XXVIII. HISTORIA, ARTE Y CIENCIA

ES UN lugar común decir que el hombre es el único animal que posee conciencia de la historia. Tal convicción se basa en parte en dos observaciones: 1) la inmensa mayoría de los otros miembros del reino animal revelan muy poca capacidad para el aprendizaje (a pesar de la conseja popular sobre la memoria de los elefantes) ya que muy pocos de ellos son capaces de aprovechar experiencias previas para decidir su comportamiento ante situaciones nuevas. Esto elimina de la discusión una de las formas más antiguas de relación entre el hombre y ciertos animales superiores, que pueden ser domesticados y entrenados a responder de manera predecible a estímulos estereotipados; en lenguaje técnico, se trata de "reflejos condicionados", que representan la forma más primitiva de memoria y única de la que son capaces monos, perros, caballos, ratas, delfines y otros (pocos) vertebrados más; 2) todo el mundo vivo, con una sola excepción, evoluciona en base a una sola regla biológica: su capacidad de adaptación a las condiciones del medio ambiente, medida (en última instancia) por su eficiencia reproductiva. La excepción mencionada es el hombre, que gracias a su conciencia de la historia evoluciona en función no de una sino de dos reglas biológicas: su capacidad de adaptación al medio que lo rodea (indistinguible del resto del mundo vivo) y su cultura.

El producto más genuino de la historia es la cultura. Ésta es difícil de caracterizar, porque no se trata de una propiedad específica del individuo o de una pauta general de su comportamiento, sino de una forma de vivir la vida. En esencia, la cultura es el aprovechamiento para nuestra existencia de todo lo que ocurrió antes de nosotros, es la utilización pragmática del pasado en la construcción del presente, es el producto de nuestra conciencia histórica. El hombre culto no aprovecha ni explota su cultura; simplemente la vive y la disfruta, porque tiene conciencia de que tal tesoro trasciende las equívocas pretensiones de los que la simulan pero no la poseen, y la pobreza de la vida de los que no la tienen y ni siquiera lo saben. Entre las flores más delicadas de la cultura están el arte y la ciencia, pero sus relaciones con la historia son distintas: mientras para la creación artística la historia es conveniente pero no necesaria, para el progreso de la ciencia la historia es absolutamente esencial.

Naturalmente, existe una historia del arte, que nos enseña la secuencia con que se han ido desarrollando las distintas escuelas y tendencias, digamos en la música o en la pintura, así como las influencias que unos artistas tuvieron en otros. Pero la historia del arte también nos enseña que la creación artística original no es acumulativa sino estrictamente personal: si Mozart no hubiera compuesto su majestuoso Requiem, nadie lo hubiera compuesto por él. El acto creador artístico no es —no hay nada que lo sea— independiente del contexto histórico en que ocurre, pero su expresión específica posee una gran autonomía de todo lo ocurrido en su esfera con anterioridad. Guernica pertenece a su tiempo y Picasso pinta así porque antes fue académico, después impresionista, luego cubista y posteriormente surrealista; pero los blancos y grises, la cabeza del caballo, la mujer cuyo grito es el grito desesperado de todas las Mujeres ante la barbarie, son única y exclusivamente producto del genio del doctor Pablo Picasso, quien es conditio sine qua non de su obra.

La relación de la ciencia con la historia es totalmente distinta. En lugar de autonomía, se trata de una dependencia absoluta. La creación científica original es un salto hacia lo desconocido, la iluminación repentina de algún rincón de la naturaleza que hasta ese momento estaba en tinieblas. En este sentido es paralela a la creación artística, que también descubre nuevas posibilidades de expresión. Pero la historia de la ciencia nos enseña que su evolución es estrictamente acumulativa, que los descubrimientos científicos dependen mucho más del momento histórico en que se realizan que de los individuos geniales que los llevan a cabo. No se me malinterprete, no pretendo disminuir el papel fundamental que desempeñan los científicos individuales en los trabajos y descubrimientos que hacen. Pero —a diferencia de los artistas— no hay nada en ellos que sea individualmente insustituible; en otras palabras, lo que el científico X descubrió hoy, el científico Y lo hubiera descubierto mañana (o hasta hoy mismo, un par de horas más tarde) si el mencionado sabio X no hubiera existido. La razón de esta impersonalidad de la ciencia es que su crecimiento es rigurosamente histórico: para progresar en el conocimiento de la Naturaleza es esencial construir utilizando toda la información previamente acumulada.

Finalmente, cabe un caveat emptor. En estas líneas he argumentado que la creación artística original depende menos de la historia que el descubrimiento científico. A pesar de la firmeza de mi opinión, admito que puede haber excepciones en ambas partes. La pintura maravillosa de Petrus Christus no es, a pesar de su perfección casi inhumana, difícil de integrar a su tiempo; en cambio, los trabajos de Paul Ehrlich, que a principios de este siglo llevaron a la creación del producto antimonial 606 (Salvarsán) para el tratamiento de la sífilis, son inconcebibles en ausencia de su talento genial. Pero mi interés ha sido resaltar tendencias generales, no excepciones; por lo tanto, me parece aceptable concluir que la historia es un componente esencial de la especie humana, elemento distintivo de su posición biológica, que participa en el arte como simple relatora de lo que ha ocurrido a través del tiempo, mientras que su función en el desarrollo de la ciencia es indispensable para el crecimiento de esta parte elemental de nuestra cultura.