APÉNDICE IV

DE VAMPIROS Y VAMPIRESAS

Los vampiros se han ganado un lugar muy prominente en la fauna de muertos asustadores, y han generado una frondosa mitología, una variada literatura, una pléyade de sesudos estudios antropológicos del folklore (originalmente eslavo), una taquillera industria cinematográfica, y hasta han promovido el turismo a Rumania para visitar la Valaquia del príncipe Vlad Tepes. Éste, si bien tuvo merecida fama de ser repulsivamente cruel, en sus tiempos no fue visto por sus paisanos como un vampiro de pura cepa, como los que describe Bram Stoker en su famosa novela Drácula (1897), quien, dicho sea de paso, lo rebaja de príncipe a conde y lo muda de Valaquia a Transilvania.

En los cadáveres recién enterrados, los órganos internos se desintegran y fluidifican, y se producen gases que al expanderse hinchan el cuerpo, y al escapar por la boca arrastran líquidos sanguinolentos que la tiñen de rojo y causan ruidos claramente audibles; también hacen protruir los glóbulos oculares y separase los párpados, con lo que el difunto abre desmesuradamente los ojos. Cuando la sepultura es poco profunda, el hinchamiento del cuerpo empuja la tierra recientemente roturada y llega a abrirla y sacarlo de su fosa, en particular después de una tormenta sobre terreno anegadizo. Esta última circunstancia es tan común en los cementerios de Nueva Orleans, EUA , que muchas tumbas tienen en lo alto un sarcófago (del griego sarkos = carne y phagein = comer) en el que se deposita al occiso hasta que las diversas floras consuman sus partes blandas, esté en condiciones de ser bajado a la tierra y la instalación vuelva a estar disponible para un segundo cadáver (Barber, 1988). En la opinión de algunos autores, el uso de ataúdes fue adoptado para proteger a las tumbas de los perros y demás animales carroñeros que, atraídos por los olores, las escarban y llegan a dejar un brazo asomando.

Por eso no extraña que los campesinos de ciertas regiones, al visitar la fosa algunas semanas después del entierro, o al exhumar cadáveres recientes, hallaran un cuerpo de apariencia robusta que los "miraba" con ojos endemoniados, en contraposición con el difunto consumido, emaciado y de ojos cerrados que habían enterrado. Su fantasía les llevaba a suponer que no estaba del todo muerto y que su boca, que rezumaba "sangre", 1 era un claro indicio de que se acababa de alimentar de los vivos. Cuando estos descubrimientos se hacían después de una tempestad, se daba por sentado que el Diablo había energizado al cuerpo con sus rayos. 2 Se opinaba además que los cuerpos de poseídos, prostitutas y suicidas eran más propensos a sufrir estas transformaciones y, por precaución, se les negaba sepultura en los cementerios comunes.

En cambio, "vampiresa" es sólo una metáfora de épocas más recientes, en que resultaban atractivas las "mujeres fatales", quienes hasta cierto punto descendían de la Dama de las Camelias, Manon Lescaut y Mata Hari. Su inmortalidad no es mitológica: se debe a que quedaron para siempre en el cine, que las muestra noctámbulas, pálidas, ojerosas, tuberculosas, de largas uñas, ajustados vestidos negros y boquilla larga, provocadora y viciosa. Buscaban sustraer a los hombres del casto circuito familiar pero, en un contexto menos supersticioso y más capitalista, ya no chupaban la sangre, sino todas las riquezas que pudieran. También desempeñaron un papel preponderante en el desarrollo de ciertas vertientes tangueras.

Se non e vero... e ben trovato

Los vampiros también han atraído la atención de investigadores biomédicos (véase, por ejemplo, Illis, 1964 y Dolphin, 1985). A manera de ejemplo incluimos el relato que nos hizo en su visita a México el doctor Robert Katz, por entonces director del Institute of Kidney, Arthritis and Inherited Metabolic Diseases (más abajo se advertirá la razón para subrayar esta parte del nombre) que es una rama del National Institutes of Health de los Estados Unidos (equivalente a nuestra Secretaría de Salud). Para completar, agreguemos que Katz, actualmente ciudadano estadunidense, es oriundo de la antigua Transilvania. A continuación, ofrecemos un resumen de su descripción:

El color rojo de la sangre se debe a que la molécula de hemoglobina de los eritrocitos contiene un fragmento (porfirina) que reacciona a la luz emitiendo en el rojo. Cuando los eritrocitos envejecen y son destruidos por el sistema retículoendotelial, las porfirinas prosiguen su metabolismo (bilirrubina, urobilina, estercobilina, etcétera) y a medida que van cambiando su estructura química cambian su color, como cuando hacen virar a nuestros hematomas (acumulación de sangre extravasada por un golpe) del rojo al violáceo, al verde y al amarillo. El hígado elimina las porfirinas con la bilis, dando a esta sustancia su color típico. En caso de insuficiencia hepática se acumulan en la piel y le confieren el amarillo de la ictericia, y faltan en cambio en las materias fecales que adquieren entonces la palidez de la acolia.

En todas estas reacciones químicas intervienen enzimas sumamente específicas. Como vimos en el capítulo I, cada enzima está codificada por un gene, que puede contener errores y, si la falla no mata al individuo antes de que se reproduzca, pasa a la descendencia y causa alguna enfermedad metabólica hereditaria (de ahí el subrayado de "inherited metabolic diseases" el instituto que dirigía Katz) cuya gravedad depende de cuán dañada esté la enzima producida. El genoma guarda dos copias (dos alelos) de cada gene, uno heredado del padre y otro de la madre y, si sucede que ambos padres legan esos alelos defectuosos, el hijo padecerá la enfermedad. Las enfermedades debidas a errores en el metabolismo de las porfirinas se llaman porfirias. Ahora bien, las posibilidades de que alguien se case con una persona que tiene fallado justamente ese mismo gene y padezca porfiria es muy remota... a no ser que se trate de habitantes de una comunidad pequeña, confinada a vivir por siglos en un espacio pequeño... tal como sucede en los valles de Transilvania, 3 donde es muy común que ambos cónyuges desciendan de los mismos antepasados.

De entre los transtornos típicos de ciertas porfirias destacaremos tres. En primer lugar, el sujeto no procesa adecuadamente la porfirina de su hemoglobina: es anémico. En segundo, sus porfirinas mal metabolizadas se acumulan en la piel y, por ser tan sensibles a la luz, dan origen a lesiones actínicas graves, como una persona normal que se hubiera expuesto al sol exageradamente, o se hubiera quemado con una antorcha de acetileno. Por eso los enfermos graves visten habitualmente ropas negras, sombreros aludos y muy encajados, guantes, enormes anteojos oscuros, suben sus cuellos y solapas, y tienen absolutamente prohibido exponerse al sol, por lo que en lo posible tampoco circulan durante el día. Antiguamente llegaban a hacerlo envueltos por una capa negra. En tercer lugar, es común que las porfirinas tiñan los dientes del enfermo de color rojo parduzco.

Siguiendo con el relato, cuando un transilvánico se agravaba de su porfiria se recluía en su hogar, faltaba de la comunidad, dormía completamente cubierto por un manto negro, y cuando de pronto e infrecuentemente un paisano, que acaso lo recordaba enfermo y lo suponía muerto, 4 se topaba con él en la noche cerrada, lo encontraba sumamente demacrado por la anemia y por la falta de exposición a la luz, y vestido de negro.

Como en toda fase terminal de una enfermedad incurable, los porfíricos se entregaban a ingerir las medicinas caseras más diversas y a prácticas descabelladas. Para restaurar su sangre recurrían a beber la de pollos y cabritos, pero la hemoglobina por vía oral, como cualquier otra proteína, era digerida y no causaba mejoría alguna. La falla llevaba a suponer que la sangre de animales no surte efecto en los seres humanos y entonces —continúa la narración— algunos desesperados se atrevían a atacar a personas dormidas, clavarles los dientes en las yugulares y carótidas, y chuparles la sangre.

Es común que las enzimas tengan inhibidores derivados de algún vegetal, que resultan ser increíblemente específicos y poderosos, al punto de bastar algunas moléculas flotando en el aire para desencadenar una crisis. Por ejemplo, la enzima Na+,K+-ATPasa, presente en las membranas plasmáticas de todas nuestras células, es frenada por concentraciones irrisorias de la ouabaina proveniente de la planta Strophanthus gratus. Pues bien, la enzima defectuosa de los porfíricos transilvánicos es inhibible por una sustancia presente en el ajo. Cada vez que un porfírico come o simplemente huele ajo, su dañada enzima, que es desde luego ineficiente para transformar porfirinas, sufre un bajón adicional por la presencia del inhibidor, de modo que tienen aversión al ajo. Al tanto de esta circunstancia, sus paisanos tratan de ahuyentarlos colgando ristras de ajo en la entrada de sus casas, o durmiendo con collares de ajos para proteger su cuello.

Sólo faltaría averiguar por qué pierden el reflejo en los espejos y por qué hay que matarlos con una estaca.

El líquido era rojo y derramaba por la boca, pero no coagulaba, con lo que aumentaba su apariencia de ser sangre recientemente bebida.
La idea de que las chispas y los rayos dan vida está muy difundida. Aleksandr I. Oparin (El origen de la vida, traducción. 1938) propuso que la aparición de los primeros aminoácidos en la Tierra estuvo propiciada por la activación de moléculas en la sopa prebiótica mediante descargas eléctricas, y Mary Wollstonecraft Shelley utilizó rayos para dar vida al monstruo de su novela Frankenstein, o el moderno Prometeo (1818).
Los romanos adoraban a Silvano, dios de los bosques y así como llamaban transalpinos a los que vivían más allá de los Alpes situados al norte de su Imperio, llamaban trans-silvanos a los que moraban más allá de los bosques.
"...las personas no vistas en mucho tiempo están muertas" Elías Canetti, Nachträge aus Hampstead, Carl Hanser Verlag, 1994.