XXI. LA PROPIEDAD CIENTÍFICA

LOS hombres de ciencia son sujetos muy raros. Generalmente estudian durante muchos años en universidades o institutos de educación superior y cuando por fin terminan sus doctorados y ya poseen sus flamantes diplomas, en lugar de dejar los libros y ponerse a trabajar en su profesión, haciendo que rinda jugosos frutos económicos como justa compensación a todo el tiempo invertido en adquirir una preparación tan completa y conocimientos tan refinados, la mayor parte de ellos busca una posición en alguna institución académica donde pueda seguir estudiando toda su vida.

En nuestro medio es tradicional que las plazas de investigador de tiempo completo en instituciones académicas o del sector público estén remuneradas por sueldos miserables, que ni en los viejos tiempos ("todo tiempo pasado fue mejor") alcanzaban para sostener aun de la manera más modesta al hombre de ciencia y a su familia. En vista de ello, el científico mexicano está obligado a buscar recursos económicos adicionales para cubrir sus mínimas aspiraciones humanas, lo que generalmente encuentra en la otra ocupación académica más pobremente remunerada que existe, que es la de profesor. La combinación investigador-profesor universitario del nivel académico más elevado, que sólo se alcanza después de largos años de trabajo, recibía hasta antes de la iniciación de la crisis económica actual (digamos, hasta antes de 1983) una remuneración tan baja que era difícil explicar cómo podían vivir esos héroes; después de iniciada la doble espiral de la devaluación y la inflación el fenómeno se ha hecho totalmente inexplicable y el heroísmo se ha agigantado.

Finalmente, sabemos que el investigador científico pasa buena parte de su tiempo en un estado de angustia, incertidumbre y preocupación ante la posibilidad de estar equivocado en sus hipótesis, o cuando sus experimentos arrojan resultados que no acierta a comprender, o cuando tiene que explicar a las autoridades responsables de concederle fondos para desarrollar sus trabajos (¡una vez más!) para qué sirve lo que está haciendo.

Si la ciencia es tanto trabajo, si en nuestro medio está tan mal remunerada como profesión, y si su ejercicio produce tanta angustia, ¿cómo es posible que todavía haya personas inteligentes que se dediquen a ella? Una vida dedicada a la investigación científica debe tener algún atractivo tan poderoso que cancele las desventajas mencionadas y justifique al que la elige, por lo menos ante sí mismo, ante su sufrida familia y ante sus colegas en la ciencia. Ese atractivo es la propiedad científica, algo que le pertenece al hombre de ciencia y que lo juzga tan precioso que sacrifica todo lo demás por poseerlo.

La propiedad del investigador científico es la prioridad de sus ideas. Cuando a un hombre de ciencia se le ocurre una buena idea se le hace tarde para comunicársela a toda la comunidad interesada, pero no como una idea sino como su idea. Ésta es su propiedad más genuinamente personal, es lo que distingue a su trabajo del de todos los demás hombres de ciencia del mundo. La prioridad en las ideas se defiende por todos los medios; hasta el científico más bondadoso y tranquilo se transforma en un basilisco cuando se pone en entredicho la prioridad de sus ideas. Es natural que así sea, porque se trata de la esencia misma del hombre de ciencia, que sólo existe como tal en la medida en que genera ideas originales sobre la naturaleza.

Curiosamente, la posesión personal de las ideas científicas es transitoria y el hombre de ciencia lo sabe; su conexión con ellas sólo persiste cuando se trata de grandes contribuciones, como la teoría de la gravitación universal de Newton, la de la evolución de Darwin o la de la relatividad general de Einstein. En la inmensa mayoría de los casos, las contribuciones hechas por los miembros de la comunidad científica conservan vigente su relación con sus orígenes sólo muy al principio, mientras todavía se disputa su veracidad; cuando ésta ya ha sido establecida y el trabajo del investigador pasa a ser material incluido en los libros de texto, generalmente pierde su conexión con el científico que la generó, excepto para los especialistas en historia de la ciencia, de los que hay muy pocos. No sólo sabe el científico que el destino último de sus ideas, si es que se demuestra que son correctas, es su incorporación al conocimiento general pero ya sin vestigios de su paternidad, sino que además eso es precisamente lo que busca. Su meta es lograr que el caudal del conocimiento sobre la naturaleza crezca.

Pero durante el periodo relativamente breve en que sus ideas son nuevas y se encuentran en discusión, sus sentimientos de paternidad son intensos y el científico los defiende a capa y espada, como lo hace con sus hijos cuando son chicos y todavía requieren de su cariño y protección. El investigador sabe que un día crecerán y se harán adultos e independientes, y que su satisfacción entonces será verlos con orgullo desde lejos, mientras por dentro se repite: "Son míos, yo los hice."