VII. EL PAPEL DE LA MUERTE EN LA VIDA PSÍQUICA

El hombre es mortal por sus temores, e inmortal por sus deseos.
PITÁGORAS

Las mujeres tienen una edad en que necesitan ser bellas para ser amadas, y otra en que necesitan ser amadas para ser bellas.
MARLENE DIETRICH

Un hombre tiene la edad de la mujer a la que ama.
Proverbio chino

Uno vive con la esperanza de volverse una memoria.
A. PORCHIA

El espejo es el reloj más angustioso, precisamente porque no se detiene.

La gente envejece cuando abandona sus ideales.

EL HOMBRE posee una identidad simbólica que lo particulariza respecto de los demás seres vivos: tiene nombre, tiene historia, puede teorizar y crear obras artísticas. Sin embargo, no puede vencer a la Muerte, a la que le teme como un final ineludible, aunque este destino le resulte, así y todo, fascinante.

La idea de la muerte es inherente al pensamiento humano. De acuerdo a Sócrates, "el verdadero filósofo siempre está preocupado por la muerte y el morir". Cicerón decía que "estudiar filosofía es prepararse para morir", y para Montaigne "el perpetuo trabajo de la vida es elaborar los fundamentos de la muerte".

Freud, que durante muchos años de su vida estuvo torturado por la enfermedad y la posibilidad de morir (tuvo que ser operado varias veces del maxilar superior), pensaba, no obstante, que el hombre no tiene una representación de la muerte, y que por lo tanto, no puede temer a algo que puede concebir. El temor a la muerte, sugirió, no es otra cosa que el miedo a la castración o el miedo al abandono. Creemos, sin embargo, que aunque no podamos concebir la idea de estar muertos, si podemos imaginar y temer la experiencia de morir. Más aun: podríamos decir que toda la actividad humana es, en gran medida, un modo de negar la fatal inevitibilidad de la muerte.

Freud estaba, por supuesto, imbuido en general de las ideas de su tiempo, como científico, más específicamente, recurrió a los conceptos de vida, muerte, equilibrio y energía prevalecientes a fines del siglo XIX y comienzo del XX, a los que nos referimos en el capítulo I. Sus trabajos revelan un esfuerzo tenaz para adecuar sus observaciones clínicas y sus modelos teóricos a las concepciones de la biología finisecular. Hoy, casi un siglo después, cuando tenemos nuevas perspectivas acerca de la vida, la muerte, el equilibrio y las restricciones (ver capítulo I) sería oportuno estudiar sus ideas sobre la relación del aparato psíquico con el tiempo y la muerte a la luz de la nueva información.

Los científicos del siglo XIX introdujeron de lleno la variable tiempo en las explicaciones de la naturaleza. Comenzaron entonces a predominar los modelos dinámicos, en los que una causa, mediante un proceso, da origen a un efecto; sólo quedaba buscar las fuerzas que llevaban a cabo dichos cambios. Por su parte, la psicología consideró que el instinto es un esquema de comportamiento heredado, propio de una determinada especie animal, y según el cual una fuerza lleva al organismo a desplegar conductas adecuadas para mantener su vida y la de su especie. Esta idea fue tomada por el psicoanálisis, que introdujo el concepto de pulsión, considerada como la forma humana del instinto.

De acuerdo a la Weltanshauung de su época, Freud definió las pulsiones como factores energéticos que hacen que el organismo tienda a un fin; pensó que tienen su origen en fuentes corporales, y su finalidad es suprimir un estado de tensión. Ahora bien, para lograr ese fin, las pulsiones necesitan de objeto. Veamos un ejemplo: en la pulsión de conservación, la fuente de la tensión es la hipoglucemia o las contracturas gástricas, el fin es apropiarse del alimento para suprimirla, y el objeto es quien proporciona el alimento, en este caso la madre o un sustituto. La pulsión aparece entonces en la psique bajo la forma de deseo. 1

En el capítulo I se señaló que a fines del siglo XIX y principios del actual se cometía el error de considerar a los organismos como sistemas aislados y en equilibrio que, por lo tanto, cuando eran perturbados, tendían a reequilibrarse relajando tensiones. La quintaesencia de la salud era el equilibrio. En concordancia con esas ideas, Freud postuló la existencia de un principio 2 del placer por el cual, en las distintas situaciones de su vida, el sujeto tiende a relajarse disminuyendo la tensión. Sin embargo, encontró en su práctica clínica una serie de conductas que no se avenían con este principio: la compulsión de repetición, mecanismo que se da típicamente en las neurosis traumáticas, y las situaciones de agresión, sadismo y masoquismo, comunes en las depresiones y neurosis obsesivas. En la neurosis traumática, por ejemplo, el sujeto tiene una y otra vez la misma pesadilla que reitera una situación atormentadora, y Freud no veía cómo explicar este proceso del aparato psíquico en base a un principio del placer. Peor aún, encontraba casos en los que un sujeto se solazaba en autoflagelarse, o en causar dolor a su pareja sexual; pensó que esto estaba más de acuerdo con una tendencia a la destrucción y a la muerte. Pero morir, además de impedir obviamente el proceso tan enormemente delicado de la vida, y hacer regresar al sistema a un nivel orgánico jerárquicamente inferior, es además un regreso a niveles inorgánicos. En aquellas conductas destructivas, repetición traumática, agresión, sadismo y masoquismo, Freud sospechaba entonces la existencia de una pulsión de muerte.

Por eso, en Más allá del principio del placer, Freud afirmó que "si admitimos que el ser vivo aparece después de lo inorgánico y deviene de él, la pulsión de muerte coincide con la noción de que el instinto tiende a regresar a un estado previo". Pero, suponer que los individuos tienen una pulsión de muerte implica aceptar que mueren necesariamente por razones internas. En esa obra, Freud sostenía que la pulsión de muerte tiene un origen autónomo, opuesto a la pulsión de vida, y por lo tanto, empezó a postular desde entonces que existían dos entidades: pulsión de vida y pulsión de muerte, principios universales que regirían los eventos biológicos, sociológicos, psíquicos e incluso cósmicos. Afirmó que las pulsiones son innatas, predeterminadas, sus fines son fijos y tienden a hacer regresar al sujeto a un estado anterior. Pero si bien su postulación de la pulsión de muerte tiene fundamento en razones de orden psicoanalítico, Freud relaciona no obstante ese concepto con las concepciones biológicas y filosóficas de su época.

Las concepciones biológicas de fin de siglo estaban dominadas por la idea de homeostasis. Los fisiólogos sostenían que los organismos parecen estar dotados de mecanismos que mantienen la constancia de sus parámetros fisiológicos; si los hidratamos entrarán en juego mecanismos que desencadenarán una diuresis, si les restringimos el agua otros mecanismos les producirán oligurias; y así, cuando les subimos experimentalmente la glucemia el páncreas la bajará, y si se la bajamos, las suprarrenales se encargarán de volvérsela a subir. Freud, que por supuesto no ignoraba estas ideas, propuso a su vez un principio, según el cual el aparato psíquico tiende a mantener una cantidad de excitación constante: lo llamó principio de constancia, y estaría regido por una noción económica. A partir de ahí describió al displacer como un aumento de tensión ante el cual el aparato psíquico reacciona descargando el exceso de energía. De acuerdo a otro principio, el de Nirvana, que en realidad ya había sido propuesto por Barbara Law, entendió que habría incluso una tendencia a reducir a cero la excitación en el aparato psíquico.

En el capítulo I, al discutir los distintos modelos que fueron aplicando los biólogos a lo largo de los siglos XIX y XX, mencionamos que las ideas de constancia y de estado estacionario no daban cuenta de una de las características más importantes de la vida en nuestro planeta: la evolución hacia niveles más complejos y elaborados, desde el huevo fecundado hasta el adulto, y desde los primitivos organismos unicelulares hasta el hombre. No sorprende, entonces, que tampoco Freud se haya encontrado acorde con una concepción del funcionamiento del sujeto que, a lo sumo, permitía entender la preservación de un estado ya logrado, pero que, correlativamente, impedía entender el progreso. Tal vez por eso Freud describió en 1937 la pulsión de vida como una tendencia a ligar energía, construyendo entidades más y más complejas que darían cuenta de la evolución, mientras que reservó el nombre pulsión de muerte para designar la tendencia a disolver complejidades y destruir objetos.

"¿De qué muerte habla Freud en su teoría de la pulsión de muerte? ¿Implica el deseo de muerte? ¿O más bien la muerte del deseo? ¿Resulta la muerte de un impulso agresivo y autodestructivo? ¿O será en cambio un estado de apatía, o tal vez de incontenible violencia? ¿O será quizás una tendencia al Nirvana? ¿El 'cero' de la muerte corresponderá a una ausencia de estímulos, o a una sobresaturación de ellos?" (Pontalis. 1981). Tales preguntas fueron recogidas por Klein (1932), quien vinculó la pulsión de muerte con la agresión y con el narcicismo, y por Aulagnier (1976), que la equiparó con la muerte del deseo y el desinterés hacia los objetos.

Klein (1962) define las primeras operaciones psíquicas del bebé como una respuesta a una amenaza de muerte hecha por objetos; conviene recordar que en teoría psicoanalítica la palabra "objeto" designa a toda entidad del mundo interno o externo que tenga importancia para el sujeto. Al bebé, de acuerdo a Klein, le aterra la posibilidad de ser aniquilado, de modo que la agresión aparece primariamente relacionada a la autopreservación: el bebé siente el desamparo como una amenaza de muerte, como una agresión. Luego, el niño proyectará esta agresión sobre el mundo exterior y, correlativamente, la temerá como si la agresión proviniera de una fuente externa. Para Klein, entonces, la pulsión de muerte revela un impulso agresivo y una intolerancia innata a la frustración.

Otros autores kleinianos, como Bion (1957) y Rosenfeld (1964), encontraron incluso una conexión entre la pulsión de muerte y el narcicismo, que es, en esa perspectiva, una tendencia a evitar el reconocimiento de que uno no es omnipotente sino que, por el contrario, depende de objetos externos sin los cuales podría morir; esta dependencia resulta intolerable, por lo que el sujeto se vuelve hacia sus propios objetos internos idealizados.

A pesar de que el bebé humano viene al mundo en un estado de desprotección, y de que esta vulnerabilidad dura varios años, lo común es que los padres deseen que sobreviva y atiendan a sus necesidades. Esta atención, y la forma en que le es brindada, insertan al niño en una cultura en particular, y lo van transformando en un ser humano adulto, pero, por supuesto, esta atención no consiste en satisfacer todos y cada uno de los deseos infantiles. Humanizarse implica también entrar en conflicto con el hecho de que el niño no es el único objeto del deseo de la madre. Como se dijo en el capítulo IV, para Lacan (1970) el sujeto humano está construido a través del lenguaje que le es dado por otra persona, pero es la pérdida del objeto lo que inicia al niño en el proceso de simbolización; las palabras, ya se indicó, designan objetos cuando éstos faltan, y es precisamente su pérdida lo que introduce al niño en el proceso de simbolización. El nombre del padre, que representa la ley en sentido genérico, regula el vínculo entre la madre y el niño, poniendo un límite a su satisfacción. Así, la paternidad está vinculada a la restricción, a la muerte y a la ley.

Con postulaciones semejantes a las de Lacan, P. Auglanier considera que la pulsión de vida está ligada no sólo al desear, sino al desear tener deseos; en cambio, la pulsión de muerte aparece corno un deseo de no desear. Pero conviene tener en cuenta aquí que, para que los deseos alcancen su fin, se necesitan objetos: que el sujeto se interese por conectarse y trate de vincularse con otras personas. En cambio, cuando predomina la pulsión de muerte, los objetos parecen prescindibles, no hacen falta, pues no hay nada que se desee conseguir. Más aún, considerados desde la quietud propia de la pulsión de muerte, los objetos son incluso peligrosos, porque pueden provocar deseos.

Ya se ha señalado que Freud acuñó la fórmula pulsión de muerte después de haber observado situaciones que están "mas allá del principio del placer" (depresiones, neurosis traumáticas, compulsiones de repetición). En cuanto a esta última, la compulsión repetitiva, la describió análogamente a un juego de su nieto, el juego del Fort-da, que luego se hizo famoso en la literatura psicoanalítica; el niño arrojaba lejos de sí un juguete atado a una cuerda y lo volvía a acercar, mientras decía "o-o-o" y "Da". Como el niño jugaba cuando la madre estaba ausente, Freud interpretó esta actividad como una tentativa del niño por controlar sus objetos a través del lenguaje. De ahí deduce que la compulsión de repetición hace posible elaborar la experiencia traumática, en este caso la ausencia de la madre. Dicho de otro modo, el niño trataba de no sufrir pasivamente las apariciones y desapariciones de la madre, para lo cual, recurriendo a sus capacidades motrices y comunicativas, lograba que el carretel, al alejarse y acercarse, le permitiera ser el autor del acercamiento y alejamiento de la madre, y representar así estos vaivenes mediante palabras (Fort y Da en este caso).

De aquí en adelante, el destino del niño dependerá de su inserción en el nuevo conjunto de normas y restricciones que constituyen la cultura en la que ha nacido. "El hombre es hombre si es reconocido como tal por los otros hombres... Educando a su hijo, los padres ubican en él la propia conciencia (Gewordenes) y generan su muerte" (Hegel, 1966).

Nuestra cultura interpreta el mundo en términos de tiempo y espacio. Una vez que nos hemos ubicado en ella, con un tiempo que "fluye" del pasado al futuro, la experiencia nos dirá que este futuro contiene nuestra muerte. El dolor causado por esta visión mueve a la mente a generar modelos e ideas mediante las que se mitiga de alguna forma la angustia de muerte; desde los tiempos de los hombres de las cavernas, que mantenían "vivos" a sus muertos tiñéndoles los huesos de rojo, la angustia de muerte mueve a la mente a generar artificios con el fin de que el sufrimiento se atenúe de alguna forma. "Escapar a la muerte ha sido el núcleo de las religiones" (Unamuno, 1953).

Hoy, que las promesas místicas ya no resultan verosímiles, los modelos religiosos son menos eficaces para apaciguar la angustia. En relación con ello, Macfarlane Burnet (1978) sostiene que tal vez el problema humano más importante es la actual remoción de todo apoyo científico y filosófico a la creencia de la persistencia personal después de la muerte, porque aun las personas que no tienen creencias religiosas buscan permanecer en el mundo a través de una identidad simbólica: cada hombre desea dejar su nombre perdurando en sus hijos, en sus obras, en su recuerdo: "Debemos plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro", reza la sabiduría popular.

Conviene recordar sobre este aspecto el ejemplo dado en el capítulo I: los hombres fundaban un poblado y creaban una civilización obligando a las aguas del río a circular encauzadas por las restricciones de la hidrodinámica y manejando el flujo eléctrico a través de circuitos con el sentido que rige la electrónica. Al ser insertado en la cultura, el recién nacido es forzado a transitar un camino de restricciones civilizatorias que otro —la madre— desea para él. Al rescatarlo de una muerte prematura e iniciarlo en dicho camino lo transforma de individuo en sujeto. La cultura puede entonces ser concebida como un conjunto de restricciones que, a un nivel supraindividual, condiciona la relación madre-hijo.

Las restricciones en la satisfacción llevarán al niño, a través del camino de la alucinación y la decepción, a ponerse en contacto con un mundo más real y le enseñarán a satisfacer, en cierta medida, sus apetencias biológicas y emocionales: la interdicción lo coloca en un mundo de deseo, de búsqueda del objeto perdido. Este deseo, tan inconsciente como indestructible, será el fundamento de su creatividad y de sus logros culturales. Lo que es específicamente humano, el deseo, es lo que está más allá de la satisfacción de las necesidades biológicas.

Las fantasías de muerte y ciertas situaciones sadomasoquistas que habían llevado a Freud a postular la pulsión de muerte podrían ser explicadas prescindiendo de esta hipótesis. Si bien es verdad que la falta de ser, el duelo y la muerte son nuestros compañeros constantes, esto no quiere decir que sean buscados por el hombre. Saber que la muerte nos espera en el futuro es una cosa, tender a ella por causas endógenas es algo diferente.

Pero la pulsión de muerte adquiere una importancia particular como teoría cuando la vinculamos tanto con la represión como con la compulsión repetitiva y con la aparición del deseo inconscientes. Desde el punto de vista de las restricciones, la represión desempeña en la vida psíquica el mismo papel que cumplen las restricciones en el plano de la biología (campo en el que regían y permitían describir las dinámicas [leyes] de cada nivel organizativo). Desde esta perspectiva, la pulsión de muerte genera la vida específicamente humana y el tiempo del hombre, que se apoya en la noción de futuro, de perspectiva, de esperanza de satisfacción de un deseo. El deseo, podría decirse metafóricamente, es la presencia del futuro en el presente, de algo que aun no se realizó. Es la presencia de una ausencia.

Es más, el deseo crea una perspectiva futura y pone al sujeto en movimiento perpetuo en busca del objeto perdido e inencontrable, si ello es expresión de una compulsión repetitiva, también expresa la necesidad de repetir la búsqueda a pesar de que sea infructuosa. En lugar de encontrar el objeto perdido, el sujeto va a crear nuevos caminos para su actividad, tales como el desarrollo de nuevos conocimientos, de la ciencia, de la tecnología, de nuevos horizontes estéticos.

En resumen, cuando el bebé nace, no se lo deja librado a sí mismo, sino que se le cría y se le atiende de una manera determinada, que incluye el amor y la constante preocupación maternal por su bienestar y alegría. Durante cierto periodo el bebé se considera uno e indivisible con su madre. Más aún, él siente que colma todos los deseos maternos. Pero la crianza y la educación representa también un conjunto de restricciones con sentido que van insertando al niño en una cultura. La represión ligada a las funciones normativas de la paternidad impide que se realicen tanto las fantasías infantiles de fusión con la madre como la fantasía edípica. Pero no por eso estas fantasías desaparecen, sino que permanecen como deseos inconscientes. Estos deseos hacen que el hombre busque luego el pasado en el futuro. Sin represión, el hombre vivirá la vida biológica de la especie (Brown 1977); pero ello no se da de tal modo, pues la pérdida y la ley sirven de punto de partida para la simbolización, la estructuración del principio de realidad y la formación de las instancias psíquicas (el yo y el superyó). Las restricciones transforman la compulsión repetitiva (insistencia en la búsqueda del objeto perdido) en historia humana con sucesos, frustraciones y formación de familias y sociedades.

S. Watanabe [1966] expuso matemáticamente el papel que desempeña el deseo en la generación de una flecha del tiempo en sistemas capaces de disminuir su entropía recordemos —capítulo I— que un sistema biológico es capaz de disminuir su entropía y organizarse a expensas del medio.
Principio es, en psicoanálisis, un modo de designar las maneras en que opera el psiquismo.