XXXII. ECLESIASTÉS 1:18

Porque en la mucha sabiduría hay mucha
molestia: y quien añade ciencia, añade dolor.

A habla el Predicador, hijo de David, rey de Jerusalén, en un libro (el Eclesiastés) escrito entre 940 y 931 a.C. Sus palabras han sido leídas y meditadas desde hace más de 28 siglos, citadas innumerables veces e interpretadas de muy diferentes maneras, que sin embargo pueden resumirse en las dos siguientes:

1) "Mientras más sepas más sufrirás", es la otra cara de la moneda que en esta cara dice "La ignorancia es la madre de la felicidad". En esta interpretación se encuentra implícita la idea de que el conocimiento de la realidad nos abre los ojos a la tragedia de la vida, al hecho descarnado de nuestra insignificancia individual, o a lo efímero de nuestros esfuerzos y a lo intrascendente de nuestra existencia. De hecho, Eclesiastés 1: 2 dice: "Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad". Es mejor —según este concepto— permanecer en la ignorancia, que aunque no cambia nuestro cruel destino por lo menos nos evita el sufrimiento de conocerlo. Esta interpretación también incluye ecos de otros episodios bíblicos, especialmente la expulsión de nuestros padres Adán y Eva del Paraíso, por haber comido la fruta prohibida del Conocimiento. Aquí vuelve a encontrarse la idea de que el estudio, la exploración de la naturaleza y el descubrimiento de sus secretos son de alguna manera contrarios a los designios divinos y acarrean un castigo inexorable que va desde mayor sufrimiento en esta vida hasta la pérdida del Paraíso y del "pase automático" a la Eternidad. Finalmente, la perversión implícita en el mayor conocimiento de la realidad es uno de los argumentos más fuertes que usa Rousseau para convencernos de la virtud intrínseca de su "noble salvaje".

2) La otra interpretación de Eclesiastés 1:18 es diametralmente opuesta: aquí el dolor humano asociado al conocimiento no proviene de la conciencia de nuestra tragedia trascendental sino de la realización de que el acceso a, y el disfrute personal de, la insospechada, fabulosa y casi infinita riqueza que encierra la realidad que nos rodea y de la que somos parte, están forzosamente limitados a unos cuantos que pueden sufragarlo. El mundo se ha transformado, de un jardín abierto para todos, en un "club" de ingreso exclusivo y "sólo para socios". El dolor asociado al conocimiento existe pero está limitado a los que habiendo adquirido el segundo no están en condiciones sociales, políticas, económicas o de otros tipos de evitar el primero. El mejor y más numeroso ejemplo actual de esta situación es el ciudadano mexicano contemporáneo que al final del día se sienta a ver su televisión y es bombardeado en forma cruel e inmisericorde desde la pantalla con una serie obscena de productos y opciones que están mucho más allá de sus sueños más optimistas. ¿Vacaciones en Acapulco?, ¿un automóvil que cuesta seis millones de pesos?, ¿vinos (y otras bebidas alcohólicas) a precios que multiplican muchas veces el salario mínimo por botella?, jabones especiales para el cabello, pastas de dientes perfumadas, alimentos y refrescos "chatarra", juguetitos para los niños que son viles copias de lo peorcito que ofrece la "cultura" de los EUA? Nuestro ciudadano mexicano tipo tendría toda la razón si en respuesta a este vulgar atentado a su inteligencia y a su integridad como individuo destruyera a patadas la caja idiota que con toda seriedad conduce tales mensajes. Pero como bien han sabido Marco Antonio, Savonarola, Lenin, Hitler, Stalin y Reagan, la propaganda bien llevada posee una fuerza incontenible y esa misma propaganda, reiterada a través del tiempo, tarde o temprano se transforma en La Verdad.

Encerrado dentro de la inescapable cárcel de su pobreza, el trabajador se asoma a ver el mundo al que aspira y al que nunca tendrá acceso, y este se le muestra cubierto por todo el esplendor de que saben dotarlo las agencias de publicidad y propaganda. Frente a esta forma moderna del suplicio de Tántalo se antojaría aceptar el refrán que dice: "La felicidad está en la ignorancia". Pero hacerlo sería equivalente a igualar a la mala fortuna con el conocimiento o a la infelicidad con la sabiduría, lo que choca con nuestra concepción intuitiva del equilibrio de las cosas en este mundo. Realmente, la felicidad no está ni en la ignorancia ni en el conocimiento, sino en la manera como nos enfrentamos a la realidad que nos ha tocado vivir a cada uno de nosotros. Si nuestra reacción frente al hecho de que no somos nada especial sino sólo una parte de la naturaleza nos deprime y nos decepciona, si el único valor que tienen las virtudes humanas que consideramos más excelsas y puras es como narcóticos (se duerme muy bien con la conciencia tranquila) y eso nos afecta y nos aflige, y si conocer todas las cosas que no podremos hacer o tener nunca nos hace infelices, entonces lo que necesitamos no es ignorancia sino madurez. La realidad sólo nos agrede cuando, por no conocerla bien, creemos que es de otra manera; en este caso lo que resulta de la ignorancia es la infelicidad.

El conocimiento cada vez más extenso y profundo del mundo en que vivimos (que desde luego nos incluye a nosotros) sólo puede resultar en sufrimiento si lo que nos revela no coincide con el esquema previo que nos habíamos hecho de él, con nuestras aspiraciones y nuestros sueños. Esa es la razón por la que Eclesiastés se lamenta tan dolorosamente, por la que nos recuerda que todo es vanidad. Pero en esa situación queda otra alternativa, que es enfrentarnos a la realidad con proyectos y expectativas (no hay otra manera de hacerlo) pero cuando no correspondan a la manera como está construida la naturaleza, abandonarlos y adoptar otros que posean un nivel más aceptable de compatibilidad con ella. Ésa es exactamente la forma como procede la ciencia, que de todas las empresas humanas es la que ha tenido más éxito en lo que lleva Homo sapiens de caminar por la Tierra.