VI. CIENCIA Y ARTE: LA INTELIGENCIA DE LAS MUSAS

CIENCIA Y ARTE: SIMILITUDES Y DIFERENCIAS

TODO arte consiste, en esencia, en la creación de formas, en una transformación que se manifiesta, finalmente, en la producción de una estructura. A su vez, toda forma, natural o creada por el ser humano tiene, potencialmente, información, es decir, puede trasmitirse en el proceso que llamamos comunicación. La obra de arte es así un vínculo entre quien la produce y quien la observa y experimenta. El arte es interacción.

Ahora bien, estos atributos que son esenciales para el arte lo son también para la ciencia. El científico produce información y la ciencia requiere observadores que juzguen, valoren y verifiquen la obra. Esto último podría parecer que marca una diferencia entre ambas actividades: la ciencia requiere réplica y contrastación, la obra de arte simplemente se contempla y se goza. Sin embargo, hay elementos gozosos en la ciencia así como también hay elementos cognitivos en el arte. El científico goza el placer estético que le produce un experimento bien diseñado, al que califica de "elegante", y el artista o el crítico bien saben que la reflexión y la contrastación no están excluidas del arte; de hecho, le son consustanciales. Es así que, ubicado en un universo artístico determinado, un creador inventa una nueva manera de ver y de expresarse. Se inspira en lo existente y afecta a quienes lo siguen. Las genealogías de pintores, coreógrafos, poetas o cineastas son tan similares a las genealogías de los científicos que sería imposible diferenciarlas: en ambas actividades hay escuelas, doctrinas, teorías y técnicas particulares, compromisos ideológicos y éticos. Desde luego que la genealogía no es, estrictamente hablando, una verificación, aunque en ambas actividades se da el mismo fenómeno: el alumno creativo se detiene en la obra de un maestro y luego se impulsa hacia otro orden, se separa y, muchas veces, contradice lo establecido.

Si hemos de diferenciar apropiadamente al arte de la ciencia hay que explorar en aguas más profundas. Veamos primero el método. Hemos repetido que la ciencia es una forma de explorar incógnitas mediante un método sistemático que pone a prueba hipótesis para verificarlas o refutarlas. Un acto fundamental del método científico es la observación, la piedra de toque de la ciencia empírica. La observación debe ser precisa, informada, dirigida, sagaz. ¿Qué sucede con el arte? ¿No es acaso el arte una forma de explorar lo incógnito? ¿No tiene también el artista una preocupación como motivación fundamental? Y antes de ejecutar la obra, ¿no es cierto que el científico y el artista deben realizar una observación acuciosa del objeto de su preocupación? Y más aún, una vez realizada la observación, ¿no se plasman las representaciones de esa observación en una obra que se ofrece al mundo? Estas similitudes son ciertamente sustanciales, pero se detectan diferencias en el método. Por ejemplo, el científico emplea técnicas muy elaboradas para realizar sus observaciones. Necesita instrumentos cada vez más complejos y precisos. Una vez obtenidos los datos, es decir, los tangibles de sus observaciones armadas, el científico realiza la última etapa del método: la escritura del artículo científico, que es la obra propiamente dicha, aunque ésta resulta menos atractiva que el procedimiento, al menos para el propio investigador.

El artista sigue un método que si bien en sustancia no difiere, como hemos visto, del de la ciencia, parece tener un énfasis técnico distinto. En efecto, en tanto que el científico realiza una observación armado de técnicas sumamente precisas y complejas, el artista realiza una observación muy diferente porque se basa en el refinamiento de factores perceptuales, cognitivos y emocionales propios: el artista depura su sensibilidad. En este caso, y a diferencia de la ciencia, no se generan datos duros, o sea registros observacionales o de máquinas a los que es necesario dar una interpretación. Se genera una representación más directa y la técnica en el arte se emplea, fundamentalmente, en la producción de la obra. Es así que, aunque el científico y el artista deben ser artesanos y dominar las técnicas, éstas se emplean en momentos diferentes del proceso. Ahora bien, aunque ésta es claramente una diferencia, no parece demasiado sustancial. Hay demasiadas zonas de traslape. Por ejemplo, muchas de las imágenes que se producen en la ciencia, como las que generan las computadoras como mapas de la actividad cerebral o las espectaculares fotos de mundos minúsculos obtenidos por microscopía electrónica de barrido, constituyen parte de los resultados publicables y poseen una particular belleza. Por otro lado está el uso de técnicas y aparatos científicos para la producción de obras de arte, como el uso de los rayos láser para la creación de hologramas o las técnicas precisas de mezcla de colorantes usadas por Vasarely para sus litografías geométricas.

Veamos si es en las operaciones mentales donde hallamos una diferencia más ostensible entre la ciencia y el arte. Se dice que arte es representación. No necesariamente imitación de lo sensible, sino representación de lo esencial. El objeto artístico es la expresión de esa representación. Pero la ciencia no es otra cosa que una representación del mundo y la producción de objetos —modelos, teorías, artefactos— a partir de ella. En todo caso, la representación y el modelo son comunes a ambas facetas de la cultura. Debe haber diferencias entonces entre los objetivos: el propósito de la ciencia es producir conocimiento certero y general sobre aspectos restringidos del mundo; el del arte es producir una emoción estética.

Al fin pareciera que a partir de esta distinción podemos establecer una diferencia importante. Si bien es indudable que hay elementos intelectuales en el arte y emocionales en la ciencia, lo cierto es que en la práctica, en la acción y la obra, esta distinción se pone de manifiesto por el hecho de que la ciencia pretende un conocimiento impersonal y universal expresable finalmente en el lenguaje más abstracto, el de la matemática. Con ello deliberadamente deja de lado los aspectos más subjetivos, particulares y específicos, que son, precisamente, el área del arte.

Lo más subjetivo, lo más personal, la experiencia más íntima es objeto de las artes. Es así que una de las maneras mas adecuadas de analizar el arte es el estudio del estilo, un factor que, al menos en apariencia, interesa poco a la ciencia. El estilo es muy ostensible en el arte. La arquitectura gótica, el art nouveau, el neorrealismo del cine italiano constituyen estilos depurados de hacer arte. Los grandes artistas se distinguen por su estilo. De hecho hay estilos, como el barroco, que no sólo se reconocen en una de las artes en particular sino en todas ellas, marcando una forma de ver, de sentir, de pensar y de expresarse característica de una época y aun, para algunos críticos, de múltiples épocas y culturas. Tomemos este camino y pensemos si existe una ciencia peculiar de un estilo o de una época. Por ejemplo, la ciencia barroca estaría representada por Pascal, Descartes, Newton y Leibniz, en la que priva, como es característico del estilo, una abigarrada geometría de pliegues cognoscitivos. Sin embargo, más que por el estilo, en la ciencia las escuelas y las tendencias se distinguen clásicamente por sus conceptos, por sus paradigmas. El estilo es un factor netamente cualitativo, en tanto que la ciencia favorece la cuantificación. Así, la diferencia fundamental entre ciencia y arte es probablemente la cualidad. No la calidad, que es el factor común para juzgar la excelencia en ambos casos, sino la cualidad, asunto misterioso y delicado cuyo estudio puede llegar a constituir un puente entre ellos.

CIENCIA, LITERATURA Y CONOCIMIENTO

En 1959, el físico y autor británico C. P. Snow escribió un célebre ensayo sobre las "dos culturas", en el que argumentaba sobre la división entre las ciencias y las artes, en particular la literatura. Para Snow la vida intelectual en Occidente ha ido separando estos dos grupos de creadores intelectuales de tal manera que han llegado a malinterpretarse y despreciarse mutuamente. Para muchos científicos la literatura carece de importancia como fuente de conocimiento, en contraste con la ciencia que es razonadora, rigurosa y se sitúa a un nivel conceptual superior. Para muchos literatos no existe el orden natural que proclaman los científicos, o bien su exploración es impersonal e inadecuada. Lo que les importa es la condición humana individual, algo que la ciencia por definición deja de lado. Snow afirmaba que la cultura literaria de los científicos y la científica de los literatos era paupérrima. Pocos literatos podrían definir la segunda ley de la termodinámica y ni siquiera nociones elementales como masa o aceleración. Por su parte el científico, aunque pueda disfrutar y en general estar más familiarizado con las artes, no les concede el poder de generar el conocimiento y el bienestar intrínsecos que da la ciencia. Snow concluía que la tradición literaria, con su actitud pesimista y distorsionadora de la ciencia y la tecnología obstaculizaba el desarrollo de la ciencia y se pronunció a favor de ésta por ser optimista y democrática. Como se puede adivinar, este ensayo produjo una larga polémica que interesa resumir y valorar.

Unos años más tarde, en 1963, Aldous Huxley se lanzó a la arena de esta discusión con un ensayo titulado Literatura y ciencia, en el que argüía que si bien las dos actividades difieren sustancialmente no son mutuamente excluyentes. En efecto, ciencia y literatura se distinguen por su interés respectivo en la experiencia pública y privada. Por ello difieren en función, psicología y lenguaje. Para el literato el lenguaje es el fin mismo de su quehacer, en tanto que para el científico es un medio, un instrumento. Sin embargo, para Huxley, la incorporación de la visión científica a la literatura no sólo es posible sino deseable. Para demostrar su punto trajo a colación ejemplos de literatos entusiastas de la ciencia, como Tennyson o Wordsworth y de teorías científicas que introducían lo subjetivo al campo de los hechos, como el principio de la incertidumbre de Heisenberg y la relatividad de Einstein. A Huxley le interesaba particularmente la relación entre el temperamento y los tipos somáticos, así como las bases moleculares de la mente y el éxtasis. Es bien conocido que Huxley experimentó y relató magistralmente el efecto de varios alucinógenos. La información científica sería un material poético en bruto que no puede ser ignorado por el poeta. Más aún, el hombre de letras debe aliarse al científico en la defensa de un medio ambiente cada vez más empobrecido y alterado. Ambos deben avanzar juntos en las regiones de lo desconocido. Dice Huxley: "la condición previa de cualquier relación fructífera entre literatura y ciencia es el conocimiento." Podríamos encontrar algunos frutos, muy escasos por cierto, de esta aseveración de Huxley en la poesía de un Robert Bly, de un Paul Valéry, o en el ensayo Las vidas de la célula del médico Lewis Thomas.

Otra simlitud profunda entre ciencia y arte fue marcada por Arthur Koestler en su extraordinario Acto de la creación y se refiere a la esencia misma del descubrimiento científico, la invención tecnológica y el hallazgo musical, plástico o literario. Koestler detalla el papel de la cognición, la intuición, la atención y la emoción en el proceso creativo que se funden en el ¡eureka!, el instante inefable del hallazgo.

La intersección entre ciencia y literatura ha quedado también de manifiesto en los tratamientos que de los mismos temas han hecho investigadores de ambas disciplinas. Así, por ejemplo, la ilusión del tiempo ha sido abordada por Albert Einstein, Stephen Hawking, T. S. Eliot o Jorge Luis Borges, dos físicos y dos literatos de primera magnitud, con planteamientos en esencia compatibles aunque totalmente diferentes en su forma.

Existe, además, todo un género que supuestamente constituye la interfase entre ciencia y literatura: la ciencia ficción. El padre de este género fue, como es bien sabido, Julio Verne (1828-1905). Enmarcado en el romanticismo y la novela de aventuras, Verne concibió y profetizó maravillas científicas cuidadosamente elaboradas a partir de un bien fundado conocimiento y una prodigiosa imaginación. El género había nacido esquizofrénico, con una cara vuelta hacia la verosimilitud factual y otra hacia la imaginación cada vez más desbordada. En efecto, la ciencia ficción ha resultado demasiado fantasiosa para considerarse un auténtico híbrido entre ciencia y literatura, con algunas y notables excepciones, significativamente, aquellas de científicos literatos. Entre éstos cabe mencionar la obra del bioquímico Isaac Asimov, del matemático y comunicólogo Arthur C. Clarke, del teórico en información Stanislaw Lem, del astrónomo Fred Hoyle y de Ursula K. LeGuin, hija de antropólogos. Los clásicos 2001 odisea del espacio de Clarke y Solaris de Lem, plantean cómo la exploración espacial amplia los horizontes del conocimiento personal y constituyen metáforas de la ampliación de la conciencia. La obra de Ursula LeGuin —verdadera etnología-ficción— es llamativa y en ocasiones enternecedora. En La mano izquierda de la oscuridad explora una cultura extraterrestre con la mirada de un etnólogo y plantea los efectos de ciertas peculiaridades biológicas sobre la estructura misma de la sociedad. En Los desposeídos analiza el conflicto de una pareja de científicos que vive en una sociedad anarquista y que fuera expulsada de un planeta parecido a la Tierra a uno de sus áridos satélites.

Una de las contribuciones recientes más importantes a la discusión del papel de la literatura en el conocimiento es la obra de Milan Kundera, uno de los destacados novelistas de nuestro tiempo, quien, en su Arte de la novela, aborda sin tapujos el problema con una proposición diáfana y sorprendente: "la novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela." Kundera astutamente afirma que la edad moderna no se inicia solamente con Descartes y la ciencia, sino paralelamente con Cervantes y la novela. La pasión por conocer está presente en ambas actividades, si bien con modalidades diferentes. Y aunque la novela no proporciona, ciertamente, una posición moral definida, sino una interrogante que se desenvuelve en el tiempo, tiene, como la ciencia, una sucesión de descubrimientos que constituyen su historia. De esta manera, al igual que lo que sucede con la ciencia, cada obra significativa contiene toda la experiencia anterior de la novela.

Vemos así que tanto la ciencia como la literatura tienen un terreno que les es exclusivo y las distingue, pero que también hay una zona de traslape e intersección poco explorada que puede y debe amplificarse. En efecto, a pesar de la unidad fundamental en la búsqueda y el proceso de adquisición del conocimiento, entre la ciencia y el arte persiste en nuestra cultura una innecesaria dicotomía de círculos, actividades y actitudes entre científicos y literatos. Si ésta llegara a disolverse, estaríamos en el umbral de una nueva perspectiva que contrarrestaría la esencial incompletud de cada una y llenaría en parte el hueco ético sobre el uso de los descubrimientos.

EL SABER DEL POEMA

Las primeras páginas de El arco y la lira de Octavio Paz constituyen un magnífico poema sobre la poesía: una definición de lo que es el poema desde la lírica misma. En este contexto podría parecer contradictorio que la primera frase del libro, que marca una de sus proposiciones esenciales, sea: "La poesía es conocimiento." Ahora bien, si el poema es conocimiento, ¿en qué consiste su saber?

Los conjuros mágicos de los antiguos chamanes, quizás una de las formas primarias del lenguaje, estaban cifrados en forma de cantos e invocaciones. Con el tiempo, los sonidos cargados de un sentido primordial se habrían separado en dos grandes ramales. Uno era la música y el otro la frase que palpita y que nunca perderá algo de ritmo, de hechizo y de sacramento: el verso. La poesía y la música vendrían a constituir expresiones básicas de la humanidad a través de todas las culturas y toda la historia. Y, sin embargo, no es fácil definir a ninguna de las dos sin recurrir a los elementos metafóricos que les son consustanciales.

Es así que llamamos poesía al tipo de literatura que se borda a partir de una conciencia enfocada a la imaginación y a la emoción por medio de frases escogidas no sólo por su significado —en la mayor parte de los casos deliberadamente impreciso y tangencial— sino también por su sonido y su ritmo. La libertad en la sintaxis, el vocabulario acentuado y la línea, o sea el verso, como unidad primordial definen la forma poética, en tanto que la técnica más universal es el uso de la metáfora y el símbolo bajo cuyo conjuro se evocan asociaciones muchas veces sensoriales para obtener un significado, una comprensión y, en último término, un conocimiento que, paradójicamente, está más allá del lenguaje: palabras para trascender la palabra, palabras que desembocan en el silencio.

La poesía tiene entonces otra lógica, más sutil y menos definible, pero tan certera como un silogismo, ya que en el gran poema da la impresión de que todas las palabras están en su sitio y que no sobra ni falta ninguna. El propio arreglo del poema, que rápidamente lo distingue de la prosa por sus líneas cortas y definitivas, nos induce a leer de manera distinta, atenta, pausada, quizás en voz alta porque, como decía Paul Valéry, si la prosa es caminar, la poesía es bailar. Así, el poema se siente y se contempla: se goza.

La palabra poema viene del griego poiein, que significa producir, engendrar, crear. La expresión "componer poesía" dice mucho. El poeta compone, es decir, forma un plan, usa un procedimiento para combinar elementos lingüísticos, construye un boceto, arregla y articula sus partes, repara y corrige. El poeta trabaja con una especie de incertidumbre, con una intencionalidad flotante donde la conciencia se desprende de sus conceptos establecidos y abre una mirada resuelta hacia la oscuridad y la escudriña con las pupilas dilatadas y el tacto intensificado.

¿Y cuál es la fuente de la poesía? El poeta, como el científico o el filósofo, tiene una pregunta, muchas veces desdibujada, a la que quizás se haya dado alguna respuesta, pero que no le satisface; es decir, tiene una preocupación. Pero, a diferencia de la ciencia, que según Medawar es el arte de lo soluble, la poesía es, en palabras de Claude Esteban, la interrogación de lo posible. Ubicada la incógnita y presa ya del problema, el poeta entonces baraja posibles caminos de acceso lingüístico, remonta algunos, desanda otros y con ello elabora el tema. Su verso es un abordaje a la incógnita, un ir y venir de la región oscura, no por el camino más o menos abierto y sistemático del método científico, sino a campo traviesa, por la espesura y sirviéndose de ecos furtivos para encontrar, quizás, un atajo. Su verso finalmente destila una situación, plasma el conflicto, logra retener en su línea instantáneamente el fugaz presente y recrea el mundo, como lo intentan también hacer, de formas muy distintas, la viñeta del pintor y el modelo del científico. Y al igual que ellos, detrás de sus técnicas y herramientas, el poeta ve y muestra mundos diferentes a través de sus instrumentos métricos y prosódicos.

El poema es entonces una forma peculiar de conocimiento, un juego con reglas que no se pueden especificar con certeza aunque no cesaremos de intentarlo. Encima de todo el poema debe ser bello; aún más: su belleza debe emocionar. Como sucede en la melodía, en el poema hay una mezcla afortunada entre lo previsible y lo azaroso que nos place. Además, el poema debe ser certero y completo como un epitafio o como un aforismo y debe instaurar un nuevo sentido a los signos verbales, es decir, descubrir una nueva forma de ver, constituir un hallazgo que de esa manera tangencial señale e ilumine con una inesperada luz el objeto de la preocupación, logrando con ello que las palabras mismas adquieran un nuevo sentido al encontrarse utilizadas de otra forma. Es así que la voz del poema, más que iluminar, incendia, o, mejor aún, alumbra al incendiar.

Además de contener elementos cognitivos y emocionales, el poema es también un objeto visual, no sólo por sus líneas sino incluso por sus espacios, que también parecen tener un significado, aunque sea en negativo. ¡Qué hermosas son las casidas escritas en árabe, los haikús en japonés! El poema es visualmente hermoso y, según Juan García Ponce,


al final el puñado de palabras esparcidas como negros signos en la virginal blancura del papel crean un murmullo continuo, ininterrumpido, del que es imposible apartarse y que no deja de ser exacto equivalente de ese silencio original, idéntico al de la blancura del papel antes de ser asaltado por la alegre libertad de las palabras del poema.

Finalmente el poema debe ser sonoro, no sólo en cada verso, lo cual está marcado por un cierto paso de danza de las palabras, sino que debetener un sonido global, una musicalidad. No es en vano que al poema se le llame también canto y al verso copla, o que a quien escribe música se aplique el término de compositor, ya que hace lo mismo que el poeta, aunque con los elementos musicales. Y, como sucede con la ciencia, la aparente resolución de un problema no es más que eso: un consuelo efímero porque abre nuevas incertidumbres y da la impresión de que las fronteras de lo incógnito aparecen más cercanas y extensas.

Con todo ello no hay nada aséptico en el poema; al enunciarse se sumerge en el mundo, arrastrando al lector consigo. Es una aparición evanescente que refleja la realidad y se ve reflejado en ella. No es en vano que, según los nahuas, el poema embriaga como el aroma de la flor y el consumo del peyote: el poema es peligroso.

¿Y la verdad? La verdad se palpa en el proceso mismo del quehacer poético, sea en la composición o en la atenta lectura que conduce al hallazgo de un significado más allá de las palabras. El gran poeta Luis Rosales lo dijo con exactitud en Un puñado de pájaros:


hoy me encuentro en el aire y en modo alguno quisiera detener esta caída en la que toco la verdad como a veces tocamos nuestro cuerpo para certificar que no estamos soñando.

Así, el poeta arrobado y en vilo logra en un instante eterno fijar el vértigo y despertar al momento presente, lo cual es la verdad más recia de la experiencia humana.

LA MÚSICA, EXPRESIÓN DE LO INEFABLE

La música, decía Schopenhauer, es un arte diferente de todos las demás: no expresa ninguna particular alegría, tristeza, angustia, deleite o sensación de paz, sino cada una de estas emociones en sí mismas, en su esencia, sin accesorios y sin motivos. Víctor Hugo añadía que la música expresa aquello que no se puede decir y sobre lo que es imposible callar. En efecto, escuchamos música por el extraordinario efecto mental que nos evoca. Debería haber, entonces, una ciencia que intente analizar la formidable conexión entre el sonido organizado y la emoción o el pensamiento. Y la hay. La psicología de la música es quizás una de las disciplinas que mejor unifican dos de las grandes capacidades creativas del ser humano: la ciencia y el arte.

La música está constituida por series de sonidos particulares que arbitrariamente llamamos notas. A su vez, las notas son vibraciones electromagnéticas dotadas de una particular amplitud o intensidad, tono y duración. Si bien los sonidos individuales son el alfabeto de la música, ésta se manifiesta en series de notas en cierta secuencia que llamamos melodía, en una determinada combinación que produce armonías, en cierto ritmo, y una peculiar cualidad que llamamos timbre.

La estructura de una melodía que es agradable al oído no es totalmente azarosa ni previsible. Por ejemplo, se puede generar una melodía aleatoria al producir notas sin orden. También se puede producir una melodía monótona artificialmente, por ejemplo una tonada que imite el movimiento browniano. Pero la primera es demasiado caótica y la segunda demasiado previsible para evocar interés y emoción. Se ha podido producir artificialmente una melodía situada a la mitad de ambas, la cual resulta particularmente agradable al oído. Esta melodía intermedia tiene un espectro que se puede comparar a ciertos ritmos de la naturaleza, como las manchas solares, las corrientes submarinas, las fluctuaciones de nivel en los ríos. La música clásica y el jazz se ajustan apropiadamente a este tipo de secuencias. No en vano Platón o Debussy coincidieron en intuir que la música imita a la naturaleza.

Ahora bien, aparte de la secuencia melódica, que es uno de los elementos cruciales en la música, ocurre que las notas pueden aparecer combinadas o fusionadas, con lo cual se crea la armonía; un acorde de varias notas no es igual a la suma de cada una de ellas, pues se genera un sonido global de muy diferente connotación. Esto amplifica extraordinariamente las posibilidades expresivas con un alfabeto relativamente limitado de notas. Existen también los atributos de la repetición, la cadencia y el ritmo en las series musicales, características también de múltiples sistemas del organismo vivo, desde los ritmos cercanos al día o circadianos, hasta las intrincadas pulsaciones del sistema endocrino, sin dejar de mencionar las más habituales de los ritmos cardiaco y respiratorio, a los que el ritmo musical se asocia cercanamente. Mucho del interés que provoca la música estriba en su ritmicidad: el jazz y el rock basan mucho de su fascinación en ritmos marcados y estables, tendencia que ha sido llevada a sus límites por los minimalistas. En el lado opuesto se encuentra la música electrónica, y parte de la dificultad en seguirla estriba en su frecuente ausencia de ritmo.

Finalmente encontramos uno de los atributos más difíciles de definir: el timbre musical, que es un factor cualitativo. Reconocemos la misma nota o la misma melodía interpretada por diferentes instrumentos o voces, pero en cada uno de ellos reconocemos su cualidad diferencial. Esto es, el timbre, algo que es de alguna forma análogo al color en la pintura. El timbre tiene que ver con la materia o estructura del instrumento, incluida la laringe, y con la manera como se ejecuta la misma melodía. El ejecutante modula, es decir, controla los modos de variación de la melodía y los matiza en grados diversos. Los críticos musicales califican particularmente estos aspectos, los cuales, aparte de la técnica, son fundamentos de la habilidad expresiva del ejecutante o del director. El timbre y la modulación son factores cruciales para la expresión emocional, que es ella misma fundamentalmente cualitativa.

Tenemos así que la textura de la música tiene una estructura comparable a la conducta o al lenguaje. La nota musical es similar a la unidad conductual o a la letra. La idea musical es una secuencia concreta similar al fonema o la palabra, en tanto que la melodía correspondería al tema conductual o a la oración. La parte musical sería similar a una actividad conductual o a un párrafo del lenguaje escrito. Un tiempo correspondería a un ciclo o capítulo y, finalmente, la partitura a un libro.

Ahora bien, además de su estructura intrínsecamente compleja, la música tiene aspectos muy diversos. Por una parte es sin duda un tipo de vibración física que se transmite por el aire. La vibración es producida por esculturas particulares que llamamos instrumentos y que vibran por la acción de los ejecutantes. Tal acción constituye otro de los aspectos de la música y se refiere a la conducta de ejecución. El ejecutante memoriza secuencias de notas o las lee en un papel pautado y las transforma en movimientos musculares muy precisos de la laringe, en el caso del cantante, o de los dedos (digitaciones) en el caso de otros instrumentos.

La vibración producida de esta manera se propaga por el espacio y llega a los tímpanos de los sujetos receptores, donde se transforma en movimientos de un líquido del oído interno llamado endolinfa, mediante el sutil y exacto movimiento de tres huesecillos articulados. Estos movimientos se convierten en potenciales eléctricos en el receptor auditivo y se despachan en secuencia a través de varios relevos neuronales hasta un sector restringido de la corteza cerebral ubicado en el lóbulo temporal. Ésta es el área auditiva primaria donde el sonido se capta en sus características físicas. De este lugar se propaga la información hacia áreas adyacentes de la corteza donde se reconocen los timbres o los instrumentos y de allí al resto del cerebro donde, de un modo aún profundamente misterioso, se experimentan como estados de conciencia particulares, de alguna manera similares a los del compositor o de otros escuchas.

Este resumen necesariamente simplista invita a reflexionar sobre la naturaleza plural de la música, sobre la relación que hay entre la vibración aérea, la vibración del instrumento o de la voz, la fina conducta del ejecutante, los potenciales del receptor del oído, los sistemas de información cerebral y los estados de conciencia. El concepto de "música" se refiere a todos ellos en su conjunto, en su unidad y diversidad. Los aspectos conductuales de ejecución, físicos de vibración, neurofisiológicos de actividad neuronal y psicológicos de cognición o de estados de conciencia no son idénticos ni equivalentes ni se pueden reducir o explicar en términos similares. Tampoco tiene sentido hablar de música como sólo uno de ellos o darle mayor jerarquía que a los demás. La música es un proceso pautado y complejo que ocurre entre objetos y sujetos unificados en el espacio-tiempo por la actividad de una secuencia energética e informacional que los entrelaza: materia, forma, conciencia, conducta, cinética y energía en su unidad y su diversidad.

UNA TRADICIÓN BOSTONIANA DE CONOCIMIENTO

En el estado de Massachusetts de Nueva Inglaterra se encuentra la villa industrial de Lowell, bautizada en 1826 en honor de Francis C. Lowell (1775-1817), el fundador tanto del primer molino textil en el que se producía tela a partir de algodón crudo, como de una familia de intelectuales estrechamente vinculada a la Universidad de Harvard. El ingenio y el humanismo de los Lowell era ya evidente en Francis, quien mejoró las condiciones de trabajo de su fábrica y la calidad de vida de los obreros hasta niveles ejemplares e inventó varios aparatos para automatizar y facilitar el proceso del hilado. Dos años después de su muerte nacía en Boston su sobrino James Russell Lowell, destinado a ser una de las figuras literarias y diplomáticas más importantes del siglo pasado en Estados Unidos.

James se recibió de abogado en Harvard en 1840 y empezó a publicar libros de poemas y ensayos al año siguiente, en los que abogaba por la abolición de la esclavitud. Fue uno de los pocos norteamericanos que denunció la guerra de 1847 de Estados Unidos contra México como un intento de extender la esfera norteamericana de la esclavitud. En una época en la que la creación intelectual se concentraba en Europa, James defendió la posibilidad de crear nuevas formas de expresión en el Nuevo Mundo. Con esta idea encabezó la revista Atlantic Monthly, que aún hoy goza de reputación internacional. A partir de 1867 sus escritos consideran al individuo como el responsable único de sus actos, e intentan reconciliar a la ciencia en expansión con una fe religiosa modificada, idea que vendría a resonar años más tarde en John Dewey, otro más de los eruditos de Nueva Inglaterra. James Lowell murió en Boston en 1891. Allí nacieron tres sobrinos suyos que dejarían una huella profunda en distintos campos del saber y la creación.

Percival Lowell nació en 1855. Después de graduarse en Harvard se dedicó a viajar por el Lejano Oriente y a escribir sus experiencias. Hacia 1890 leyó sobre el descubrimiento de los "canales" en Marte y decidió estudiar este planeta, convencido de que estaba habitado. Para ello construyó un observatorio privado en Flagstaff, Arizona, y elaboró la hipótesis de que los marcianos habían construido canales desde los casquetes polares del planeta para proveerse de agua en un planeta desértico. La teoría, que no gozó de simpatías entre los astrónomos pero que encendió la imaginación popular, no fue totalmente descartada hasta que se tuvieron las evidencias fotográficas del Mariner IV en 1965.

Sin embargo, la aportación científica más importante de Percival Lowell fue la predicción de la existencia de Plutón mediante el estudio cuidadoso de la órbita de Neptuno, cuyas irregularidades sugerían la existencia de un último planeta en el Sistema Solar. Percival intentó hasta su muerte, en 1916, observar este planeta, pero tuvieron que pasar 14 años más para que su alumno Clyde Tombaugh demostrara la existencia del nuevo planeta. El anuncio fue hecho en el aniversario del nacimiento de Percival, en 1930, y se denominó Plutón al nuevo cuerpo solar porque sus dos primeras letras correspondían al nombre y apellido de Percival Lowell.

Un año después que su hermano Percival, nació A. Lawrence Lowell, cuya vida transcurrió en la Universidad de Harvard. En ella se graduó de abogado en 1880, fue profesor de la Facultad de Leyes hasta 1909 y presidente (rector) de la universidad en el largo periodo de 1909 a 1933. Lawrence Lowell llevó a la Universidad de Harvard, de ser una de las mejores de su país a ser una de las mejores del mundo. Diseñó exámenes generales, elaboró el sistema tutorial para los estudiantes de grado, duplicó la matrícula y triplicó la planta de profesores e investigadores, inauguró las escuelas de arquitectura, administración de empresas, educación y salud pública. Construyó las residencias para 3 200 estudiantes y escribió dos importantes libros acerca de la política educativa a sus ochenta años. Murió casi centenario, en 1943 en Boston.

Casi veinte años menor que sus hermanos Percival y Lawrence, en 1874 nació Amy Lowell, quien fue educada por su madre y por tutores privados. Hacia fin de siglo empezó a dedicarse seriamente a la poesía pero no publicó nada hasta 1912. La personalidad intensa de Amy, su pasión por vivir y sus burlas a los convencionalismos sociales la hicieron una celebridad. Por ejemplo, gustaba de escandalizar fumando puros en lugares públicos de postín. En su poesía, una audaz experimentación con las formas la llevó a crear un estilo único dentro de la escuela llamada de los imaginistas, llegando a desplazar en el liderazgo de esta corriente nada menos que a Ezra Pound. Amy Lowell se ciñó a la forma clásica abriéndose, al mismo tiempo, a la poesía oriental y al simbolismo francés. Fue un equivalente poético de los pintores impresionistas. He aquí una muestra:


Sobre las bojas del arce
brilla rojo el rocío
pero en la flor de loto
tiene la blanca transparencia de las lágrimas.

La poetisa murió en Boston en 1925. Tres volúmenes de su poesía fueron publicados en 1955. El último personaje notable de la familia fue Robert T. S. Lowell, primo segundo de Percival, Lawrence y Amy. Nacido en Boston en 1917, Robert estudió en Harvard y en el Kenyon College de Ohio. En la segunda Guerra Mundial fue sentenciado a cumplir un año de cárcel por negarse, debido a razones de conciencia, a servir en el ejército. Su primer volumen de poemas Land of Unlikeness (1944) trata sobre un mundo en crisis y la necesidad de una seguridad espiritual. Poco después apareció Lord Weary's Castle en el que hace la elegía de un primo suyo desaparecido en el mar durante una batalla en el Pacífico. Sus poemas posteriores, siempre autobiográficos, revelan una gran creatividad y una personalidad desequilibrada que alguna vez lo llevó a hospitales psiquiátricos. En los años sesenta Robert Lowell, congruente con su vida y sus ideales, fue uno de los intelectuales que participaron en los movimientos de derechos civiles de los negros encabezados por Martin Luther King y en las campañas contra la guerra de Vietnam. Murió en 1977 en Nueva York.

Los Lowell de Boston representan una tradición de independencia crítica, creatividad audaz y voluntad entusiasta en la ciencia, la literatura y la acción pública, características de la mejor comunidad universitaria y erudita de Nueva Inglaterra. A esta tradición pertenecieron figuras formidables como Henry David Thoreau, Oliver Wendell Holmes, William James y John Dewey.

Henry David Thoreau (1817-1862) merece, quizás, una mención especial en el contexto del presente libro, por haber unido sin dificultades los más diversos tipos de conocimiento. En efecto, fue ensayista, naturalista, poeta y filósofo. A los 27 años se retiró de la vida urbana y se fue a vivir al estanque de Walden, donde construyó su propia cabaña y vivió por varios periodos con absoluta independencia. De esta experiencia nació su conocido Walden, un ensayo clásico de filosofía práctica —es decir, de sabiduría— y que versa sobre la naturaleza, la autogestión, la contemplación y la vida retirada. En 1846 fue enviado a prisión por negarse a pagar impuestos a un gobierno que hacía una guerra injusta en México. De ahí nació uno de los clásicos del anarquismo pacifista, Desobediencia civil, en donde defiende, después de Kant y antes de Karl Jaspers, que existe una ley natural de mayor jerarquía que la civil y que debe ser seguida aun a costa del castigo. Esto lo llevó necesariamente al abolicionismo de la esclavitud. Con todo ello, Thoreau vivió una vida que fácilmente podría ser considerada un fracaso estrepitoso de acuerdo con las convenciones de nuestra época. Hubo de pagar por la publicación de varias de sus obras y vivió pobremente de los ingresos que le producía recolectar especímenes botánicos para la Universidad de Harvard. Sin embargo, como sucede con los grandes, su vida es su mensaje; un mensaje de desarrollo personal, de contemplación y armonía. Armonía del hombre con la naturaleza, del hombre consigo mismo y con las diversas flamas del conocimiento mezcladas en una hoguera suave y cálida.

El juego de los abalorios

La última gran novela de Hermann Hesse (1877-1962) llevó por título Das Glasperlenspiel (1943), es decir, el juego de las cuentas de cristal, felizmente traducido al castellano como El juego de los abalorios. En esta obra Hesse reúne las preocupaciones que había explorado repetidamente a lo largo de su obra y que giran alrededor de la necesidad del ser humano de romper con la cultura imperante para buscar su desarrollo interno. Tal búsqueda se plantea como una ardua exploración por las regiones oscuras del inconsciente donde reinan los arquetipos, exploración que tiene como uno de sus objetivos fundamentales encontrar un equilibrio entre la sensualidad y la espiritualidad. La influencia evidente de las ideas de Carl Jung sobre Hesse se dio tanto por las sesiones de psicoanálisis que el escritor tuvo con un discípulo de Jung, como por la amistad que mantuvieron estos dos sabios de nuestro siglo.

En efecto, la influencia de la psicología junguiana se hace ya patente en Demián (1919), continúa en Siddartha (1922), mezclada con el interés de Hesse en el budismo, y culmina en El lobo estepario (1927), donde la tensión entre el mundo burgués y el amenazante, caótico y simbólico teatro interior lleva a Harry Haller, un intelectual de la edad del autor, al borde de la locura.

El juego de los abalorios es la biografía de Joseph Knecht, el Magister Ludi, es decir, el gran maestro del juego, redactada por un miembro de la Orden de Castalia en un tiempo indefinido del futuro. En la narración se trasluce que el juego es una actividad que reúne la ciencia, el arte, la filosofía y la contemplación de manera formal. Al misterioso juego dedica su vida la Orden de Castalia, organización monástica en la que se cultiva, en vez de la teología y la oración, una compleja síntesis del conocimiento humano en todas sus facetas.

¿En qué consiste el juego de los abalorios? Nunca lo sabremos con exactitud, pero, a lo largo del texto, hay algunas indicaciones del grandioso esquema que el autor tenía en mente. En la introducción el ficticio biógrafo de Joseph Knecht advierte que no pretende hacer un manual del juego, el cual "jamás podrá escribirse", ya que su alfabeto y gramática constituyen un lenguaje secreto muy desarrollado en el que participan muchas ciencias y artes, sobre todo las matemáticas y la teoría musical. El juego usa, entonces, todos los valores culturales y el jugador experto lo emplea como un organista que por medio de las teclas y pedales palpa el cosmos entero del espíritu. Y dentro de ese conjunto de reglas, las posibilidades de expresión son infinitas, de acuerdo con la mentalidad, el temperamento, el estado de ánimo y el virtuosismo del autor.

Se plantea que el juego existió siempre, pero que fue llevado a su expresión más acabada por la Orden de Castalia. Entre sus antecedentes está la figura de Pitágoras, el círculo helénico-gnóstico, la época clásica de la civilización islámica, la escolástica y las primeras academias de matemáticos. "En cada tentativa de reconciliación entre las ciencias exactas y las libres o entre ciencia y religión, existió como sustrato la misma idea básica y eterna que para nosotros ha tomado forma y figura en el juego de los abalorios." Nicolás de Cusa es citado textualmente: "el espíritu mide también simbólicamente cuando se sirve del número y de las figuras geométricas y hace referencia a ellos como alegorías." Los "músicos sabios" de los siglos XVI al XVIII, entre los que suponemos se considera a Bach y a Mozart, y que "sentaron sus composiciones musicales sobre cimientos de especulación matemática" son también antecedentes del juego. La historia antigua del juego es, en una palabra, la del culto a la armonía.

El supuesto biógrafo pasa por nuestro siglo con particular pesar, como un tiempo de incertidumbre y falsedad de la vida espiritual que no obstante evidenció en muchos aspectos grandeza y energía constructiva y que terminó con buenos augurios: el hallazgo de once manuscritos esenciales de Juan Sebastián Bach y el surgimiento de la Liga de los Peregrinos de Oriente, que fue el antecedente contemplativo de la orden, y que se dedicó a rescatar e interpretar con toda fidelidad y pureza la música antigua.

El juego propiamente dicho habría nacido por entonces en Alemania e Inglaterra con un cambio en la notación musical, con el surgimiento de una nueva música y la construcción de instrumentos musicales totalmente diferentes. Entre ellos se cita el que fabricó un tal Bastian Parrot siguiendo el modelo del ábaco y que consistía en un marco con algunas docenas de alambres tendidos en los que se podían ensartar y yuxtaponer cuentas de vidrio, es decir, abalorios de diversos tamaños, formas y colores. Los alambres correspondían al pentagrama y las cuentas a las notas. Al principio fue sólo un juego de entretenimiento, pero en manos de los matemáticos se volvió un instrumento de investigación. Las secuencias de música fueron expresadas en fórmulas matemáticas y pronto el conjunto se usó también para formalizar el lenguaje.

El ulterior desarrollo del juego requirió un estado de concentración muy agudo y sostenido, con lo cual se introdujeron las técnicas de meditación tanto para la expresión como para la audición. Así, el juego dejó de ser un puro ejercicio de indagación científica y expresión artística para convertirse, además, en un instrumento de disciplina espiritual que motivó el surgimiento de una orden monacal y universitaria: la Orden de Castalia. Los estudiantes de la orden tenían entonces una ardua tarea: el entrenamiento en las ciencias, las artes, la meditación, las reglas del juego y la renuncia a los valores mundanos de honores, dinero y lujos.

La obra de un solo hombre anónimo llevó el juego hasta sus posibilidades universales creando el común denominador entre matemáticas y música que elevó el juego al "canto sublime y unión mística" entre todos los miembros dispersos de la nueva universidad. El juego empezó a constituir tanto un ejercicio privado como una fiesta y el solemne ritual público que a partir de entonces preside el Magister Ludi, el maestro del juego, a quien se veía como a un gran sacerdote, y que se lleva a cabo en el más absoluto recogimiento. El juego se convirtió en el lenguaje universal. Una jugada podía representar una configuracción astronómica, un sistema neuronal, una fuga de Bach, un pasaje de los Upanishads y de ahí desarrollarse en ilimitadas combinaciones.

La unión entre las facetas dispersas del conocimiento es algo que resuena como un remedio maravilloso al malestar de la civilización (pace Freud). Y, sin embargo, el libro no pierde nunca la humildad. El protagonista Joseph Knecht (cuyo nombre significa José Fámulo), el más ortodoxo y destacado de los Magister Ludi, renuncia en pleno apogeo a su posición y termina sus días como simple instructor del hijo de un amigo.

Quizás el juego de los abalorios pueda pensarse como la computadora digital moderna, heredera también del ábaco. La incursión de la computación en todas las áreas del saber humano, incluidas las artes, así lo indicarían. Sin embargo aún quedan excluidos de sus horizontes el misticismo y la sabiduría.

LECTURAS

Hesse, H. (1943/1967), El juego de los abalorios, Santiago Rueda, Buenos Aires.

Huxley, A. (1964/1979), Literatura y ciencia, Sudamericana, Buenos Aires.

Koestler, A. (1964/1975), The Act of Creation, Dell Publishing Co., Nueva York.

Kundera, M. (1988), El arte de la novela, Vuelta, México.

March, R. H. (1970/1988), Física para poetas, Siglo XXI, México.

Nicol, E. (1990), Formas de hallar sublimes: poesía y filosofía, Universidad Nacional Autónoma de México, México.

Paz, O. (1956/1979), El arco y la lira, FCE, México.

Seashore, C. E. (1938/1967), Psychology of Music, Dover, Nueva York.

Thoreau, H. D. (1951), Walden, Bramhall/Norton, Nueva York.

Varios (1983), Los grandes de la poesía moderna. Poetas españoles, Coordinación de difusión cultural, UNAM, México.