XV. "¿Y SI NO SE ME OCURRE NADA?"

CADA vez con mayor frecuencia aparece frente a los jóvenes que aún no han decidido su futuro profesional la opción de dedicarse a la investigación científica como una alternativa viable. Aquellos que tienen un concepto completamente romántico de la ciencia ingresan a ella sin mayores averiguaciones, mientras los que poseen un espíritu más analítico buscan información sobre una serie de cuestiones antes de decidirse; por ejemplo, ¿cuál es el mercado de trabajo de la ciencia?, ¿cuál es el status social del científico?, ¿cuál es el nivel promedio de remuneración de los investigadores en nuestro medio?, ¿alcanza para sostener a una familia en forma digna, aunque sea modesta?, etc. Éstas y otras preguntas que exploran la interacción entre el hombre de ciencia y la sociedad a la que pertenece son legítimas; además, las respuestas están a la vista y no se pueden tergiversar con demagogia o con mentiras (que son lo mismo). Pero hay otro grupo de preguntas que el joven todavía indeciso de abrazar o no una carrera científica también se hace, que se refieren a la naturaleza del trabajo que va a realizar y cuyas respuestas no son aparentes.

Conviene caracterizar a la ciencia como una actividad creativa humana cuyo objetivo es la comprensión de la naturaleza y cuyo producto es el conocimiento; no debe confundirse con la tecnología, que es otra actividad creativa humana cuyo objetivo es la explotación de la naturaleza y cuyos productos son bienes de consumo o de servicio. Aunque la ciencia y la tecnología son parientes cercanos y con frecuencia muestran interdependencia, se distinguen tanto por sus objetivos como por sus productos; además, puede decirse que mientras la función de la ciencia es crear nuevos problemas, la de la tecnología es intentar resolverlos.

Lo anterior viene a cuento porque el trabajo científico es esencialmente distinto del trabajo tecnológico: mientras el investigador debe tener ideas y ponerlas a prueba, el tecnólogo diseña soluciones prácticas y las lleva a cabo. Lo que ha dado en llamarse "el método científico" puede resumirse en la sucesión o realización simultánea de dos procesos; 1) el primero es la generación de hipótesis o esquemas teóricos que pretenden explicar o reproducir la estructura y/o función de un segmento más o menos amplio de la naturaleza; tales hipótesis deben incorporar el máximo número de hechos conocidos sobre el segmento mencionado sin permitir contradicciones internas, agregando al mismo tiempo nuevos elementos que aumentan su congruencia y, por lo tanto, su capacidad predictiva; 2) el segundo es la exploración de la naturaleza por medio de la observación y/o de la experimentación con objeto de establecer si la hipótesis es correcta o no, si corresponde a la realidad que pretende explicar; esto es lo que significa "poner a prueba" una hipótesis.

Por lo tanto, para que el joven indeciso respecto a su futuro como científico se compenetre de lo que representa el trabajo en la ciencia debe hablar con uno o preferiblemente varios investigadores activos, o mejor aún, debe pasar una temporada conviviendo con ellos y experimentando en persona no sólo lo que dicen sino especialmente lo que hacen. En ese periodo el joven aspirante se dará cuenta de que las ideas originales representan uno de los elementos indispensables en la creación científica. También hay que poseer mucha información teórica y capacidad técnica para trabajar en el campo o en el laboratorio, pero sin ideas, sin buenas ideas, en ciencia no se va a ninguna parte. Y entonces surge la pregunta que encabeza estas líneas: "¿Y si no se me ocurre nada?"

Ese joven inquisitivo debe saber que la misma pregunta nos la hacemos todos los investigadores, no sólo al iniciar la carrera científica sino a lo largo de ella, con frecuencia variable en diferentes tiempos pero desde luego no pocas veces. Además, también debe saber que a veces nos pasamos meses o años sin que se nos ocurra nada digno del honroso título de una "buena idea"; de hecho, la generación de una idea científica verdaderamente buena es un episodio muy raro en la vida de un investigador, que sólo ocurre de cuando en cuando, con frecuencia una sola vez en la vida y a veces ni eso. Naturalmente, aquí la palabra importante es "buena"; si sólo la usamos para calificar ideas de la talla de la teoría de la evolución o de la gravitación universal, éstas no han ocurrido más de una docena de veces en toda la historia de la ciencia. Pero no conviene caer en tales exageraciones: una "buena" idea científica nueva es aquella que no sólo resulta cierta después de ponerla a prueba, sino que además genera otras ideas más, tanto en el campo específico como en otras áreas del conocimiento. En otras palabras, una buena idea científica es aquella que posee originalidad, fecundidad y generalidad, y será cada vez más buena mientras mayor sea el grado en que incorpora estas tres propiedades.

De manera que los jóvenes que contemplan abrazar una carrera científica y los investigadores que ya tienen algunos o hasta muchos años en ella, comparten la misma incertidumbre ante el futuro: la posibilidad de que no se les ocurra ni una sola buena idea. Pero sólo hay una manera de disipar tal incertidumbre y de contestar la pregunta.