leyes de la ciencia, a los investigadores les gusta enunciar reglas acerca de su oficio. Una de éstas manifiesta de alguna manera la potencialidad del mundo natural, dice que si hay algo que puede ocurrir, entonces ciertamente ocurrirá. Esta regla resume una larga experiencia: casi todos los fenómenos o entes que ha podido concebir la imaginación científica, y cuya existencia es rigurosamente compatible con las leyes de la ciencia, más tarde o más temprano resultan en efecto descubiertos. De las innumerables predicciones del pensamiento científico, las que anticipan un ente todavía inobservado y apenas sospechado rayan en lo fantástico e increíble.

Recordamos algunos ejemplos notables de estas anticipaciones: en 1905, Alberto Einstein predijo la relatividad de la mediciones espaciales y temporales, que ha sido confirmada desde entonces con amplitud; alrededor de 1930, Pablo Dirac infirió la existencia de antimateria, que fue descubierta pocos años después y que hoy es producida en minúsculas cantidades y por brevísimos lapsos en varios laboratorios. A esta categoría pertenece la predicción de hoyos negros y de sus propiedades.

Los hoyos negros nacen como una posibilidad dentro de las leyes gravitacionales de Einstein. En la década de los sesenta, los teóricos mostraron que si existiera un objeto con grandísima densidad, la fuerza gravitatoria que atraería mutuamente a todas sus partes, comprimiéndolas, podría superar a cualquier otra fuerza conocida que se opusiese a tal compresión. En tal circunstancia, se produciría la implosión o colapso del objeto, que iría reduciendo su tamaño e incrementando su densidad de manera continua e irreversible. Pero la misma teoría gravitacional predice algo aún más espectacular: el colapso llevaría al objeto a un estado en el cual nada, absolutamente nada, ni siquiera la luz, podría escapar hacia el exterior. Un objeto en tal estado no violentaría ninguna ley física conocida, aunque represente un reto a nuestra imaginación.

Tratemos de imaginar lo que significa el estado recién descrito: tenemos ahí un objeto de una masa muy concentrada, de él nada puede escapar: ni partículas, ni ondas de radio, ni rayos X, ni la luz visible. Esto quiere decir que no podríamos observar directamente el objeto por ningún medio imaginable, y que nada de lo que en él ocurriere podría tener efecto alguno sobre lo que esté fuera de él mismo. Para casi todo propósito, sería como si tal objeto no existiera en el universo observable, como si fuera un agujero en el espacio: un hoyo negro. El nombre es descriptivo aunque modesto en sus evocaciones; se trata del hoyo más negro que es posible concebir y, abusando del lenguaje, se diría que es también el más hoyo.

Para ayudar a imaginar un hoyo negro, conviene ver una serie de ejemplos hipotéticos. Comenzamos con los pies bien puestos en el suelo: para que un objeto escape de la atracción gravitatoria terrestre, al lanzarlo al espacio desde la superficie de nuestro planeta, es necesario impulsarlo con una velocidad de 11 km/s o mayor. A ésta se le llama velocidad de escape. Para otro cuerpo celeste con la misma masa de la Tierra, pero con la cuarta parte de su radio, la velocidad de escape es de 22 km/s. Así, cuanto más pequeño sea el cuerpo de una cierta masa, esto es, cuanto más denso sea, mayor será la velocidad necesaria para escapar a su acción gravitatoria desde su superficie. De tener un cuerpo con sólo 1 km de radio y la masa terrestre, se requeriría una velocidad de 2 200 km/s para escapar de él. Y si ese mismo cuerpo tuviera un radio de unos 5 cm, la velocidad de escape sería mayor que 300 000 km/s, la velocidad de la luz. Esto último significa que de tal cuerpo no se podría escapar ni la luz, la cual tiene la máxima velocidad posible de acuerdo con toda la experiencia conocida y con la teoría de la relatividad. Ese cuerpo sería entonces un hoyo negro.
De acuerdo con la teoría, los hoyos negros pueden ser de cualquier tamaño según sea su masa. Podrían tener la masa terrestre y unos cuantos centímetros de circunferencia, como en el ejemplo anterior, o ser gigantescos hoyos con cientos de kilómetros de circunferencia y masa entre 4 y 50 veces la del Sol, o también podrían ser minúsculos agujeros de 1000 millones de toneladas de masa y el tamaño de una partícula nuclear.

A pesar de todos los atractivos de los hoyos negros para la imaginación científica, mientras su existencia no se observe directa o indirectamente sólo quedarán como entes posibles en nuestro universo, pero hipotéticos. La misma esencia de un hoyo negro lo hace muy difícil de detectar: no lo podemos "ver" con ningún instrumento porque de él no sale ninguna señal; cualquier búsqueda tiene que basarse entonces en los efectos indirectos producidos por el cuerpo colapsado. Es obvio que cerca de la Tierra no hay gigantescos hoyos negros, ya que de haberlos habido hubieran sido descubiertos hace tiempo por sus efectos gravitatorios sobre objetos visibles. Entonces, si hay hoyos negros cercanos ellos son muy pequeños, y los muy grandes estarán necesariamente muy lejos de nosotros. Dentro de la última posibilidad, lo más atractivo es que un hoyo negro forme un sistema estelar binario con una estrella normal; el hoyo negro tendría un efecto sobre su compañera y este efecto podría quizá observarse y achacarse, fuera de toda duda, al hoyo negro.

Ésta es la línea de investigación iniciada en 1964 por dos astrofísicos soviéticos: Zel'dovich y Guseynof. Al estudiar los centenares de sistemas estelares binarios que se conocen, formados por dos estrellas que giran alrededor de un centro común y en los que sólo una de ellas es visible, Zel'dovich y Guseynof encontraron cinco candidatos viables a contar con un hoyo negro. Desde entonces, otros estudios han incrementado este número, aunque por un tiempo sólo era posible mostrar que dichos sistemas binarios podían tener un hoyo negro.

La esperanza de llegar a confirmar o desechar la existencia de los hoyos negros renació con el descubrimiento, en la década de los setenta, de fuentes estelares de rayos X y con el posterior estudio de ellas mediante satélites, iniciado con el Uhruru, satélite italonorteamericano. ¿Es posible que estos rayos X sean producidos por la acción gravitacional de un hoyo negro? En efecto, varias de las fuentes estelares de rayos x coincidían con sistemas binarios sospechosos de tener un hoyo negro. Se ha desatado así una intensa actividad de muchos astrofísicos, unos que tratan de demostrar que los hoyos negros pueden producir los efectos observados, y otros que, en el papel de abogados del diablo, se esfuerzan por probar que los mismos efectos producidos por causas más convencionales. De todo esto ha quedado un gran sospechoso: está localizado en la constelación del Cisne y es conocido como Cygnus X-1; consta de dos cuerpos, una estrella visible y el otro invisible, muy denso y con una masa ocho veces mayor que la del Sol. Esta masa es tan grande que podría explicar el colapso gravitacional que bien pudo haber formado el hoyo. Pero no todo ha sido buscar los hoyos negros. En paralelo con esta búsqueda, los teóricos han aceptado el reto que significa para la física la posible existencia de materia en condiciones tan extraordinarias. Por un lado, se logró un avance teórico formidable gracias al genio de Esteban Hawking, de la Universidad de Cambridge en Gran Bretaña. Hawking combinó la teoría gravitatoria de Einstein con otras dos teorías físicas —la mecánica cuántica y la termodinámica— para mostrar entre otras muchas cosas que los hoyos negros producen la emisión, desde la región justo fuera de su superficie, de radiaciones subatómicas. Ésta es una contribución muy importante a la física contemporánea, aunque sus consecuencias hoy apenas se vislumbran.

Por el otro lado, los hoyos negros se han usado ya como hipótesis para explicar una amplia gama de fenómenos: se discute si en el centro de algunas galaxias existen hoyos negros con masas cientos de millones de veces la del Sol, si en el Gran Pum, que quizá fue el comienzo de nuestro universo, se crearon hoyitos negros que han ido desapareciendo, y si el misterio de lo cuasares, esos otros objetos enigmáticos que radian con enormes potencias, puede ser explicado gracias a los mencionados hoyos. De cualquier modo que resulten todas estas investigaciones, el estudio de los hoyos negros ha empujado la frontera de nuestro conocimiento hasta regiones hace unos años reservadas a la ficción y las especulaciones.