XXIII. TRES CLASES DE HOMBRES DE CIENCIA

SE DICE que la profesión de filósofo es la segunda más antigua del mundo, pero mientras la primera profesión sigue siendo exactamente igual que al principio, la filosofía y sus practicantes han cambiado mucho con el tiempo. La profesión de científico es mucho más reciente, tal como la conocemos hoy. La ciencia apenas tiene unos 300 años de haber surgido como una ocupación distinta de la filosofía (el término "científico" se inventó en 1840). Sus primeros precursores vivieron en las orillas del mar Egeo y datan del siglo VI antes de Cristo, aunque ellos nunca supieron lo que iniciaron. Además, se hubieran sorprendido mucho si les hubieran dicho que con el paso de los siglos la filosofía (el amor al conocimiento) iba a dividirse en varias ramas y se hubieran escandalizado si además se hubiera agregado que en un futuro distante, cada una de esas ramas a su vez sería genérica y por lo tanto comprendería diferentes disciplinas.

La "filosofía natural" (así se llamó a la ciencia hasta bien entrado el siglo XIX) resultó poseer una fuerza insospechada: fue la garrocha que utilizó el mundo medieval de Occidente para saltar a la modernidad, salvando el vado de 200 años del Renacimiento, y ha sido el puente que en nuestro tiempo tendió Japón para pasar, en apenas 40 años, de un país militarista, vencido y totalmente destruido en 1945, a una democracia rica y progresista, que sin descartar sus valores tradicionales está empeñada en participar en el futuro (e incidentalmente también es la tercera potencia económica mundial y el país con el índice de crecimiento económico más elevado del mundo, y eso sin poseer "los veneros del Diablo").

Mi tema de hoy se relaciona con algo que los antiguos filósofos griegos presocráticos no hubieran entendido: existen en este torturado final del siglo XX por lo menos tres tipos diferentes de hombres de ciencia, cada uno desempeñando un papel absolutamente indispensable, no sólo para el funcionamiento adecuado sino hasta para la existencia misma de los otros dos. Los llamaré el investigador, el profesor y el administrador. Examinemos brevemente sus semejanzas y, sobre todo, sus diferencias.

El investigador científico es un animal peculiar, no tanto por las metas que obstinadamente persigue sino por las que sistemáticamente excluye de sus prioridades, muchas veces en obvio detrimento de su progreso económico y/o de su carrera académica. El interés primario de este tipo de H. sapiens (existen pocos ejemplares vivos en cautiverio y se teme por su supervivencia) es el conocimiento científico per se; el investigador quiere saber cómo está hecha y cómo funciona la naturaleza. Es obvio que con objetivos tan imprácticos y etéreos, este tipo de H. sapiens tiene muy poco futuro en el seno de una sociedad que ha decidido seguir la línea "dura" con la ciencia, a la que solamente apoya si trabaja en "problemas nacionales prioritarios" y si además promete resultados positivos dentro de un calendario "aceptable" (como el que deben presentar y cumplir los ingenieros encargados de instalar un sistema de drenaje de aguas negras o una red de postes de iluminación). Pero a pesar de la ínfima opinión oficial sobre la relevancia del investigador científico, hasta hoy no ha sido posible sustituirlo con algún otro elemento, sea humano o electrónico. Este improbable sujeto muestra un comportamiento peculiar, caracterizado por terquedad improductiva (trabaja por meses y años en problemas aparentemente insolubles), esterilidad académica (no publica más de tres artículos científicos al año, dos de ellos en la prensa nacional), y actitud escéptica frente a las "modas científicas" de su tiempo. Participa en algunos programas de educación de postgrado, acepta ser tutor de varios alumnos de maestría y ocasionalmente hasta de doctorado (y se arrepiente de casi todos ellos) y gasta horas preciosas de su tiempo en combatir infructuosamente al monstruo académico-burocrático. El verdadero investigador científico invierte la mayor parte de su vigilia (y buena parte de sus sueños) en averiguar si lo que ha imaginado que podría ser la realidad, es verdaderamente la realidad.

El profesor científico es un sujeto completamente diferente. Aunque su pasión es la misma (la ciencia) su objetivo no es ampliarla sino difundirla, a través de la educación formal, de la divulgación oficial o de la simple vivencia cotidiana. Este profesor puede ser universitario, lo que a priori simplificaría los problemas pero en realidad los complica, o bien de enseñanza secundaria o hasta primaria. Lo importante aquí no es la edad o el grado de información de los alumnos sino la información y los objetivos del maestro. El profesor de ciencias naturales en la escuela primaria contemporánea es el gran mago Merlín de nuestros tiempos; él posee la llave milagrosa que abrirá (o no) las puertas de la ciencia moderna a sus alumnos. De él depende que cada pequeño puesto bajo su cuidado aprenda a vivir como una vid generosa (si es una niña) o como un fuerte roble (si es un niño). En años ulteriores, pero todavía dentro del ámbito educativo, el profesor preparatoriano o hasta profesional continúa desempeñando un papel crucial en la determinación del futuro de sus alumnos. Bien representado, este papel es uno de los más satisfactorios que ofrece nuestro mundo occidental al espíritu humano; la razón es que los alumnos ya han aprendido que la educación no consiste en hacer lo que el profesor dice sino en reproducir lo que el profesor hace pero mejor que él. Por lo tanto, el profesor científico no sólo debe enseñar la ciencia sino tiene que vivirla, demostrando que se trata de una actividad noble, digna y llena de satisfacciones, que además nos permite apartarnos de prejuicios, creencias y espejismos y estar más cerca de la realidad.

Finalmente, el administrador de la ciencia es el más recién llegado de los tres. Apareció como consecuencia de la institucionalización y el crecimiento de la ciencia, lo que se inició lentamente a fines del siglo pasado, se aceleró después de la primera Guerra Mundial y se transformó en una avalancha incontenible (por lo menos en EUA) después del Sputnik 1. En la actualidad los países desarrollados poseen una red compleja y extensa de instituciones dedicadas a la investigación científica cuya administración ya no puede hacerse por aficionados o, peor aún, por investigadores todavía activos en el laboratorio y en sus ratos libres. En cambio, en los países subdesarrollados (México es un buen ejemplo) los administradores de la ciencia son pocos y tienen poco que hacer, porque la ciencia está igualmente subdesarrollada. En estos países no es raro que los administradores provengan de las filas de los científicos, lo que es favorable para los que se quedan en sus laboratorios porque sus problemas no les son desconocidos a los administradores; sin embargo, esto es desfavorable para la ciencia porque representa uno de los mecanismos de la "fuga de cerebros", que en países donde hay pocos investigadores representa un problema.

Estos tres personajes (y los híbridos que se dan entre ellos) constituyen lo que se llama la "comunidad científica". Cada uno de ellos desempeña labores indispensables para la buena marcha de la ciencia. En el futuro es muy probable que aparezcan otros miembros más, en vista de que la ciencia tiende a hacerse cada vez má compleja y cada vez más necesaria para la vida contemporánea. Por eso es que a investigadores, profesores y administradores de la ciencia les conviene convivir en paz y armonía. Van a estar mucho tiempo juntos.