XII. EL VITALISMO DE LA CIENCIA

EL CONCEPTO más generalmente aceptable de lo que hoy podría llamarse "vitalismo" postula la existencia real de uno o más elementos inmateriales en la constitución de los seres vivos (generalmente, de los organismos superiores, malgré Teilhard de Chardin), que ejercen distintos niveles de control sobre sus actividades conscientes e inconscientes y poseen diferentes grados de trascendencia y de relación con la divinidad. A pesar de la opinión de los Medawar "... el vitalismo se halla en el limbo de lo que no se toma en cuenta" (válida quizá para las culturas de países desarrollados), las íntimas relaciones del vitalismo con la idea tradicional del alma le conceden no sólo vigencia sino plena actualidad en el Tercer Mundo, y no sólo entre los científicos.

Una historia detallada del concepto de "alma" no sólo llenaría un pesado volumen sino hasta una biblioteca de dimensiones borgianas. Tal relato debería iniciarse con un análisis de las delgadas láminas de oro inscritas con versos órficos, descubiertas en Tourioi y Petelia (en la antigua Grecia), cuyos orígenes se remontan a los tiempos en que esos cultos estaban vigentes, o sea el siglo XI a.C. En ellas aparece por primera vez, entre los antecedentes históricos de nuestra cultura occidental, la palabra psyché) cuya traducción más aceptable es alma. El principal objetivo de los ritos órficos era liberar al alma de la "rueda de la reencarnación" en animales o plantas, permitiéndole transformarse otra vez en un dios y gozar de la felicidad eterna.

Para tranquilidad del amable lector, me apresuro a señalar que mis intenciones en estas líneas no tienen aspiraciones tan enciclopédicas. Mi interés es mucho más modesto: examinar lo que aún queda en nuestro tiempo de la postura filosófico-científica en biología que, poseedora de una antigua y rica tradición, adoptó a principios del siglo XIX el nombre de "vitalismo".

Aunque este relato se centra en el ambiente científico del siglo pasado y del presente, es obvio que el concepto de "alma" ocurre en todos los tiempos y en todos los ámbitos de la aventura humana, incluyendo a la religión, el arte, la filosofía, la ciencia y la vida cotidiana de todos los hombres. El "alma" forma parte inseparable de nuestra cultura occidental y se identifica más fácilmente con el "yo" que la anatomía que supuestamente la contiene. ¿Podemos imaginarnos lo que sería de todos los poetas, los novelistas, los exégetas religiosos y la mayoría de las cultas damas si de pronto se aprobara una ley universal que proscribiera la existencia (y la discusión de la existencia) del alma humana?

La postura conocida en biología como vitalismo se inició formalmente a fines del siglo XVII y principios del XVIII con otro nombre ("animismo") en la ciudad alemana de Halle. Su padre fue Georg Ernst Stahl, un médico nacido en 1659 en el seno de una familia inscrita en la secta religiosa pietista. El animismo de Stahl surgió como una alternativa a las teorías en boga en su época, la iatromecánica y la iatroquímica, que eran incapaces de explicar esas dos maravillosas propiedades del cuerpo humano: su conservación y su autorregulación. En lugar de admitir que había muchas cosas en la naturaleza que no podían explicarse con los conocimientos de su época (lo que hoy es igualmente cierto), Stahl optó por la solución más socorrida en toda la historia: se inventó una explicación ad hoc. Esta es quizá una de las características más constantes del Homo sapiens, su incapacidad para aceptar la incertidumbre , para decir "no sé", cuando realmente no sabe. Naturalmente, Stahl no inventó el "anima" sino que la utilizó para explicar todo lo que la medicina y la biología de su tiempo no podían explicar.

En el sistema de Stahl, el "ánima" se transforma en el principio supremo que imparte vida a la materia muerta, participa en la concepción (tanto del lado paterno como del materno), genera al cuerpo humano como sus residencia y lo protege contra la desintegración, que solamente ocurre cuando el "ánima" lo abandona y se produce la muerte. El "ánima" actúa en el organismo a través de "movimientos", no siempre mecánicos y visibles sino todo lo contrario, invisibles y "conceptuales" pero de todos modos responsables de un "tono" específico e indispensable para la salud. Como ocurre con la mayoría de estos esquemas imaginarios, el animismo contesta todas las preguntas, aclara todas las dudas y resuelve todos los problemas.

Stahl tuvo muchos seguidores, tanto en Alemania como en el resto de Europa, pero especialmente en Francia, en la llamada "escuela de Montpellier". Aquí fue donde a fines del siglo XVIII el "animismo" de Stahl cambió de nombre (pero no de espíritu) bajo el impacto de las ideas de Paul Joseph Bartez, que fueron bautizadas como "vitalismo". Barthez fue un niño prodigio, que a los 10 años de edad fue invitado por sus profesores a abandonar la escuela porque ya sabía más que ellos; entonces estudió primero teología y después medicina, fue médico militar y editor del Journal des Savants, profesor de botánica y medicina en Montpellier (a los tiernos 27 años de edad), posteriormente abandonó la medicina por las leyes y luego éstas por la filosofía. Pronto Barthez alcanzó el rectorado de la Universidad de Montpellier, pero su afinidad con el Ancien Régime lo malquistó con Napoleón y sólo volvió a la vida pública (como médico del propio emperador Bonaparte) cuando ya nada más le quedaban cuatro años de vida.

Barthez postuló un "principio vital", de naturaleza desconocida, distinto de la mente y dotado de movimientos y sensibilidad, como la "causa de los fenómenos de la vida en el cuerpo humano". La relación de este principio con la conciencia no es clara pero está distribuido en todas partes del organismo humano, así como en animales y hasta en plantas; lo que es incontrovertible es su participación definitiva en todos aquellos aspectos de la vida que muestran (o parecen mostrar) alguna forma de programa o comportamiento dirigido a metas predeterminadas. Barthez es importante en esta historia porque su vitalismo es mucho más biológico que trascendental; en sus escritos se encuentra el germen de uno de los reductos contemporáneos del vitalismo, cuyo postulado fundamental es que la vida es irreductible a dimensiones puramente físicas y/o químicas.

Barthez murió a principios del siglo XIX (en 1806), dejando las bases del vitalismo científico bien cimentadas, de modo que aún hoy resulta vigente clasificar a los vitalistas contemporáneos en dos grupos genéricos: los stahlianos y los barthesianos. La diferencia principal entre los representantes de cada uno de ellos es muy simple:la relación del "ánima" o "principio vital" con la divinidad, casi siempre ligada a la posibilidad de alcanzar la vida eterna. Para Stahl, el "ánima" tiene su origen y su destino en la divinidad; para Barthez, el "principio vital" se extingue con la muerte del individuo. Pero para ambos, el elemento inmaterial que postulan representa una solución aceptable a la incertidumbre, una salida para la ignorancia, una explicación definitiva de lo desconocido.

Esta es la clave del vitalismo contemporáneo: constituye la reiteración actual de una de las dos fórmulas utilizadas por todos nuestros antepasados (la más popular), desde los tiempos más antiguos, para enfrentarse a lo desconocido: inventar una respuesta. La otra fórmula es más realista pero menos fecunda; consiste en aceptar nuestra ignorancia y resignarse a vivir en ella. Pero todavía queda una tercera posibilidad de reacción frente a lo que ignoramos, que en cierta forma es una combinación de las otras dos pero con un elemento activista (¿revolucionario?) agregado: también empieza por inventar una respuesta, pero sólo dentro de los límites impuestos por la naturaleza, y acto seguido la pone a prueba por medio de observaciones y/o experimentos cuyos resultados permiten decidir hasta dónde la explicación inventada coincide con la realidad. Esto es precisamente lo que hoy se conoce como ciencia.

Es obvio que el valor del "animismo" del siglo XVIII o del "vitalismo" del siglo XIX son puramente históricos, pero también es obvio que no pueden, qua fenómenos humanos, ser ignorados dentro del esquema de la ciencia en este final del siglo XX. Sus pleitos respectivos con el mecanicismo y el positivismo, en las épocas mencionadas, junto con su actual contienda con el reduccionismo, representan realidades históricas cuya conciencia no sólo nos instruye sino que además nos enriquece. Negar la existencia contemporánea del vitalismo en biología entre nosotros refleja no sólo insensibilidad a uno de los problemas centrales de nuestro oficio sino también ignorancia de sus orígenes históricos.