VI. LA MUERTE

Soy un fue, y un será, y un es cansado.
FRANCISCO DE QUEVEDO

porque el tiempo es una rueda,
y rueda es eternidá;
y si el hombre lo divide
sólo lo hace, en mi sentir,
por saber lo que ha vivido
o le resta por vivir.
Martín Fierro,
JOSÉ HERNÁNDEZ

Las pruebas de la muerte son estadísticas y nadie hay que no corra el albur de ser el primer inmortal.
J.L. BORGES

La mariposa no cuenta meses, sino momentos.
R. TAGORE

La vida es una cebolla que uno llora mientras la va pelando.
Proverbio francés

Que no fue Dios quien hizo la muerte.
(Sb 1:13)

DE TODOS los cambios temporales que puede sufrir un organismo, los más angustiosos y drásticos son el envejecimiento y la muerte. Una de las primeras teorías científicas que intentó explicarlos fue la del Lebenferment, Butschli (1882), su autor, postuló la existencia de una línea germinal, eterna y vital, que va diluyendo su fermento con el crecimiento normal y el reemplazo de las células a lo largo de la vida hasta que, al agotarse, ocasiona vejez y muerte. Si bien en su tiempo la teoría de Butschli olía a vitalismo, no deja de tener cierto parentesco con las hipótesis actuales más en boga. Por aquel entonces se le opuso la Abnutzungstheorie de Weismann (1891), según la cual los organismos mueren porque —literalmente— se gastan y rompen.

Ahora bien, se puede comprender mejor el punto de vista de esta teoría si se tiene en cuenta que el envejecimiento y la muerte no son privativos de lo biológico; así, por ejemplo, la figura 1 muestra "el envejecimiento y la muerte" de focos de proyector de diapositivas (Calatayud, 1984). En ordenadas vemos el porcentaje de focos que siguen siendo útiles en un tiempo dado, y en abscisas la edad; primero advertimos un descenso brusco debido fundamentalmente a fallas "congénitas" de fabricación; luego sigue una paulatina disminución de focos a causa de accidentes y, hacia el final, se suman las "muertes" por desgaste. Si comparamos la forma de esta curva con la de la sobrevida del hombre ilustrada en la figura 3 concluiremos que la Abnutzungstheorie de Weismann no deja de tener razón de ser.

[MCT 1]

Figura 1.

Por más que desde los tiempos de Butschli y de Weismann se haya progresado muchísimo en la comprensión del envejecimiento y la muerte, quedan aún en pie la mayoría de sus interrogantes fundamentales, incluida su misma definición. Así, se ha dicho que un organismo no ha muerto mientras siga viva la última de sus células, pero cabe recordar al respecto las disputas acerca de si a una persona en coma profundo e irreversible se la debe continuar haciendo respirar con pulmotores, circular la sangre con bombas extracorpóreas, vaciar la vejiga con cánulas, o mantener su volumen plasmático inyectándole líquido en las venas, y si, al suspender esos esfuerzos, se está o no cometiendo un crimen. Si adoptamos la posición de que un organismo no ha muerto mientras siga viva la última de sus células, podemos llegar a encontrarnos con un cadáver al que, sin embargo, deberemos considerar contradictoriamente vivo, simplemente porque de él se sacó un riñón que aún da vida a otra persona. Tampoco podríamos considerar muerta a una gallina guisada en trozos, si es que sus huevos fecundados son aún capaces de producir pollitos en una incubadora; análogamente, en muchos laboratorios se trabaja con células que, a través de muchísimas generaciones celulares, provienen de otras obtenidas de personas fallecidas hace decenas de años. Vamos a referirnos a ellas.

En términos generales, si se toman células de un organismo superior y se las cultiva en el laboratorio, se puede comprobar que cada una de ellas se divide en otras dos, no quedando ningún "cadáver" celular; pero esta capacidad se agota al cabo de cierto tiempo. Pero, en realidad, no es al cabo de "cierto tiempo", sino al cabo de cierto número de divisiones. Este fenómeno se suele estudiar de la siguiente manera: se toma una caja de cultivo en cuyo fondo las células en cuestión se han reproducido hasta recubrirlo, se las separa por medios enzimáticos, se hace una suspensión celular que se divide en dos mitades, y se siembra cada mitad en una nueva caja; como ahora las células tienen espacio de sobra para volver a dividirse y volver a cubrir el piso de las cajas, entran en mitosis y lo recubren. En la jerga laboratoril, esta operación se llama "duplicación". Podemos ahora tomar una de las cajas nuevas, desechar la otra y volver a repetir la operación. Pero no podríamos "duplicarlas" indefinidamente. Así, por ejemplo, las células W138, que fueron obtenidas de un feto humano, sólo se pueden "duplicar" unas 50 veces; luego van dejando de dividirse, hasta que el cultivo acaba por extinguirse totalmente.

Este fenómeno muestra interesantes aspectos. Por ejemplo, las células de un niño se pueden duplicar en cultivos muchísimas más veces que las de un anciano; las de especies longevas (v. gr el hombre) se pueden duplicar más veces que las de especies no longevas (v. gr el ratón). (Martín y colaboradores, 1970). Hay enfermedades (v. gr la progeria) en las que el individuo sufre un fenómeno de envejecimiento aceleradísimo, de modo que a los diez años se asemeja a un anciano de setenta. Pues bien, las células de estos pacientes toleran un número mucho menor de duplicaciones que las de individuos sanos de la misma edad.

Si se toman células W138 en la generación (duplicación) 30 por ejemplo, y se las mantiene congeladas en nitrógeno líquido durante un lustro, al llevarlas nuevamente a la temperatura de cultivo, las células prosiguen duplicándose, 31, 32... hasta llegar alrededor de la 50, por cierto mucho después de que han muerto aquellas cuya duplicación no había sido suspendida. Parece que las células no se rigieron entonces por el tiempo del calendario, sino por el número de generaciones (Hayflick y Moorhead 1961; Le Guilly et al., 1973), lo cual ha dado lugar, por supuesto, a numerosos estudios en los que se compara, por ejemplo, las células de la generación 20 con las de la 45, con el propósito de descifrar cómo y dónde reside la información que les permite contar generaciones. Como hasta ahora nadie ha podido resolver el punto, han ido surgiendo hipótesis tendientes a explicar lo que se ha dado en llamar ''el Límite de Heyflick" (en el caso de las células W138 que estuvimos utilizando como ejemplo, dicho límite estaría alrededor de la generación 50). Una de estas hipótesis, la de Kirkwood y Holliday (1975), postula que en cada población de células de los metazoarios (organismos como el humano, compuestos por muchísimas células) hay un cierto número de células troncales capaces de reproducirse y de diferenciarse pero, como lo hacen de modo mucho más lento que las demás, terminan por ser relativamente más escasas y desaparecer de los cultivos. Esta explicación puede resultar aquí un tanto oscura, pero encierra un fenómeno lo suficientemente importante como para que convenga detenerse un momento en él; su importancia radica en que puede dar pautas acerca de lo que es el envejecimiento y la muerte.

Por nuestra sangre circula una cierta cantidad de células que constituyen una población dinámica; con ello queremos decir que, en todo momento, ciertas células viejas son capturadas por nuestro sistema retículo-endotelial y son destruidas, y hay otras nuevas que acaban de ser fabricadas por nuestra médula ósea. Si a causa de una hemorragia de pronto perdemos sangre, la médula ósea responderá aumentando la producción de células, precisamente para compensar la disminución; para hacerlo, cuenta con determinadas células, llamadas troncales, que son más o menos primitivas (en el sentido que no son aún del tipo maduro que circula en nuestros vasos sanguíneos). Dichas células se reproducen con extrema lentitud y son, correlativamente, muy longevas (Lajtha, 1983). Ahora bien, en cuanto nuestro organismo sufre una hemorragia, algunas de estas células troncales reciben un estímulo que las lleva a dividirse y a diferenciarse rápidamente. Llamamos diferenciación a un proceso en el cual las células de un metazoario, de un organismo superior, a pesar de que poseen todas un idéntico genoma, 1 fabrican ciertas moléculas y no otras de las que especifican sus genes, hasta hacer que su estructura y su función difieran notablemente de las células originales, convirtiéndose en las células maduras (eritrocitos, osteocitos, neuronas, adipocitos, etcétera) que componen nuestro cuerpo. Por ejemplo, las células musculares se han diferenciado copiando millones de veces las recetas de los genes para hacer miosina; las células de la retina copiando muchas veces la de hacer rodopsina, las del páncreas la de hacer insulina y algunas células de la hipófisis la de hacer somatotrofina. Ahora bien, las células de la médula ósea, que se mantenían en un estado de diferenciación rudimentario, de pronto se dividen y diferencian hasta que se convierten en verdaderos glóbulos blancos o en verdaderos eritrocitos, listos para ser vertidos a la sangre. A cada célula troncal le lleva varias duplicaciones (generaciones celulares) el llegar a convertir a sus descendientes en células sanguíneas maduras. Claro que en este proceso de duplicaciones sucesivas no sólo se ha diferenciado o especializado, sino que se ha incrementado su número muchísimas veces hasta que, por cada célula troncal, se vierten al torrente un gran número de glóbulos blancos o rojos, según la célula troncal de que se trate. Al final de este proceso, las células se convirtieron en maduras y diferenciadas pero perdieron su capacidad de duplicarse. Cuando hayan madurado del todo y estén listas para cumplir sus funciones en nuestra sangre, ya no se podrán reproducir más. En ciertas leucemias, por el contrario, los glóbulos blancos parecen como "trabados" en medio del proceso: por un lado siguen con su propiedad de reproducirse pero, por el otro, no completan su diferenciación y siguen y siguen reproduciéndose. Justamente Sachs (1986) y sus colaboradores han ideado formas de estimular a las células de ciertas leucemias para que se "destraben", completen su maduración y pierdan así la propiedad de reproducirse, invadir y matar al organismo.

Podemos regresar ahora a la interpretación de Kirkwood y Holliday sobre por qué llega a un límite (Límite de Heyflick) en el que las células dejan de reproducirse y el cultivo se extingue. Según dichos investigadores, en la población celular que se "duplica" de una caja de cultivo a otras dos, las células están diferenciadas y comprometidas a morirse. Pero hay entre ellas cierto número de células troncales no diferenciadas y con capacidad de reproducirse una gran cantidad de veces, pero lo hacen muy lentamente, es decir, que pasa mucho tiempo desde que nacen hasta que se vuelven a dividir y a duplicar. Por lo tanto, si un investigador siembra una población de células en cajas, para el momento en que éstas recubren el piso y hay que volver a "duplicarlas" en dos cajas nuevas, las troncales se habrán reproducido muchas menos veces que el resto, y estarán presentes en mucha menor proporción De modo que en cada operación de duplicación van siendo relativamente más y más escasas, hasta que, al llegar a cierta generación (digamos la 50) ya no quedan células troncales en la población, y ésta se extingue. Por supuesto que estas investigaciones con cultivo han dado origen a una teoría: la muerte de los organismos superiores sobreviene cuando a los distintos tejidos del organismo ya no les quedan células troncales que puedan generar células para continuar reemplazando a las que se van muriendo.

Pero ¿por qué se mueren las células de los animales multicelulares? Danielli (1956) y Szilard (1959) opinaban que, como en todo proceso de copiado, al replicarse el DNA de una célula para que cada hija se lleve su copia, se introducen errores. Al cabo de cierto número de generaciones, la acumulación de estos errores daría por resultado células con demasiadas anomalías como para seguir viviendo. Si bien hay varias objeciones a esta teoría y sería muy largo enumerarlas, baste mencionar que la desaparición de las células no sigue una curva de propagación de errores, sino que al llegar a cierto número de duplicaciones (el Límite de Heyflick) se desencadena la debacle. Otros investigadores, por ejemplo Smith (1965), han imaginado en cambio que los errores se toleran mientras no se llegue a cierto límite; algo así como si uno tuviera varias ruedas de repuesto pudiendo en consecuencia utilizar su coche normalmente mientras no falle la última. Sin embargo, las células de la generación 50 (en el caso de las células WI38) no producen proteínas con errores como lo requeriría la teoría de Smith. Por eso, otros investigadores (por ejemplo Orgel, 1963) prefieren modelos en los que todo marcha bien hasta que el genoma ordena la construcción de una enzima letal, que destruye a las demás proteínas y produce una catástrofe celular. Pero, hasta ahora, nadie ha encontrado dicha enzima.

Otros investigadores han señalado que vivimos en un mar de bacterias y virus, desde las que trabajan en la oscuridad del intestino hasta las que se asocian a las raíces de los vegetales para fijar nitrógeno; con algunos de estos microorganismos mantenemos un equilibrio cooperativo y dinámico, pero con otros la relación no es tan amistosa. Aun así, logramos mantenerlos trabajosamente a raya. Un desequilibrio haría que ciertos virus letales pasaran al ataque y mataran a nuestras células. Pero nadie ha encontrado en las células muertas ningún virus de este tipo que sirva para fundamentar dicha teoría.

El hecho de que en cada especie los organismos tengan una duración característica (un perro vive más que una mosca y un elefante más que un perro), ha atraído la atención de los investigadores sobre posibles causas genéticas del envejecimiento y la muerte. Medvedev (1972, 1981), por ejemplo, ha hecho notar que hay ciertas enzimas que cumplen la misma e idéntica función, aunque están codificadas por distintos genes. A su vez, estos genes, casi redundantes, podrían ir dañándose a lo largo de la vida sin que el organismo sufra una carencia de la enzima en cuestión, a condición de que no falle el último gen. Una especie animal longeva tendría, en consecuencia, más genes redundantes que una no longeva.

Por otro lado, Heyflick, que también ha invocado causas genéticas para explicar estos fenómenos, sigue un modelo diferente, basado en el hecho de que a lo largo de sus vidas las células van cambiando, como si tuvieran "edades" en las que abunda tal o cual enzima, desaparecen otras, ejercen una u otra función, o bien pasan a desarrollar ciertas estructuras; tal proceso sucedería, según este autor, en cumplimiento de un programa genético, en el cual se leen ciertas instrucciones del genoma, características de cada etapa del ciclo celular. En un momento dado, el programa tropezaría con una instrucción que le ordena morirse.

Sea como fuere, no hay duda de que los diversos tipos celulares están programados para durar un tiempo que les es propio; por ejemplo, mientras un eritrocito vive alrededor de un tercio de año, una neurona vive 70, 80 o todos los años que dure el organismo. Sin embargo, no podemos evitar plantearnos la pregunta inicial: ¿y de qué mueren?

Ya en 1907, Minot pensaba que el envejecimiento y la muerte serían el precio que se paga por la diferenciación celular. Pero tampoco se puede decir tan fácilmente que estos fenómenos sean un "precio" de la diferenciación puesto que, como señalamos más arriba, en la medida en que algunas células se diferencian hasta transformarse en neuronas pueden convertirse en las células más longevas del planeta. Razonando sobre el hecho de que una célula troncal se puede dividir y no morir, mientras que eso no le ocurre a una diferenciada, Bell y colaboradores señalaron que la muerte en sí podría ser no un precio sino un paso de la diferenciación. A muchos le sonará antipática la idea de que la muerte de las células pueda ser algo así como el summum que alcanza la especialización, aunque bien, la muerte no es, hasta ahora, cuestión de gustos.

Es claro que si la muerte fuera algo absolutamente negativo para las especies, se habrían ido seleccionando organismos cada vez más longevos hasta que llegara el momento en el cual las especies estuvieran constituidas por organismos prácticamente inmortales. Pero ése no es el caso. La evolución está relacionada sólo con lo que ocurre antes de que cese el periodo en el que los organismos pueden procrear y reproducirse. Esto propone nuevos problemas que surgen de la relación entre la genética, la evolución y la muerte; para comprenderlos es oportuno introducir algunos conceptos someros sobre la transmisión de la información genética.

La información genética está codificada por la secuencia de bases en las moléculas del DNA, de la misma forma en que la secuencia de letras de una enciclopedia codifica información acerca de dónde nació tal prócer, cuál es la amplitud térmica en el Desierto de Gobi, o cuáles son las reglas del ajedrez. Con la información genética se fabrican las proteínas del organismo, muchas de las cuales funcionan como enzimas que rigen todas las reacciones químicas de la vida y edifican las estructuras biológicas. Una alteración en la molécula de DNA tiene el mismo efecto que tendría un error en la enciclopedia, si en lugar de informar que América se descubrió en 1492 afirmara que ocurrió en 1942 o si diera una norma equivocada para el movimiento del alfil, o si indicara que para bajarle la glucemia a un diabético, en lugar de inyectarle "cinco miligramos" de insulina, dijera "cinco mil gramos" de insulina. Las consecuencias pueden ser banales o desastrosas.

Tan importante es conservar la fidelidad del mensaje genético, que la vida ha desarrollado sistemas enzimáticos especialmente dedicados a releer la estructura del DNA y corregir cualquier error que encuentre. Estos sistemas son como ejércitos de correctores que van revisando archivos, o como bancos que ordenan a sus cajeros que, si un cheque dice en números $1 400 y no redunda en palabras la misma cifra "mil cuatrocientos pesos", no lo paguen. Las causas por las que puede haber errores en el DNA son varias. Examinemos tres: 1) La mutagénesis intrínseca. Antes de que una célula humana se divida en dos hijas, debe duplicar su DNA para proporcionar a cada una una versión. Como en todo proceso de copiado de textos, se pueden introducir errores. Incluso el mismísimo sistema de corrección puede fallar por diversas causas. 2) Las radiaciones muy energéticas, del tipo de los rayos X y rayos gamma, pueden romper enlaces covalentes entre los átomos del DNA, produciendo las mismas pérdidas informativas que resultarían de acribillar a balazos a una biblioteca. 3) Hay sustancias (mutágenos) que por su estructura química, similar a la de las bases que componen el DNA, pueden ser confundidas por las enzimas encargadas de ensamblarlo, propiciando así la introducción de errores en el mensaje genético. Otras veces los mutágenos se combinan específicamente con algunas de las sustancias y enzimas que deben participar en el copiado, y entorpecen su función provocando errores.

Cuando a un animal se le producen mutaciones, sean espontáneas, accidentales o experimentales, pueden suceder básicamente dos cosas: 1) que las mutaciones se den en células somáticas (las de cualquier lugar del cuerpo, excepto las germinales), situación que no tiene mayor consecuencia genética; o bien 2) que las mutaciones se den en las células germinales, o sea en las que van a dar origen a las gametas (espermatozoide y óvulo) y con ellas al huevo fecundado, y así a un nuevo individuo. Un error genético en una de las dos gametas será legado a todas y cada una de las células del nuevo organismo. Un animal hereda dos copias del mismo gen: una del padre a través del espermatozoide, y otra de la madre a través del óvulo; si sólo una de las copias heredadas de los progenitores está dañada, podría no suceder nada negativo en lo inmediato, pero si ambas copias están arruinadas, las consecuencias pueden ser graves, lo cual depende del grado de importancia de la proteína que codifica el gen dañado. En el caso de que sólo uno de los dos genes esté dañado, el problema puede presentarse dentro de algunas generaciones cuando, a consecuencia de la fertilización cruzada entre descendientes del mismo antepasado, a uno de ellos le toquen dos copias falladas: una legada a través del padre y otra a través de la madre. La gravedad de esta situación depende, otra vez, de la importancia de la proteína que ha resultado afectada. De este modo, existen modificaciones en la constitución de una proteína que simplemente la hacen inestable a altas temperaturas o un poco menos eficiente para catalizar una reacción, o que pasan como "mutaciones neutras". Pero si en cambio, lo que se alteró es una parte funcionalmente esencial (v. gr. el sitio donde una adenosintrifosfatasa debe aceptar al adenosintrifosfato) la mutación puede ocasionar graves enfermedades genéticas o directamente hacer no viable al individuo.

Pensemos por un momento en un animal salvaje que deba defender de otros animales el territorio que necesita para cazar y alimentarse, así como disputarles a miembros de su propia especie las hembras para reproducirse. Pensemos que además necesita olfato, agudeza visual, agilidad, fuerza para detectar y atrapar a la presa, para escapar o para mantener en jaque a predadores de otras especies, etcétera. Imaginemos en esa situación a un león hemofílico, o espástico, o con una comunicación interauricular congénita que le produce insuficiencia cardiaca: este animal no está a la altura de los requerimientos de la vida salvaje; sus posibilidades de reproducirse y legarle a la descendencia sus genes, en este caso defectuosos, son prácticamente nulas. Podemos imaginar situaciones similares, pensando, por ejemplo, en golondrinas que no pueden emprender un vuelo migratorio de miles de kilómetros con el resto de la bandada y, por lo tanto, quedan a merced del frío y de los predadores; o en salmones que no pueden remontar los ríos y saltar las cascadas hacia arriba para ir a desovar. En consecuencia, no es raro que la evolución vaya eliminando a los individuos que portan causas genéticas desventajosas (cualesquiera que éstas sean) antes de que termine el periodo reproductivo. En cambio, las causas que no matan después del ciclo procreativo, es decir cuando ya ha generado hijos genéticamente defectuosos, pueden irse acumulando, y podrían dar cuenta de cómo la muerte se precipita en la parte final de las curvas de la figura 2. Así, tanto entre ratones como entre seres humanos, los cánceres se evidencian hacia el final de la vida, y el porcentaje de la población que va muriendo aumenta exponencialmente en función de la edad. Cuando para el periodo reproductivo comienzan a llover los achaques seniles, los animales salvajes sucumben tan rápidamente que casi no tienen senectud. El pulpo, por ejemplo, de pronto sufre una liberación masiva de hormonas, envejece y muere casi repentinamente. El salmón del Pacífico desova y muere.

[MCT 2]

Figura 2.

Las posibles combinaciones genéticas son tantas que en un momento dado los individuos de una especie (v. gr. todas las hienas o todos los tiburones del planeta) son una ínfima parte de los organismos diversos (fenotipos) que se podrían producir. Desde Malthus, se sabe que el área en la que vive cada población y los recursos para que viva alcanzan exclusivamente para que subsista un pequeño número de individuos. También se sabe que sólo se puede poner a prueba una cantidad irrisoria de "modelos" genéticamente posibles. La muerte de un individuo, programada o no, viene entonces a dar por terminado un experimento genético y da lugar a que se prueben nuevos modelos. No sorprende entonces que la organización de la vida salvaje en el planeta no disponga de un lugar para la senectud.

Pero en los zoológicos y en nuestros hogares si hay animales seniles. ¿Cómo es un león, un perro, o una cotorra senil? Tienen mala vista, sus articulaciones se esclerosan, sus corazones se infartan, sus glándulas se atrofian, sus dientes y colmillos se estropean, sus sistemas inmunitarios ya no pueden evitar que los microorganismos que invaden las escoriaciones de su piel, la conjuntivas de sus ojos, sus fosas nasales o sus pulmones, desencadenen infecciones serias. Aunque un veterinario se encargara de inyectarles antibióticos, hacerles cortocircuitos arteriales, injertarles un riñón, darles hormonas y alimentarlos con carne picada, no por ello lograría eximirlos de la muerte. En el estado salvaje no hay águila que no vuele, en el zoológico puede haberla pero, así y todo, el águila inmortal no existe. La senectud es enteramente artificial, es un producto de la civilización. Más aún: su duración es proporcional al grado de civilización, a la capacidad que tiene una cultura de remendar la vida de su gente y de sus animales.

Antiguamente se creía que un organismo añoso podría morir de vejez. Hoy se sabe que ese punto de vista era producto de la ignorancia: ya no se encuentra un solo caso de "muerte por vejez". Toda autopsia idónea encuentra algo en particular que falló: el corazón, los pulmones, etcétera.

Las causas de muerte han sido siempre de intensa especulación pero, comparativamente, de escasa investigación. Siempre ha preponderado algún punto de vista; vamos a referirnos ahora a dos posiciones que en la actualidad gozan de gran aceptación en los medios científicos.

Una proteína es una larga secuencia de aminoácidos; puede tener algunas decenas, varios centenares o llegar a miles. A su vez las propiedades de la proteína dependen del número, naturaleza y secuencia de los aminoácidos que la componen, y todas estas características vienen especificadas por genes constituidos por DNA. El estudio comparativo de una misma proteína (v. gr. la hemoglobina) en las distintas especies indica que una vez que la evolución dio con una receta para fabricar una proteína que cumple una función muy valiosa (en el caso de la hemoglobina, por ejemplo, la función consiste en transportar oxígeno), se siguió conservando celosamente el gen o los genes que la codifican, usándolos de ahí en adelante en todas las nuevas especies que requieren de dicha función. Sin embargo, no ha podido evitar que en tantísimos millones de años se fueran introduciendo mutaciones, transposiciones o duplicaciones en los genes y, consecuentemente, aparecieran cambios en la constitución de la proteína que los genes especifican. Si estos cambios fueron lo bastante drásticos como para dañar la función, no es extraño que la evolución haya quitado de en medio al animal (o a sus descendientes) que portaba dicha alteración. Pero, si el cambio no deterioró, o incluso optimizó la función, el "daño" se conservó. Estos estudios se asemejan mucho a los análisis de las palabras que, por ejemplo, nos explican que hierro antes se escribía fierro, que a su vez derivó de ferrum. Pero mientras hierro tiene solamente seis letras, una proteína tiene, como decíamos, cientos o miles de aminoácidos que pueden cambiar. Cuando se enlistan las distintas versiones de una misma proteína, por ejemplo la hemoglobina de los lemures, de los monos, de los hombres (técnicamente se llaman proteínas homólogas) en función de los cambios que ha ido sufriendo (como si nosotros pusiéramos ferrum fierro hierro), se obtiene una flecha proteica, paralela a la flecha evolutiva (la de la antigüedad de las especies biológicas que tienen esas proteínas), y que resulta ser, por supuesto, paralela a la flecha del tiempo a la cual nos referimos en el capítulo I. Ese "calendario" proteico nos lleva a preguntar por la causa de que se hayan ido introduciendo dichas alteraciones, y muchas veces —la mayoría— la causa suele ser la abundancia de radicales libres que se producen durante las reacciones metabólicas (Cuttler, 1985).

En las reacciones químicas que constituyen el metabolismo se van fragmentando moléculas, y algunos fragmentos que poseen reactividad vuelven a combinarse con otros fragmentos o con otras moléculas. Los compuestos que así se producen no son siempre de utilidad o ventajosos para el organismo; así, los radicales libres de gran reactividad derivados del oxígeno son responsables de muchos de los cambios característicos del envejecimiento. Un ejemplo de este efecto del oxígeno lo constituye el hecho de que las grasas de los alimentos se hagan rancias. Irónicamente, la alta concentración del oxígeno en nuestra atmósfera es un resultado de la propia vida en el planeta, pues lo fueron liberando los vegetales. A medida que transcurre el tiempo, desde la aparición de la vida en la Tierra, la concentración de este gas fue en continuo ascenso. Hay entonces una flecha de oxígeno. Por eso, en tanto progresaba la evolución, los organismos, desde las bacterias hasta los seres humanos, fueron desarrollando defensas contra este gas altamente venenoso, en forma de enzimas que degradan, neutralizan o detoxifican a los radicales libres (superoxidodismutasa, catalasa, glutation-peroxidasa, etcétera) hasta el punto de convertirse en verdaderos aniquiladores de radicales libres. Ésa es la razón por la cual, en su lucha por no envejecer, muchos científicos ingieran diariamente píldoras de antioxidantes, tales como la vitamina E, la vitamina C, el selenio y otros compuestos con propiedades semejantes.

Muchas proteínas tienen normalmente grupos de azúcares, que les son agregados durante su biosíntesis por enzimas altamente específicas. Este proceso se llama glicosilación, y a las proteínas resultantes se las llama glicoproteínas. Sin embargo, existe además un proceso de glicosilación al azar, mediante el cual se pegan azúcares a sitios inespecíficos de las proteínas (reacciones de Maillard). Esta glicosilación hace que las proteínas no puedan ejercer sus funciones satisfactoriamente y se pegoteen entre sí, causando severas anomalías al organismo entero. Esta glicosilación inespecífica aumenta con la edad y, consecuentemente, ha sido señalada como uno de los factores que deben tomarse en cuenta en el envejecimiento. De modo que, cuando decimos que alguien es "una dulce viejecita", tal vez estemos hablando inadvertidamente del estado de sus proteínas.

No estamos entonces tan lejos de la Abnutzungstheorie que enunciara Weismann hace ya un siglo. Al llegar a la madurez, los tejidos tienen un número considerable de células mutadas por cualquiera de las razones enunciadas más arriba. El organismo, a su vez, posee sistemas poderosos y eficientísimos para quitar de en medio a células dañadas. Si un niño se infecta un dedo con una astilla, su sistema inmunológico y su capacidad de cicatrización reparan la herida de modo que, un año más tarde, ya ni recuerda en qué dedo fue; esa misma lesión, en un anciano, se transforma en una falla tórpida que se prolonga, que no acaba de cicatrizar, que puede complicarse. En la juventud, si una célula comienza a actuar en forma alocada, ya sea porque mutó o por otras razones, es rápidamente despachada; pero en la senectud, incluso el mismísimo sistema de quitarlas de en medio esta también envejecido y es ineficiente. Si a los veinte años una célula sufre un daño en su mecanismo de diferenciación y se pone a crecer como loca, es probable que los mecanismos reguladores se pongan en juego y la eliminen, como lo harían con una célula ajena al organismo, pero a los ochenta, no sólo es mayor el número de células germinales que pueden disparar su multiplicación cuando nadie las necesita, o sufrir una falla en el proceso de diferenciación y no parar de multiplicarse, sino que además, la capacidad de nuestro organismo de resolver esta situación es mucho menor, y de ahí podría dispararse un cáncer. Se han descrito casos de pacientes a quienes les fueron implantados órganos donados por otra persona; para evitar el rechazo se inhibió farmacológicamente su sistema inmunitario, lo que les acarreó inesperadamente y a corto plazo cánceres diversos. Un anciano, por ejemplo, carece de timo funcional, órgano que en la juventud constituye una pieza central del sistema inmunológico. Macfarlane Burnet (1971) y muchos otros han visto en la ineficacia de las respuestas inmunológicas no ya una característica de la senectud sino su verdadera causa. Como vemos, el sistema inmunológico es un arma de dos filos; es un aparato de defensa que, de pronto, se convierte en un aparato de represión interna pero que, cuando más se lo necesita, en la madurez, empieza a tener fallas seniles.

El sistema inmunitario no es el único en fallar con la edad. El aparato circulatorio, el respiratorio, el urinario, el muscular y todos los órganos de los sentidos van deteriorándose a partir de la madurez en adelante. Claro que no deja de sorprendernos que el corazón de un ratón de tres años sea "viejísimo" y esté en plena decadencia, mientras que el de un ser humano de la misma edad apenas está comenzando a vivir; y es que un ratón funciona más rápido que una persona. Tomemos por ejemplo el caso del metabolismo: el metabolismo es el conjunto de procesos químicos que se llevan a cabo en el organismo y puede ser acelerado o desacelerado por una serie de factores interconectados, tales como la temperatura, las hormonas (la hormona tiroidea por ejemplo, la acelera), el ejercicio, el estado emocional, etcétera. Un metabolismo acelerado implica un mayor número de procesos químicos por unidad de tiempo. Pero como tales procesos son la base universal de todas las funciones del organismo, un metabolismo acelerado acarrea un mayor número de latidos por minuto, un incremento del volumen de aire respirado, una producción mayor de orina, una ingesta alimenticia más grande, en otras palabras, un metabolismo acelerado hace que el organismo cumpla sus programas mucho más rápidamente. Así, en laboratorio, ratas tratadas con hormona tiroidea aceleran su metabolismo y envejecen en forma veloz. Comparativamente, un ratón tiene un metabolismo más acelerado que un mono y éste, a su vez, más acelerado que un elefante, razón por la cual la duración de la vida de estos animales es inversamente proporcional a sus metabolismos.

Ya Rubner (1908) había llamado la atención sobre ese hecho, considerando que el consumo de oxígeno por unidad de superficie corporal era un índice de la velocidad metabólica, algo semejante, como razonamiento, a comparar la actividad industrial de los distintos países con base en sus respectivos consumos de petróleo per capita. Rubner advirtió que, medida por el consumo de oxígeno por unidad de superficie corporal, la duración de la vida de los distintos animales por él comparados es casi igual. Se desprende de ello que no venimos al mundo a "durar cierto tiempo" sino a "hacer cierto número de cosas". Lo que resulta sorprendente es que ese "número de cosas" sea tan parecido: por ejemplo, si medimos el consumo de oxígeno por kilogramo de peso, a medida que el mamífero es más grande (ejemplo: rata, perro, caballo, rinoceronte) su consumo de oxígeno por kilogramo es mucho menor; en cambio, a lo largo de su vida todos ellos respirarán unas 200 millones de veces y su corazón laterá unas 800 millones de veces. Podríamos decir que el elefante vive más que el gato, porque tarda más en respirar sus 200 millones de veces. Pero el hombre se desvía notablemente de estas reglas: vive unas tres veces más de lo que le correspondería a un mamífero de su peso.

El lector recordará que en el capítulo I mencionamos que cada vez que se realiza un proceso se disipa energía útil y se produce entropía, y que también esta entropía está de alguna manera relacionada con el desarreglo o desorden de un sistema. No le extrañará, entonces, enterarse de que algunos investigadores (v. gr. Sacher, 1976) en lugar de asociar la velocidad del envejecimiento de las distintas especies con la velocidad de su metabolismo, creen ver una mayor correlación entre envejecimiento y producción de entropía. Un coche viejo ya no tiene la misma potencia, no recorre los mismos kilómetros por litro de gasolina consumida, quema aceite y podríamos decir que, comparado con su rendimiento de hace años, se ha vuelto más inepto. Análogamente, la ineptitud orgánica aparece como una medida adecuada del envejecimiento biológico. Bajo esta óptica el envejecimiento no depende tanto de cuánto se funcione, sino de cuán bien se haga.

Antes de abandonar este punto, sería adecuado señalar que consideramos "normal" que un anciano tenga disminuidas su audición, su visión, su función renal, su función inmune y su tolerancia a la glucosa. Sin embargo, consideramos "anormal" que sea diabético. Biológica y psicológicamente hablando, resulta muy difícil hacer un corte neto entre lo normal y lo patológico. Más aún: los cambios no patológicos de la edad no sólo reflejan un proceso de envejecimiento, sino que muchas veces constituyen el sustrato fisiológico que propicia un cambio francamente patológico. Así y todo, hoy se considera útil tratar de definir el envejecimiento per se, el envejecimiento que podríamos llamar "normal" de los cambios netamente patológicos (véase, por ejemplo, Rowe y Kahn, 1987).

Un organismo no depende de la función de un solo sistema, sino de la articulación armónica de todos los que lo componen. Por eso hay quien ha prestado atención al hecho de que la diferencia de velocidad en el envejecimiento de los distintos sistemas perturba la coordinación y hace al organismo ineficiente, algo así como si a un automóvil antiguo que venía conservándose adecuadamente le colocamos de pronto un motor cero kilómetros; o como si un señor anciano que llevaba una vida de las que solemos llamar metódicas, se pone a practicar deportes violentos propios de la juventud. Esto nos lleva a otra de las grandes correlaciones encontradas hasta ahora al comparar la duración de la vida de las distintas especies de mamíferos: se ha descubierto que, cuanto mayor es la cantidad de cerebro por unidad de peso corporal de una especie, tanto mayor es su longevidad. Esto tampoco nos sorprende, pues vivir y sobrevivir son resultados de una adaptación, y el cerebro es por excelencia el órgano de la adaptación: no sólo coordina todas las funciones orgánicas internas, tales como la presión arterial, la respiración, la secreción glandular, la contracción muscular, etcétera, sino que, en base a la coordinación de la destreza, la astucia, la sensibilidad para detectar ventajas y peligros, hace a un animal más o menos hábil para mantenerse vivo en el medio en el que le tocó habitar.

Una manera de medir la mortalidad es determinar cuánto tarda una población en reducirse a la mitad. En la Roma antigua tardaba unos 22 años, es decir, que la mitad de los niños que nacían en un momento dado habían muerto antes de cumplir los 22 años (Walford, 1983). Al comienzo de este siglo la cifra alcanzó los 50 años, y hoy en ciertos países va por los 70. La figura 3 muestra en ordenadas el número de seres humanos que sobreviven en función de la edad (abscisa). Analicemos la curva que representa la situación dominante en los Estados Unidos a principios de siglo; primero (0-3 años) hay un rápido descenso poblacional debido a enfermedades congénitas, infecciones, deshidrataciones y otras enfermedades de los recién nacidos; la curva luego decrece un poco más, debido a accidentes en fábricas y en minas, problemas gastrointestinales, tales como la apendicitis (mortal en aquel entonces) y a todo tipo de enfermedades infecciosas como la sífilis y la tuberculosis; luego la caída se hace más drástica debido a muertes típicas de la edad avanzada, tales como los accidentes cardiovasculares y los tumores; la curva llega a cero alrededor de los 90 años. La segunda curva de la figura 3 corresponde a los años treinta de este siglo. Mejoras en el manejo de los recién nacidos, el desarrollo de la cirugía abdominal, la seguridad industrial, etcétera, aumentaron el número de gente viva a una edad determinada; pero así y todo, la curva llega a cero alrededor de los 90 años.

[MCT 3]

Figura 3.

Curvas como las representadas en la figura VI.3 se pueden obtener también para diferentes años; en ese caso, se observa que todas se describen por la misma función matemática. Cuando esta función es maximizada se obtiene la curva segmentada (máximo teórico). La línea muestra que, a medida que la medicina y las medidas de seguridad avanzan, casi todos los niños nacidos van a poder escapar a una muerte a edades tempranas, pero que casi todos mueren entre los 90 y los 100 años de edad.

La figura 3 muestra también la curva reconstruida con los datos que se tienen de los romanos; como las otras, responde a la misma ecuación. Pasemos ahora a la figura 4. No es difícil suponer que la curva del hombre primitivo podría parecerse más a la de los romanos que a la resultante de maximizar la función matemática. En la figura 4 se representa nuevamente la curva correspondiente a una sociedad hipercivilizada y a la de los romanos, tomada aquí como el mejor sustituto del hombre primitivo, en la medida en que se carece de datos para construir su curva. Se incluye también una curva que representa un animal salvaje, del tipo descrito en la figura 2, y de una duración máxima de vida similar a la del hombre: resulta sorprendente que la curva para estos animales se parezca más a la del hombre hipercivilizado que a la correspondiente al hombre primitivo. Cabe preguntarse por qué.

[MCT 4]

Figura 4.

La mayoría de las especies animales estudiadas por los gerontólogos ha vivido en el planeta por millones y millones de años, durante los cuales estuvo constantemente expuesta a la presión selectiva. Las situaciones ambientales y la lucha por la vida han podido actuar durante un tiempo suficientemente amplio para eliminar a los organismos cuyos sistemas inmunitarios, digestivos, glandulares, musculares o nerviosos presentaran anormalidades serias a una edad temprana. De manera que ahora invertiremos los términos, y en lugar de preguntarnos por qué se puede describir a los animales salvajes con las curvas de sociedades hipercivilizadas, nos preguntaremos por qué no se podrá representar a los hombres primitivos con la curva de los animales salvajes. En nuestra opinión eso se debe a dos razones principales. Primero, porque el hombre primitivo no duró como tal el tiempo necesario como para que la especie se depurara de individuos orgánicamente imperfectos. Segundo y principal, porque la cultura y los cuidados han permitido que esos individuos físicamente imperfectos sobrevivan.

La figura 3 nos muestra que a medida que el grado de civilización es mayor, el porcentaje de individuos ayudados a sobrevivir también se incrementa: la ciencia y la tecnología permiten al hombre sobrevivir hasta un límite probablemente similar al que hubiera llegado de haberse conservado en estado salvaje. Claro que este límite sólo lo habrían alcanzado los descendientes de individuos especialmente dotados. Es una suerte que exista la palabra "dotados" y que la frase acabe ahí, puesto que de continuarla deberíamos especificar: ¿dotados para qué? Los antiguos espartanos, por ejemplo, arrojaban desde una roca a los niños defectuosos, no dotados para la guerra. Si un niño físicamente defectuoso hubiera sido, en cambio, especialmente dotado en potencia para la matemática... Un eugenismo moderno no arrojaría a los niños, pero sí —probablemente— a los genes paternos capaces de procrear idiotas, espásticos, hemofílicos, etcétera, a través de una oportuna advertencia prematrimonial. Pero, otra vez, se trataría de una selección no salvaje, sino hecha por la cultura.

Senectus ipsa morbus, decían los antiguos. Shakespeare, entre otros, decía que la vejez era la última escena que termina la historia de la vida humana en una segunda infancia: sin ojos, sin dientes, sin sentido del gusto, sin nada.

Claro que en esas épocas se veía a los niños no como los vemos ahora, como una especie de computadora con pocos programas y casi sin información, sino como a verdaderos tarados, pero con todo, esa imagen nos pinta el panorama de la senectud. La mitología griega refiere que Eos, la Aurora, hija de los Titanes, se enamoró de Titono, uno de los hijos de Laomedonte, y solicitó a Zeus la gracia de la inmortalidad para su marido, pero como se olvidó de pedir también que se conservara eternamente joven, con el tiempo se vio casada con una verdadera uva pasa. Y aquí encontramos el primer esfuerzo —si bien mitológico— por compensar los achaques seniles mediante recursos artificiales, pues Eos optó por alimentar a su esposo con la ambrosía celeste, una sustancia que según la tradición hacía que los cuerpos fueran incorruptibles. El esfuerzo fue vano pues el viejo Titono siguió con su interminable decrepitud y Eos lo encerró en una habitación, hasta que los dioses se apiadaron de él y lo convirtieron en cigarra.

La mitología no se detuvo ahí; nuestras historias y literaturas están pobladas de Aves Fénix, Faustos, Ponces de León bañándose en cuanto charco de Florida tomaran como probable Fuente de Juvencia, Dorian Gray, y muchos otros en busca de la juventud. La mitología judeocristiana tampoco se quedó atrás en el tema: la Biblia nos refiere que Matusalén vivió unos 969 años, Jared 962, Noé 950, Adán 930 y Set 912. El diluvio universal no les sentó nada bien, pues el patriarca postdiluviano que llegó a más edad fue Sem, quien alcanzó "apenas" los 600 años; posteriormente las edades fueron descendiendo, hasta llegar a Isaac, que logró vivir 180, Abraham 175 y Jacob 147 años.

Más adelante, la mitología se transforma en un patetismo real que resulta de mezclar superstición, falsas correlaciones y datos ciertos con conclusiones un tanto apresuradas. Se pensaba que los jóvenes exhalaban al respirar un aire rejuvenecedor y había ancianos que trataban de inhalarlo... o eso dirían cuando se los pescaba en pleno tratamiento con alguna señorita. En base a la viejísima teoría de los humores, se creía que el carácter juvenil circulaba por la sangre, figura o metáfora que aún utilizamos aunque, en realidad, más de un anciano ilusionado debe haber sufrido un choque al hacerse transfundir sangre de niños. Por otra parte, y en la misma ilusión, también el injerto de extractos testiculares gozó de gran prestigio. En 1889, el famoso fisiólogo Brown Sequard se casó con una joven, se inyectó extracto de testículos, y se sintió tan bien (con la señora) que comunicó sus experiencias (con el extracto) a una sociedad científica.

Ilya Ilich Mechnikov, el famoso bacteriólogo que descubrió la fagocitosis, opinó que en la flora de un intestino grueso tan largo como el humano podría haber bacterias que segregaran toxinas que, a la larga, aceleraran nuestro envejecimiento. Sobre esta base predicó las virtudes de modificar la flora intestinal, y no faltaron exagerados que trataron de conservarse jóvenes haciéndose extirpar enormes segmentos del intestino grueso. Sin llegar a tales extremos, se cuenta que Louis Armstrong ingería todas las noches un laxante, sin que al parecer ello provocara disonancias en su maravillosa trompeta, y que la actriz Mae West se practicaba diariamente un enema, por lo menos hasta los 80 años. Cuestión de teorías y de gustos. Ingerir miel de abejas, vitaminas E o C o alguna dieta estrambótica, o inyectarse cada tanto novocaína parece por lo menos técnicamente más sencillo. "Come poco y cena menos" recomendaba sabiamente Cervantes, y hoy se ha comprobado más allá de toda duda razonable que, hambreadas, varias especies de organismos prolongan su vida hasta en un 800%. Si esta experiencia fuera aplicable al hombre, éste debería vivir unos 500 años. Ya Cicerón había declarado (y el avaro de Moliére lo popularizo después) que hay que "comer para vivir, y no vivir para comer". El dramaturgo George Bernard Shaw era vegetariano y atribuía a sus dietas de verduras hervidas haber alcanzado con lucidez una edad avanzada. Se cuenta que en cierta cena de escritores, en momentos en que todos se disponían a deleitarse con los manjares, alguien notó que a Bernard Shaw le servían un menjurje inidentificable. Sin poderse contener, le preguntó: "Dime George ¿eso es lo que vas a comer... o lo que ya has comido?"

Y para llegar a la lucha contra la senectud en la época actual deberíamos recordar una vez más que la abundancia de cáncer hacia el final de la vida humana llevó a mirar con sospechas al sistema inmunológico de nuestro organismo. Concretamente, hay quien opina que, al envejecer, el sistema inmunológico no puede tener a raya a las células que mutan, y éstas empiezan a dividirse y a producir tumores. También recordaremos que en la edad madura el timo ya no funciona como actor estelar del sistema inmunitario. Pues bien, MacFarlane opina que habría que extirpar la mitad del timo hacia los seis años de edad, guardarla en nitrógeno líquido, tal como se hace con las líneas celulares, y cuando su dueño haya alcanzado la edad madura, volvérselo a injertar. Como se trataría de un autoinjerto, no habría en principio mayor problema de rechazo y, por el contrario, ese órgano ayudaría a resguardarlo contra la senectud y el cáncer.

En resumen: la lucha contra la senectud y la muerte ha visto aparecer las teorías y las prácticas más increíbles. Ninguna de ellas deja de aportar cierto número de evidencias que la apoyen. Pero aquí cabe mencionar la observación que el eminente fisiólogo H. M. Gerschenfeld hiciera a un no menos eminente colega, cuando éste se jactó de haber alcanzado una edad avanzada gracias a que jamás había fumado, ni bebido, ni comido nada exótico, ni exagerado en lo sexual, ni dejado de acostarse temprano: "Pero profesor —exclamó el genial Gerschenfeld— usted no vive: usted dura."

El genoma es la colección de genes (recetas para fabricar proteínas) de una célula. Los genes están especificados en la secuencia de bases del DNA (ácido desoxirribonucleico). Todas las células de nuestro organismo, excepto las germinales (el óvulo y el espermatozoide) tienen idéntica colección de genes (idéntico genoma); a pesar de ello, algunas células leen ciertas recetas y acaban siendo neuronas, otras leen ciertas otras y acaban siendo células intestinales, etcétera.