IX.4. ¿PARA QUÉ LE SIRVE AL CIENTÍFICO LA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA?

En octubre de 1987 dos científicos ingleses publicaron en la revista Nature un artículo titulado, "En dónde se ha equivocado la ciencia", que contiene una indignada protesta en contra de los filósofos y científicos que durante este siglo han estado propagando ideas como la incapacidad de la inducción para generar conocimiento, la impotencia de las observaciones para verificar o reforzar hipótesis, las virtudes de la falseabilidad, el relativismo de la verdad científica, el anarquismo en la metodología de la ciencia, y otras más mencionadas en este libro. Después de dolerse de que pocas universidades incluyen cursos obligatorios de metodología de la ciencia entre los créditos que deben cumplir los estudiantes de carreras científicas, y que en aquellas pocas que lo hacen, muchos profesores están tratando de sabotear el método científico, los autores describen el resultado como sigue:

El infeliz estudiante se ve inevitablemente forzado a echar mano de sus propios recursos para recoger al azar y por casualidad, de aquí o de allá, fragmentos desorganizados del método científico, así como fragmentos de métodos no científicos. Y cuando el estudiante se convierta en un investigador profesional, como no posee la educación y la instrucción necesarias, caminará torpemente en la oscuridad, siguiendo caminos costosos y cerrados y echando mano de cosas tan desconfiables como adivinanzas al azar, conjeturas arbitrarias, corazonadas subjetivas, intuición accidental, suerte pura, accidentes afortunados, pruebas no planeadas e invariablemente erróneas. ¿Puede ser ésta una metodología adecuada para hacer nuevos descubrimientos y lograr aplicaciones benéficas? Desde luego que no, pero ésta es toda la metodología que los exponentes de las antítesis recomiendan a los investigadores profesionales.

La opinión de estos autores es que el conocimiento de la filosofía de la ciencia, y en especial del método científico, resulta benéfico para los investigadores, en vista de que se encuentran más capacitados para hacer "nuevos descubrimientos y lograr aplicaciones benéficas". En cambio, Rosenblueth reconoce que:

Aunque parezca paradójico, la mayoría de las personas que se dedican a la investigación científica y que contribuyen al desarrollo y progreso de la disciplina que cultivan, no podrían formular con precisión su concepto de lo que es la ciencia, ni fijar los propósitos que persiguen, ni detallar los métodos que emplean en sus estudios, ni justificar estos métodos.


El artículo de protesta en contra de la filosofía de la ciencia contemporánea, publicado por T. Theocharis y M. Psimopolous: "Where Science has Gone Wrong", en Nature 329: 595-598, 1987.

En principio, parecería que estas dos posiciones, la representada por los científicos ingleses y la mencionada por Rosenblueth, son radicalmente opuestas. Pero la verdad es que mientras los ingleses postulan que si los científicos conocieran la filosofía de su ocupación profesional serían mejores investigadores, Rosenblueth señala el hecho histórico de que muchos hombres de ciencia que ignoran esa filosofía han contribuido "al desarrollo y progreso de la disciplina que cultivan"; en otras palabras, mientras los ingleses hacen una hipótesis, Rosenblueth señala un hecho real. Podría demostrarse que las dos opiniones son correctas si se encontrara que los buenos investigadores que ignoran la filosofía de la ciencia se hacen todavía mejores cuando la conocen. El experimento no es fácil de hacer, pero su planteamiento permite subrayar la diferencia entre la proposición de los ingleses y la aseveración de Rosenblueth.

En páginas anteriores hemos mencionado que desde un punto de vista histórico la "filosofía natural" empezó a disociarse en ciencia y filosofía durante la revolución científica del siglo XVI, que la separación fue cada vez más profunda en los cuatro siglos siguientes, al grado que en la actualidad se trata de dos disciplinas tan alejadas que no sólo hablan idiomas diferentes sino que en ambos círculos se consideran mutuamente excluyentes. Por lo menos entre los científicos, el estudio serio de la filosofía de la ciencia se ve como una extravagancia diletantista, cuando no como una simple pérdida de tiempo y esfuerzo; me imagino que, como pertenecen a la misma especie animal, entre los filósofos debe existir una opinión semejante pero inversa. Seguramente que parte de la explicación es que las dos ramas del que hacer y del pensamiento han crecido y se han desarrollado de tal manera que ya desde hace tiempo resulta imposible cultivarlas ambas con igual profundidad profesional. Pero otra parte de la explicación (hablo como científico) es que la filosofía de la ciencia no ha sabido distinguir entre dos posibles estructuras: la descriptiva y la prescriptiva. Muchos filósofos han intentado (y siguen intentando) describir la estructura de la ciencia y de los métodos que siguen los científicos para trabajar en ella, con mayor o menor felicidad en sus resultados. Pero otros filósofos han erigido estructuras que pretenden prescribir la naturaleza que debería tener la ciencia y la forma como deberían pensar y actuar los científicos para que sus esfuerzos tuvieran validez. Además, no es raro que, con el paso del tiempo, algunos de los filósofos del primer grupo se transformen en ejemplares del segundo grupo. La reacción de los científicos ante tal postura ha sido expresada por Rosenblueth como sigue:

Hay otra serie de asertos acerca de lo que es la ciencia, que conviene subrayar y criticar. Son los que han hecho algunos filósofos. En este caso, tales personas conocen generalmente los principios de la crítica de los conceptos, sus aseveraciones son lógicas y, a menudo, hasta retóricas. El filósofo, sin embargo, frecuentemente no conoce la ciencia, porque nunca ha sido hombre de ciencia, ni ha pasado por el largo aprendizaje indispensable para la formación del hombre de ciencia. Sus juicios son, a menudo, falsos e incompletos.

Por ejemplo, de los filósofos de la ciencia de este siglo cuyas ideas revisamos, Kuhn y Lakatos son fundamentalmente descriptivos, el primero de los mecanismos de las revoluciones científicas y el segundo de la estructura de los programas de investigación. En cambio, Popper y Feyerabend empiezan tratando de describir a la ciencia y terminan diciéndonos cómo debemos trabajar para hacer buena ciencia, el primero recomendando el método hipotético-deductivo y el segundo el anarquismo metodológico. De estos cuatro filósofos, sólo Kuhn inició su carrera como físico, pero al poco tiempo la cambió por la de historiador de la ciencia y posteriormente se convirtió a la filosofía, aunque sin dejar de seguir teniendo su interés principal en la historia; los otros tres siempre han sido sólo filósofos. En mi opinión, Kuhn ha documentado de manera adecuada algunos episodios en la física y en la astronomía de los siglos XVI y XVII. que corresponden a su descripción de revolución científica, y esto ha sido extendido por otros historiadores como Cohen a otras disciplinas y a obras épocas, aunque para las ciencias biológicas los datos no son tan claros o de plano no concuerdan con su esquema; sin embargo, la contribución más importante de Kuhn es su demostración de que para hacer filosofía de la ciencia, la historia debe usarse como algo más que una fuente de ejemplos. La compleja arquitectura de los programas de investigación de Lakatos probablemente corresponde a algunos episodios de la física, pero en realidad es muy difícil acomodar en la mencionada estructura a las investigaciones que se llevan a cabo en otras ciencias, especialmente las de crecimiento más reciente. En el caso del método hipotético-deductivo de Popper, a lo mencionado antes sólo me resta agregar que (a pesar de que algunos grandes científicos se han declarado a su favor) realmente no conozco ningún investigador que diseñe sus experimentos para intentar demostrar que sus hipótesis son falsas, sino todo lo contrario; además, tampoco conozco a nadie en el campo de la ciencia que no use el pensamiento inductivo, o sea que no generalice a partir de instancias individuales. Popper ha dicho que su filosofía señala no cómo se hace la ciencia sino cómo debería hacerse, pero a pesar de la congruencia de sus argumentos los científicos hemos seguido trabajando como lo hemos hecho siempre. Finalmente, el anarquismo de Feyerabend tiene dos aspectos: uno, caracterizado por sus opiniones más extremas, como cuando declara que la "ciencia es un cuento de hadas" y que se le debería conceder la misma atención a otras formas de conocimiento como "la astrología, la acupuntura y la hechicería", o cuando pone a la ciencia a la par con "la religión, la prostitución y otras cosas"; este aspecto, como el mismo Feyerabend señala, no debe tomarse en serio. El otro aspecto es el que proclama que la única regla de metodología científica que no interfiere con el libre desarrollo de la investigación es "todo se vale" y ya hemos comentado que, con ciertas restricciones, tal libertad de acción está mucho más cerca de la realidad en la ciencia de nuestros días que la adherencia a un solo método rígido e inflexible.

Pero si los científicos de hoy hemos empezado a darnos cuenta de que los esquemas propuestos por muchos filósofos de la ciencia contemporáneos son realmente camisas de fuerza conceptuales heredadas del siglo XIX, y que es necesaria una reconstrucción de la filosofía de nuestras actividades profesionales que considere no sólo la historia sino toda la inmensa extensión y complejidad de las ciencias modernas, también conviene que nos demos cuenta del surgimiento de una nueva forma de estudiar y de caracterizar a la ciencia, que es a través de la sociología del conocimiento. Aunque con antecesores tan importantes como Marx, Nietzsche, Scheler y Freud, probablemente fue Karl Mannheim (1893-1947) la figura inicial en el movimiento desarrollado alrededor de la idea de que el conocimiento surge en situaciones históricas y sociales concretas, a las que necesariamente refleja. Para Mannheim la epistemología está determinada socialmente, por lo que en sociedades distintas el conocimiento será diferente, no nada más en la forma en que se expresa sino en su contenido mismo. Este relativismo (que ya se mencionó al hablar de Kuhn) se formó al mismo tiempo que florecía el positivismo lógico, que como ya vimos buscaba establecer el conocimiento científico sobre bases tan sólidas, permanentes e inalterables como la lógica y la experiencia objetiva de los sentidos; la influencia del positivismo se dejó sentir en Mannheim, quien hacía excepción de la lógica y de las matemáticas como las únicas formas del conocimiento que no estaban influidas por la historia y la sociedad, o sea que no estaban determinadas "existencialmente". Pero en épocas más recientes tales excepciones han dejado de aceptarse y los sociólogos de la ciencia consideran que todo el conocimiento está socialmente determinado, que todo lo que se acepta como científicamente establecido depende de las características de la sociedad en donde se genera, y que si tales características cambian (ya sea históricamente, en la misma sociedad, o cuando se comparan distintas sociedades) el conocimiento científico será diferente. En otras palabras, lo que pasa por ser científicamente cierto no depende de su grado de concordancia con la realidad sino de su aceptación como tal por la sociedad; lo que el hombre de ciencia busca no es tanto el conocimiento de la naturaleza sino lo que en el momento histórico y en el grupo social en que le ha tocado vivir se acepta como tal conocimiento.

Naturalmente, este relativismo epistemológico extremo puede aplicarse a la misma tesis de la sociología del conocimiento (o sea, que la postura que caracteriza el conocimiento científico como "nada más" una construcción social es propia de nuestro tiempo y de la sociedad capitalista del hemisferio norte, pero que en otros tiempos y en otros sitios ha habido, hay y seguramente habrá, otras posturas igualmente válidas), con lo que dejaríamos de tomarla muy en serio. Pero no cabe duda que lo que cuenta como conocimiento científico es lo que ha alcanzado consenso en la comunidad de la ciencia, mientras más amplio mejor, después de que ha sido comentado en pasillos y comedores, presentado en seminarios y congresos, y publicado en revistas y libros; en otras palabras, no hay duda que el conocimiento científico posee un componente social, puesto que surge en, y depende de, la sociedad. Pero entre esto y que el contenido de la ciencia sea "nada más" una construcción social, hay gran distancia. Sin embargo, algunos sociólogos de la ciencia no la perciben (probablemente porque sufren de miopía "sociológica") y en sus estudios insisten en manejar el producto de la investigación científica como un "hecho social". Un ejemplo casi paradigmático de esta tendencia es el libro de Latour y Woolgar titulado. La vida en el laboratorio: la construcción social de los hechos científicos, que apareció en 1979. Este volumen no es el producto de la secreción cerebral de filósofos encerrados en sus bibliotecas, sino el resultado de una investigación realizada por un sociólogo (Woolgar) y un filósofo (Latour) durante año y medio en un laboratorio de investigación científica del más alto nivel (el Instituto Salk para Estudios Biológicos, en California), mientras se trabajaba en un proyecto cuyos resultados finalmente culminaron en un premio Nobel. Para establecer la relación más íntima y completa entre los autores del libro y los investigadores que estaban siendo estudiados, uno de los autores (Latour) trabajó como técnico de laboratorio mientras realizaba sus estudios sociológicos. Cuando finalmente apareció, el libro escrito por Latour y Woolgar se transformó casi instantáneamente en un clásico de la literatura sociológica. Yo lo adquirí en 1982 sin saber de lo que se trataba, atraído por el título y por la elogiosa descripción de la contraportada, y confieso que después de mi primera lectura me pareció interesante pero controversial, y que marqué algunos párrafos con signos de admiración (que en mi taquigrafía significa aprobación) y otros más con ojo (que quiere decir "cuidado", "dudoso", "falso" o hasta francamente "pernicioso"). Pero no fue sino hasta después de varios años (en 1985) que mi buen amigo Carlos Larralde me hizo llegar el texto de una inteligente y perceptiva revisión suya de la segunda edición de este libro, que regresé a sus páginas y adquirí plena conciencia de su significado más general, histórico y filosófico.

Latour y Woolgar postulan que los productos tangibles de un laboratorio de investigación son sus artículos científicos, repositorios de una serie de hechos descubiertos y caracterizados por los investigadores. A continuación, Latour y Woolgar se preguntan de qué manera se generan los hechos descritos en las publicaciones mencionadas. Y es a partir de este paso que sus postulados y conclusiones se apartan de lo que los hombres de ciencia estaríamos dispuestos a aceptar como verdadero. Latour y Woolgar construyen una "jerarquía del conocimiento" de cinco niveles, caracterizados de menos a más como sigue: 1) Conjeturas y especulaciones más o menos libres, expresadas en privado y ocasionalmente mencionadas al final de algún artículo. 2) Sugestiones teóricas, de naturaleza exploratoria, no apoyadas en hechos sino más bien en ideas interesantes para nuevos experimentos. 3) Proposiciones basadas en proposiciones acerca de otras proposiciones (por ejemplo, "se supone que las proteinasas de la E. histolytica son responsables del daño tisular producido por el parásito"). 4) Hechos incontrovertibles, que todo el mundo acepta, como los que aparecen en los libros de texto. 5) Hechos tan conocidos que ya han rebasado el nivel de la conciencia y por lo tanto casi nunca se mencionan o discuten en el laboratorio.

En su estudio, Latour y Woolgar concluyen que la investigación científica podría caracterizarse como la progresión de las ideas a lo largo de tal "jerarquía del conocimiento". Naturalmente, en esta progresión influirían muchos otros factores, como por ejemplo las difíciles negociaciones acerca del status social, la autoridad y el poder relativo de cada uno de los individuos implicados en el proceso, y otras más; en última instancia (nos dicen Latour y Woolgar) la actividad científica no tiene nada que ver con la naturaleza; más bien es una fiera que pelea para construir "la realidad". Como quiera que se vea, ésta es una conclusión extraordinaria, pero también no deja de tener un elemento de realidad. Desde hace mucho tiempo se ha discutido si lo que realmente hacemos los científicos es descubrir o inventar a la naturaleza. Confieso que tal disyuntiva nunca me ha parecido importante; lo que siempre he considerado fundamental es que nuestros trabajos científicos, tanto teóricos como prácticos, finalmente funcionan eficientemente en la naturaleza. Eso es todo lo que la ciencia, a través de toda la historia, ha pretendido ser: una actividad humana dedicada a identificar, definir y resolver problemas de la realidad, problemas de la naturaleza. Como se trata de una actividad del hombre, la ciencia se da exclusivamente dentro del marco que incluye las cosas humanas, con todas sus excelencias y también con todas sus limitaciones. Todavía no puedo decidir si el hecho incontestable de que el conocimiento científico sea en gran parte resultado de la invención humana y del consenso social es parte de la excelencia o de las limitaciones del H. sapiens. Pero no tengo la menor duda de que, con toda su importancia, el componente social del conocimiento científico sólo representa una parte de su configuración completa, la otra parte está formada por su capacidad predictiva y por su concordancia con la realidad, o sea por la manera como funciona en diferentes situaciones objetivas.

Como ya dije lo mismo dos veces, creo que debo intentar explicarlo. En contraste con la filosofía, la literatura, la danza, la poesía, la pintura, la música y tantas otras manifestaciones elevadas del espíritu humano, la ciencia comparte con la política, la industria, la ingeniería, el metro y el servicio de telégrafos, una obligación fundamental: la de producir resultados concretos y objetivos, la de funcionar. Al margen de su inmenso valor cultural y de su enorme contribución al avance de la civilización, el trabajo científico de Pasteur también sirvió para establecer un método general de preparación de vacunas, por medio de gérmenes de virulencia experimentalmente atenuada. Este método ha funcionado muy bien, ya que siguiendo la idea de Pasteur se han producido vacunas eficientes para varias enfermedades infecciosas, y los resultados benéficos obtenidos no pueden considerarse como una "construcción social", en vista de que las vacunas tienen el mismo efecto en sociedades tan distintas como los grupos gay de Nueva York y los indígenas zapotecas de la sierra de Oaxaca. En otras palabras, el conocimiento que surge de la ciencia no está determinado, como postulan Latour y Woolgar, nada más socialmente; su contenido no depende en exclusiva de la estructura y el estilo de la sociedad en la que se desarrolla. Desde tiempo inmemorial, la ciencia también ha dependido, no sólo para definir sus áreas de trabajo sino para enjuiciar sus resultados, de su contacto con la realidad. Ésta ha sido su fuerza, lo que explica su enorme influencia como factor transformador de la sociedad en los últimos cuatro siglos, pero también ha sido su tragedia, porque progresivamente ha ido dejando fuera muchos de los aspectos que más nos inquietan y nos interesan a los miembros de la especie H. sapiens.

De todos modos, lo que se debe señalar aquí es que, con toda la importancia que indudablemente tiene el componente social del conocimiento científico, al final de cuentas este conocimiento también debe servir para hacer predicciones verificables en la realidad; es importante que se alcance el máximo consenso entre los expertos, pero es todavía más importante que exista correspondencia entre los postulados científicos y el mundo real.