XLVII. CIENCIA Y SUBDESARROLLO

MÉXICO es un país rico en recursos naturales pero (casi) todos sus habitantes somos pobres. Esta es una de las razones por las que se nos considera parte del Tercer Mundo. Pero nuestra pobreza no es solamente económica sino también cultural, aunque esto no se toma en cuenta en la consideración mencionada. No pretendo ignorar la enorme riqueza de nuestras tradiciones, tanto indígenas como españolas, que en su conjunto forman un tesoro maravilloso. No me refiero a lo que tenemos sino a lo que nos falta: la incorporación de la ciencia a nuestro acervo cultural. En esto no estamos solos, nos acompañan muchos otros países del Tercer Mundo, especialmente nuestros hermanos latinoamericanos, así como todos lo miembros del Cuarto y otros Mundos más.

La ciencia no sólo no forma parte de la cultura de los países subdesarrollados sino que además en ciertos sectores existen claras corrientes anticientíficas. Esto se puso de manifiesto abiertamente a fines de la década de los 60, tanto en Europa como en nuestro continente. Las acusaciones dirigidas contra la ciencia han sido muy diversas: destrucción de la ecología, perversión del entendimiento, enajenación de los verdaderos valores humanos y, más recientemente, amenaza inminente de destrucción de toda la civilización y toda la vida (humana, animal y vegetal) en un holocausto nuclear. Esto ha resultado en que a la ciencia no sólo se le desprecie sino que además se le tenga miedo.

¿De dónde viene todo esto? ¿A qué se debe que no sólo en México sino en la mayoría de los países subdesarrollados, la ciencia sea vista con desprecio y/o con miedo? Naturalmente, no me refiero a los círculos académicos o a las minorías universitarias, aunque ahí podemos encontrar residuos de las "dos culturas" de lord Snow, sino a la población general y sobre todo a la urbana, que tiene acceso a alguna educación y que participa en la vida cultural contemporánea. Creo que la explicación se encuentra en la historia.

Desde los primeros años de la era cristiana y a través de toda la Edad Media, o sea desde los siglos II al XIV inclusive, la verdad sobre este mundo y los otros (el Cielo y el Infierno) estaba contenida en las Sagradas Escrituras, cuya hegemonía era absoluta e intemporal. La autoridad del dogma religioso era definitiva, tanto sobre asuntos paganos como sobre cuestiones divinas; cualquier problema debía resolverse apelando a la palabra escrita de Dios, cualquier desviación de los dictados eclesiásticos se pagaba en el potro o en la hoguera.

La exploración sistemática de la naturaleza y la adopción de la realidad externa como el árbitro final e inapelable del conocimiento surgieron en los mismos años en que Martín Lutero clavó en la puerta de la iglesia de Wittenberg sus 95 tesis sobre la venta de las indulgencias. Esto no fue simple coincidencia, como tampoco lo fueron la invención de la imprenta, el descubrimiento del Nuevo Mundo, la emergencia del concepto secular del Estado, el rechazo de las culturas árabes y orientales, la adopción de los distintos idiomas nacionales además del latín y el surgimiento del interés en el ser humano por sí mismo y por su vida en la Tierra, que ocurrieron en el increíble lapso de 100 años (1450-1550). Los martillazos de Lutero contribuyeron al resquebrajamiento progresivo de la autoridad del dogma eclesiástico, junto con el aumento en la educación general y la conducta escandalosa de muchos miembros de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, incluyendo a los mismos Papas. El resultado fue el movimiento de Reforma y, poco tiempo después, la emergencia de la Iglesia Protestante.

Creo que ya estamos listos para intentar una respuesta a las preguntas que nos hicimos arriba, sobre las causas de que la ciencia no se haya incorporado a la cultura de los países subdesarrollados. Por lo que corresponde a México y los demás países latinoamericanos, la respuesta es muy sencilla: nuestra entrada a la cultura occidental la hicimos bajo la tutela de la Madre Patria. En el Nuevo Mundo, los conquistadores españoles destruyeron todo lo que pudieron de las antiguas civilizaciones indígenas y en su lugar impusieron rey, idioma y religión. Los primeros mexicanos, hijos de Cortés y la Malinche, nacimos en el primer tercio del siglo XVI con dos destinos: servir al Rey de España y perpetuar la gloria de Dios. Pero nuestros padres españoles eran enemigos jurados de la Iglesia Protestante, combatían ardientemente la Reforma y se habían declarado fieles discípulos de Cristo, defensores de la Fe y de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana; la autoridad suprema del dogma eclesiástico prevaleció en España y evitó que el espíritu inquisitivo, liberal e impertinente de la ciencia se incorporara en la cultura peninsular, como lo hizo con otras partes de Europa.

El tiempo ha seguido corriendo, la frase "culpas son del tiempo y no de España", ha adquirido carácter de oráculo délfico y, cuatro siglos después, México y los países latinoamericanos que lo acompañan en el Tercer Mundo empiezan ahora a tomar en serio el papel que la ciencia puede desempeñar en su desarrollo. Quizá el síntoma más revelador de esta "revolución" sea la emergencia reciente y casi simultánea en nuestros países de organismos oficiales encargados de promover y apoyar la investigación científica. Todos estos organismos (en México se llama CONACYT, en Venezuela CONICYT) tienen la misma estructura, derivada de un concepto abiertamente utilitarista de la ciencia. Las funciones no económicas de la investigación científica, su casi infinita capacidad potencial para cambiar nuestra manera de ver al mundo y para enriquecer los aspectos espirituales de nuestra vida, que en mi opinión representan sus valores humanos fundamentales, no están representados en los estatutos y las regulaciones oficiales de los organismos mencionados. Su filosofía es pragmática y mercantilista: la única ciencia que merece apoyo oficial es la que genera soluciones a problemas prácticos cuya urgencia se deriva de una lista que indistintamente se llama de "prioridades" o de "problemas nacionales". Quizá lo más significativo del espíritu contemporáneo sobre la ciencia en nuestros países subdesarrollados sea su matrimonio con la tecnología, obligado en todos ellos; desde luego, había muchas otras opciones, entre las que ahora se me ocurren "ciencia y educación", "ciencia y cultura", "ciencia y sabiduría", etc. Pero ninguna de estas asociaciones ha surgido en nuestros países. Obsesionados por salir del subdesarrollo económico, nuestros gobiernos han empezado a aumentar (hasta ahora, tímidamente) los recursos adjudicados a la ciencia, insistiendo siempre y a veces hasta legislando que se apliquen en forma principal o exclusiva a la solución de problemas prácticos.

Esta actitud garantiza nuestra persistencia en el subdesarrollo cultural. Durante cuatro siglos rechazamos a la ciencia por su incompatibilidad con el dogma como último árbitro de la verdad; ahora la aceptamos pero sólo como instrumento para sacarnos de la pobreza económica. Hemos liberado a la princesa de la mazmorra pero sólo para encerrarla en la cocina y nos rehusamos a verla reír y bailar, a oírla cantar y a que sea libre y feliz. Quizá nos hagamos ricos, pero lo pagaremos muy caro. Porque el conocimiento, que es el producto de la ciencia, posee la capacidad de liberar al espíritu de las garras del oscurantismo, los prejuicios y la ignorancia. Y ahí seguiremos, regodeándonos en la penumbra de nuestra cultura precientífica, creyendo que esa es la máxima claridad que existe, cuando afuera brilla el sol del mediodía de la ciencia.