II. SOBRE EL CONOCIMIENTO

UNA de las características sobresalientes de la especie humana es su incapacidad para tolerar la incertidumbre y para hacer decisiones basadas en información incompleta. Desde luego, tal característica es más específica del Homo sapiens que la de ser un bípedo implume, no sólo porque está muy extensamente representada en los hombres sino porque no existe (o no sabemos que exista) en ninguna otra especie de seres vivientes. Como la gran mayoría de las veces que debemos decidir no poseemos toda la información necesaria para ello, nos hubiéramos mantenido en un estado de inactividad extrema a través de toda la evolución de nuestra especie si no fuera porque, desde muy temprano, nuestros primeros ancestros encontraron una solución al problema: inventar lo que no sabemos.

El conocimiento verdadero es tan raro que hasta su misma naturaleza es motivo de discusión en medios académicos. El filósofo se pregunta: ¿cuáles son las diferencias entre entender, conocer, saber y creer? El hombre de ciencia (casi siempre ignorante de los esfuerzos filosóficos relacionados con su campo) sólo distingue entre dos categorías: el conocimiento científico, o sea la información obtenida por medio de una serie de construcciones teóricas sometidas a rigurosas pruebas objetivas (experimentales o de otra índole) realizadas personalmente y filtradas a través de otros investigadores, con las mismas o con otras técnicas, ampliamente diseminadas a través de los medios de difusión más críticos dentro de la especialidad, de modo de asegurar su percepción y análisis por la comunidad internacional experta e interesada en el campo, y el seudoconocimiento, constituido por las respuestas al mismo problema generadas por la fe y/o la intuición, o bien por corazonadas, deseos, ilusiones, sueños, caprichos, tradiciones, convivencias, angustias, tragedias, esperanzas y otras formas más de ideación y de sentimientos.

Vivimos en un mundo que es 95% fantasía y 5% realidad. En otras palabras, ignoramos casi todo lo que representa la realidad que nos rodea y de la que nosotros mismos formamos parte; lo que realmente conocemos de la naturaleza es una fracción pequeñísima, casi infinitesimal, de todo lo que ella contiene. Una de las expresiones más dramáticas de la magnitud de nuestra ignorancia es la de Newton (quien, paradójicamente, junto con Aristóteles, Galileo, y Darwin y unos cuantos genios más, contribuyó a disminuirla de manera significativa), cuando dijo:

Yo no sé cómo me juzgue la posteridad, pero yo siempre me he visto como un niño jugando en la playa, divertido en encontrar de vez en cuando una piedra más lisa o una concha más bella que las demás, mientras el gran océano de la verdad yace completamente desconocido frente a mí.

Desde épocas prehistóricas y hasta nuestros días, casi toda la humanidad ha llenado este inmenso vacío con invenciones fantásticas y sobrenaturales, repletas de magia y antropomorfismo. Es lo que los antropólogos actuales conocen como el pensamiento primitivo, refiriéndose así no a una estructura mental que pertenece al pasado sino a una forma de pensar ingenua y simplista, gobernada por categorías absolutas y con un fuerte componente mágico. El mundo primitivo no es un mundo antiguo, más bien es un mundo infantil.

El conflicto humano que intento resumir en estas líneas no es ni simple ni reciente: se trata de algo muy complejo y también muy antiguo. El problema ha estado vigente y sin resolver desde tiempo inmemorial: ¿qué hacer cuando se ignoran una parte o hasta todos los elementos que deberían conocerse para decidir? A través de la historia, el hombre ha producido dos respuestas a esta pregunta ancestral: i) la más antigua, la tradicional y la más popular ha sido y sigue siendo: "inventa lo que no sabes, adivina lo que ignoras, rellena tu ignorancia con fantasía;" ii) la respuesta minoritaria ha sido y sigue siendo: " detente ante lo desconocido, confiesa tu ignorancia, vive en la realidad de la incertidumbre."

Confieso que mis simpatías se inclinan más al lado minoritario, pese a que reconozco ir en contra de las mayorías. Al margen del heroísmo implícito en la filiación admitida, me interesa agregar un comentario final: la filosofía de la ciencia enseña que las decisiones racionales siempre deberán hacerse sin información completa, que nuestro destino en la Tierra es adivinar la conformación más probable del sector de la naturaleza cuya estructura nos interesa y trabajar incansablemente en averiguar hasta dónde nuestra imaginación realmente corresponde a la realidad. El resultado de este doloroso proceso es lo que llamamos conocimiento. Y nada más.