VI. Y TÚ, ¿QUÉ EDAD TIENES?

UNA DE las preguntas que se le hacen de rigor a un paciente para ver si no ha perdido la razón y conserva algo de su identidad, es ¿qué edad tienes? Por eso cuesta creer que hace un siglo la mayoría no la hubiera podido contestar, o sólo lo hiciera tras enfrascarse en complicados cálculos. Los nacidos en el campo solían tener una edad biológica dada por el día del parto, otra oficial establecida por el día en que por fin un familiar pudo allegarse a un poblado que tuviera oficina de registro civil y ocultó la verdadera fecha para evitar multas, y hasta podían cumplir años en fechas variables: una de acuerdo al calendario gregoriano y otra de acuerdo con la de su religión (como los judíos por ejemplo). Antiguamente la edad no desempeñaba ningún papel en la estructura social, y aunque alguien supiera con exactitud la fecha de su nacimiento y edad, no solía celebrar sus cumpleaños por tratarse de una costumbre reservada a la nobleza y considerada por la Iglesia como una festividad pagana.

Se daba tan poca importancia a la edad, que los censos federales hechos en Estados Unidos antes de 1850 no incluían información específica sobre ella, hecho que contrasta con la práctica actual, pues hasta el escueto talón del formulario que un pasajero de avión debe llenar para pasar migración sólo pregunta nombre, ciudadanía y fecha de nacimiento. La edad se consideraba un fenómeno biológico, no un atributo social, pues como vimos en capítulos anteriores, ni siquiera la muerte estaba relacionada con la edad: un niño de 10 años tenía la misma probabilidad de morir que un anciano de 70.

Antes de embarcarnos en lo que les sucede a los humanos a lo largo de sus edades, conviene mencionar que muchos animales presentan una especialización de funciones por edades ("politeísmo"). Este cambio de tareas con la edad es más simple que la diferenciación en castas que presentan algunos insectos, en los que la crianza, el tipo de alimentación, las hormonas y otros factores hacen que el tamaño, estructura corporal y actividades que cumplen ciertos individuos sean drásticamente distintos de los de sus hermanos. Con todo, el politeísmo por edades que se presenta en una misma línea de organismos va más allá del obvio madurar y aprender a volar de los pájaros o la cacería que realizan los leones. Así, hay abejas que, si bien se caracterizan como obreras, van progresando a lo largo de un escalafón laboral que recuerda a los gremios humanos o carreras en las que no se va ascendiendo con base en la habilidad, sino a la duración en el cargo: las obreras de 0 a 2 días de edad limpian las celdas, las de 2 a 11 cuidan las larvas y a la reina, las de 11 a 20 procesan la comida que llega a la colmena y las mayores de 20 días salen a colectar polen o néctar por 1 a 3 semanas y luego mueren (Wilson, 1975). Regresemos a los humanos.

Hasta hace apenas un siglo sólo se consideraba importante ser una persona mayor, que sabía, explicaba, demostraba y mandaba, o un joven que debía observar, escuchar y obedecer. La salud de los niños se encontraba a cargo de sus madres y de comadronas, y sólo se recurría al médico cuando fallaban los remedios caseros. Pero este médico no era un pediatra, pues atendía a jóvenes y viejos, mujeres y varones, partos y fracturas, diarreas y demencias. No había especialistas en pacientes de distintas edades (neonatólogos, pediatras, efebólogos, clínicos de adultos, geriatras), como tampoco había obstetras, dermatólogos, otorrinolaringólogos ni cardiólogos. El médico italiano Paolo Bagellardo había publicado en 1472 su libro Libellus de aegritudinbus infantium, pero eso no había sido suficiente para provocar el surgimiento de la pediatría.

No existía prohibición alguna de que trabajaran los niños, antes bien se los ataba con una soga y se los bajaba por oscuras, quemantes y tiznadas chimeneas para que las limpiaran. Ingresaban como aprendices a los talleres, se los trataba a cachetadas e iban progresando en conocimientos y habilidades hasta llegar a una vejez en la que su decrepitud los incapacitaba para seguir siendo útiles, momento en que pasaban a vivir del apoyo de sus familiares o de la caridad pública. 1 Por supuesto, lo que transformó la edad en un parámetro central de nuestra identidad no fue una variación caprichosa de la moda, sino que dependió de una nueva concepción del desarrollo humano, del derecho de las personas, del control social y —como en el caso del presente libro— del esfuerzo por entender el envejecimiento.

En la Grecia y en la Roma antiguas la educación formal de los jóvenes (del sexo masculino) estaba dividida en tres niveles, que concordaban aproximada pero no estrictamente con la edad; la promoción al nivel superior estaba marcada por ritos de pasaje. Pero esa organización se fue borrando, desapareció y en las aulas se mezclaron niños de edades muy diversas, que ingresaban, aprendían lo que había que aprender y, cuando ya lo sabían, egresaban, independientemente de la edad que tuvieran y de la cantidad de años que hubieran cursado.

En 1528 el reformista religioso alemán Philip Melancthon publicó el Libro de las visitaciones, donde proponía volver a clasificar a los muchachitos en tres niveles, que concordaban con los conocimientos de lectura, gramática y literatura clásica, pero no tanto con la edad que, por otro lado, pocos conocían. Su propuesta fue incorporada al código escolar de Würtemburg en 1559 y de Sajonia en 1580, pero no se tuvo demasiado en cuenta, ni siquiera cuando el reformista de Moravia Johan Amos Comenius trató de revitalizarla en 1630. Así y todo, los planes de Comenius fueron aplicados en 1819, cuando se estableció con toda formalidad el sistema escolar prusiano. Por otra parte, en 1762 Jean-Jacques Rousseau publicó en Suiza su novela Émile, cuya repercusión llevó a añadir la noción de desarrollo humano a la idea prusiana de organización gradual de la enseñanza. Uno de los más influidos por estas ideas fue el maestro y humanista de Zurich, Johann Heinrich Pestalozzi, quien luchó por una educación escolar gradual.

Ya a fines del siglo XIX, varias circunstancias iniciaron un proceso de estratificación social por edades. Según Martin Kohli (citado por Chudacoff, 1989) la edad servía en primer lugar como racionalización de las funciones sociales. En segundo, ayudaba en el control social. En tercero, la edad introducía un mecanismo para determinar el acceso a ciertas posiciones, el cual resultaba más preciso que determinar si una persona ya estaba "preparada" biológica, educacional y emocionalmente, sobre todo, porque la edad puede ser certificada por algún documento oficial, es más difícil de manipular y prestarse a subjetividades, y da a la vida un sentido de orden. Por último, la especificación de la edad pasó a funcionar como un método de integrar a una persona a los múltiples papeles y responsabilidades que un individuo debe asumir en la sociedad moderna: votar, recibir herencias, tener derecho a becas, servir en el ejército.

Las circunstancias fueron parcelando a la humanidad en compartimentos por edades y hoy es frecuente que hasta un niño pequeño que aún no sabe contar, sepa mostrar con sus deditos los años que tiene. Hoy la escuela se divide en grados, las carreras universitarias se cursan en años, las becas y los créditos bancarios sólo se pueden solicitar entre ciertas edades mínimas y máximas, se cuenta con derecho a la jubilación al llegar a los 60, se prohibe ejercer ciertos cargos directivos después de los 65 y, si bien esas normas introducen cierta discriminación con las mujeres que ocuparon parte de su juventud en criar a sus hijos, con muchachos que todavía no tienen la edad pero ya tiene las aptitudes, y con los ancianos que conservan una excelente capacidad de liderazgo, ofrece la enorme ventaja de ir repartiendo democráticamente las oportunidades que brinda la sociedad.

Sin embargo, se trata de conservar cierta laxitud para cambiar las normas cuando así lo requieren las circunstancias. Por ejemplo, como en el pasado el conocimiento no estaba suficientemente sistematizado y descansaba en la información y en la experiencia, los consejos y senados (recordar la etimología de "senado") se hallaban integrados por viejos. Pero hoy los registros escritos, archivos, museos, educación superior universitaria y los servicios informativos computarizados han cambiado el panorama. Ayer, un obispo, un general o un profesor se eternizaban en la dirección de una diócesis, una división militar o un departamento universitario, a veces a pesar de una acentuada incapacidad física e intelectual, y con ello frenaban las oportunidades de quienes sólo podían esperar a que los mayores murieran. Esta situación fue dando origen a protestas y reformas y hoy es frecuente que para desempeñar ciertos cargos institucionales, se requiera ser un botarate precoz.

En 1918, en la ciudad de Córdoba, Argentina, se inició un movimiento llamado Reforma Universitaria, que pronto se propagó a toda la Argentina y tuvo ecos en otros países de Latinoamérica. Dicha reforma acabó con las cátedras vitalicias, dificultó el nepotismo, abrió la universidad —tanto en sus posiciones académicas como directivas— a sectores que hasta entonces habían sido marginados, instauró la periodicidad de cátedra, el reconcurso de las posiciones académicas y terminó con la gerontocracia (Del Mazo, 1938, 1946).

Hoy que la salud pública, la medicina y los deportes han transformado la capacidad y la calidad de vida, resulta discriminatorio prohibir que, en pleno goce de salud física y mental, las personas de edad sean privadas de sus trabajos y despojadas de las inserciones sociales que dan sentido a su vida. De manera que se vuelve a poner en tela de juicio las normas, para no perjudicar a ningún grupo por el hecho de tener una edad determinada, pero sin obstaculizar las oportunidades ni las carreras de los jóvenes.

A los esclavos ancianos se los "liberaba" para que el propietario no tuviera que malgastar su dinero en un trabajador que ya no le servía (D. Ribeiro, 1995).