II. LA EMERGENCIA DE LA IDEA DEL TIEMPO

El cerebro no es un órgano del pensamiento, sino un órgano de la sobrevivencia, como las zarpas y los colmillos. Está hecho de tal forma, que nos hace aceptar como verdad cosas que sólo son ventajas.
ALBERT SZENT GYORGI


Non in tempore, sed cum tempore Deus creavit caela et terram.
SAN AGUSTIN

Efecto: el segundo de dos fenómenos que siempre ocurren juntos en el mismo orden. El primero es llamado causa y se dice que genera al otro (cosa que no es más sensata de lo que sería —para alguien que nunca ha visto a un perro, salvo en la persecución de un conejo— declarar que el conejo causa al perro).
AMBROSE BIERCE

Cuando sigue a los sentidos, la razón vuela con las alas cortadas.
DANTE ALIGHIERI

A aquél que mire al mundo racionalmente, el mundo le devolverá a su vez un aspecto racional.
HEGEL

Por lo tanto decimos que hombre es proceso, y, precisamente, el proceso de sus acciones.
A.GRAMSCI

El tiempo sustituyó al espacio en el interés de los filósofos y se transformó en el motor oculto que mueve las concepciones contemporáneas del mundo.
RIZIERI FRONDIZI

EL HOMBRE tiene una paupérrima idea acerca de cómo funciona el cerebro, de qué es el pensamiento, de cuál es la relación entre mente y realidad; no tiene más que conjeturas sobre la índole del tiempo, y hace muy poco que ha comenzado un balbuceo sobre la naturaleza de los lenguajes. A pesar de esas ignorancias, ya hace muchísimos siglos que se lanzó a afirmar, osadamente, que los animales viven en un continuo presente. Uno de los que le dio estatuto académico a semejante idea fue Descartes, quien afirmaba que los animales no eran más que autómatas sin alma. Esas actitudes se prolongan hasta nuestros días: basta escuchar a un amante del toreo, o de la riña de gallos. Es común encontrarse con gente que afirma que el sentido del dolor, del tiempo y todas las facultades mentales que poseen los seres humanos irrumpieron de pronto un buen día, cuando el hombre hizo su aparición en el planeta; ignoran que el cerebro humano es el producto de largas edades evolutivas. Es como si se afirmara que el hombre aprendió a construir refrigeradores, les puso gabinetes para congelar agua y fabricar cubos de hielo, mantequeras, anaqueles para botellas para, de pronto, ¡albricias! encontrarle una función: conservar alimentos y sustancias perecederas en su interior. Si bien en este libro afirmamos una y otra vez que los sistemas biológicos evolucionan a saltos, y que las propiedades emergen como funciones de una nueva configuración adoptada por el sistema, el concepto que tenemos del tiempo no es independiente del aparato con el que captamos la realidad externa (suponiendo que haya una); este aparato fue perfeccionado a lo largo de millones y millones de años, de modo que, para el momento en que efectuó la transición hacia un cerebro humano, ya tenía la mayor parte de sus formaciones diseñadas.

Los animales son capaces de establecer relaciones muy sutiles con el tiempo. Así, Pavlov demostró que cuando a un perro se le da comida periódicamente, por ejemplo cada 20 minutos, se le provoca un reflejo incondicionado de segregar saliva. Pero llega un momento en que el animal se acostumbra y, si ahora, al llegar a los próximos veinte minutos, se omite la comida, el animal segrega la saliva de todos modos, puesto que se ha condicionado a hacerlo después de esperar veinte minutos. De modo que ha medido con bastante exactitud el periodo que estableció el experimentador y ha cronometrado a su organismo para responder programadamente en el momento que debía coincidir con la recepción de la comida.

Para rastrear los orígenes del sentido del tiempo debemos remontarnos hasta la etapa prebiológica en la que, como vimos en el capítulo I, ya existían procesos cíclicos (los ciclos de Morowitz), y se presentaba un ambiente lleno de periodicidades (noche/día, verano/invierno, bajamar/pleamar, etcétera). Esos ciclos imprimieron, de entrada, conductas rítmicas a los organismos, y los seres que lograron adecuarse al ciclaje temporal tuvieron indudables ventajas evolutivas (Aréchiga, 1983).

La superficie terrestre, ya con su biósfera a toda orquesta, cambia su aspecto dependiendo de la hora del día: se puebla con diferentes especies de animales que emergen de sus madrigueras con regularidad cronométrica para retornar a ellas al cabo de varias horas y, según la época del año, todo el paisaje cambia, pues tanto animales como vegetales aparecen o se transforman al paso de las estaciones (Aréchiga, 1983). Las especies desarrollaron la habilidad de cambiar su pelo, de tener crías, de hibernar y de migrar coincidiendo con los cambios estacionales, tal vez porque eso les dio más oportunidades de sobrevivir que aquellas que no tendían a hacerlo. También sus organismos son sistemas cíclicos (disparo de potenciales de acción en neuronas, latidos, digestiones, sueños/vigilias, menstruaciones). En una escala mucho más inferior, el plasmodio, organismo unicelular que se aloja en nuestras células y nos produce la malaria, invade nuestro torrente sanguíneo periódicamente, coincidiendo con las horas del día en que pica a la víctima su vector, el mosquito anófeles. Así se maximizan sus posibilidades de ser inyectado luego a una segunda persona y reproducirse. Cualquiera que, a causa de un viaje transatlántico haya alterado dicho ciclaje, comprende en carne propia las consecuencias del desfase.

Un organismo necesita coordinar los ritmos de sus distintas funciones y, también, estar él mismo coordinado con los ritmos del medio ambiente. No sorprende entonces que existan sincronizadores y piezas maestras de relojería que se fabrican en cumplimiento de un programa genético. Konopka y Benzer (1971) aislaron mutantes de la mosca de la fruta (Drosophila) que tiene ritmos circádicos más largos que los de las moscas salvajes, otras con ciclos más cortos, y aun otras que tienen abolidos los ritmos circádicos. Bargiello y Young (1974), Reddy y colaboradores (1984) y Rosbash y Hall (1985), localizaron la alteración genética de estas mutantes en las bandas 3B1-2 del cromosoma X. Al aislar el DNA que porta tales bandas y traducirlo in vitro, Jackson y colaboradores (1986) obtuvieron una proteína que parece constituir una parte fundamental del reloj biológico de la Drosophila. Es decir, que ya se conoce por lo menos una molécula cuya función biológica es asociarse con otras para integrar un reloj biológico.

En general se sospecha que algo es o puede actuar como reloj biológico cuando se le descubre una función autónomamente cíclica. Así, el ojo del molusco Aplysia californica, o la glándula pineal del gorrión, cuando son aislados del organismo y cultivados in vitro sintetizan hormonas las que no secretan en forma continua, sino que descargan en oleadas periódicas. Cuando estas estructuras no están in vitro, sino en el cuerpo de esos animales, dichas descargas periódicas se vierten a la sangre y constituyen señales químicas que pueden funcionar como marcapasos para lograr la coordinación del resto de los órganos.

El hecho de que estos relojes sean endógenos, no quita que deban ser "puestos en hora" gracias a la interacción con el medio. Cuando Bunning (1967) crió varias generaciones de Drosophilas en la oscuridad, sus ciclos se fueron desfasando. Pero bastó que, varias generaciones después, iluminara a las larvas con un pulso de luz de algunos minutos, para que las mosquitas retomaran el ritmo que sus antecesores les habían legado a través de los genes en el cromosoma X.

Podríamos concluir, entonces, que los organismos, desde las conductas periódicas de sus reacciones moleculares; hasta el comportamiento de los unicelulares, y las integraciones multicelulares, están equipados con osciladores periódicos de frecuencias variadas, que se articulan y sincronizan con el medio para funcionar satisfactoriamente. Es como si nuestros relojes no sólo marcharan con energía solar sino que, además, la utilizaran para ponerse en hora. En conclusión: en el momento en que la naturaleza desarrolló al hombre, ya sabía cómo equiparlo con un mecanismo de relojería autosincronizable.

La periodicidad que emana del funcionamiento del organismo parece originar un sentido temporal: creemos darnos cuenta de un tiempo que transcurre. Para Fernández-Guardiola (1983) se trata de un sentido semejante a la capacidad de ver u oír, excepto que, para el hombre, su pérdida es más disruptiva que la ceguera o la sordera. Así, por ejemplo, Beethoven ya era sordo cuando compuso su Novena Sinfonía, y Borges era ciego cuando escribió sus últimos poemas, pero cuando una persona pierde su sentido temporal, pierde también la cordura. Pero, a diferencia de la vista o la audición, cuyos receptores son los ojos y los oídos respectivamente, el receptor del sentido del tiempo no se conoce. Sabemos del color porque lo vemos y del sonido porque lo escuchamos, pero ¿cómo sabemos del tiempo? La luz es el estímulo para la vista, y el sonido para la audición, pero ¿cuál es el estímulo para el sentido del tiempo? En principio, la naturaleza podría haber escogido dos fuentes:

1) La experiencia interna. Nuestro organismo suele trabajar calladamente. No nos informa acerca de cómo coordina la digestión, aunque por ahí sintamos un cólico; no nos mantiene al tanto de cómo hace entrar y salir el aire de los pulmones para que respiremos, aunque por ahí suframos disnea y entonces sí nos enteremos; nos mantiene ajenos a la circulación de nuestra sangre, aunque por ahí nos alarmemos por alguna palpitación, o se nos ruboricen las mejillas. A pesar de esa ignorancia, nuestro sistema nervioso se mantiene perfectamente al tanto de tales funciones y las regula a lo largo de ochenta años, día y noche con su centro cardiomoderador, su centro respiratorio, su aparato neuroendócrino, etcétera. Sabemos que, además, los ciclajes de intestinos, pulmones, corazón, glándulas de secreción interna y otras funciones también están sincronizados. Cabe la posibilidad de que al igual que cólicos, extrasístoles, disneas, sed, hambre, etcétera, nuestro organismo permita a veces dejar llegar a nuestra conciencia alguna manifestación del tic-tac orgánico. La experiencia interna es entonces una fuente potencial de información temporal. Gracias a ella podemos impacientamos en la sala de espera de un dentista, aunque no ocurra movimiento alguno en el ambiente.

2) La experiencia externa. Podemos informarnos del paso del tiempo en base a los cambios y movimientos en el mundo que nos rodea. Así, podríamos habernos quedado dormidos en la sala del dentista y, al despertarnos, comprobar con el reloj que ha pasado media hora sin que lo hubiéramos detectado por referencias internas de nuestro organismo. Ambas fuentes, interna y externa, definen el mismo orden temporal. Los presentes experimentados internamente se corresponden a la par de los sucesos externos.

Es comprensible que el orden temporal interno y el de los sucesos externos se correspondan y estén coordinados. Después de todo, el tacto, la vista, el olfato y la audición no tienen características comunes, y podrían ser percibidos como espacios diferentes, sin embargo también están coordinados y se combinan para darnos una imagen integrada de la realidad (Broad, 1937). Curiosamente, también está coordinado el sentido espacial. Y decimos "curiosamente" , porque cuando suena un disparo a diez metros nuestro tímpano se pone a vibrar, las neuronas de nuestros nervios auditivos hacen salir potasio, entrar sodio, desplazar calcio, variar su potencial eléctrico, y que las señales eléctricas así generales viajen varios centímetros por nuestro cráneo, liberando moléculas transmisoras.

Estas moléculas se pegan a receptores, causan la despolarización de otras neuronas, generan nuevas señales que se cruzan y combinan con las percibidas por el otro oído y, finalmente, en la oscuridad de nuestro cerebro, percibimos el estampido. Si todo eso hubiera generado un número menor de señales por unidad de tiempo, habríamos dicho que el tiro fue disparado a mayor distancia. De manera que transformando pulsos eléctricos y combinaciones de moléculas por unidad de tiempo, nuestro cerebro está "seguro" de que ahí afuera hay un espacio. Después, combinaremos el resultado de esta experiencia del espacio con el resultado del ver, del oler, del tocar, del caminar, y "sabremos" cómo es "la realidad" exterior. Todos los sentidos están, en suma, coordinados para proporcionarnos una correspondencia entre el sentir y el pensar. Es la memoria la que hace de puente temporal entre dos percepciones. Lástima que no tengamos idea de qué demonios será la memoria, pues la naturaleza, como dijo san Agustín, se maneja nada más que con presente. No nos provee de un "antes de" ni de un "después de". De todos modos, el hecho de que se forman paquetes informativos del mundo exterior, a los que llamamos objetos (ver capítulo III), permite retenerlos a pesar de que la percepción cambie después. Esas imágenes memorizadas se podrán romper en partes y recombinar para formar otras nuevas.

De ello podemos inferir que hay, en el establecimiento de la función sensorio-temporal, estas etapas (Fernández Guardiola, 1983):

1) Procesos químicos en los que ciertas enzimas, por ser las más lentas, limitan la velocidad de reacción; también hay reacciones cuya producción es periódica, es decir, no entregan una cantidad estable de producto, sino por altibajos cíclicos. Estas reacciones activan canales de membranas en las neuronas generando pulsos eléctricos cuyo número, en algunos circuitos, sufre oscilaciones periódicas; tenemos así que algunos productos químicos y algunas señales neuronales hacen de osciladores que sirven de base a conductas temporales.

2) Partiendo de este material, se organizan ritmos endógenos, tales como el sueño, la vigilia, la actividad, el reposo, la marcha, el rascado, la respiración, el estro, la hibernación.

3) Los ritmos endógenos, que son regulatorios (tienden a mantener la homeostasis) interactúan con el medio, y las señales externas le provocan respuestas de control que tienden a mantener la adaptación (así, despertamos espontáneamente a las siete pero nos cercioramos mirando el reloj).

4) La integración de esas funciones nos da la capacidad de medir duraciones: se trata de un tiempo subjetivo, al que podemos poner en evidencia tratando de estimar, sin mirar el reloj, en qué medida ha transcurrido.

Pues bien, ya tenemos la gama de recursos que ofrece la biología para que la naturaleza dé un paso más y promueva la aparición del hombre. Y ahora ¿qué?

Las evidencias paleontológicas y antropológicas indican que el hombre primitivo era una especie de mono, al que la naturaleza le raleó los bosques impidiéndole saltar de un árbol a otro, obligándolo a caminar por las praderas en busca de sustento. Este mono o prehombre se hizo primero recolector de las carroñas que dejaban abandonadas los animales cazadores, y luego él mismo se aventuró a cazar (Sinclair y Leakey, 1986). Tuvo entonces que competir con otros cazadores, que ejercían este oficio desde millones de años antes, y que en ese ínterin habían ido perfeccionando las mejores garras, los más sutiles olfatos, la capacidad de correr muy velozmente, las quijadas con los más afilados colmillos, tales como leones, hienas y perros de pradera.

Pero ese bicho, menos dotado, aprende a erguirse sobre sus patas traseras, puede ver más lejos y esto le permite detectar predadores y presas con mayor anticipación. Se selecciona la postura erecta. La postura modifica la pelvis y los bebés nacen inmaduros. No importa: las madres que caminan erectas tienen brazos libres para acarrearlos. Las manos libres pueden empuñar palos y agarrar piedras. Más adelante se llevará un palo o una piedra con premeditación (la premeditación implica una anticipación y un sentido del tiempo). Después se escogerá un buen palo, al que ya podemos ir llamando garrote. Más tarde el palo se convertirá en un buen garrote, o se partirá una piedra de modo que le quede un canto afilado o una punta aguzada; comenzará así una transformación de los objetos que requiere de cierta habilidad.

Estos homínidos aprendieron a explorar cada posibilidad y a tener modelos dinámicos de la realidad. La habilidad para aprender era ventajosa: fue seleccionada. El individuo que exploraba más, y que podía imitar más rápidamente las técnicas y tretas de sus compañeros tuvo más oportunidades. Decíamos más arriba que las señales recolectadas por los sentidos permitían construir paquetes informativos que llamamos objetos, y que tienen cierta autonomía ante los cambios de las circunstancias externas. Podríamos agregar aquí que el aparato de fonación, acoplado también a esa pasta físico-química combinadora de señales, el cerebro, permitió simbolizar y codificar el resultado de esas manipulaciones informativas. Los lenguajes que así se establecían permitieron manejar más ágil y eficientemente el esquema de la realidad que se iba elaborando. 1 Si, como decía Bacon, el conocimiento es poder, lo desconocido es fuente de inseguridad. El reconocimiento de esa inseguridad debió haber sido angustiante. Pero si la angustia provocaba un mayor esfuerzo por explorar, buscar alternativas, resolver las cosas con nuevos recursos, tiene que haberse seleccionado el homínido capaz de angustiarse ante lo desconocido, de hacerse un modelo de circunstancias futuras y prever riesgos (Cereijido, 1978).

De modo que el mamífero que tenía la habilidad de generar el concepto de tiempo y de ordenar la realidad a lo largo de cadenas causales (un antes, donde ubica las causas, seguidas de un después, donde ubica los efectos) obtenía una realidad biológica mejor y tenía más posibilidades de sobrevivir (Jerison, 1973).

Algunos autores postulan que la intuición humana del tiempo fue ayudada por el sentido del ritmo. Pero uno podría muy bien dar vuelta a esta afirmación y creer justamente lo contrario. Lo cierto es que el hombre aprendió a usar señales de la naturaleza para organizarse temporalmente. Evans-Pritchard (1968) y otros investigadores refieren que ciertos pueblos de África utilizan el ganado como reloj (por ejemplo: "los bueyes van a pastar" corresponde a las cinco o seis de la mañana). Otros lo miden por la demora de procesos naturales (por ejemplo, una cocción de arroz). Pero no necesitamos irnos a lugares tan remotos para encontrar ejemplos. Todos estamos acostumbrados a escuchar expresiones tales como "en menos de lo que canta un gallo", "salió como salivazo de músico", "hasta que las velas no ardan", "cada muerte de obispo", "para cuando los sapos críen cola" y otras tantas que dan idea de duraciones, velocidades, tardanzas o imposibles.

El hombre primitivo se encontró metido en el problema de la existencia. Nacía en medio de una cultura que, por mas rudimentaria que hubiera sido, ya tenía una forma de llevarlo en brazos y amamantarlo, de cuidarlo, de obligarlo a respetar sus tabúes, sus mayores, sus mandatarios o sus dioses, de iniciarlo en los quehaceres comunitarios, en una palabra, de restringirlo con un sistema de valores y una visión del mundo. Esa comunidad lo asistiría y lo haría partícipe de rituales apropiados para cada una de sus transiciones (como la pubertad por ejemplo) o del medio (un cambio estacional).

El hombre tuvo la obsesión de la causalidad y su mente generó modelos explicativos. Ante un terremoto, el primitivo diría quizá que un gigante subterráneo estaba enojado. Un geofísico moderno lo explicará en términos de movimientos de placas de la corteza terrestre que provocan acomodamientos y temblores. Los modelos más ancestrales parecen ser entonces los sagrados. Tanto para los primitivos como para Bacon con el conocimiento era poder, pero ese poder emanaba de una fuerza divina.

Los primitivos eran también buenos relativistas: no tenían el tiempo y el espacio separados. En la Antigüedad los templos y el calendario se construyeron juntos, en un lugar y en una posición cuidadosamente estipulada. Attali (1982) hace notar que las palabras tiempo y templo tienen el mismo origen y que, hasta la reforma de Clístenes, ocurrida en el 510 a.C. en Atenas, los calendarios griegos son lunisolares, y la arquitectura guarda una relación con lo divino y lo cósmico. La forma, dimensiones y orientación de la pirámide maya de Kukulkán están calculadas de tal modo que una vez al año, por espacio de unos veinte minutos en el equinoccio, el juego de luz y sombras en los escalones asemeja una gigantesca serpiente que desciende por ellos.

Mircea Eliade (1964) afirma que, después de reconocer la importancia del Sol, los primitivos advirtieron que la Luna era un ser mucho menos regular: crece, decrece y llega a desaparecer como si estuviera sometida a la ley universal del nacimiento, del devenir y de la muerte. Las fases de la Luna revelaron —señala Eliade— un devenir cíclico (siembras, lluvias, cosechas, menstruaciones, fertilidad) ligadas a un tiempo concreto, distinto del tiempo astronómico. El de la Luna era un tiempo "vivo". La "irregularidad" de la periodicidad lunar obligó al hombre a estudiar y a perfeccionar su modo de establecer correlaciones.

Eliade también opina que, tanto en la religión como en la magia, la periodicidad significa ante todo la utilización indefinida de un tiempo mítico hecho presente. Como el rey-sacerdote encarnaba al dios invisible del cielo, los rituales que realizaba eran repetición de acciones divinas, y por lo tanto debían corresponder exactamente, en tiempo y en carácter, al ritual allá en lo alto. Todos los rituales tienen la propiedad de suceder ahora, en este instante. El tiempo que presenció el acontecimiento ahora conmemorado (y repetido por el ritual en cuestión) se hace presente, es re-presentado.

Los antiguos tenían la noción, por así decir, de dos tipos de tiempo: el del cosmos, que era repetible indefinidamente, y el de la duración profana. Para ellos la verdadera historia era una mito-historia, que registraba únicamente la repetición de los gestos arquetípicos de los dioses. El segundo tipo de tiempo, el profano, el de todos los días, el doméstico, no poseía en cambio ninguna trascendencia, era una suma de detalles triviales. Llegado cierto momento, que el sacerdote sabía como calcular, se realizaban ceremonias que permitían abolir el tiempo profano y vivir el sagrado... o tratar de hacerlo. Era un intento mortal de integrarse a la irreversibilidad divina escapando, dentro de lo posible, del deterioro terrenal.

Conviene hacer aquí una recapitulación del material presentado en este capítulo con el objeto de hacer varias consideraciones acerca del enfoque que seguiremos hasta terminarlo. Hemos partido de reacciones cíclicas y conductas periódicas de los organismos unicelulares; hemos mencionado la búsqueda de proteínas codificadas por los genes de la Drosophila relacionados con sus ritmos circádicos; describimos luego la periodicidad de las funciones de los organismos superiores y su "puesta en hora" con base en señales del medio (día/noche, pleamar/ bajamar, verano/invierno); aludimos también a la posibilidad de que la presión evolutiva haya favorecido al primate capaz de ordenar experiencias y conductas a lo largo de una flecha temporal que redundaría en la formación de cadenas causales; hicimos ciertas consideraciones sobre la importancia que habrá tenido para los homínidos el formularse modelos dinámicos de la realidad, es decir, que incluyeran la variable tiempo; y, finalmente, concluimos con un esquema de la concepción del tiempo que pueden haber tenido algunos pueblos primitivos.

Como este libro se propone describir el enfoque del tiempo y de la muerte que tenemos nosotros, que estamos inmersos en una civilización derivada fundamentalmente del pensamiento griego y judeocristiano, debemos en este punto desentendernos de manera un tanto arbitraria de concepciones del tiempo y de la muerte que puedan haber tenido otros pueblos de la Tierra. Pero aun esa simplificación nos resulta insuficiente. Por un lado, nos encontramos con más de un tiempo: el profano y el divino. Por otro lado, el tiempo profano se irá desdoblando en un tiempo cotidiano, y en otro que fue objeto de un tratamiento más académico, que a su vez se ha desdoblado con el correr de la historia en un tiempo filosófico y otro científico. Con el único fin de ordenar nuestra exposición, continuaremos en este capítulo con la descripción del tiempo a partir de los primeros pensadores griegos hasta llegar a las concepciones físicas y a las teorías filosófico-psicológicas de principio de este siglo. Dedicaremos capítulos especiales al papel del tiempo en la mente y al desarrollo de la noción del tiempo en el niño, y dejaremos para el capítulo IX las descripciones del tiempo que emanaron de concepciones científicas.

Caos y Gea engendran a Urano, dios del Cielo, quien a su vez se unirá a su madre para engendrar diversas criaturas de las que se horroriza, y a quienes va encerrando en lo profundo de la Tierra. Irritada por esta conducta de su hijo-esposo, Gea maquina vengarse, pero de entre sus vástagos sólo consigue la complicidad de Kronos. Gea extrae de su seno el acero, fabrica con él un harpe (hoz de corte afilado), se acuesta con Urano y, cuando éste había conciliado el sueño, Kronos le corta los testículos. De tal palo tal astilla: Kronos también devora a sus hijos uno tras otro, hasta que el tercero, Zeus, será ocultado por su madre, Rea. Entre ambos confundirán a Kronos, haciéndole tragar una piedra, y Zeus pasará a ser "el que existe en todo tiempo", el hijo del Tiempo.

Puntualicemos entonces: para los griegos, durante el Caos no existía el tiempo; no podemos resistir la tentación de recordar que, para los termodinamistas modernos, en el equilibrio el desorden (caos) y la entropía llegan al máximo y el tiempo (cuya flecha dependía del crecimiento entrópico) no tiene dirección, no transcurre; para los griegos, el Universo surge de un ordenamiento del Caos, y uno de sus primeros dioses es Kronos (dios fundador) que se transforma en Cronos 2 (dios del Tiempo). Attali (1982) se pregunta si la transformación de Kronos en Cronos es un accidente puramente fonético, o es la clave de la relación del tiempo y la violencia entre los griegos, Cronos es el dios de la historia y Zeus el de lo complejo. Kronos —para Attali— es el dios del deseo, y Zeus es el espíritu que destrona al deseo; es entre pueblos que tienen esta visión del mundo que aparecen los primeros filósofos, los que han de fundar las bases de nuestra actual visión del mundo.

Las escalas temporales de los procesos son a veces tan diversas que, vistos por el hombre, los lentos son considerados como objetos permanentes. Pero una estrella no es una "cosa" estable, sino una configuración pasajera que adopta el proceso de la materia universal; una ola no es más que una distribución fortuita en la compleja interacción de las mareas con los vientos; un copo de nieve es un estado transitorio del agua mientras desciende del cielo, y un hongo atómico es un arreglo circunstancial de materia expandida tras el estallido. La configuración del mismísimo Universo, tal como la vemos hoy, no es más que un estado efímero de un larguísimo proceso que empezó allá por la Gran Explosión. Incluso la forma que nosotros le vemos jamas ha existido, pues consideraciones relativistas nos enseñan que el proceso cósmico cambia más rápidamente de lo que nos tarda en llegar la información para verlo. La controversia entre el paradigma de transformarse y cambiar, en oposición al de ser y pertenecer es muy antigua pues comenzó, por lo menos, con los filósofos griegos. Heráclito sostuvo que el fluir del tiempo es la esencia de la realidad. Siempre se cita su afirmación de que uno no puede bañarse dos veces en el mismo río, porque su agua pasa y se va, cambia. Por el contrario Parménides y Zenón mantenían que el ser es

3.estático y permanente pues, tomando a la lógica como un indicador de la realidad mejor que la experiencia, pensaban que el cambio es (lógicamente) inconcebible. Para ellos la realidad era inmóvil, y el tiempo era mera ilusión (Eggers Lan, 1984).

Para Platón, más tarde, los objetos constan de dos partes o aspectos: su forma, idea o esencia y su materia, individualidad, o manifestación sensible. El Universo quedaba así dividido en el mundo de las formas, que era intelectual, real y permanente, y el mundo de las apariencias y el cambio. Para Platón los seres que viven en el tiempo son seres caídos desde la Creación. Sócrates imaginó que Dios, después de crear el Universo ordenado a partir del caos, decidió hacer una imagen móvil. Movilidad implicaba cambio, y este cambio era el que generaba al tiempo. El tiempo no podía existir entonces sin el cambio. En su Física, dice que si uno y el mismo movimiento recurre, será uno y el mismo tiempo. Ilustraremos el punto (Cereijido, 1983): Julián cumple 50 años, se pone nostálgico y pide a Dios que lo envíe a su juventud. Él le avisará a Dios cuando quiera que lo regrese a su edad actual. Dios cumple y Julián queda así atrapado en un tiempo circular, del que no puede escapar, puesto que a los quince o veinte años no le pasaba por la cabeza algo tan disparatado como que él era un hombre de 50, trasladado por unos días a los 15, ni se le podía ocurrir pedirle a Dios que lo regresara (?) de nuevo a los 50. De modo que, al llegar a los 50 y recorrer las mismas etapas de su vida, volvería a ponerse nostálgico y a pedirle a Dios que lo enviara a su juventud (Cereijido, 1983). En general, las conocidas "máquinas del tiempo" de las historietas y series televisivas, falsean el punto: envían a uno al pasado, con lo cual se supone que repiten todas las distribuciones, configuraciones y estructuras del pasado, pero así y todo, en ese pasado uno sabe que pertenece al futuro, lo cual, por supuesto, no sucedía en el pasado. Regresando a la idea aristotélica: si uno pudiera regresar todo a la misma posición, para que pueda cumplirse el mismo movimiento, entonces será el mismo tiempo. Para insistir: cada vez que el reloj se pone en la posición de marcar las cuatro, para él son las cuatro. Precisamente cuando Zenón de Citio fundó la escuela estoica en el siglo III a. C., señaló que la circularidad del tiempo implica un determinismo rígido: si todo se vuelve a distribuir en la misma forma, no puede dejar de cumplir exactamente los mismos actos. Aristóteles consideró también que el tiempo es el número de movimientos respecto de un antes y un después, sobre todo cuando lo que cambia es el lugar que se ocupa, la posición (loco-moción). Él distinguió un elemento cuantitativo (duración) de uno direccional (de pasado a futuro).

Florescano (1982) nos señala que también las culturas nahuas tienen un tiempo sagrado por excelencia, en el que todo existió por primera vez, cuando el Cosmos fue hecho a partir del Caos, y estuvo cargado de toda su fuerza vital. Ese tiempo perfecto es inmediatamente atacado por la duración, que trae consigo desgaste y deterioro cósmicos. Las culturas nahuas también tenían la idea de recuperación, de nueva creación, que instaura otra vez el momento primordial en el que todo es vuelto a crear. La celebración del Fuego Nuevo se anticipa al cataclismo final por el procedimiento de restaurar cada 52 años la vitalidad del Cosmos. La idea de una constante creación y destrucción del Cosmos es igualmente ajena al acontecer temporal profano de los hombres. Más que una temporalidad o una cronología, el pensamiento mítico propone una genealogía, una continua filiación del presente respecto del pasado.

Ya en la era cristiana, Plotino, san Agustín y santo Tomás de Aquino continuaron considerando la idea de un Universo permanente, perfecto y divino, habitado por las deidades, y otro cambiante, imperfecto y terreno habitado por los hombres. Pero se advierte en estos pensadores un forcejeo demasiado obvio por adaptar la idea de tiempo a los marcos conceptuales del misticismo de la época. El forcejeo trataba, concretamente, de asignar papeles al Creador y al Mesías judeocristianos. La genealogía de los problemas que preocupaban a San Agustín se inició desde los astrólogos caldeos de los siglos VII y VI a.C., quienes, al igual que sus antecesores babilonios, creían que los cielos eran divinos, y por lo tanto identificaban a cada planeta con una deidad (Mercurio, Venus, Marte). Pensaban que, observando sus movimientos, se podían predecir sus intenciones. Si la conducta de los planetas hubiera sido irregular, haciendo algo nuevo cada vez, la tarea de los astrólogos habría sido en realidad muy difícil y, probablemente, no la habrían iniciado. Pero dado que los movimientos eran cíclicos y se repetían una y otra vez, la operación no parecía tan difícil y, por lo tanto, tenía sentido ser extremadamente cuidadoso y preciso en las observaciones. Kidinnu (siglo VI a.C.) calculó el movimiento solar con una exactitud tal que sólo fue superada en nuestro siglo. Cabe recordar que caldeos, babilonios y griegos carecían de telescopios.

Caldeos y babilonios fueron elaborando la idea del Gran Año, una especie de hiperciclo temporal muy largo, del cual el año común era tan sólo un pequeño fragmento. Sus estaciones duraban edades descomunales, en las que predominaban el (río invernal, los rebrotes primaverales, etcétera. Según Séneca, fue el sacerdote babilonio Berossos quien se instaló en la isla griega de Cos (patria de Hipócrates y de Apeles) e introdujo en el mundo griego la idea del Gran Año. Para Berossos, las estrellas se iban desplazando hacia la constelación de Cáncer y, cuando lograran juntarse, se acabaría el Gran Año actual y daría comienzo uno nuevo. Después Platón, en su Timeo, se refiere al Gran Año y, con base en sus escritos, hay quien calcula que duraría unos 36 000 años de los nuestros. Más tarde, como ya lo mencionamos, Zenón de Citio (siglo III a.C.) retoma la idea del tiempo circular.

De manera que Agustín, el obispo de Hipona, en el norte de África, hereda estos esquemas conceptuales, pero también profesa una religión en la que el Mesías ya ha llegado y que, como expresara san Pablo en su Epístola a los hebreos, lo ha hecho por primera y única vez, y no seguirá llegando en sucesivos Grandes Años. Más aún, el apóstol había repudiado expresamente a la astrología, que era la fuente misma del concepto de un ciclaje universal. El futuro san Agustín está al tanto de ambas posiciones y opta por un modelo de tiempo lineal, pero en el que aún se advierten los remanentes de las macroestaciones del Gran Año. Tomando como base los días del Génesis bíblico, el santo imagina que el primer día comenzó con la Creación y terminó con el Diluvio; el segundo transcurrió desde Noé hasta Abraham; el tercero llegó hasta David; el cuarto hasta el Cautiverio; el quinto hasta el nacimiento de Cristo, y el sexto, que es el corriente, durará hasta el día del Juicio Final, cuando Dios va dar fin al tiempo. Como veremos en el capítulo IX, esta idea de que Dios no crea el Universo en un tiempo que ya venía transcurriendo y lo acaba cuando se le antoja, sino que crea y extingue al tiempo, es uno de los puntos centrales de ciertas cosmologías científicas modernas, si bien hoy están despojadas de toda connotación sagrada.

Aparte de sus preocupaciones místicas, san Agustín dejó meditaciones sobre la naturaleza del tiempo, que tienen gran importancia aún en nuestros días. Por ejemplo, afirmó que hay tres tiempos y que los tres son presentes: 1) el presente del presente en el que estamos hablando; 2) el presente del pasado, del que sólo nos quedó una memoria actual; y 3) el presente del futuro, del que por ahora sólo tenemos una expectativa. Para resolver el engorro de que el Creador hubiera hecho chapucerías como nosotros, que decaemos y morimos, san Agustín postuló que Dios crea cosas, las inyecta en el mundo y... ahora sí: decaen. Los que inauguraron la decadencia parecen haber sido Eva y Adán, al pecar y ser expulsados del Edén.

Pero la idea de los ciclos temporales parece estar demasiado ligada a la naturaleza humana (caldeos, babilonios, griegos, nahuas, etcétera) como para hacerla a un lado fácilmente. Por eso la Iglesia se tuvo que ocupar una y otra vez de condenarla. Uno de los sacerdotes que lo hizo más fervientemente fue Etienne Tempier, obispo de París, en 1277. La fecha nos indica que, a más de doce siglos de comenzado el cristianismo, la idea del tiempo cíclico seguía perdurando. En realidad perduró casi hasta nuestros días. Daremos dos ejemplos. A fines del siglo XIX, Friedrich Nietzsche llegó a la conclusión de que, si el tiempo es infinito (se puede dar un sinnúmero de ciclos) y el Universo es finito (tiene una cantidad determinada de componentes) entonces, inevitablemente, se volverá a dar otra vez la configuración presente. En segundo lugar, el Universo se sigue expandiendo desde que comenzó allá por la Gran Explosión. Lo hace, por supuesto, porque el impulso, recibido en la explosión, le permite superar la fuerza de gravedad que tiende a re-atraer a las galaxias en expansión. Cabe preguntarse si la fuerza de gravedad será todavía suficiente como para re-atraerlo, o si, por decirlo así, la explosión fue demasiado fuerte y el Universo se expandirá por siempre jamás; en el primero de los casos el Universo sufriría un colapso, seguido de otra gran explosión y otro nuevo colapso... y tendríamos así otro ciclaje que, dependiendo del balance de fuerzas, podría ser eterno. Sería prudente puntualizar que esta situación no refleja necesariamente nuestra opinión. Sólo queríamos señalar que la idea de los ciclos es tan importante que sigue reapareciendo en uno u otro contexto aun en nuestros días.

En el siglo XVII Locke postuló que nuestras ideas provienen de dos fuentes, sensaciones y reflexiones, y que pueden dividirse en simples (por ejemplo las ideas de calor, forma, dureza) y complejas, cuando las produce nuestra mente al actuar sobre las ideas simples. La idea del tiempo es justamente una de las complejas, porque surge del reflexionar sucesivamente sobre varias ideas. La idea de tiempo tendría origen, entonces, en el cambio (o paso) de una noción a otra. La distancia (cantidad de cambio) entre dos partes de dichas sucesiones generaría la idea de duración. Locke declaró que, en último término, toda idea del tiempo está relacionada con nuestra experiencia sensible.

También Isaac Newton se vio obligado a referirse al tiempo. No introdujo conceptos nuevos, sino posiciones prácticas que necesitaba para desarrollar sus concepciones físico-matemáticas. Tanta importancia tuvieron éstas, que su actitud para con el tiempo es imitada consciente o inconscientemente hasta nuestra época. Newton aceptó que había un tiempo absoluto, verdadero, matemáticamente regular, y que fluye con independencia de cualquier factor externo; y otro tiempo (al que llamó duración), relativo y aparente, que identificaba con el tiempo común, medible por el cambio y movimiento de las cosas (el de las agujas de un reloj, el de la Tierra alrededor de su eje, etc.). En general los autores se refieren a esos dos tiempos newtonianos llamándolos absoluto y relativo respectivamente.

Sin embargo, cuando consideremos las opiniones de Newton sobre el futuro de la humanidad, obtendremos un cuadro muy diferente. Newton estaba convencido de que el mundo iba acercándose a su fin. Pensó que la eternidad del planeta y su gente no estaba asegurada, que el cometa de 1680 le había errado a la Tierra por muy poco, y hasta hizo comentarios al libro profético de Daniel. En una carta que escribió en diciembre de 1675 a Henry Oldenburg, que era entonces secretario de la Royal Society, afirmó que la naturaleza era un "trabajador perpetuamente circular", que podía hacer fluidos a partir de lo sólido (fusión), volátiles a partir de lo fijo (sublimación), fijos a partir de lo volátil (condensación, precipitación) delicadezas de lo tosco, tosquedades de lo delicado, y por fin se refirió a lo que hoy llamaríamos "ciclos ecológicos".

Tomando alguno de los conceptos de Locke, Leibniz afirmó que la sucesión de percepciones nos despierta la idea de duración, pero ésta ya existe en potencia dentro de nosotros. Fuera del mundo, el tiempo (y el espacio) son puramente imaginarios. El tiempo —afirmó— es metafísicamente necesario. El hecho de que además exista en realidad, es una contingencia que dependió de que Dios se hubiera decidido a crear cosas que duran y ocupan espacio.

Años más tarde, refiriéndose a las intuiciones (experiencias directas de los contenidos sensoriales) Kant postuló que los fenómenos captados tienen forma y materia. Sin embargo, creó una categoría de intuiciones, que llamó puras, en las que la materia del fenómeno está ausente: los fenómenos están reducidos exclusivamente a su forma. Tales intuiciones puras constituyen formas de sensibilidad que existen a priori, y no se corresponden con las sensaciones en sí. Para Kant, el tiempo no es un concepto empírico. Según él, uno puede percibir secuencias temporales, porque ya tiene a priori la capacidad de captarlas. El tiempo, dijo, no es propiedad de las cosas, sino del instrumento con el cual las vemos. Pero, al igual que Newton, Kant concluyó que hay un tiempo independiente de nosotros, que no es relacional, ni requiere que las cosas que existen fuera de nosotros se muevan y cambien de lugar. Hay una dificultad en conciliar la idea kantiana de que el tiempo subsiste por sí mismo con la de que es una mera forma de la intuición, la cual nos fuerza a ver al mundo en forma temporal.

Si bien podemos decir que ya con Newton las modificaciones al concepto de tiempo comenzaron a provenir más de la física que de la filosofía, es a comienzos del presente siglo que el estudio físico-matemático de la realidad obligó a cambiar drásticamente esas ideas. Una de las nuevas ideas se origina al medir la velocidad de la luz.

Supongamos que queremos medir la velocidad de la luz y que para ello trabajamos con el rayo que nos llega desde una estrella ubicada en el plano de la rotación terrestre. El sentido común nos llevaría a esperar que, si medimos su velocidad cuando la Tierra va hacia la estrella, obtendríamos un valor más alto que si la medimos seis meses después, cuando la Tierra viaje en sentido opuesto. Esto es similar a la diferencia que hay entre que nos choquen el auto desde atrás o de frente. Lo paradójico fue que, medida en ambas direcciones, la velocidad de la luz resultó ser idéntica. Cuando ya no fue posible atribuir estos resultados a errores experimentales, hubo que proponer reformas a los esquemas conceptuales. El lector puede consultar los libros de Reichenbach (1958) o el de Weyl (1952) para una exposición detallada de los experimentos e interpretaciones a que este efecto dio lugar.

Una de las explicaciones, la de Albert Einstein, lo llevó a desarrollar la Teoría de la Relatividad, una de cuyas consecuencias fue que la simultaneidad es relativa a un sistema de coordenadas. A escala humana, nos resulta difícil imaginar la falta de simultaneidad entre todos los puntos del Universo, porque la velocidad de la luz es tan grande (300 000 km por segundo) que nos resulta monstruosamente impensable. Pero pasando de una señal luminosa a una señal postal, nos resultaría fácil entender que no se podrían sincronizar los relojes de las distintas capitales del mundo enviando cartas que dijeran "ya", para que en cada país los ajustaran al mismo cero. A los que creían que el presente es una especie de vagón en el que nos desplazamos por un riel temporal desde el pasado hacia el futuro, la Teoría de la Relatividad les preguntó: ¿Presente? ¿Qué presente? ¿El "ya" en Tokio o el "ya" en Buenos Aires? Esto acabó con la posibilidad de que exista una secuencia temporal objetiva y universal para todos los hechos que ocurren en el Universo, puesto que cada observador —ubicado en instante del tiempo con un número, o considerar al tiempo prioridad afirmando que la nuestra es la verdadera. Como decía Einstein: "La sensación subjetiva de un tiempo psicológico nos permite ordenar nuestras impresiones y decir que un evento precede a otro. Pero utilizar un reloj para conectar cada instante del tiempo con un número, o considerar el tiempo como un continuo unidimensional, es desde ya un capricho."

La interpretación de Einstein descartó la noción de tiempo absoluto de Newton, e introdujo, en cambio, la idea de que el tiempo es un aspecto de la relación entre el Universo y un sistema de referencia (el observador). Fue Minkowski (1908) quien argumentó: "Nadie ha notado jamás un lugar excepto en un tiempo, ni un tiempo, excepto en un lugar." Él llamó "punto-universo" al punto espacial observable en un punto del tiempo. La totalidad de todos estos puntos-universos constituyen un "universo". Su tratamiento matemático muestra que los diferentes observadores tienen distintas proyecciones en tiempo y espacio. Hoy, al "universo" formado con los puntos de Minkowski se le llama espacio-tiempo. Desde entonces no se considera que la realidad, ubicada allí afuera, exista en un espacio de tres dimensiones, en el que "fluye" el tiempo, sino en un continuo de cuatro dimensiones, donde tiempo y espacio están unidos indisolublemente. Desde Minkowski, el tiempo (por sí solo) y el espacio (por sí solo) están condenados a disolverse en meras sombras, y solamente una clase de unión entre los dos preserva una realidad independiente.

¿Cómo reaccionaron los filósofos ante estos desarrollos físico-matemáticos del tiempo? Bergson (1963), por ejemplo, estaba de acuerdo con que el tiempo es la clave para entender a la realidad pero, se quejó, el tiempo de la Teoría de la Relatividad resulta de una idealización, y no es apto para describir a la naturaleza ni a los seres vivos. "Ese es un tiempo espacializado —dicen los bergsonianos—, ni siquiera tiene algo en común con el tiempo de la termodinámica, pues por lo menos éste transcurre con los procesos." Pero cuidado: los bergsonianos tampoco están de acuerdo con que el tiempo dependa del movimiento en el-mundo-de-ahí-afuera como quieren los termodinamistas. Bergson concibió dos tipos de tiempo. El primero, la duración, es la forma que asume la sucesión de nuestros estados de conciencia cuando nuestro ego "se larga a vivir". En cambio, el otro tiempo es concebido cuando ponemos juntos nuestros estados de conciencia, cuando expresamos la duración en términos espaciales, como si formaran una cadena o una línea continua. Pero por el contrario, nosotros nunca separamos un estado de conciencia del otro haciendo un corte neto y abrupto. Jamás nos aparecen como elementos discretos de una sucesión. Siempre se mezclan y funden unos con otros de tal forma que las memorias del pasado se mezclan con las espectativas del futuro. Así, el reloj no tiene simultáneamente sus agujas en las doce menos cinco, en las doce, ni en las doce y cinco. Es la permanencia del individuo lo que le permite, mientras percibe el presente (es decir, que son las doce), recordar que el reloj marcaba las doce menos cinco y predecir que luego ha de marcar las doce y cinco. Bergson se desentiende de las teorías generales y se aboca a los problemas particulares. No tiene sujeto transcendental, sino sujeto psicológico. Con él nace la psicología del tiempo.

Otro de los filósofos modernos que siguió su propio desarrollo del concepto de tiempo fue Martin Heidegger (1927). Primero se quejó de que se hubiera entificado al Ser. El Ser no es una cosa: hay que regresar a los presocráticos, propuso. En consecuencia introdujo el concepto de Dasein, que algunos autores traducen en castellano por el "ser-ahí" y otros en cambio utilizan en su idioma original, para evitar conflictos con la abundante nomenclatura introducida por este filósofo alemán. Para Heidegger el Ser no es un ente, sino que "va siendo". Heidegger sostiene que el Dasein ve su propia existencia soportada en la Nada. El Dasein experimenta la Nada como Angustia. El Dasein es un no-aún. A primera vista, nos puede resultar un tanto confuso que Heidegger afirme que el Dasein es un algo que no-es-aún, sin embargo, luego afirma que la única manera de existir que tiene el Dasein es proyectando posibilidades. Mientras haya un no-aún, el Dasein seguirá convirtiéndose en no-aún(es). El límite estará dado por la muerte. La muerte pone un límite en el cual el Dasein se completa, pues ya no le queda por delante ningún no-aún. "La Muerte —explica Heidegger— es la posibilidad de la absoluta imposibilidad del Dasein." Heidegger concluye de allí que el Dasein busca completarse abarcando a la muerte, y que es entonces "un Ser relativo a la muerte".

En el capítulo I nos referimos a las ideas de Morowitz, quien considera que la vida depende de un flujo de energía, y por tanto, además, de una provisión de energía, necesita un sumidero final, un potencial más bajo hacia el que el agua de los ríos y la excitación de los electrones deben caer, si es que han de dar origen a la vida y a la industria. Ese fluir no sólo genera sistemas biológicos y los obliga a funcionar, sino que los empuja a progresar a través de crisis que, finalmente, desembocan en la muerte. Ya Hegel (1966) había señalado que: "La muerte genera al hombre en la naturaleza, y lo fuerza a progresar hacia su destino final." Aunque no es lícito apoyarse en analogías, resulta interesante notar que el paradigma de una muerte que no desempeña el papel de tragedia equívoca que viene a interrumpir las cosas, sino el de participante activo en el transcurrir de la vida, influye tanto a termodinamistas como a biólogos y a filósofos.

Aunque entre las posiciones que acabamos de exponer esquemáticamente ya apareció la angustia, todas ellas tienen que ver con la parte consciente de la mente humana. En los próximos capítulos analizaremos esta sobresimplificación, exponiendo, para empezar, los modelos más en boga que intentan comprender la mente.

Hay que hacer notar que la cinética de un modelo se adapta a la dinámica de la mente del hombre. Es decir, cambia su escala de tiempo natural por una mental, en la que el hombre puede entender los procesos fácilmente. Así llevamos a escala de tiempo explicativo fenómenos tan rápidos como la fosforilación de la glucosa, o tan lentos como la evolución de una estrella, o podemos leer en una hora en qué consistió la Revolución Francesa. En todas estas explicaciones adaptamos lo sucedido a nuestra escala de tiempo mental.
Kronos, en griego, se escribe Kpóvos y Cronos, Xpóvos.