VIII. CÓMO SE VIVEN EL TIEMPO, EL ENVEJECIMIENTO Y LA MUERTE

La vejez es la edad de emprender aquellas tareas que habíamos esquivado en la juventud porque nos hubieran llevado demasiado tiempo.
W. SOMERSET MAUGHAM

Envejecer no es más que una costumbre que el hombre ocupado no tiene tiempo de adquirir.
A. MAUROIS

Fiera/venganza la del tiempo/que muestra destrozado/lo que uno amó.
E. SANTOS DISCÉPOLO

La vejez no es soportable sin un ideal o un vicio.
A. DUMAS, hijo

No creo en la muerte de lo que se ama, ni en la existencia de lo que no se ha amado.
MACEDONIO FERNÁNDEZ

DE LO expuesto hasta aquí acerca de la noción del tiempo conviene resaltar ahora tres características fundamentales:

1) Gracias a la ejecución de un programa genético, el bebé nace con un cerebro que tiene sus circuitos neuronales y sus sistemas de señales eléctricas y químicas esencialmente completos. Sin embargo, para que ese bebé se transforme en sujeto, se humanice, debe ser atendido y amado por su madre, quien a su vez es miembro de una cultura con una actitud particular para con los niños, una organización familiar y social, un lenguaje y una noción del tiempo. Un amante de la computación podría decir que, mientras que los genes se encargan del hardware de la computadora biológica, las madres y la sociedad se encargan de instalarle buena parte de sus programas. 1 De modo que la primera de las tres características de la noción temporal es que ésta no parece ser congénita ni parece instalarse súbitamente o durante un momento particular de la vida, como sería el caso de la dentición o de la pubertad.

2) La segunda característica de la noción temporal es que va cambiando con la edad y maduración del sujeto, desde el recién nacido al preescolar, al adolescente, al adulto joven, al hombre maduro y al anciano.

3) Finalmente, la tercera característica de la noción temporal que queremos resaltar aquí es que el sujeto ha ido cambiándola a lo largo de las distintas etapas de la historia. Así, un griego pensaría quizás que el tiempo constituye una enorme flecha curva que completa un ciclo y se repite al cabo de unos cuantos miles de años; un cristiano medieval diría tal vez que se trataba de una flecha lineal que, arrancando del Génesis, pasó por Cristo y acabará el día del Juicio Final; en cambio un antropólogo de hoy en día opinaría que, mientras un homínido probablemente abarcaba apenas el presente que a él le tocaba vivir, un cosmólogo moderno ha aprendido a datar los sucesos desde que el Universo comenzó con una hipotética Gran Explosión.

Consecuentemente, el modo de concebir la muerte también cambia desde el bebé hasta el adulto, y desde la Antigüedad hasta nuestros días. En este capítulo describiremos entonces en qué consistieron dichos cambios.

A partir del modelo de la formación de la personalidad que expusimos en los capítulos III y IV, uno de los primeros encuentros del recién nacido con la muerte se da en su inicial y desesperada búsqueda de aire. Pero ahí no acaba todo: Melanie Klein sostiene que, como en los primeros meses de vida las emociones son muy intensas, totales y primitivas, la más temprana vivencia del bebé es la de un terrible miedo a ser aniquilado por objetos que lo persiguen y atacan. Puesto que los mayores intereses del niño giran alrededor de la alimentación y lo que la rodea, los fantasmas que lo atemorizan son también de naturaleza oral: miedo a ser devorado, envenenado o despedazado.

En los primeros años de vida tanto las separaciones como la frustración de los deseos eróticos hacia los padres (exclusión edípica) o las fantasías de castración pueden dar lugar a una angustia reminiscente de la muerte. Pero el comienzo real del conocimiento de la muerte coincide con el inicio de la capacidad de simbolización, alrededor de los dos años. Para un niño de uno a tres años, la muerte equivale a "partir". Por otra parte teme a los muertos, a su retorno y a su venganza, igual que los hombres primitivos. Los niños no ven a la muerte, por lo tanto, como algo inherente a la vida o al curso de los acontecimientos, sino que la relacionan con hechos de violencia o accidentes. Para un niño, la muerte es siempre la muerte de otro. La noción de muerte personal aparece entre el quinto y el noveno año de vida; sólo alrededor de los diez años la muerte es comprendida como una disolución corporal irreversible, de modo que a partir de ese momento la concepción infantil ya es semejante a la del adulto (Meyer, 1975).

Los niños adquieren el concepto de futuro una vez que salen de la latencia 2 y, al llegar a la adolescencia, ya están inmersos en una concepción de la vida por venir. Los propios cambios en la imagen corporal del adolescente le proporcionan una imagen o una vivencia de perspectiva personal que lo incitan por un lado a independizarse de su familia y, por otro, a recrear los vínculos edípicos en un nuevo contexto exogámico: de pronto descubre que el mundo está poblado de chicas o chicos atractivos. El adolescente se maneja en términos lógicos con el concepto de futuro, y suele ser el depositario de los deseos de cambio y de progreso de la sociedad. En este momento puede, por primera vez, considerar su vida como algo que transcurre en la historia de un universo, con un principio y un fin. Con frecuencia entra en conflicto con el medio familiar, que lo consideraba un continuador, y que no se resigna a verlo distanciarse. La hostilidad y diferenciación con los padres le permite separarse e individualizase en su manera de concebir a la vida y al mundo, y establecer relaciones propias. Tal vez no haya otro momento en la vida como la adolescencia en el que el pasado parezca tan lejano, y el sujeto esté tan pendiente del presente y del futuro.

En este periodo se manifiesta, con máxima frecuencia, la esquizofrenia; abundan los suicidios y se atraviesan las primeras situaciones en las que el individuo se encuentra sin apoyo familiar, solo frente al mundo y a las metas que le impone un Ideal del Yo que acaba de forjarse. Si acaso existe una distancia exagerada entre las aspiraciones y las posibilidades del sujeto, el conflicto puede ser muy intenso y tener un desenlace fatal (Lifton, 1979).

El joven adulto, a su vez, no tiene en general la conciencia de muerte que tiene el adolescente. Tal vez el compromiso asumido con los grandes temas de la vida hace que la muerte quede de lado. Por tal situación, el tiempo cristaliza como una categoría simbólica y el sujeto puede concebir su vida como un devenir incluido en otro devenir más amplio: el de un universo en evolución.

La noción de la muerte personal e inevitable aparece, junto con la de la temporalidad propia, entre los 35 y los 40 años. La posibilidad de aprehender una y otra en su dimensión de finitud e irreversibilidad supone un largo y complejo proceso, en el cual la noción de muerte se transforma de una idea abstracta en un problema personal (Jacques, 1965). Eso hace que la concepción de la propia vida como un tiempo que se tiene por delante, con sus planes y posibilidades, cambie de ser una perspectiva indefinida y abierta a tener un conocimiento de los límites y de la mortalidad. Este proceso implica una dolorosa reelaboración de la imagen de la propia castración y lleva a una consideración más madura de la problemática humana en general, dramático instante que ha sido denominado "la crisis de la edad media de la vida".

Jacques (1965) investigó la creatividad de personas de genio, y concluyó que a los veinte años y al comienzo de los treinta tiende a ser fácil, intensa y exaltada: la mayor parte de la elaboración, además, parece ser realizada de modo inconsciente, lo que disminuye la cantidad de esfuerzo consciente que puede intervenir. Por el contrario, la creatividad de los años posteriores incluye un gran paso elaborativo entre la inspiración y el objeto terminado.

El cambio que se produce en la adultez tiene que ver con un contenido vivencial de naturaleza filosófica, cuyas características llevan a producir obras más reflexivas, a veces más tolerantes, en lugar de las espontáneas y más libremente radicales de la primera fase. A su vez, el idealismo juvenil se vincula por un lado con la negación de la muerte eventual y por el otro, con la falta de reconocimiento de la presencia de emociones agresivas tanto en el sujeto mismo como en los otros sujetos. En cambio, la adultez admite y asume la existencia de limitaciones personales y también la finitud de la vida propia y de la de los seres queridos. Por ello, la patología más frecuente en relación con el choque con tales límites es la depresión: la conciencia de que el lapso por vivir se acorta da lugar a un sentimiento fuertemente subjetivo de que el tiempo transcurre de prisa. Por ello, el adulto tiende a reestructurar la vida en términos de tiempo por vivir y no a partir del nacimiento (Neugarten, 1970), pero el miedo a la muerte aparece bajo la forma de temor a las enfermedades y a la vejez.

Hoy los ancianos ya no son considerados como los depositarios de la sabiduría y de la historia, y la velocidad con que se producen los cambios tecnológicos, culturales y geográficos tiende a dejarlos de lado. A su turno, los jóvenes se alejan de los ancianos en virtud del temor y la culpa que inspiran la muerte y los que, virtual o concretamente, están cerca de ella.

Así como para el niño la muerte es siempre la muerte del otro, para el adulto maduro la muerte del otro siempre refiere a la propia.

En cuanto a los rasgos de la vejez, empecemos por decir que su base psicobiológica es la disminución significativa de la capacidad física, a lo cual se une la conciencia de una mayor cercanía de la muerte, sin contar con la pérdida del trabajo, de la posición económica, de amigos y familiares. Desde una experiencia tanto religiosa como psicoanalítica podría decirse que una buena elaboración de los duelos es necesaria para hacer frente a esta época de la vida en la que el tiempo subjetivo, al cortarse sensiblemente, sobre todo en los periodos largos como estaciones o años, confiere mayor dramatismo al sentimiento o a la realidad de las pérdidas.

Otro elemento que debe tenerse en cuenta al considerar la concepción humana de la muerte es el factor de ritualización, tan importante en toda sociedad. Así, a la mentalidad primitiva le era difícil imaginar que la muerte acabara totalmente con la actividad física y espiritual. Cassirer (1951) dice, por ejemplo, que: "La idea de que el hombre es mortal por naturaleza y esencia parece extraña por completo al pensamiento mítico y al pensamiento religioso primitivo. Se afirma que estamos inclinados a creer que tiempo y espacio son conceptos innatos al pensamiento humano. No es así para la mentalidad primitiva. Mientras que para la metafísica se debe probar la subsistencia del alma después de la muerte, en el curso natural de la historia del espíritu humano la relación es inversa: no se debe demostrar la inmortalidad sino la mortalidad".

El hombre del México antiguo por ejemplo no parecía temerle a la muerte sino a la vida, que le resultaba difícil, azarosa y llena de incertidumbres. A este conjunto de incertidumbre y fatalidad se le llamaba: "Tezcatlipoca", que era un verdadero demonio o un dios de la desgracia. Mientras que, para los cristianos, la resurrección a un goce o a un sufrimiento eterno depende de haber llevado o no una vida piadosa, el mito mexicano, por el contrario, no aplaza el castigo para después de la muerte sino que expone al hombre la angustia durante su vida terrena. Este sentimiento, asociado a la vida, hacía que los mexicas llamaran al niño recién nacido "prisionero de la vida" (Westheim, 1983). La muerte ponía, por lo tanto, fin a una situación de dolor en la vida, concebida como una sucesión de catástrofes. La religión prometía una felicidad: la de morir para servir a los dioses; en consecuencia, la muerte era para ellos el principio de la existencia verdadera y Tláloc, dios de la lluvia, recibía en el paraíso terrenal a los que habían sufrido durante su vida. Ahí renacían, transformados en otros.

Desde tiempos remotos, el hombre se ha negado a aceptar la muerte y el sexo como hechos de la naturaleza. La necesidad de mantener las reglas del orden social llevó a la comunidad a protegerse de estas fuerzas incontrolables. Así, el éxtasis amoroso y la agonía de la muerte fueron objeto de una normatividad que trató de encauzarlos. Por lo tanto, se comprende que el amor y la muerte constituyeran puntos débiles del sistema social, en virtud de que en ambos fenómenos lo natural es tan intenso que aparece o es sentido como transgresión (Bataille, 1957). Por eso los rituales, las prohibiciones e incluso la adoración de que la muerte fue objeto a lo largo de siglos daban al hombre cierta ilusión de dominio sobre ella. Una de las ilusiones más difundidas tenía como núcleo la negativa a creer que la vida humana terminaba en el momento en que se producía la muerte biológica. Tan antigua es esta creencia que hay evidencias de ella en tumbas del periodo paleolítico. En cuanto a épocas históricas, los restos hallados en cementerios cretenses y romanos indican que los muertos eran temidos y reverenciados; posiblemente dentro del universo pagano se les atribuían poderes mágicos y por ello peligrosos.

El cristianismo adoptó esas viejas ideas de sobrevivencia del alma, llevándola hasta la eternidad (1 Ts: 4, 13-18). A la muerte física, para tal doctrina, seguía un reposo, necesario para aguardar la resurrección en otro mundo diferente y superior a éste. Los muertos eran enterrados cerca de las tumbas de los santos para que estos cuidaran su sueño, el que podía ser perturbado si el muerto había sido impío, o si sus sobrevivientes lo traicionaban, caso en el cual, no pudiendo descansar, volverían al mundo de los vivos. Para controlar los peligros de su retorno, se instalaba a los muertos en el centro de la vida pública. Pero a pesar de todos esos rituales, de ser considerada como un fenómeno natural, la muerte estaba ligada a la desgracia y al mal. El cristianismo, por ejemplo, derivaba el sufrimiento, el pecado y la muerte en este mundo del pecado original, (Gn 3, 16-19) uno de los núcleos explicativos más poderosos de la historia de nuestra civilización, quizá porque relaciona la constante presencia del mal con la naturaleza del hombre.

Durante varios siglos, entre la Edad Media y el siglo XVIII, la actitud dominante frente a la muerte era de espera tranquila, familiaridad y resignación. Aries (1981) la llama "la muerte familiar o domada". Una muerte no era un drama personal sino que involucraba a toda la comunidad. Esta familiaridad con la muerte resultaba de una concepción colectivista del destino humano.

En los medios ricos o ilustrados comenzaron a modificarse ciertos criterios frente a la muerte, y surgió una actitud que Aries (1975) denomina como "muerte propia" o la "muerte del sí mismo" . A partir del siglo XI-XII aparecen modificaciones sutiles en los hábitos, que irán dando un nuevo sentido, más dramático y personal, a la previa familiaridad que tenía el hombre con la muerte; por ejemplo, se manifiesta un inocultable interés por las imágenes de descomposición de los cadáveres y, por otra parte, el rito mortuorio adquiere algunas particularidades funerarias que lo personalizan, es decir, que empieza a tener importancia el muerto como individuo que desaparece y no sólo como vehículo o expresión de la muerte en general.

Comienzan también las representaciones de todo tipo, pictórico y teatral, del Juicio Divino al cabo de la vida de cada hombre. Complementariamente toma forma el deseo de no ser mortal, lo que lleva a concebir un "más allá" que podía ser conquistado mediante rezos y misas. En esta época —segunda mitad de la Edad Media— el hombre consolidó la noción de que existía una división entre un cuerpo mortal y un alma inmortal. Por cierto, esta noción fue aceptada cada vez más, hasta ser casi universal en el siglo XVII (Jankelevitch, 1966). En lo que respecta a los ritos fúnebres de este periodo, uno de los elementos más notables era la cobertura del cadáver; y por otra parte proliferan los testamentos muy elaborados.

El modelo de la "muerte del sí mismo" tuvo vigencia hasta el siglo XVIII. Sin embargo, ya a partir del siglo XVI hubo novedades y cambios profundos tanto en las costumbres como en la imaginación de la época: la muerte, de familiar y domesticada, se va tornando violenta y salvaje; ya no es tan remota, se vuelve fascinante y origina una curiosidad erotizada (danza de la muerte).

En el siglo XIX, el romanticismo, que exaltaba por igual pasiones violentas y emociones desbordadas, tuvo una visión dramática de la muerte. Aparecieron en escena el dolor y la desesperación frente a la muerte del otro, del ser amado y, por lo tanto, la familia nuclear y los sentimientos de sus miembros pasaron a ser muy importantes por cuanto la familia así entendida reemplazaba a la comunidad tradicional. Junto con estos desplazamientos cobra importancia el concepto de privacidad, característico de los vínculos de la familia y emanados de ellos. En este marco, el otro es tan próximo que su muerte desencadena emociones dolorosas e incontenibles. La muerte es exaltada, se la considera terrible pero hermosa, y deja de estar asociada al mal, cuya existencia empieza a ponerse en duda. La creencia de que existe un infierno, y de que hay una conexión entre muerte y pecado, que ya había empezado a ser cuestionada en el siglo XVIII, declina a principios del XIX, aunque no desaparece del todo. Los católicos, por referirnos a un grupo sensible a este proceso, empiezan a entender la idea de "purgatorio" como paso a cierta purificación, al cabo del cual la vida en el "más allá" deviene Gloria Eterna, en lugar del Sueño Tranquilo. En el siglo XIX el otro mundo es el lugar de reunión eterna de aquellos que han sido separados por la muerte.

Actualmente domina en los países industrializados una concepción que puede designarse "muerte invisible" y que ha llegado también a los países en desarrollo (Gorer, 1965). A partir de la primera mitad de nuestro siglo la muerte comienza a desaparecer de la vida pública; el que va a morir no lo sabe de manera explícita, el duelo se rechaza. Hay una interdicción en torno a la muerte, semejante a la que se daba en otros momentos frente a la sexualidad. Así, la sociedad, tan activa a este respecto en otros momentos, deja de tener participación en los rituales fúnebres, no sólo desinteresándose del moribundo sino también abandonando el muerto a su familia. En épocas anteriores, el que iba a morir lo sabía, tomaba sus disposiciones, se despedía de sus seres queridos y presidía, incluso por anticipado, la ceremonia de su muerte. Hoy en día se niega la información al enfermo, convirtiéndolo de este modo en un niño que no se entera de su propio destino. Esta conducta se debe al deseo de negar la existencia de la enfermedad y la muerte, a la incapacidad de tolerar la muerte del otro, y a la firmeza de las relaciones de la familia, que toma sobre sí la responsabilidad del destino de sus miembros. De esta forma se procura proteger al que va a morir, al precio de impedirle la comunicación abierta y la espontaneidad de los últimos momentos.

Mucho más recientemente, la participación de la familia en la muerte de uno de sus miembros se ve muy acotada o desaparece casi del todo cuando el enfermo es hospitalizado (Thomas, 1975). Los adelantos de la medicina han dado popularidad al hospital como único sitio adecuado para el que va a morir, aunque el recurso de la hospitalización también se debe a que las familias actuales difícilmente pueden hacerse cargo del cuidado de un enfermo terminal. Pero además, y sobre todo, el hospital coloca a la muerte fuera del hogar y permite ponerla a distancia.

En el medio hospitalario la hora de la muerte puede ser determinada. Algunas veces, la prolongación de la vida, aunque sea vegetativa, se vuelve un fin en sí mismo, y el personal hospitalario mantiene tratamientos que pueden conservarla en forma artificial durante días o semanas. En este caso, la muerte deja de ser un fenómeno natural y necesario: es una falla del sistema médico. En consecuencia, y eso constituye un gran cambio, la muerte no pertenece más al que va a morir ni a su familia: está organizada por una burocracia que la trata como algo que le pertenece, y que aunque forma parte de sus responsabilidades, debe interferir lo menos posible en sus actividades. El duelo también desaparece como práctica, los funerales se hacen breves y la cremación se vuelve muy frecuente.

Nuestra sociedad, mercantil y triunfalista, tiene pocos hábitos y actitudes compartidos. Sin embargo, se ha unificado en una respuesta de vergüenza frente a la muerte. Admitirla pareciera ser admitir un fracaso en el mandato social de ser felices y tener éxito. La muerte, de hecho esencial a la existencia humana, pasa a ser un acontecimiento absurdo; padecido en la ignorancia y la pasividad, es una falla sin justificación, puesto que ya no se cree en la existencia del mal (que le daría sentido) ni en la sobrevivencia del alma (que la anularía). Esta pérdida de sentido hace qué el temor a la muerte sea difícilmente manejable, de la misma manera en que es penoso asumir la propia castración y aceptar que sólo podemos sobrevivir en las identificaciones que nuestros hijos tengan con nosotros, en nuestras ideas y enseñanzas.

Es preciso tomar esta analogía con muchísima cautela. pues el cerebro humano tiene espacio para el error, la creatividad, las emociones y otros atributos con los que no parecen contar las computadoras tal como las conocemos hoy día
Periodo que corresponde, aproximadamente, al comienzo de la edad escolar.