VIII. TAMAÑO Y MOVIMIENTO: LA COREOGRAFÍA INHERENTE

DESDE LOS LÍMITES DEL MUNDO

LA IDEA que tenemos del Universo ha ido cambiando de forma cada vez más acelerada desde que Copérnico en 1543 diera la gran sorpresa al demostrar que el Sol es el centro alrededor del que giran los planetas, incluyendo nuestra Tierra. Dos siglos más tarde, en 1755, el gran filósofo Immanuel Kant elaboró una teoría congruente sobre la existencia de sistemas aislados de estrellas en donde éstas corresponderían a las pequeñas y difusas nebulosas observadas por Maupertius en 1742. Humboldt llamó a estos sistemas universos-islas, pero ninguno de ellos pudo demostrar su existencia. A finales del siglo pasado empezaron a darse las condiciones para probar la existencia de los universos-islas con la observación de las novas, o estrellas nuevas y temporales, en la nebulosa de Andrómeda. Hoy denominamos a estos luceros inesperados supernovas y sabemos que corresponden a una explosión estelar. El examen cuidadoso de los datos indicó que estas novas ocurrían en sistemas externos al de las estrellas visibles. La prueba definitiva de la existencia de universos-islas, o sea de galaxias, fue obtenida por el más célebre de los astrónomos del siglo, Edwin Powell Hubble (1889-1953) en 1923, al estudiar estrellas variables en el Monte Wilson. Veamos cómo fue esto posible.

La mayoría de las estrellas brillan de forma estable, pero algunas fluctúan en periodos cortos de días o semanas. En 1912, la señorita Lewitt, una asistente del laboratorio de astronomía de Harvard, al observar algunas estrellas variables en la Nube de Magallanes, descubrió que a mayor luminosidad de la estrella, mayor periodo de fluctuación en su brillo. La distancia de la estrella podía entonces medirse observando sus periodos, con lo cual era posible establecer su luminosidad real, además de su luminosidad observable en la Tierra. En pocas palabras, la relación entre estas variables daba información sobre la magnitud y la distancia del objeto luminoso. Fue con esta técnica que Hubble midió en 1923 la distancia de algunas estrellas variables en la nebulosa de Andrómeda y concluyó que su distancia tendría que medirse en cientos de miles de años luz y que, por lo tanto, se hallaba fuera de nuestra galaxia. Recordemos que un año luz es la distancia que viaja la luz a 300 000 kilómetros por segundo en un año. Hoy sabemos que la galaxia de Andrómeda es una gemela de nuestra Vía Láctea y que se encuentra a unos dos millones de años luz.

El propio Hubble encontró, al analizar los espectros luminosos de las galaxias hacia 1927, que todas ellas se alejaban de nosotros. Es posible afirmar esto gracias al efecto Doppler de las ondas, que fácilmente se reconoce en el hecho de que el sonido de la sirena de una ambulancia o del silbato de un tren cambia si estos objetos se aproximan o se alejan de nosotros. La nota parece ser más aguda al acercarse el tren y más grave al alejarse. Dicho en otras palabras: la onda sonora tiene mayor frecuencia con la aproximación y menor con la recesión del objeto. La luz, que también es una vibración electromagnética, sufre el mismo efecto, por lo que midiendo su desviación hacia mayores longitudes de onda es posible establecer la distancia de la fuente luminosa. Para ello se toman espectros de la luz de una estrella y se mide su desviación hacia el rojo, que es el color de frecuencia luminosa más lenta. Esto se logra al comparar el análisis de los componentes de la luz de una estrella, que se deben a un elemento o grupo de elementos, y la de estos mismos elementos en el laboratorio.

Para 1938 Hubble había establecido su extraordinaria ley sideral según la cual a mayor distancia del objeto luminoso, mayor velocidad de recesión. La ley se expresa en los siguientes términos:

velocidad = H x distancia

El símbolo H es la constante de Hubble y expresa la velocidad de expansión del Universo. El valor original de la constante fue calculado en 150 kilómetros por segundo por millón de años luz. Los cálculos más actuales la sitúan entre 15 y 20 k/seg/millón años. La recíproca de la constante de Hubble corresponde, si se medita algunos momentos, a la edad misma del Universo; es decir, entre 10 000 y 20 000 millones de años.

La observación de Hubble que lo llevó a concebir esta ley fue que las estrellas y las galaxias más lejanas de nosotros se alejan a mayor velocidad que las cercanas. Para entender este fenómeno podemos establecer un símil cotidiano: es como si pintáramos puntos de tinta en un globo desinflado y lo empezaramos a inflar. Todos los puntos se irían alejando unos de otros, y tomando como referencia un punto determinado, los puntos que estuvieran más lejanos a él lo harían a mayor velocidad que los más cercanos.

Figura 10. Galaxia espiral en la Cabellera de Berenice. Foto distribuida por la NASA.

Las implicaciones de este hallazgo son ineludibles y asombrosas: el Universo se está expandiendo y, si éste es el caso, en sus orígenes debería haber estado agregado en un conglomerado de materia de increíble densidad que explotó. El establecimiento preciso de las distancias, de la edad de las estrellas, las galaxias y el Universo mismo ha sido una de las grandes tareas de la astronomía desde entonces.

Otro descubrimiento extraordinario ocurrió en los años sesenta con el advenimiento de la radioastronomía. El cielo puede ser visto con los ojos y con telescopios que revelan las características de luminosidad de los objetos siderales. Pero ocurre que del cielo a la Tierra llega no sólo luz, sino múltiples radiaciones no visibles, como la de los rayos X, que se origina en objetos cuyos átomos cambian de nivel energético. Ahora bien, algunas de las fuentes de radio más intensas se identificaron con objetos de luminosidad débil, pero ubicados a las mayores distancias de la Tierra registradas o imaginables. Estos objetos casi estelares, por ello llamados cuasares, son inconcebibles e inexplicables, tanto que siguen siendo fuentes importantes de investigación y asombro. Se encuentran tan lejos de la Tierra, y su luz tarda tanto tiempo en llegar a nosotros, que al observarlos ¡casi estamos observando el origen del Universo! Así mismo, la velocidad a la que los cuasares se alejan de la Tierra es tan grande que se aproxima a la de la luz. Desde luego que no podemos saber si hay algo más allá porque se alejaría de nosotros a la velocidad de la luz y sería invisible: se trata del horizonte cósmico ubicado aproximadamente a 9 500 millones de años luz de la Tierra.

La radiación de los cuasares es 2 500 millones de veces más potente que la del Sol; de hecho, son 100 veces más luminosos que las galaxias más brillantes. Es casi imposible imaginar que un solo objeto tenga 100 veces más luz que toda una galaxia. La fuente de semejante magnitud de energía es un misterio. Una posibilidad es que el colapso gravitatorio de una enorme masa de materia que se condensa a enorme velocidad libere la energía. El cálculo de la posible masa de los cuasares de nuevo arroja cifras imposibles de apreciar: aproximadamente 100 000 millones de veces la masa del Sol. Dado que se encuentran tan lejanos, tanto en tiempo como en espacio, es posible que los cuasares sean estadios embrionarios de galaxias, con toda su materia aún apelmazada.

Pero regresemos de los extraños límites y orígenes del Universo a la Tierra. Atravesemos primero los cúmulos de galaxias. Se conocen 1224 cúmulos de 50 a 80 galaxias y muchos otros de menor numero. Hay algún cúmulo que agrupa más de 300 galaxias. Acerquémonos a nuestra galaxia, la Vía Láctea, con sus dos compañeras satélites, las Nubes de Magallanes y apreciemos a su gemela, la galaxia de Andrómeda. Naveguemos ahora a través de la Vía Láctea, una gran galaxia de unos 100 000 millones de estrellas en rotación agrupadas alrededor de un núcleo central. En uno de los brazos externos de la galaxia encontramos a una estrella común y corriente: el Sol. Al acercarnos a ella podremos descansar en su tercer planeta interior. Hemos llegado a nuestra humilde casa: el hogar de Edwin Hubble.

LA FAZ DE NEPTUNO, EL GIGANTE DE LAS PROFUNDIDADES

El 20 de agosto de 1977 se lanzó desde Cabo Cañaveral en Florida el Voyager II, una nave espacial no tripulada del tamaño de un automóvil compacto, con una misión extraordinaria: llegar a las cercanías de los planetas exteriores del Sistema Solar para obtener información sobre su estructura, composición y actividad. En julio de 1979 la sonda espacial circuló en la órbita del inmenso Júpiter y en agosto de 1981 en la del ensortijado Saturno. La nave continuó su trayectoria para ubicarse alrededor de Urano en enero de 1986 y de Neptuno en agosto de 1989.

Todos los instrumentos de la sonda han funcionado apropiadamente en el viaje e incluso ha sido posible efectuar ajustes y compensaciones desde la Tierra, como por ejemplo aumentar el tiempo de exposición de las cámaras fotográficas, ya que la luz de Neptuno es considerablemente más débil que la de los otros planetas. Hubo necesidad, además, de incrementar el diámetro de las antenas receptoras de la señal en las estaciones terrestres de Madrid y Canberra, las cuales forman parte de una extensa red centrada en la NASA. La recepción de señales ocurrió sin problemas durante el último encuentro con Neptuno, lo cual demuestra el grado de precisión alcanzado por la ciencia, la técnica y la coordinación humana al trabajar en un proyecto de investigación básica de costo monumental. Con todo ello, las señales emitidas por los Voyager 1 y II han incrementado el conocimiento sobre los planetas masivos del Sistema Solar exterior en una década más de lo que se ha hecho en toda la historia.

Durante el encuentro espacial del Voyager II con Neptuno el fotopolarímetro y el espectrómetro ultravioleta registraron ocultamientos de estrellas, del Sol y de la propia sonda tras los anillos del planeta. La temperatura de la atmósfera neptuniana fue registrada por el espectrómetro de rayos infrarrojos y todos los instrumentos se usaron para visualizar las características de la atmósfera. Durante seis meses se obtuvieron más de 9 000 imágenes del planeta, de sus anillos y sus satélites. Con todo ello, la información obtenida sobre éste, el último de los planetas gigantes del Sistema Solar, ha aumentado en varios órdenes y permite una serie de conclusiones y comparaciones pertinentes con los demás miembros del sistema, incluyendo nuestra Tierra. La información preliminar fue publicada en el número del 15 de diciembre de 1989 en la revista Science. Esta información, como ocurre con todo el conocimiento llamado básico, es fundamental para la ampliación de nuestra imagen del mundo, para la comprensión de múltiples fenómenos de nuestro planeta y posiblemente para nuestra propia sobrevivencia. Veamos algunos de los datos.

Neptuno emite 2.7 veces más energía de la que absorbe del Sol. Esta es, a diferencia de los planetas de superficie sólida, una característica común en los planetas gigantes de atmósferas muy densas y turbulentas constituidas predominantemente por hidrógeno. El metano atmosférico de Neptuno es más abundante que el de los otros grandes planetas y la absorción de la luz roja por este gas le proporciona su característica coloración azul. La atmósfera se mueve en forma de nubes a alta velocidad y está dominada por un inmenso ciclón, de un tamaño tan grande como el de la Tierra, llamado la Gran Mancha Oscura, muy similar a la Gran Mancha Roja de Júpiter. La velocidad del movimiento de las nubes se mide, como sucede con la Tierra, en referencia a la rotación interna del núcleo del planeta y tiene un periodo, es decir, un día, de 16.11 horas. Las capas de nubes se mueven a velocidades diferentes pero muy superiores a las de la Tierra. El Voyager II confirmó con imágenes la hipótesis de que, como ocurre con el resto de los planetas gigantes del Sistema Solar, Neptuno tendría anillos alrededor de su cinturón ecuatorial. Existen tres anillos a 42 000, 53 000 y 60 000 kilómetros del centro del planeta. El anillo exterior incluye tres arcos. Las partículas que componen los anillos parecen ser de menor tamaño que las de los de Urano.

El Voyager descubrió seis nuevos satélites de Neptuno, aparte de Tritón y Nereida, que son los más externos de la serie y que ya habían sido observados desde la Tierra. Cuatro de ellos están localizados dentro del sistema de anillos y son probablemente fragmentos de un cuerpo mucho mayor que se desintegró hace unos 2 000 millones de años. Tritón es con mucho el mayor de todos, ya que mide 2 700 km de diámetro, en tanto que el resto tiene menos de 400. Además, Tritón es el más frío de los cuerpos conocidos en el Sistema Solar, es geológicamente nuevo y por ello está casi desprovisto de los cráteres tan característicos de múltiples satélites planetarios, como la Luna. Al igual que Marte, Tritón tiene casquetes de hielo polar, probablemente de nitrógeno. El terreno occidental de Tritón es parecido a la corteza de un melón, en tanto que el oriental tiene lagos de agua congelada rodeados de terrazas, indicativas de épocas sucesivas de diluvio. Se descubrieron en la superficie del satélite dos emanaciones de tipo geyser que casi alcanzan la descomunal altura del Everest, es decir 8 kilómetros, y que probablemente están constituidas por nitrógeno que se vaporiza violentamente. La órbita muy inclinada de Tritón parece indicar que es un objeto capturado que se formó inicialmente, como Plutón, fuera del Sistema Solar y que entró en la órbita de Neptuno.

Ahora bien, como sucede con el resto de los cuerpos del Sistema Solar, el planeta, su sistema de anillos y de satélites están inmersos en un enorme campo magnético formado por un plasma de partículas —iones y electrones— que son barridos por el llamado viento solar en sentido opuesto al Sol, como si fuesen la larga cabellera de una mujer encarada al viento. La densidad de este plasma es una de las más bajas del Sistema Solar.

Los conocimientos obtenidos en esta exploración son sin duda extraordinarios. Sin embargo, es preciso añadir que, como sucede con toda investigación básica original y audaz, han habido consecuencias de orden práctico y tecnológico derivadas del propio desarrollo del proyecto. Las técnicas de microscopía electrónica, los hornos de microondas, las transmisiones en vivo vía satélite o la construcción de robots son algunas de las tecnologías que se han beneficiado de los Voyager. Y lo que es de mayor trascendencia aún: es muy posible que el aprendizaje sobre el clima y las características de estos mundos distantes pueda instruir a la humanidad sobre la manera más apropiada de cuidar su propio planeta.

Si todo sigue como hasta ahora, ambos Voyager continuarán trasmitiendo datos a la Tierra cuando menos hasta el año 2015, cuando se deslicen ya por el medio interestelar a velocidades cercanas a los 100 000 kph. Somos testigos afortunados de una verdadera odisea del espacio.

LA EXPERIENCIA DE UN ECLIPSE

Como todo aficionado a la astronomía soy un adicto a los cielos. Esto me hace tratar de conocer cada vez más las constelaciones y los nombres de las estrellas para poder caminar entre un número creciente de amigos en la noche y estar lo más posible al tanto de las increíbles novedades en cosmología. Pero más que nada, la afición constituye una hermosa experiencia. No hay nada como un banquete nocturno armado con unos binoculares, un pequeño telescopio y una guía celestial en busca de nebulosas y planetas. Nunca olvidaré la primera vez que vi a Saturno y la nebulosa de Orión en el telescopio del observatorio de Tonanzintla. En cuanto se pone el Sol o antes de que amanezca empieza uno a localizar a Venus, el planeta de Quetzalcóatl. Se sabe por dónde anda Júpiter y es un placer íntimo y especial adivinar la ubicación de los planetas antes de confirmarlo con la mirada o el lente. Más aún: los planetas y las estrellas han invadido, desde hace décadas, mis sueños; sueños fantásticos de Júpiter con un cinturón de lunas, de constelaciones armadas como moléculas químicas o de Venus despedazándose en fragmentos luminosos como un fuego fatuo.

Con estos antecedentes no parecerá extraño que la fecha del 11 de julio de 1991 se grabara en mi memoria desde años atrás, cuando me enteré de que habría un eclipse total de Sol sobre la ciudad de México. Nunca había presenciado uno y no era seguro que llegara a ver otro. Así que el miércoles 10 de julio me transporté con mi familia y mi telescopio a la zona sur del estado de Morelos, donde era menos probable que el cielo estuviera nublado y habría mejores condiciones de visibilidad. En la mañana del día 11 armé el telescopio sobre una cancha de cemento y lo apunté hacia el Sol. Como no es posible observar al padre Sol directamente, me valí de un pequeño truco. Los telescopios refractores, como el mío, que usan lentes para concentrar la luz, están provistos de un sistema de proyección similar al de una cámara lúcida, que se obtiene haciendo un pequeño agujero en un lado de la caja y proyectando la luz en la cara interior opuesta. En el caso del telescopio, en vez del ojo se usa una lámina blanca sobre la que se enfoca la imagen del Sol y una pantalla negra sobre el ocular que hace sombra sobre la blanca y permite la observación del objeto luminoso.

Figura 11. Eclipse de Sol. Efecto anillo de diamante. Foto especial distribuida por la NASA.

De esta forma, la imagen que obtuve en la pantalla era excelente: la circunferencia del Sol medía unos 5 cm y podía agrandarla o reducirla acercando o alejando la pantalla del ocular y enfocando cuidadosamente. Se revelaban con claridad en la imagen varios grupos de manchas solares. De hecho, ésta es una de las razones por las que este eclipse era de gran interés para los estudiosos del Sol, ya que coincidía con un pico de manchas que tienen un ciclo de 22 años.

Estaba en esto cuando, de repente, noté una muesca negra en el reborde del Sol. Me llevó unos segundos darme cuenta de que era la Luna que empezaba a ocultar la superficie del Sol. ¡El eclipse se había iniciado! Pronto me di cuenta de algo fascinante: a diferencia del borde solar nítido, el borde negro de la Luna era rugoso, es decir que estaba viendo el horizonte del paisaje lunar en miniatura, ya que las rugosidades eran los montes de la Luna. En los lugares de las manchas solares el movimiento de la Luna era particularmente notorio y, a pesar de que el avance llevó más de una hora, estaba totalmente absorto y ocupado. Cuando la superficie del Sol estaba oculta en tres cuartas partes la luz había disminuido bastante y, además, en la platina noté otro fenómeno: el reborde solar aparecía delineado por una delgadísima pero intensa franja azul. Cuando la circunferencia de la Luna avanzó más noté en ella una franja roja. Me di cuenta de que ocurría un fenómeno de polarización de la luz con los rojos en el reborde lunar y los azules en el solar.

En los últimos momentos que precedieron a la totalidad del eclipse pasaron demasiadas cosas a la vez. El paisaje lunar se dibujó sobre la línea de luz intensa que quedaba del Sol, partiéndola por unos instantes en un rosario de puntos luminosos. El movimiento fue veloz pero la intensidad del portento era tan espectacular que en mi conciencia se lentificó el paso del tiempo, como cuando se tiene un accidente. En el mismo instante me percaté de algo extraordinario fuera del telescopio. En el suelo de la cancha se dibujaban, claras e intensas, unas líneas de luz que se movían a gran velocidad. Eran idénticas a los reflejos de una superficie acuática en movimiento cuando, al ser alumbrada por el Sol, refleja sobre otra superficie unas líneas de luz danzantes y líquidas que embelesan. Me di cuenta de que eran las llamadas bandas de sombra que se generan por la interacción de los últimos puntos de la creciente solar con la atmósfera terrestre. Lo que nunca imaginé es que tuvieran tal velocidad, intensidad y belleza. De repente estaba oscuro, pero no totalmente; era una luz como de intensa luna llena, aunque peculiar porque en el horizonte había más luz, y hacia arriba menos, de tal forma que tuve la impresión de estar en un domo de sombra. Levanté entonces la vista y la imagen que percibieron mis ojos no la olvidaré jamás.

En medio del cielo del mediodía crepuscular había un Sol negro, un círculo de la mayor negrura imaginable rodeado de una luz plateada. Ésta era mi primera visión de la corona solar y no podía dejar de admirarla. Alrededor del disco negro el halo de la corona no era para nada una circunferencia sino un aura pulsátil y asimétrica de un color intenso que me recordaba al nácar o a las perlas negras. Sin duda había algo nacarado en esa luz. Agradecí embelesado la extraña coincidencia que permite admirar este espectáculo. La explicación es que mientras el diámetro del Sol es como 400 veces el de la Luna, nuestra estrella está 400 veces más alejada de la Tierra que nuestro satélite, por lo cual las dos circunferencias suelen coincidir perfectamente en un eclipse y permiten observar la corona.

Ya más habituado a la oscuridad, tuve una nueva sorpresa: hacia el poniente del Sol y apuntándole en línea recta pude distinguir claramente tres planetas tan brillantes como estrellas de primera magnitud. El más cercano era el volátil Mercurio, que me ha sido tan difícil ver por su cercanía al Sol; poco más afuera estaba el rojizo Marte y un poco más allá, intenso y brillante, estaba Venus. La sensación de vivir en el Sistema Solar me invadió con toda claridad y me hizo sentir, además, la coreografía de estos cuerpos celestes.

Súbitamente y ¡oh, demasiado pronto! una luz intensa había roto el domo de sombra. El disco lunar, siguiendo su continuo navegar, empezaba a abandonar al Sol. De nuevo, las bandas de sombra corrieron sobre el suelo y la luz era, a pesar de lo pálido, ya luz de día. Me quedé viendo sobre la platina del telescopio, al que había olvidado para hundirme en la embriaguez de la penumbra, cómo la Luna se salía de la circunferencia solar con una mezcla de nostalgia y alegría.

Después de esta experiencia no me extrañó que existieran personas maniáticas de los eclipses totales. Algunos han visto más de quince. Se trata de uno de los acontecimientos naturales más impresionantes que he presenciado. Como un terremoto sin terror, como un alucinógeno cósmico, el eclipse es una experiencia primordial que altera la conciencia al colocarnos en la vivencia inequívoca de que somos parte de un sistema de esferas que danzan sin cesar. Es sin duda por esta razón que Andrew Weil en su libro El matrimonio del Sol y de la Luna describe al eclipse junto a las plantas mágicas.

GAIA, LA MADRE TIERRA

Para descubrir si hay vida en otro planeta se pueden plantear dos alternativas distintas. La primera, y la más evidente, es enviar al planeta un aparato que pueda tomar fotos y muestras de su superficie. La segunda es mucho más fácil: analizar las características de la atmósfera del planeta desde la Tierra. Esta aproximación fue precisamente la que usaron Dian Hitchcock y James Lovelock en 1967 para establecer la posibilidad de vida en Marte. Al comparar el comportamiento de diversos gases en las atmósferas de la Tierra y de Marte encontraron una diferencia inmensa y profundamente significativa: la atmósfera de Marte se encontraba cercana al equilibrio químico y el bióxido de carbono era el compuesto predominante; en cambio, la atmósfera de la Tierra se encuentra en un estado de desequilibrio intenso y el bióxido de carbono es un componente mínimo. Además, la coexistencia de oxígeno en abundancia con nitrógeno y agua, tan característica de la Tierra, no podría darse en un planeta sin vida. Por lo tanto, concluyeron los autores, Marte no tiene vida. James Lovelock, no contento con esta certera predicción, se le ocurrió algo más audaz: la composición química de los gases de la atmósfera de la Tierra y sus modificaciones en el tiempo deberían tener un sistema de control activo y general. Más aún, no sólo la atmósfera y los sistemas vivos de su superficie, sino también el clima de la Tierra deberían estar regulados. De esta forma, Lovelock concibió a la Tierra como un organismo.

A finales de la década de los sesenta Lovelock le expuso estas ideas al novelista William Golding, el autor del inolvidable El Señor de las moscas y premio Nobel en 1983, quien asombrado por la mítica implicación del concepto sugirió que una entidad de ese calibre sólo podría responder al nombre de Gaia (o Gea), la diosa griega de la Tierra. Y es con este nombre afortunado que hoy conocemos a la teoría de Lovelock. La idea no es, sin embargo, sólo una ficción o una mera hipótesis; es una teoría científica precisa y, al mismo tiempo, conmovedora por sus implicaciones. De hecho no es una idea totalmente nueva.

Uno de los fundadores de la geología moderna, el naturalista escocés James Hutton (1726-1797) originó uno de los principios fundamentales de la geología, el uniformitarianismo, que explica las características de la superficie de la Tierra por la evolución natural de los procesos geológicos. Esto fue una idea revolucionaria en un tiempo en el que aún se pensaba, por los cálculos bíblicos, que la Tierra había sido creada 6 000 años atrás y que no se conocía siquiera el origen volcánico de las rocas. Al disertar sobre esta evolución, que ponía el origen de la Tierra en fechas imposibles de trazar en el pasado, Hutton, que se había graduado como médico, intuyó genialmente que se trataba de un gran organismo que podría ser estudiado por una especie de fisiología planetaria.

Figura 12. "Gaia, la Madre tierra". Foto distribuida por la NASA.

Veamos ahora en mayor detalle en qué consiste la teoría de Gaia. La Tierra se concibe como un sistema constituido por organismos vivos y su medio ambiente en constante evolución. Ambos constituyentes se encuentran estrechamente enlazados y se pueden considerar inseparables. La autorregulación del clima y la composición química de la Tierra son sus propiedades emergentes, aquellas que sólo se dan en el acoplamiento de las partes en un todo. La evolución del sistema se caracteriza por largos periodos de equilibrio y cambios bruscos que lo mueven a nuevos estados de equilibrio.

Curiosamente, y en apoyo a la centenaria intuición de James Hutton, las mismas nociones se han aplicado desde sus inicios en la fisiología. Es así que existe un complejo mecanismo que mantiene el equilibrio de las funciones y los niveles de sustancias en el medio interno del individuo que los fisiólogos denominan homeostasis, el cual se pierde en particular durante los diversos estadios del desarrollo o durante una enfermedad. De manera similar existe un acoplamiento preciso entre los organismos y su medio en el planeta. Y, al igual que los organismos en general, Gaia es un sistema abierto delimitado, en su caso, por la atmósfera exterior, a través de la cual intercambia radiaciones con sistemas externos distantes.



La hipótesis ha generado modelos que explican la autorregulación simultánea del clima y la química del suelo que generan los ecosistemas bacterianos. Como toda buena teoría, Gaia hace ciertas predicciones que pueden ser probadas por observación. Una de ellas es que la vida en un planeta no puede progresar si es aislada; los organismos deben ser lo suficientemente abundantes para afectar —y ser regulados por— la evolución geoquímica del planeta. Otra predicción es que la actual elaboración de desechos y contaminación humana es una fuente de desequilibrio intenso para la Tierra. Gracias a sus poderosos mecanismos de autocontrol activo, Gaia parece adaptarse a los cambios y enmascarar los problemas (como cuando incrementa la formación de nubes para disminuir la radiación del efecto invernadero), pero llegará un momento en que se deba dar un cambio puntual del clima, literalmente catastrófico, para lograr un nuevo equilibrio. Es suficientemente claro que las implicaciones de esta predicción son vitales en el sentido estricto del término.



Sin embargo, la idea de Gaia no ha sido recibida con beneplácito general en la comunidad científica. El principal ataque lanzado por los detractores de esta teoría es acusarla de teleológica. La teleología es la idea de un diseño o guía consciente en la naturaleza, o bien de que los fines determinan su dirección. La ciencia ha sido consistentemente antiteleológica en el primer sentido del término y con buena razón: no hay necesidad de invocar un diseño o una guía antropomórficamente consciente para comprender la evolución de los sistemas naturales. Pero no es gracias a la tendencia reduccionista de la ciencia que podemos hacer esta afirmación. La teleología ha venido a resultar superflua gracias a las nociones integrativas, o sea holistas, que explican que las propiedades misteriosas de la vida o de la mente emergen de sistemas complejos. No hay nada en Gaia de teleológico en ese sentido; se trata de una teoría sistémica que acepta propiedades emergentes del sistema como un todo. Quienes abogan por una aproximación analítica, es decir, del estudio por partes de los objetos, han lanzado este epíteto a las teorías sistémicas que son por naturaleza holistas, es decir, que analizan al objeto como un todo. Una vez más, es necesario reconocer que los abordajes reduccionista y holista son complementarios.



Por lo demás, la teleología en los sistemas naturales puede entenderse como una tendencia o curso de desarrollo de procesos que se genera por la confluencia de múltiples factores causales en sistemas complejos y dinámicos. En este sentido las teorías holistas, como la ciencia del caos o la teoría de Gaia, parecen tener un hálito espiritual que irrita a los científicos más ortodoxos que son muy sensibles a las herejías inversas.



Probablemente una manera directa, intuitiva y holista de apreciar la teoría de Gaia es observar alguna de las fotos tomadas de la Tierra en su totalidad desde el espacio exterior. Allí está nuestra casa, en brillantes colores, con su atmósfera azul y las delicadas pautas de sus blancas nubes cambiando constantemente. Las fronteras políticas son invisibles y se intuye que la vida es una. La noción de Gaia, la Madre Tierra, debe arraigar en nuestra mente para que, con ello, nuestra conducta se adapte a sus funciones.

LA ABUELA AFRICANA

¿Cómo y cuándo surgieron los seres humanos sobre la Tierra? ¿A partir de qué momento podemos hablar de características tan elementalmente humanas como el calendario, la cocina, la adivinación, las bromas, el teatro, la ley o la cirugía, ninguna de las cuales es disfrutada por los otros animales del planeta, incluidos los simios y los delfines? Pocas cuestiones han intrigado más a los seres humanos que sus orígenes. Todas las culturas tienen mitos de creación y, en la actualidad, el debate entre los creacionistas y los evolucionistas sigue estando tan encendido como desde Darwin.

Elwyn L. Simons, el director del Centro para el Estudio de la Historia y Biología de los Primates en la Universidad de Duke en Carolina del Norte, ha atisbado el origen humano con datos de unas 150 investigaciones. Veamos cuál es el estado actual de las teorías.

Algo muy importante debió acontecer en el sur y el este de África hace aproximadamente un millón de años, ya que un grupo de simios evolucionó rápidamente: su cerebro aumentó de tamaño, los individuos empezaron a fabricar herramientas, a usar el fuego y se irguieron en dos pies. ¿Cómo sabemos esto? La historia es fascinante.

En 1988, a la madura edad de 95 años, murió Raymond Dart, quien en 1925 había descrito, con partes fósiles de un esqueleto, al australopiteco, un homínido primitivo que, a diferencia de los simios, caminaba en dos pies por lo que es actualmente Sudáfrica y tenía un cerebro de tamaño intermedio entre los grandes monos y el humano actual. Se supo que el australopiteco era bípedo por el análisis de la pelvis. Además, en las cuevas donde fueron hallados los fósiles había huesos de antílopes, monos y otros animales. Esto sugería que aquel homínido era un cazador de las sabanas, a diferencia de los simios cuadrúpedos, habitantes de los bosques y la selva. El australopiteco tenía un gran rostro y un cerebro pequeño, aproximadamente de medio kilo, poco más de un tercio del cerebro humano. Toda su anatomía sugería que se trataba de un eslabón entre el simio y el humano, aunque seguramente carecía de los rasgos más distintivos: lenguaje y uso del fuego.

Años mas tarde, en la década de los sesenta, los famosos esposos Leakey hicieron una serie de hallazgos que incluían fósiles de hace 1.75 millones de años. Muchos eran partes de australopitecos de varias especies, pero otros pertenecían a un antepasado diferente, ya del género Homo. Le llamaron Homo habilis porque había evidencias de que manufacturaba herramientas. En una localidad de Tanzania, Mary Leakey descubriría también las huellas de tres homínidos bípedos en un terreno de cenizas fosilizadas que, para sorpresa general, por medio del radiocarbono se fecharon en ¡3.6 millones de años!

En 1974 en la región Afar de Etiopía apareció el esqueleto casi íntegro de una hembra de australopiteco a la que se le llamó Lucy y que vivió hace 3 000 000 de años. El esqueleto ha sido analizado por muchos investigadores. Tiene un tórax cónico, como los simios, pero la proporción de sus brazos es similar a la nuestra, en tanto que la relación entre la longitud del brazo y la pierna es intermedia entre el simio y el hombre. Posiblemente sus hábitos eran tanto terrestres como arborícolas. Pesaba unos 30 kilos y medía un metro. Los machos llegarían al metro y medio y a los 68 kilos. Había una gran diferencia anatómica y posiblemente de hábitos entre los sexos. Sigue sin haber evidencia de que fabricaran utensilios, pulieran piedras o construyeran hogares.

En 1984, Kamoya Kimeu encontró en Kenya el esqueleto más completo de otro homínido primitivo de nuestro género: el Homo erectus, con una edad de 1.6 millones de años. El esqueleto perteneció a un muchacho muy joven, posiblemente de unos 12 años, pero de gran estatura para su edad: 1.66 metros. Su cerebro pesaba unos 900 gramos, bastante más cercano al nuestro, de 1 350 gramos. En todo se asemeja al humano actual excepto por el tórax cónico, aún similar al de Lucy y los simios. De nuevo pareciera que este esqueleto es un eslabón entre el australopiteco y el humano actual. Otros esqueletos de la misma especie, pero de fechas muy posteriores habían sido hallados en Asia. Se trata del hombre de Pekín y del hombre de Java. ¿Por qué la diferencia en tiempo?

Hay evidencias sólidas de que los humanoides primitivos surgieron en África y permanecieron allí durante un millón de años. Luego emigraron en diversas direcciones y algunas poblaciones se establecieron y evolucionaron hasta convertirse en seres humanos arcaicos ya de nuestra especie Homo sapiens.

Ahora bien, en Europa y el oeste de Asia se diferenciaron, hace unos 75 000 años, la criatura que hoy llamamos el hombre de Neandertal, Homo sapiens neanderthalensis. Los neandertales enterraban a sus muertos, tenían cerebros comparables a los nuestros, incluso por el crecimiento del área de Broca, cuya función es la articulación del lenguaje. Además, compartían territorios con modernos Homo sapiens sapiens en el Paleolítico (hace 50 000 a 100 000 años). Sin embargo, abruptamente, hace 30 000 o 40 000 años, y coincidiendo con las épocas glaciares, los neandertales fueron remazados por humanos modernos cuyas características anatómicas parecen haber cambiado gradualmente a partir de entonces. En efecto, el tamaño de los dientes, de la cara y de los músculos del brazo disminuyeron con la aparición del humano moderno. Probablemente la evolución favoreció brazos y manos más eficientes que permitieran la fabricación de herramientas más elaboradas que las producidas por los neandertales, lo cual les dio una gran ventaja evolutiva en una época de cambios geológicos intensos. Y todo esto sucedió hace relativamente muy poco tiempo, en especial si consideramos que ya había homínidos en África hace 3 o 4 millones de años.

Es así que, aunque los homínidos son muy antiguos, los humanos somos extraordinariamente recientes sobre la faz de a Tierra. Hace sólo unas decenas de miles de años surgió lo que consideramos esencialmente nuestro: nuestra anatomía particular, la fabricación de instrumentos en forma de utensilios, la construcción de viviendas y, en particular, la habilidad para desarrollar una comunicación simbólica. En muy poco tiempo se agregarían las características de las sociedades de cazadores recolectores y casi inmediatamente, hace unos 10 000 años, la agricultura. Aún sobreviven, aunque desgraciadamente por muy poco tiempo más, algunos grupos humanos con las características del Pleistoceno: los cazadores recolectores aborígenes de Australia, los bosquimanos del Kalahari sudafricano, los pigmeos de África y los esquimales del Ártico.

De esta manera, las evidencias de una evolución de los primates superiores que desemboca en los seres humanos son abundantes y por completo convincentes. Naturalmente que siempre existe la posibilidad de una creación de la nada. La mente humana ha evolucionado para proponer alternativas. Consideremos aquella atribuida a Borges y según la cual el mundo ha sido creado por un Dios omnipotente (y humorista) hace cinco minutos, dotado ya de fósiles, de todos sus artefactos y documentos y de una humanidad que recuerda un pasado ilusorio. Irrefutable.

LA VIDA SOCIAL DE LAS PLANTAS

A diferencia de los seres humanos, cuyas interacciones sociales predominantemente se restringen a intercambiar información entre ellos, con ocasionales encuentros con animales, las plantas tienen que vérselas constantemente con una gran variedad de individuos de múltiples especies. Cada uno de ellos lucha por encontrar un lugar ventajoso y sobrevivir en el ecosistema común. Así, las plantas deben competir con otras para ganar espacio, nutrientes del suelo o luz solar. Deben contender con invasiones de microbios y hongos del suelo o establecer simbiosis con los que les son de provecho. Deben evitar ser comidas por insectos defoliadores y arreglárselas para atraer a otros organismos para que les ayuden con la polinización y la dispersión de sus semillas. Pueden sobrevivir si logran ser inofensivas o pueden encontrar arreglos más complicados que beneficien o limiten a otros individuos. Se trata de una compleja vida social que las plantas deben establecer sin hablar y sin moverse de lugar, o moviéndose muy poco y lentamente. ¿Cómo es que lo logran?

Las plantas usan un alfabeto bioquímico para comunicarse entre sí y con su ecosistema. Por ello tienen que sintetizar una gran variedad de sustancias químicas que funjan como transmisoras de la información que les permitirá sobrevivir con ventaja y, con ello, propagar la especie. En todo momento la planta que vemos aparentemente ociosa está usando feromonas, inhibidores y promotores del crecimiento, venenos y otras sustancias para comunicarse con otras plantas, marcar su territorio o lograr reproducirse. Además sintetiza pigmentos, sustancias olorosas, atractores o repelentes, inductores o inhibidores de la alimentación o toxinas para dialogar con los múltiples insectos del ambiente, tanto para atraerlos como para evitarlos. Utiliza el repertorio químico para mandar mensajes a los microorganismos, hongos o gusanos del suelo que viven cercanos a sus raíces. Los animales forrajeros y herbívoros, que son potenciales consumidores de la planta, reciben también sus mensajes. La planta puede necesitar que se aproximen ciertos animales o que se consuman determinadas de sus partes para completar su ciclo vital o dispersar sus semillas.

No en vano muchos frutos son deliciosos: la planta nos usa a nosotros y a otros animales frugívoros para que nos los comamos y transportemos las semillas a otros lados donde podrán encontrar, con suerte, territorios fértiles. El propio tránsito por el canal digestivo parece hacer más viables a las semillas. La planta puede necesitar que el hervíboro se ahuyente, por lo cual emite señales químicas para prevenirlo. Como sucede con el lenguaje humano, los receptores de esta información tienen sus propias respuestas químicas.

Figura 13. Larva ingiriendo toloache.

La conversación es lenta y el alfabeto limitado pero la información se trasmite continua y eficientemente. Es un lenguaje sutil, inaudible al oído humano aunque ocasionalmente detectable en el color o el aroma de una flor, digamos de una rosa, y que, significativamente, ha sido fuente de inspiración o aun éxtasis para los seres humanos. Además, muchos animales y seres humanos han aplicado ese alfabeto químico para mantener o recuperar la salud.

Hasta hace muy poco tiempo la fuente principal de medicamentos era el reino vegetal. Es muy posible que los chamanes y los curanderos encontraran, gracias a sus observaciones acuciosas del lenguaje de los ecosistemas, pistas para identificar propiedades medicinales en determinadas plantas. Las que resultaron efectivas pasaron a formar parte del acervo terapéutico de la cultura tradicional. Eran plantas dotadas de poder. Con el tiempo se vendría a corroborar que tal poder residía en alguna molécula del repertorio químico de la planta: su llamado principio activo. Muchas de estas moléculas tienen primas y hermanas dentro de nuestro organismo; de hecho, las vías metabólicas que producen y degradan las sustancias químicas pueden ser idénticas, aunque tengan funciones totalmente distintas. Es así que el peyote, el cacto visionario de los indios mexicanos, posee una complicada ruta metabólica para sintetizar la molécula alucinógena llamada mezcalina, ruta que es en parte idéntica a la forma que se sintetiza en nuestro cerebro el neurotrasmisor llamado dopamina, y que está aparentemente alterada en la psicosis llamada esquizofrenia. Los ejemplos se podrían multiplicar. Gracias a esta unidad química de los organismos vivos es que actúan las sustancias vegetales en el cuerpo humano: las moléculas de la planta encuentran receptores que las reconocen. De esta forma, el lenguaje químico de los ecosistemas nos incluye y nos puede sanar o enfermar.

Con sus múltiples funciones ecológicas, no es sorprendente que las plantas sean complejos laboratorios bioquímicos. Una gran parte de su genoma se utiliza para fabricar o sintetizar sustancias. Cuando alguna de ellas logra que la comunicación obtenida favorezca la sobrevivencia y la adaptación, el sistema metabólico se selecciona y la planta podrá reproducirse con ventaja. Si consideramos estas razones se explica lo que durante un tiempo fue una pregunta de difícil respuesta para la fitoquímica, la ciencia que estudia la estructura química de los vegetales: ¿cuál es la razón de que las plantas tengan un metabolismo químico tan complejo? Se llegó a hablar incluso de compuestos secundarios, que no tenían que ver con las necesidades vitales de la planta misma, estableciendo sin quererlo, y como suele suceder, una inadecuada analogía con los animales superiores, en particular con el ser humano. En éstos, los complejos mecanismos bioquímicos cumplen esencialmente funciones nutricias, energéticas y de comunicación interna del propio organismo. En este último caso están las hormonas y los neurotrasmisores. Como las plantas tienen una fisiología interna mucho más simple, no se encontraba la razón de ser de las numerosas moléculas que producían. Fue necesario buscar fuera del organismo la explicación de su intenso metabolismo. Esta es una de las tantas aportaciones de la ecología, ciencia que analiza los complejos sistemas naturales para entender un problema básico. Se ha generado ya una interdisciplina, la ecología química, para abordar este tipo de cuestiones que pueden ser concebidas como funciones de un ecosistema. Algunos prefieren el hermoso término de semioquímica para identificar las funciones comunicativas de compuestos químicos producidos por plantas y animales.

Qué maravillosa urdimbre la de los ecosistemas! Cada organismo es un elemento que se acopla mediante múltiples señales con otros. La fuerza motriz de la evolución ya no es un fenómeno tan ininteligible al considerarse circunscrito al organismo aislado: hay coevolución. La extensa comunicación que cada planta y cada animal establecen con otros y con el medio físico es en sí misma necesariamente cambiante y demanda los ajustes adaptativos que conducen a la evolución. Y todos ellos establecen una red pulsátil cuyas dimensiones no es posible delimitar claramente, excepto si pensamos en toda la superficie del planeta, en la biosfera, es decir, en Gaia, la Tierra concebida como un organismo con las propiedades que usualmente se adjudican a la vida y la inteligencia.

LECTURAS

Albone, E. S. (1984), Mammalian Semiochemistry, John Wiley & Sons, Chichester.

Bateson, G. (1980), Mind and Nature. A Necessary Unity, Bantam, Nueva York.

Coppens, Y. (1994), "East Side Story: The Origin of Humankind" Scientific American 270 (mayo), pp. 62-69.

Delson, E., compilador (1985), Ancestors: The Hard Evidence, Liss, Nueva York.

Kauffmannm, W. J. (1973), Relativity and Cosmology, Harper & Row, Nueva York.

Osterbrock, D. E., J. A. Gwinn, R. S. Brashear (1993), "Edwin Hubble and the Expanding Universe", Scientific American 269 (julio), pp. 70-75.

Simons (1989), Science 245, pp. 1343-1350.

Shatzman, E. L. (1968/1976), The Structure of the Universe, McGraw Hill/World University Library, Nueva York. Weil, A. (1980), The Marriage of the Sun and the Moon, Houghton Mifflin, Boston.