XXIX. EL GENIO EN EL ARTE Y EN LA CIENCIA

SIEMPRE me ha atraído la idea de que el arte y la ciencia se parecen en muchas cosas: las dos son actividades humanas creativas, las dos requieren larga y cuidadosa preparación técnica, excelencia técnica en su realización, gran imaginación, originalidad y trabajo intenso. Pero hay por lo menos tres aspectos en los que el arte y la ciencia son bien distintos: en primer lugar, mientras el objetivo del arte es la emoción estética, el de la ciencia es el conocimiento de la naturaleza; en segundo lugar, la creación artística no es acumulativa mientras que el nuevo conocimiento científico se construye incorporando al previamente existente; en tercer lugar, el genio es indispensable para el arte mientras que en la ciencia no hay nada que sólo pueda alcanzarse con la ayuda del genio. En estas líneas voy a referirme a este tercer punto.

El postulado que deseo examinar puede formularse de distintas maneras pero en esencia todas ellas señalan la misma historia: los descubrimientos científicos, incluyendo aquellos cuyas consecuencias teóricas y prácticas cambiado los derroteros de la humanidad, fueron hechos por hombres de ciencia geniales (Galileo, Harvey, Newton, Darwin, Watson y Crick) pero siempre basados en la información existente en su tiempo y rodeados de una pléyade de precursores, descubridores simultáneos e independientes, y hasta competidores. La impresión que queda es que si el científico X no hubiera dedicado su vida a la ciencia, sus descubrimientos "originales" hubieran sido hechos en la misma época o muy poco tiempo después por los científicos Y y Z, que cada vez con mayor frecuencia son muy numerosos.

En cambio, nadie puede decir lo mismo de la Crucifixión de Grünewald, o del Arte de la fuga de Bach, o del Aleph de Borges. Expuesto en una pequeña iglesia alsaciana, en Colmar, el Cristo de Grünewald produce un impacto inolvidable al visitante, con su rictus adolorido, su color verdoso y sus terribles manos crispadas. Pintado al final del medievo, el cuadro de Grünewald es totalmente distinto a todas las crucifixiones que se pintaron por millares en esos tiempos; si no hubiera sido por Grünewald, Jesús nunca hubiera sido representado precisamente así, sangrante, verde y con esas manos espantosas. En su tiempo, Bach coexistió con otros músicos geniales (Händel y Telemann, para mencionar a sólo dos) pero nadie más, ni entonces ni después, ha podido crear exactamente el mismo portento musical que es el Arte de la fuga. Y en el mundo de la literatura latinoamericana contemporánea, ¿quién otro aparte de Borges pudo haber dicho, precisamente:

Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de los que lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o —y esto es quizá lo más verosímil— para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, en la misma hora?

En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.

La creación artística es la expresión personal y exclusiva de un individuo. Naturalmente, tal sujeto no vive al margen de su tiempo, no se da ex vacuo en relación con las condiciones sociales y culturales de la época; la intención del genio artístico puede ser subrayar, transformar, rechazar o hasta agredir a su medio, pero sólo en muy contadas ocasiones ha logrado actuar al margen y con total independencia de su ambiente.

Frente a tal postura de la creación artística, que depende primariamente del genio individual y conserva su dependencia en forma permanente (un Picasso siempre será un Picasso), se coloca la creación científica, que hemos caracterizado como independiente de la existencia de un genio específico o individual. La pregunta que surge de esta confrontación es si el genio humano es esencial para el desarrollo de la ciencia, en el sentido en que lo es para la existencia del arte; mi respuesta es que no. La verdad científica no está ligada al investigador que la genera en la misma forma íntima como la obra artística pertenece a su creador. Pocas veces un descubrimiento en la ciencia es obra de un individuo aislado, por la sencilla razón de que el conocimiento científico es acumulativo; recuérdese que el mismo Newton dijo:
Si yo he podido ver más lejos es porque me he parado en los hombros de gigantes.

Además, la mayoría de los descubrimientos científicos se hacen cuando ya "estaban en el aire", o sea cuando los sectores relevantes al área en que ocurren han avanzado lo suficiente para permitirlos; esto ha autorizado a Szent-Gyorgy a decir que la investigación científica es:
Ver lo que todo el mundo ha visto, pero pensar lo que nadie ha pensado.

Sin embargo, existen en la historia de la ciencia unos cuantos ejemplos de genios cuya producción fue tan absolutamente personal que se acercan mucho a la creación artística. Uno de ellos, Paul Ehrlich, "descubridor" (el entrecomillado es porque realmente lo inventó, o mejor aún, lo creó) del compuesto arsenical 606 o salvarsán, para el tratamiento de la sífilis, me fue señalado por el doctor Guillermo Carvajal, eminente científico mexicano y dilecto amigo. Pero son la excepción que confirma la existencia de la regla: mientras el genio individual pertenece a la esencia misma de la creación artística, para la ciencia sólo representa un elemento existencial y de carácter genérico.