I. LA EMERGENCIA DE LA VIDA

Todo es flujo, nada es estacionario.
HERÁCLITO

Cuando dejamos de cambiar dejamos de ser.
R. BURTON

Las propiedades que comúnmente atribuimos a los objetos son, en último término, nombres de sus conductas.
R. HERRICK

EN EL siglo pasado los científicos comenzaron a explicar que la enorme complejidad del mundo biológico, tal como lo vemos hoy, es el producto de una evolución, es decir de un proceso por el cual las moléculas del planeta se fueron asociando e interactuando en reacciones que dieron origen a organismos muy simples, que luego fueron cambiando y diversificándose hasta generar culebras, higueras, eucaliptos y hombres. Los evolucionistas renunciaron a aceptar la participación divina y a invocar a factores extrafísicos, del tipo que habían estado invocando las corrientes denominadas animismo y vitalismo, pero se encontraron con escollos casi insalvables. Los biólogos, por así decir, se marcharon del templo rumbo a la casa del físico, pero al llegar descubrieron que éste se encontraba comprometido en el desarrollo de una nueva disciplina: la termodinámica, una ciencia que en el fondo es hija del maquinismo.

A mediados del siglo pasado las máquinas, que habían llegado a una difusión y a un orden de complejidad muy grandes, comenzaron a competir entre sí en rendimiento; por ello se necesitó medir su eficiencia en la transformación de un tipo de energía en otro: una caída de agua impulsa una rueda hidráulica, que a su vez mueve una polea, que luego hace girar un torno; o bien una caldera comprime un pistón, que hace dar vueltas a una rueda, que hace funcionar un telar. Así como las leyes de la economía nos permiten contabilizar los balances de dinero independientemente de qué cosa se este vendiendo, de quién la compre y de cuántas ventas, reventas, intereses y tipos de cambio implique, la termodinámica nos permite tener las cuentas claras en los balances energéticos de los distintos procesos que ocurren sobre la Tierra. Pero los físicos descubrieron muy pronto que las enseñanzas de la termodinámica trascienden en mucho su humilde papel de "economista" de los procesos industriales, y que su campo no se limita a las máquinas construidas por los hombres, sino que además les permite comprender la maquinaria fundamental de la naturaleza. En otros términos, les fue brindando una descripción no sólo de calderas y barrenos, sino también de los procesos naturales. Muy pronto resultó claro que si los biólogos aspiraban a dar explicaciones físicas de la vida, deberían atenerse a los principios termodinámicos. Conviene, entonces, hacer una digresión con el fin de conocerlos.

Los dictados de la termodinámica fueron condensándose paulatinamente en un par de principios que ninguna explicación de los procesos físicos naturales o artificiales que ocurren a escala terrestre debe ignorar. El primer principio afirma que la energía del Universo es constante. Esto significa que no se puede consumir ni producir energía. Acostumbrados a recargar depósitos de gas, quemar carbón y pagar cuentas de electricidad, esta afirmación puede sonarnos un tanto sorprendente. Sin embargo, el primer principio se refiere a una forma total de energía, y aclara que, cuando se realiza un proceso, la energía se transforma de útil en inútil. De alguna manera era de enorme conveniencia contabilizar las cosas así y afirmar que F, la energía libre (o útil, o disponible para hacer un proceso), es igual a la energía total (E), menos una cierta cantidad de energía ya gastada:

Libre = Total - Ya Gastada

Esa cantidad de energía inútil y ya gastada resulta del producto de la temperatura absoluta (T) y de un nuevo factor, la entropía (S), concepto que se forjó para tener claras las cuentas energéticas. De este modo, esta relación de la "economía" termodinámica puede formularse así:

F = E - TS

Ahora bien, como en el Universo siempre están ocurriendo procesos (fluyen los ríos, ilumina el Sol, digieren los gatos, hilan los telares, explotan las bombas, caminan las personas) y todos ellos disipan energía útil, siempre está aumentando TS (el producto de la temperatura absoluta por la entropía). En razón de ello, el segundo principio de la termodinámica afirma: la entropía del Universo siempre crece.

El enunciado del segundo principio hizo que se mirara al Universo con profunda extrañeza; si la entropía siempre crece, un momento en el que haya menos entropía será anterior a un momento en el que habrá más. Se creyó entonces que el crecimiento de la entropía señalaba la dirección positiva del tiempo. El Universo dejó de ser considerado como un enorme cúmulo de materia suspendida en el vacío, funcionando eternamente en la misma forma, y pasó a ser entendido como algo que iba cambiando, se iba gastando, iba envejeciendo. Venía de un momento en el que había tenido menos entropía y marchaba hacia un destino provocado por su constante funcionamiento y su propia inutilización de energía, en el que se detendría y moriría. Estas ideas estaban de acuerdo con las de aquellos que se habían puesto a calcular, por ejemplo, cuánto tiempo iban a tardar los ríos de Europa en erosionar, borrar y llevarse los Alpes. La termodinámica le indicó al hombre del siglo pasado que hay una flecha del tiempo —como después se le dio en llamar— que apuntaba desde un pasado hacia un futuro.

Pero esta perspectiva no hubiera implicado en sí misma ninguna dificultad para que la biología cumpliera su propósito de explicar los procesos de la vida con base en criterios físicos; por el contrario: también la biología de aquellos tiempos estaba empeñada en demostrar que las jirafas, los hombres, las sardinas y los bosques no habían existido siempre, ni habían sido creados de entrada como tales, sino que había habido una lenta evolución a lo largo de la cual fueron apareciendo jirafas, hombres, sardinas y bosques. La biología también estaba, pues, creando una especie de flecha de la vida, paralela a la flecha del tiempo. ¿A qué nos referimos entonces, cuando afirmamos que la termodinámica presentó escollos casi insalvables?

La discusión de estos escollos con que tropezó la biología nos permitirá acercarnos al concepto del tiempo y de la muerte biológica. Pero para poder hacerlo debemos introducir algunos conceptos, tales como sistema, equilibrio y otros que iremos necesitando.

Un sistema es cualquier cosa que elijamos como objeto de estudio. Consideramos que un sistema está aislado cuando no se le quita ni agrega nada y, además, cuando el medio en el que está no lo perturba. Aunque el único sistema que cumple estrictamente estos requisitos es el Universo de los laicos (por definición no hay nada extrauniversal), muchas veces se pueden desechar pequeñas interacciones y considerar que un sistema está prácticamente aislado. Cualquier cosa que ocurra dentro de un sistema aislado será entonces espontánea: no será causada por ningún agente externo a él. Estos procesos internos ocurren porque en el sistema hay heterogeneidades: si algo está más caliente que el resto, se enfriará; si hay agua en una loma, fluirá hacia abajo; si una cosa está más seca, se humedecerá; si algo se arroja hacia arriba, caerá; si una barra de metal tiene más electrones en una punta que en la otra, desarrollará una corriente eléctrica hasta que esta inhomogeneidad se desvanezca, las calderas se apaguen y los péndulos dejen de oscilar. Cuando ya no haya desniveles (gradientes) ni ocurra ningún proceso neto, el sistema habrá alcanzado un equilibrio. 1 Se alcanza cuando toda la energía útil ha sido consumida y transformada en inútil, y cuando la entropía del sistema ha llegado a un máximo. Si el tiempo transcurría cuando aumentaba la entropía, ahora se ha detenido: en el equilibrio el tiempo del sistema no "fluye".

Consideremos estos equilibrios desde otro ángulo. Si abandonamos una pelota en una colina es muy probable que se ponga a rodar hasta llegar al valle, pero si la dejamos en el valle es muy improbable que ruede hacia arriba. Del mismo modo, es extremadamente improbable que una barra de cobre se enfríe espontáneamente en una punta y se caliente en la otra, o que el agua trepe las cascadas y suba por los ríos a las montañas, o que un péndulo quieto se ponga a oscilar, o que un montón de átomos aislados se combinen y formen una enzima, o que un cúmulo de moléculas orgánicas en un tubo armen una bacteria. Hay una relación entre los estados de un sistema y la probabilidad. El equilibrio es el estado más probable de un sistema. Imaginemos ahora la ruleta que llevan algunos vendedores ambulantes, y que los niños hacen girar para ver si les toca uno o dos barquillos. Lo más probable es que los niños saquen uno y no dos, simplemente porque hay muchas más posiciones (subestados) en los que la ruleta marca "1", que subestados en los que marca "2". Análogamente, un sistema tiene muchas formas de estar, y, según los termodinamistas, tienden a equilibrarse, porque el equilibrio tiene más formas (subestados) que los desequilibrios.

Ademas de estas relaciones entre los estados y la información, que también necesitamos introducir aquí. Supongamos que la rueda de barquillos tenga una sola posición en la que la aguja marca "2", y veinte en las que el niño tiene que conformarse con "1" o sea un solo barquillo. Si tuvo la suerte de que marcara "2", no tenemos ninguna duda de cuál fue la posición en que se detuvo la aguja, pues hay una sola posición en que ésta marca "2". Pero si nos dicen que sacó un solo barquillo, no sabremos en cuál de las veinte fue a parar, y nuestra ignorancia por lo tanto será mayor. Como el equilibrio es el estado más probable, porque tiene más subestados, es también el que nos deja más ignorantes acerca del ordenamiento que alcanzó el sistema. Recapitulando: en el equilibrio la entropía del sistema llega al máximo, la ignorancia también, y su tiempo deja de "fluir''.

Acerquémonos ahora a lo biológico. Antiguamente se consideraba que los sistemas biológicos (una sola oveja, una manada, todas las ovejas del mundo, todos los animales del mundo, todos los animales más todos los vegetales, toda la biósfera) estaban en equilibrio. Pero las moléculas. de los organismos vivos contienen en sus enlaces muchísima energía potencial, el ordenamiento de sus moléculas es enorme, y se necesita muchísima información para especificar su articulación y su estructura. La información que se requiere para la construcción del intestino, de los circuitos neuronales, de las glándulas, es tan grande, que el gusano más elemental representa un increíble alejamiento del estado de equilibrio. Además, los organismos vivos funcionan, y una función es un pasaje (ordenado, con sentido) 2 de un subestado a otro. Los criterios del equilibrio servirían a lo sumo para estudiar un cadáver en un congelador, pero no a un ser vivo. Peor incluso si dejáramos un cadáver fuera del congelador se iría descomponiendo, lo que también constituiría un proceso. De manera que el equilibrio no nos sirve ni siquiera para estudiar procesos post mortem, mucho menos para estudiar la vida.

Tenemos ahora algunos elementos para evaluar los escollos que la termodinámica le planteó a la biología. En momentos en que los físicos afirmaban que el Universo tiende a caotizarse, disipar sus gradientes, consumir su energía útil, aumentar su entropía y "morirse", resultaba impensable que los evolucionistas, al dar un enfoque físico de la vida, propusieran que la materia se había ido ordenando espontáneamente para formar primero células, luego organismos multicelulares, que las células de éstos se especializaran y aparecieran neuronas, que éstas se conectaran en complejísimos sistemas nerviosos y que, para coronar el proceso, apareciéramos los seres humanos. Que la flecha del tiempo y la flecha de la vida fueran paralelas parecía no tener refutación sensata, pero que los procesos vitales fueran a regirse por leyes físicas parecía tan ridículo que el famoso lord Kelvin, uno de los padres de la termodinámica, restringió los enunciados de los principios a "entidades materiales inanimadas ". En otras palabras: los biólogos ya se habían ido del templo y ahora golpeaban a la puerta de los físicos, pero estos desalmados no sólo no les abrían, sino que consideraban que la biología se debía ocupar de entidades... con alma.

Los biólogos, sin embargo, no volvieron al templo. En los años cuarenta de este siglo, ya tenían suficientes nociones acerca de la energía libre que consumen los procesos biológicos, de los gastos energéticos necesarios para ordenar los sistemas y de las relaciones entre información, orden y energía. El que puso las cuentas en claro fue Erwin Schroedinger, el mismo sabio que veinte años antes formulara la ecuación de onda. Un sistema biológico, planteó, no es un sistema aislado pues intercambia energía. Ni siquiera es cerrado, puesto que también intercambia materia. Por lo tanto, para hacer balances energéticos hay que considerar un sistema más amplio: el formado por el sistema biológico más su medio. Schroedinger mostró que en el sistema así encarado la parte biológica puede alcanzar un altísimo grado de organización y de alejamiento del equilibrio siempre y cuando su medio sufra un gasto energético y una desorganización proporcionalmente mayor. La suma algebraica de lo que gana el sistema biológico, más lo que pierde el medio, debe dar un saldo negativo. El segundo principio es entonces obedecido: la entropía del todo (organismo + medio) crece. El dinero que un señor les gana a sus compañeros de juego se explica por lo que éstos pierden. Pero esta analogía es imperfecta, porque si en lugar de dinero jugaran por energía, de acuerdo al segundo principio el señor debería ganar mucha menos energía de la que pierden sus compañeros. Así y todo, este balance no nos diría nada acerca de cómo hace el señor para ganar. Análogamente, la explicación de la estrategia ganadora de los sistemas biológicos tampoco correría a cargo de los termodinamistas sino de los biólogos, pero, por lo menos, ahora las cuentas energéticas estaban aclaradas: para armar sus moléculas de proteínas, de ácidos nucleicos y todas las que los componen, los animales deben comer. Toda la cadena trófica depende en último término de los animales que ingieren vegetales, y estos vegetales crecen y se desarrollan gracias a la absorción de energía solar. Es el Sol quien, al fin y al cabo, paga todas las cuentas.

Los biólogos adoptaron entonces modelos de sistemas en estado estacionario. Para ilustrar qué es un sistema en estado estacionario imaginemos un recipiente que tiene agua y que la pierde gota a gota por un orificio, pero al que nosotros le mantenemos el volumen constantemente con paciencia y continuidad. Señalemos que, mientras un sistema en equilibrio mantiene su constancia porque no hay procesos, el sistema en estado estacionario la mantiene porque hay procesos balanceados (los de perder y recibir agua). El primer sistema es estático, el segundo dinámico. En éstos, como en la famosa novela de Giuseppe di Lampedusa, Il Gattopardo, hay que gastar mucha energía para conseguir que nada cambie. Los modelos de equilibrio biológico habían fracasado, pero en cambio la adecuación de los modelos de estado estacionario no parecía tan remota puesto que los organismos deben reponer energías para seguir viviendo. Sin embargo estos modelos también presentaron dificultades.

Antiguamente las radios emitían ruidos en cuanto entraba un contrabajo o una soprano, o cuando llegaba un tutti orquestal. Hoy, en cambio, los equipos de alta fidelidad pueden responder linealmente a exigencias sonoras extremas, y sólo comienzan a distorsionar el sonido a frecuencias ubicadas mucho más allá de lo que puede captar el oído humano. También las leyes que describen las conductas de los sistemas en estado estacionario se aplican en tanto éstos no se alejen demasiado del equilibrio, porque cuando lo hacen aparecen no-linealidades, es decir, son incapaces de aumentar su respuesta en proporción lineal al grado de alejamiento del equilibrio. Cuando los sistemas se alejan de su equilibrio no sólo distorsionan sus conductas sino que peligra su misma integridad. Así, la Ley de Ohm se cumple perfectamente para un hilo de cobre entre cuyas puntas establezcamos una diferencia de potencial de un voltio, de dos, de diez... Pero no podemos predecir qué corriente fluiría si le aplicáramos cien mil voltios. Seguramente se fundirá, de modo que no ya su conducta, sino su mismísima estructura habrá de cambiar.

El grado de alejamiento que toleran los distintos sistemas en estados estacionarios antes de caer en una crisis es variable. Para los sistemas químicos, el margen en que mantienen la estabilidad es relativamente pequeño. Así, si aumentamos la concentración de reactivos y disminuimos la de productos haremos marchar la reacción más rápidamente, pero no la podríamos acelerar indefinidamente, pues el sistema pronto entraría en crisis. 3 Ahora bien, los sistemas biológicos son fundamentalmente máquinas químicas, de modo que los modelos de estado estacionario, si bien son útiles para tratar ciertos fenómenos biológicos, en general resultan inadecuados.

Hasta no hace mucho se creía también que, cuando el sistema entra en crisis, podía suceder "cualquier cosa". Si un gigante juega a patear una pelota en el centro de un valle, al alejarse, la pelota cobra energía potencial que la hará rodar de regreso a sus pies. Puede hacerlo en la dirección y con la fuerza que desee, pero después de algunas oscilaciones, la bola ha de retornar a su posición de equilibrio. Pero si el impulso llega a ser tal que la hace rebasar los límites del valle, la pelota ya no regresará, sino que ahora tratará de alcanzar el equilibrio en el próximo valle. Podría ser que, desde el punto de vista del gigante, esta conducta de la pelota no tenga sentido: tanto alejó del equilibrio a su sistema, que ahora sus leyes y ecuaciones no le sirven para entender las funciones. Justamente, este era el punto en que se encontraba la física de los procesos biológicos hasta la segunda Guerra Mundial: sólo podía dar cuenta de las conductas cercanas al equilibrio (antes de las crisis). Pero sucede que, como lo mencionamos anteriormente, los sistemas biológicos están alejadísimos de los equilibrios. Sin embargo, encabezada por el grupo belga de Ilya Prigogine (1967, 1969), la termodinámica tomó al toro por las astas, se abocó al estudio de los desequilibrios y las crisis, y trató de entender qué demonios ocurría más allá.

Uno de los sistemas utilizados como caballito de batalla para las descripciones iniciales, fue el constituido por el agua contenida en un recipiente plano (del tipo de las cajas de Petri). El agua es aquí un sistema intermedio, ubicado entre una fuente (el calentador) y un sumidero de calor (el espacio en derredor). Notemos que un sistema intermedio está en contacto con dos medios (en este caso uno hace de fuente y el otro de sumidero) que a su vez difieren entre sí (en este caso uno está más caliente que el otro). Análogamente, una radio es un sistema intermedio, pues una patita del enchufe tiene más voltaje que la otra.

Ya desde la época de Bénard se sabía que, al ser calentada, el agua del recipiente se organiza en cierto momento en celdas hexagonales por las que gira circularmente. Desde el punto de vista de la probabilidad, este ordenamiento es casi inaudito. Sin embargo, se observa con probabilidad "1" cada vez que se repite la experiencia. Decir que se da con probabilidad "1", es sinónimo de reconocer su aparición como una ley causal. Resultaba curioso entonces el hecho de que, cuando los sistemas funcionan cerca de los equilibrios, lo que predomina es la disipación de las heterogeneidades, el crecimiento de la entropía, la tendencia al caos y el colapso de las estructuras; pero, por el contrario, se observó que cuando están muy alejados, los desequilibrios provocan crisis tras las cuales no sucede "cualquier cosa", sino que aparecen nuevas estructuras (ver Cereijido, 1978, 1981).

Los sistemas hidrológicos como el que acabamos de describir carecen de interés biológico. Por esta razón, el grupo de Prigogine comenzó entonces a estudiar sistemas químicos alejados del equilibrio, para lo cual hicieron que las reacciones constituyeran sistemas intermedios (como en el caso del agua en el fenómeno de Bénard), sólo que en lugar de una fuente de calor los miembros del grupo de Prigogine utilizaban una fuente de reactivos, y en lugar de un sumidero hacia el cual se dirige y donde se disipa el calor, emplearon un medio hacia el cual pudieran difundirse los productos. La magnitud del desequilibrio está representada en este sistema por el gradiente (diferencia de concentración) de los reactivos que entran y de los productos que salen. A medida que el gradiente se acentúa, la reacción se lleva a cabo más velozmente, pero al llegar a cierto punto, el sistema entra en crisis y se ordena espacialmente, o tiene conductas periódicas, o combina ambas características, mostrando que las concentraciones de las sustancias producidas en reacciones intermedias de pronto alcanzan máximos en ciertos puntos del recipiente y mínimos en otros. En un momento dado estos puntos pueden estar distribuidos, por ejemplo, en una espiral, y cambian al rato, dando así la impresión de que la espiral se mueve. Luego pueden repetir esta secuencia una y otra vez con intervalos de tiempo que dependen de los reactivos en cuestión, constituyendo así verdaderos relojes químicos. Como las reacciones alcanzan un ordenamiento espacial y/o temporal se las llama estructuras, y como su existencia depende de un proceso de suministro de reactivos, de una eliminación de productos y de una disipación de energía, se las llama estructuras disipativas.

De modo que más allá de los desequilibrios y de las crisis no sucede "cualquier cosa", no está el caos, 4 sino el ordenamiento en una estructura nueva que funciona en forma distinta. Claro que, desde el punto de vista del sistema, más allá de la crisis está en realidad el caos, y es evidentemente que no se puede entender lo que sucede utilizando las leyes que se obedecen cerca del equilibrio: reina la ignorancia (¡del observador!). Al estudiar las estructuras disipativas, se llegó a la conclusión de que todo orden nuevo, toda estructura (química o no), tiene su origen en una crisis de un estado anterior. Las crisis no son, pues, los umbrales del caos, sino puntos en los que los sistemas sufren cambios estructurales drásticos, porque la estructura que tenían hasta entonces les resultaba muy costosa y no podían ya mantener su funcionamiento.

El estudio de las estructuras disipativas permitió entender también otro aspecto notable: no son "cosas" sino configuraciones espaciales o temporales que adoptan los procesos. Es la reacción química la que se organiza con una forma, un tamaño, un color 5 y una duración determinados. En realidad nadie encontró jamás una "cosa" estable en el Universo. En general llamamos "cosa" a una configuración de procesos cuyas escalas temporales nos resultan demasiado lentas. Pero basta acelerarlas para ver cuan efímeras son. Así, para que podamos imaginar las diferentes etapas del Universo, que duraron millones y millones de años, se suele representar esas etapas a lo largo de un año, es decir como si la Gran Explosión hubiera ocurrido a la cero horas del primero de enero. En esa escala de tiempo, el Sistema Solar aparece allá por septiembre, la vida en octubre y nosotros en los últimos segundos de diciembre. A escalas geológicas que duran miles de millones de años, la vida de un hombre, desde huevo fecundado hasta cadáver, parece poco menos que una explosión. Nos queda claro, entonces, que modas, muebles, aparatos, personajes, instituciones, imperios, ciudades, especies biológicas, montañas, continentes, sistemas planetarios, galaxias y el Universo entero no son más que configuraciones más o menos pasajeras que va adoptando la materia. Las cosas no son más que momentos de los procesos, en particular los momentos en que los cambios son despreciables y la identidad del objeto se preserva.

Desde esta forma de ver las cosas, la historia de un organismo aparece como una serie de crisis y transiciones: en un huevo fecundado las células se dividen y forman una masa (mórula) que no queda como tal, sino que luego se ahueca (blástula) y más tarde se invagina (gástrula), pasando después por otros estadios que incluyen los de embrión, feto, niño, adolescente, adulto, anciano y cadáver. Cada una de las etapas estuvo caracterizada por un modo de funcionar que fue alejando del equilibrio a la estructura en cuestión (v. gr. la mórula), hasta que la empujó a una crisis en la que ésta se alteró y, de ahí en adelante, ya no pudo continuar siendo mórula, ni volver a recuperar sus propiedades. Los organismos siguen secuencias de crisis y colapsos de estructuras que transcurren en una forma previsible, antes de dar con alguna transición hacia lo patológico y hacia la muerte.

Señalemos de paso que, si en alguna de las etapas se lograra un verdadero estado estacionario, el resultado sería monstruoso: si un bebé tuviera una homeostasis 6 tan perfecta que compensara cualquier desviación de sus parámetros, quedaría como un bebé perpetuo.

Antes de continuar resumamos algunos puntos que emergieron de nuestro análisis: 1) Al alejarse de los equilibrios, los sistemas tropiezan con crisis, después de las cuales pueden ocurrir fenómenos morfogenéticos, con los consiguientes cambios funcionales. 2) Los sistemas intermedios (entre una fuente y un sumidero) son desplazados de su equilibrio y obligados a "funcionar" continuamente, gastando energía libre (si queremos permanecer en medio de una escalera automática deberemos saltar continuamente de un escalón a otro, pues una punta de la escalera se comporta como una fuente y la otra como un sumidero de escalones). 3) Los procesos químicos, a los que la fuente les entrega reactivos y el sumidero les quita los productos, se comportan como sistemas intermedios. 4) Los sistemas químicos son muy poco lineales y llegan a las crisis a poco de que se los aleje del equilibrio. 5) Cuando atraviesan una crisis pueden formar estructuras disipativas, cuya configuración y funcionalidad no podían preveerse con base en las leyes dinámicas que regían sus procesos antes de las crisis. 6) Un sistema no necesariamente está expuesto a una crisis, sino a toda una variedad, cuya naturaleza (y consecuencias) dependen del tipo de perturbación que le causa el medio. 7) Tampoco se limita a una crisis, sino que puede sufrir toda una serie de crisis. 8) Los sistemas biológicos son fundamentalmente sistemas químicos. 9) La vida, tanto en su ontogenia (de huevo a niño), como en su filogenia (de las primitivas células procariotes hasta el ser humano), consiste en una serie de saltos a nuevas estructuras, con nuevas formas de funcionar.

La Tierra constituye un sistema intermedio entre el Sol y el espacio exterior. De día recibe radiación solar y de noche la disipa hacia el espacio en forma de calor. Harold Morowitz (1968) señaló que a tales sistemas intermedios el flujo estacionario les produce por lo menos un proceso cíclico material. Para comprenderlo imaginemos aquí el agua del planeta: el Sol causa evaporación de los mares, se forman nubes, llueve, nieva, parte del agua y de la nieve cae sobre los continentes, se forman ríos y el agua vuelve al mar. Ahora bien, si sólo hubiera suministro de energía, se evaporaría toda el agua, y si sólo hubiera disipación de calor, se congelaría. Para alcanzar en cambio la organización tan compleja que le conocemos, el agua del planeta debe estar sujeta a un flujo de energía, que implica caer desde un potencial más alto hacia otro más bajo.

Otra de las características de estos ciclos es que se pueden acoplar. Si a lo largo del río que mencionamos, los hombres instalan turbinas y plantas de energía eléctrica, y acoplan al ciclo eléctrico todas sus industrias, la región se hará más compleja (es decir, se necesitará más información para describirla).

Pasemos ahora a otro tipo de ganancia organizativa de las que produce el flujo de energía solar. Al absorber la radiación solar, los electrones de los átomos de la Tierra se excitan y saltan a las órbitas más externas, pero en seguida (unos cienmillonésimos de segundo más tarde) vuelven a sus órbitas primitivas, eliminando el exceso de energía que les había causado la transición. Mientras están excitados, los átomos son sumamente reactivos y pueden combinarse con otros átomos formando moléculas. Más tarde, los electrones de los átomos que ya están formando una molécula pueden volver a absorber energía y excitarse, pudiendo hacer entonces básicamente dos cosas: 1) romper su ligazón y desarmar la molécula, volviendo a su estado libre, o bien 2) combinarse con más átomos formando entonces una molécula de mayor complejidad. En realidad, en la población de átomos y moléculas de la Tierra prebiológica sucedieron ambas cosas, dando origen así a un enorme metabolismo prebiótico. Muchas de estas reacciones ya se han reproducido experimentalmente en el laboratorio; en ellas se vio que de esta manera se producen azúcares, aminoácidos, nucleótidos y muchas otras moléculas que hoy constituyen las piezas fundamentales de los organismos vivos.

Las investigaciones de Manfred Eigen y sus colaboradores (1971-1981) han mostrado cómo pudo haber sido que las moléculas prebióticas dieran origen a las primeras cadenas de DNA, de RNA y a las primeras proteínas. Sin embargo, su descripción, así como la de los primeros pasos hacia la aparición de una membrana celular y de un cúmulo molecular que pudiera aspirar al título de célula, escapan al plan de este libro. Aquí nos basta con puntualizar que el flujo de energía solar, en su continuo perturbar y "empujar" al sistema químico prebiótico, lo fue transformando en un gigantesco aparato metabólico que, en sucesivas crisis, se fue condensando en estructuras disipativas, algunas de las cuales dieron origen a primitivos organismos unicelulares, en los que la marcha de las reacciones químicas estuvo regida por enzimas codificadas en un genoma. Pero ni siquiera estas estructuras fueron dejadas en paz por el fluir de la energía solar. Ellas también fueron desequilibradas y empujadas hacia crisis y más crisis. Es fundamental tener presente que todo este funcionamiento, toda esta vida, está condicionada tanto por el aporte energético como por su disipación final.

Entre esos organismos simples se generó una competencia por los nutrientes que los fue forzando a desarrollar al máximo la captación de energía solar, en una evolución hacia una fotosíntesis que constituye la etapa inicial de la enorme cadena trófica de la biósfera. Luego, esa misma interacción dio origen a organismos unicelulares capaces de asociarse y de formar sistemas multicelulares. Un buen texto de biología podría reemplazar nuestro relato del resto de la historia de la evolución sobre la Tierra. Aquí sólo señalaremos un aspecto de la forma organizativa que se produjo: su estratificación en jerarquías.

La vida está organizada en niveles jerárquicos (Pattee, 1971). El más bajo está constituido por las reacciones químicas. Por encima de este nivel está el de las enzimas que catalizan (aceleran miles de veces) y gobiernan las reacciones de la química orgánica; luego viene el nivel celular y así, sucesivamente, se va llegando a los niveles endócrinos, al hipotalámico, al de los centros nerviosos superiores y, por ahí arriba, aparece lo mental. Cada nivel se rige por sus propias leyes, obedece a su propio conjunto de restricciones. Una molécula de glucosa en la célula no puede hacer cualquier cosa, pues además de cumplir las leyes de la química, deberá obedecer las que le imponen las enzimas (por ejemplo, la hexoquinasa). Pero estas enzimas tampoco hacen cualquiera de las cosas que pudieran hacerse en un tubo de ensayo, porque están acotadas por la arquitectura celular que, en su funcionamiento, hace entrar o salir del citoplasma a iones y moléculas que facilitan o inhiben sus funciones. La entrada de estos iones y moléculas está a su vez controlada por las restricciones que les imponen los niveles superiores (por ejemplo, el páncreas y la suprarrenal, que tienen hormonas para controlar la glucemia). Cada nivel está entonces acotado no sólo por sus propias restricciones sino también por todas las de los niveles que tiene por encima. Como corolario, un nivel biológico está tanto o más acotado cuanto mayor sea el número de niveles jerárquicos que tiene por encima. Finalmente, a la glucosa le quedan en el organismo unos pocos caminos metabólicos de los que no se puede apartar, porque hay toda una maraña de controles (restricciones) superiores que obligan que los cumpla estrictamente (Cereijido, 1978). 7

Los niveles más bajos son también los más arcaicos y, por el hecho de tener más restricciones, son los menos ambiguos. Por el contrario, los superiores tienen mayor libertad: son más flexibles y tienen un ámbito mayor para la creatividad.

A primera vista se diría que si se agrega un nuevo conjunto de restricciones, lejos de facilitar o de enriquecer los procesos, éstos serán interferidos o se llegaría a bloquearlos del todo. Pero no es así. Volvamos a recurrir a un ejemplo: si plantamos una parra y no le ponemos ninguna restricción, su grado de libertad será tan grande que le sería imposible llegar a cubrir una pérgola a dos metros del suelo; pero si en cambio la sujetamos a una vara y le restringimos ciertos grados de libertad, seguramente la llegará a cubrir.

Para que se posibiliten y enriquezcan los procesos, las restricciones impuestas por cada nivel jerárquico deben tener sentido. Este sentido es, justamente, el que tratan de descubrir los especialistas de la dinámica de cada nivel: las leyes de los procesos. "Sentido" en el caso del río y las industrias que dimos como ejemplo, son las restricciones especificadas por las leyes de la hidrodinámica, que rigen el funcionamiento de las turbinas; de la electricidad, que rigen el de la planta generadora; de la electrónica, que rigen la marcha de todos los equipos eléctricos enchufados a las líneas de electricidad; de la mecánica, etc. Esas leyes forman conjuntos de restricciones coherentes. En lo biológico las restricciones están explicadas por las disciplinas que rigen cada nivel: la química, la enzimología, la biología celular, la endocrinología, la neurobiología, la ecología, etcétera.

La enorme complejidad de la vida en la Tierra hoy se entiende como una consecuencia del fluir de energía solar, que obligó a los sistemas químicos a adoptar un ordenamiento jerárquico. Cada nuevo nivel jerárquico apareció en un momento dado de la evolución. Hubo un momento en la historia del planeta en que no había glándulas de secreción interna, y otro a partir del cual ciertos animales ya venían equipados con ellas. Hoy no se sabe cómo hacen los niveles inferiores para generar un nivel jerárquico más alto, entre cuyas funciones está aplicar más restricciones a los de abajo.

Pero quizás la característica más notable de la organización jerárquica biológica es que no sólo los niveles que ya están han de generar al próximo superior, sino que este nuevo nivel tiene siempre propiedades emergentes que no son simplemente una suma de las propiedades anteriores. El sistema que se autojerarquiza en su interacción con el medio se equipa con nuevos niveles, cuya descripción requiere de nuevas leyes dinámicas, nuevos lenguajes.

En resumen: la vida, al decir de Szent-Gyorgi, aprendió a captar la energía del electrón excitado por la radiación solar, a hacerla decaer por sus intrincadas redes metabólicas, y eso le ha provocado un incesante alejamiento del equilibrio, una secuencia de catástrofes, un aumento de complejidad consistente en la aparición de nuevas estructuras y nuevos procesos. Ese ordenamiento tomó la forma de niveles jerárquicos sucesivos. Uno de los niveles más altos (o por lo menos más recientes) parece ser el mental. Por ser reciente y no tener por encima (dentro del organismo) ningún otro nivel de restricción, es también el más ambiguo y el que tiene mayor ámbito creativo. El funcionamiento de toda esa pasta físico-química fue generando cucarachas, culebras, ornitorrincos, peces que nadan y aves que vuelan. En una de sus últimas etapas generó un cerebro que lleva a cabo un curioso proceso: el pensamiento.

Hasta no hace mucho se consideraba a los organismos como máquinas, cosas a las que un suministro de energía hacía funcionar en equilibrio (quintaesencia de la salud). Hoy, en cambio, se considera que los organismos son la organización espacial del proceso provocado por el flujo de la energía a través de la biósfera. Tan importante es el suministro de energía como el decaimiento a un nivel más bajo. Esta continua disipación, decaimiento, muerte energética o como querramos llamarla es fundamental para que la vida transcurra a lo largo de la flecha del tiempo que habían encontrado los físicos.

Hoy no hay discrepancias formales ni ideológicas entre las expectativas físicas y las explicaciones de la vida. Tanto el camino de crisis y cambios complejizantes que implica la evolución, como la muerte que espera a los organismos, surgen como eventos comprensibles y necesarios.

Para dar por terminada esta reseña de propiedades de la vida que atañen a la discusión del tiempo y de la muerte, conviene subrayar un aspecto: las reacciones químicas que se cumplen en nuestros organismos se pueden reproducir en un tubo de ensayo sin necesidad de enzimas. Sin embargo, la velocidad de las reacciones en este caso es increíblemente lenta. Las enzimas no sólo constituyen entonces una manera de hacer que tales o cuales reacciones orgánicas se cumplan más favorablemente que las otras y se oriente el flujo metabólico, sino que son un medio de acelerar los procesos biológicos. En este capítulo nos hemos referido repetidamente a las escalas temporales en que se cumplen los distintos procesos del mundo real. En este sentido debemos recalcar que las enzimas son responsables de que las reacciones metabólicas se cumplan a escalas temporales biológicas y no a escalas temporales geológicas, y así sea la vida de un organismo una especie de fogonazo entre el nacimiento y la muerte.

Pero al acelerar el metabolismo enzimáticamente, no se habría ganado demasiado, de no contar los sistemas biológicos con formas de acelerar también los procesos en todos los niveles jerárquicos. Una hormona tardaría meses en difundirse desde la hipófisis hasta las rodillas si sólo contara con el proceso difusivo. Pero, por suerte, los organismos han desarrollado aparatos circulatorios que la transportan en segundos. El cerebro tardaría eternidades en enterarse de que hemos pisado una brasa y de que nos conviene quitar el pie, si no se hubieran encontrado formas de enviar señales eléctricas en unos pocos milisegundos a lo largo de las neuronas. La evolución está apurada. Ha encontrado la forma de darnos un empellón y hacernos atravesar en un santiamén las estructuras, los procesos y la crisis que van desde el huevo fecundado hasta el irremisible cadáver. Los organismos tenemos una vida efímera porque las enzimas, los aparatos circulatorios y las neuronas nos aceleran, y la muerte nos quita de en medio. Para culminar el cuadro, la evolución nos dotó de un cerebro que piensa, y que cree que el tiempo fluye.

Equilibrio deriva del latín aequa libra, la balanza quieta, serena, que no se mueve porque sus dos platillos pesan igual.
A lo largo de este libro utilizaremos muchas veces la palabra sentido. En general consideramos que, de todos los procesos que pueden ocurrir en un sistema, el que tiene sentido es la función. Un radio, por ejemplo, está construido para que cuando lo perturbe el medio (haciéndole pasar una corriente eléctrica a través de sus circuitos) emita sonidos. Por el contrario, otros procesos que también pueden ocurrirle al radio (que se herrumbre, que la perturbación del medio consista en un codazo que lo tire al suelo y haga que se rompa) no son considerados como su función específica, pero no por eso dejan de ser procesos ni dejan de cumplir estrictamente con los principios de la termodinámica. Más aún, podría muy bien darse el caso de un investigador que se proponga estudiar cómo se oxida un coche en un clima determinado; para él este proceso, a medida que lo comprende y lo describe, pasa a tener sentido. Para este investigador, en cambio, no tendría sentido que de pronto alguien se apenara del estado lamentable del coche, lo aceitara, lo compusiera y lo hiciera funcionar, interrumpiendo así sus estudios. Estas observaciones nos hacen dudar si, en realidad, el sentido es una propiedad del sistema, o del observador, o de la relación entre ambos. (Ver Cereijido [1978], cap. IV).
En chino crisis se escribe (nos informan) combinando dos grafos: oportunidad y peligro.
En la Teogonía de Hesiodo, escrita en el siglo VII a. C., el nombre caos se relaciona con la raíz Xa - (estar abierto) y alude al espacio vacío. Más tarde, caos se derivará de XÎw (verter) y será presentado como la masa inorgánica y confusa.
Zabotinski (1964) y Bielusov fueron los primeros en estudiar reacciones con reactivos de distintos colores, pudiendo así observar fácilmente los diseños y los cambios de configuraciones que adoptaban.
Regulación de los parámetros fisiológicos de modo que su valor se mantenga constante. Por ejemplo, cuando baja el nivel de azúcar en la sangre, el organismo segrega hormonas que hacen verter azúcar de las células a la sangre. Por el contrario, cuando la glucemia sube, el organismo pone en función mecanismos que retiran glucosa de la sangre. Y así sucede con la regulación del Na+, el K+, y el Ca++, el agua, la temperatura, etcétera.
Si bien parece irrefutable que con la aparición evolutiva de nuevos niveles superiores ("superiores" en tanto confieren facultades más avanzadas) los niveles que ya existían fueron siendo cada vez más y más restringidos, esto no debe tomarse de ninguna manera como si el funcionamiento actual de un sistema biológico fuera fatalmente lineal y jerárquico. Que en un ejercito haya una estratificación jerárquica, no quita que un general pueda impartir una orden directa a un soldado, ni que su chofer pueda transmitirle a él un mensaje importante. Análogamente, un descenso de la glucemia puede provocarle un terrible choque al cerebro, y un aumento en la tasa de hormonas sexuales puede cambiarle no ya su función, sino el tamaño y preponderancia de ciertos núcleos fundamentales. La fisiología moderna tiende a demostrar que el procesamiento de la información neural se lleva a cabo en una complicadísima red de componentes en paralelo, y que no parece existir un "comando superior autoritario" cuyo papel consista en tomar decisiones jerárquicamente.