IX. CEREBRO Y MENTE: EL SESO PSICOSOMÁTICO

LA FUNCIÓN DEL CEREBRO

DOS notorias fronteras de la investigación científica fundamental avanzan a gran velocidad y ofrecen resultados crecientemente fascinantes: la astronomía y las ciencias cerebrales o neurociencias. Estas últimas constituyen un ejemplo acabado de lo que podríamos denominar una transdisciplina, es decir, la interacción de diversas especialidades que operan en los distintos niveles de organización de la realidad (molecular, celular, tisular, orgánico, organísmico) para entender integralmente la función del sistema natural biológico más complejo que conocemos: el cerebro.

Ahora bien, ¿cuál es esa función que las neurociencias intentan comprender? Se trata, nada menos, que de penetrar el misterio de la relación entre la mente, la conducta y la actividad propia del tejido nervioso. Es decir, se trata de desentrañar la manera como la actividad del cerebro se relaciona con la psique y el comportamiento, las dos manifestaciones que constituyen el tema de estudio de la psicología. Por ejemplo, se supone que existe una huella cerebral en la que se halla inscrita la memoria, o mejor dicho, cada recuerdo específico. Otras huellas deberán ser responsables, al activarse, de conductas como la agresión, el sexo, la alimentación o el habla. Unas más serían la contraparte de experiencias subjetivas como la percepción, la imaginación, el pensamiento, la emoción o el ensueño. La pregunta, entonces, se refiere a la naturaleza de estas huellas. Para abordarla debemos esbozar de manera general cómo funciona el cerebro.

Los elementos funcionales fundamentales del cerebro son las neuronas, células especializadas en el manejo de la información. Las neuronas tienen como principal característica la excitabilidad. Son células dotadas de múltiples prolongaciones ramificadas, llamadas dendritas, por las que reciben información, y de una prolongación larga, llamada axón, que se ramifica y la conecta hacia otras neuronas. Podemos calcular que una neurona recibe información directa de varios miles de neuronas y envía información a otras tantas. El número de neuronas de un cerebro humano probablemente se sitúe por los 100 000 millones, un número similar al de las estrellas en una galaxia normal, como nuestra Vía Láctea. Ahora bien, el número de unidades de información del cerebro es mucho mayor debido precisamente al número de contactos que se establecen entre las neuronas y que hemos dicho que es de varios miles por unidad, con lo cual tenemos al menos 10 billones de contactos que constituyen, para usar una analogía en boga, otros tantos bits de información. Es así que la unidad fundamental del cerebro es la neurona desde el punto de vista estructural, y el contacto entre neuronas desde el punto de vista informacional. A ese contacto se le llama sinapsis.

Figura 14. Sinapsis y comunicación entre neuronas.

Una sinapsis está constituida por la terminal de una neurona llamada emisora, la parte de la membrana de otra neurona, llamada receptora con la que casi hace contacto la terminal, y una señal que es la responsable de la transmisión de la información. Esa señal está conformada por pequeñas moléculas químicas que reciben el nombre de neurotrasmisores. Se conocen varias familias de ellos, que se pueden agrupar en tres: aminas biológicas como la acetilcolina, la serotonina o la dopamina; algunos aminoácidos como el ácido gamma-aminobutírico, la glicina o el ácido glutámico; y péptidos o cadenas de aminoácidos como las encefalinas y porciones de hormonas. Estos neurotrasmisores son sustancias químicas ubicuas en la naturaleza, pero sólo en el tejido nervioso se convierten en moléculas semioquímicas, es decir, en moléculas que acarrean información. La neurona que envía la información está capacitada para sintetizar y liberar al neurotrasmisor a un espacio sellado que facilita que el trasmisor llegue a sitios especializados de la membrana de la neurona que recibe la señal y que reconocen al trasmisor y decodifican el mensaje: se trata de los receptores sinápticos. Estas estructuras son proteínas de la membrana que funcionan como minúsculas cerraduras que admiten sólo una forma de llave para accionar la cerradura. Como sucede con la información binaria de la computadora en la que el mensaje está codificado por unos o ceros, la llave-neurotrasmisor sólo puede tener dos efectos inmediatos sobre la cerradura-receptor: o la neurona receptora se excita y trasmite la información o se inhibe y la bloquea.

La irradiación y la transmisión de información a través de las neuronas sucede gracias a los potenciales eléctricos que recorren la membrana y que obedecen a la propagación de ondas eléctricas que se forman por la salida o entrada, a través de la membrana, de iones de sodio, potasio y cloro que están cargados eléctricamente, con lo cual la célula y sus prolongaciones se comportan como un cable.

Pero todo esto no explica más que el fundamento de la organización nerviosa. El cerebro, dotado de esta maquinaria fisicoquímica de información cuyas propiedades son similares en todos sus sectores, tiene una arquitectura que organiza sus elementos neuronales de manera intrincada y exquisita, bastante distinta en sus partes. Los diferentes tipos de neuronas están organizados sea en cúmulos celulares o en capas. Las zonas superficiales del cerebro, como la corteza cerebral, que es la arrugada superficie que lo distingue, o la corteza del cerebelo, tienen un arreglo horizontal de varias capas constituidas por tipos específicos de neuronas y un arreglo vertical formado por columnas de fibras que conectan a las células en una infinidad de circuitos de uniones extraordinariamente precisas. Las zonas más especializadas de la corteza cerebral, como aquellas en las que se recibe la información visual o la que se encarga de los movimientos corporales, tienen una organizacion particularmente elaborada y compleja. En suma, las neuronas se agrupan en sistemas multineuronales perfectamente estructurados en su arreglo espacial, específicamente interconectados por dendritas y axones y particularmente definidos por la naturaleza química de sus contactos sinápticos. Es así que la mente y la conducta tienen como fundamento material una morfología particularmente intrincada.

Ahora bien, sobre la base del lenguaje sináptico y de la exquisita e intrincada arquitectura, los sistemas neuronales operan mediante pautas espacio-temporales de actividad. Pensemos en cada neurona de la red como el instrumento de una orquesta o la voz individual en un coro. Según su disposición espacial y la naturaleza de la sinapsis involucrada estos sistemas interneuronales pueden procesar distintos tipos de melodías. Las neuronas son exquisitamente sensibles a un tipo de información particular. Las neuronas de la zona visual sólo descargan ante un estímulo muy especifico del campo visual, como podría ser una línea en determinado ángulo. Otros miembros de la orquesta visual descargan en respuesta a otras características, como el color, la textura o la forma y entre todos ellos interpretan una melodía final, la cual suponemos, corresponde a la experiencia de ver. Otras orquestas situadas en otros sectores tocan la melodía del oír, del recuerdo, del ensueño, de la agresión, de la vergüenza, de la creencia. Por lo que sabemos, algunas orquestas están especializadas en un solo tipo de melodía, o sea de información, como la visual, la auditiva o la motora, pero otras tienen un repertorio más amplio y melodías similares pueden ser ejecutadas por diversos grupos de neuronas.

A pesar de lo extraordinario de toda esta información, aún no sabemos con exactitud cómo es que la actividad cerebral, o bien cuál es esa actividad específica. En respuesta a este interrogante hay varios modelos hipotéticos. Veamos a continuación un modelo muy controvertido pero verosímil e inquietante.

EL HOLOGRAMA Y EL ARCO IRIS

Está usted frente a un estanque de agua en un bosque. No hay viento. La superficie lisa y bruñida ante sus ojos es un espejo que refleja los árboles de la orilla opuesta y el sol del atardecer. Algunas hojas secas flotan inmóviles, aquí y allá, sobre el agua. Imagine que toma tres piedras de diferente tamaño y las arroja, una tras otra, a puntos diferentes del estanque. Las piedras caen con segundos de diferencia y, de acuerdo con su peso y velocidad de caída, se forman en el agua ondas de diferente amplitud que se propagan en círculos crecientes y silenciosos a partir del punto central donde la piedra rompió la superficie. El frente de cada círculo avanza diáfanamente extendiéndose a una velocidad constante y una amplitud decreciente. Los frentes de onda se encuentran, se entrelazan, se traspasan y continúan su viaje centrífugo hasta rebotar en las orillas. Las hojas flotantes, al ser alcanzadas por las ondas, en vez de desplazarse, simplemente suben y bajan cabalgando la onda en su sitio. La superficie del estanque es ahora una danza de círculos que se dilatan y entrelazan en pautas de interferencia y zonas en calma. Poco a poco los árboles y el Sol, rotos en fragmentos parpadeantes por la deformación del líquido espejo, vuelven a reunirse y a tomar su forma.

Suponga usted ahora que tuviera los datos físicos necesarios sobre las leyes que rigen el movimiento descrito y que incluyen la velocidad de propagación de las ondas, la viscosidad del agua y la intensidad o amplitud de la onda que depende del tamaño de la piedra y su velocidad de entrada. Con estos datos podría, desde cualquier punto del estanque en el que ocurran interferencias de las ondas, determinar el tamaño de las piedras y su tiempo y lugar precisos de entrada. Es decir, en cada punto de la superficie deformada por las ondas está codificada la información del todo.

El movimiento de las ondas consiste en un número de ondulaciones que se denominan un tren de ondas. El pulso de un tren no consiste en una vibración pura de una sola frecuencia, ya que otras vibraciones de diferentes frecuencias están superimpuestas sobre la onda mayor, como sucede con una cuerda de guitarra al ser tañida. De esta forma, un pulso consiste en un grupo de vibraciones de diferentes frecuencias, amplitudes y fases. Estas características de las ondas fueron aplicadas por un matemático y egiptólogo francés, Jean Baptiste Joseph Fourier (1768-1830) para analizar el movimiento periódico. En el caso del estanque esto podría visualizarse al observar detenidamente el movimiento de la hoja sobre la superficie al paso de la onda, un movimiento que equivale a la "armonía" musical.

Con estos principios fundamentales, ejemplificados por el movimiento de la hoja, con el que podemos reproducir el evento completo del estanque, Dennis Gabor (1900-1979), el inventor húngaro a quien se otorgó el premio Nobel en 1971, diseñó un proceso de reconstrucción de un frente de onda. El procedimiento es el siguiente: se registra la forma de interferencia producida por la interacción de una luz difractada por un objeto en una película de alta resolución. En la película queda grabada la interferencia de la luz difractada por el objeto de la misma manera que recibiríamos la onda del estanque en la orilla después de que pasó por un objeto rígido, digamos una roca, situado entre la caída de la piedra y la orilla. La deformación de la onda traería a la orilla la información del objeto de interferencia. En un segundo tiempo la película se ilumina para producir la imagen del objeto original y tal imagen tiene la propiedad de reproducir tridimensionalmente el objeto. El invento de Gabor, al que denominó holograma, permaneció como una curiosidad hasta el advenimiento del rayo láser, a principio de los años sesenta, con el que fue posible, merced a la coherencia casi perfecta de su luz, producir hologramas fidedignos.

Unos años más tarde Karl Pribram, prominente neurofisiólogo norteamericano de origen checo, elaboró una teoría de la función cerebral basándose en el holograma. Su intento se ubicó como el último de una cadena de modelos del cerebro que se iniciaron con Pascal. Una de las maneras que los científicos han usado para comprender la función del cerebro ha sido compararla con las máquinas o los artefactos de comunicación y cálculo más actuales. Pascal sugirió que el cerebro utilizaría en sus cálculos algún proceso similar al de su elemental máquina para realizar operaciones y que era poco más que un ábaco semiautomático. En los principios de la telefonía al cerebro se le comparó con una red de intercomunicaciones similar a un conmutador. Más tarde se configuró la analogía más interesante de la época actual: la del cerebro como una computadora electrónica, y nació así la inteligencia artificial. Por ejemplo, se sugirió que el cerebro era análogo a la máquina en su sentido físico, lo que llaman los computólogos el hardware, en tanto que la mente correspondería a los programas, que constituyen el software. Pribram sugirió que la mente y el cerebro funcionan de manera similar al holograma y explicaba la memoria de una manera similar al proceso por el cual, con los datos de un solo punto, podría registrarse y recobrarse una enorme cantidad de información.

Para Pribram el cerebro funciona con pautas de interferencia constituidas por frentes de ondas eléctricas. Estos frentes serían las excitaciones o inhibiciones de neuronas y sinapsis en el árbol de las dendritas o ramificaciones neuronales que, en conjunto, concibe como pautas de microondas. Ahora bien, ¿quién es y dónde está el observador de la imagen construida por el holograma cerebral, el yo que percibe? Según la teoría holográfica, el hecho de que esta información no tenga fronteras, de que cada parte envuelva y contenga la información del todo, implica que la distinción entre observador y objeto se borre. Esto es sorprendente ya que quiere decir que existe una conexión intrínseca entre la conciencia y la realidad física. En suma: no hay un yo observador en el cerebro o la mente. El holograma cerebral es a la vez físico, en tanto sucede como una interferencia de frentes de onda, y mental en el sentido de que es experimentado como una sensación, un pensamiento, un recuerdo o una emoción.

Figura 15. Cortes senados del cerebro de ratón.

Así como la información de las ondas del estanque no se puede identificar con el agua o con la piedra que las engendra, así como la hoja que cabalga en su superficie al paso de la onda es sólo un instrumento por el que podemos conocer el todo, así como el arco iris depende de las gotas de vapor, de la luz del Sol y de alguien que lo vea sin ser idéntico a ninguno de éstos, la actividad del proceso cerebro-mente forma una unidad de información continua con el mundo de los objetos y es una parte consciente de ese mundo. Una experiencia cuidadosa de lo que ocurre cuando sentimos o percibimos algo confirma esta vertiginosa aseveración.

EL LUGAR DEL SABER

Si tratara de definir la función del cerebro en una frase diría que es la de recibir, procesar, almacenar y enviar información al medio ambiente. Es decir, concebido como órgano mental, el cerebro percibe, memoriza, decide y actúa por medio de la conducta. Unas preguntas básicas serían: ¿cómo están codificados y dónde están los recuerdos?, ¿de qué manera se organiza la conducta en el cerebro? Debe existir una huella, alguna forma en la que la experiencia deje su marca en el tejido nervioso. A esa huella o templete se le ha llamado engrama, pero nadie sabe exactamente en qué consiste.

Con el aprendizaje aumenta en el cerebro la síntesis de proteínas; se activan y con ello se favorecen nuevas rutas de comunicación entre ciertas neuronas; se hacen circuitos de retroalimentación. Cientos de experimentos se han realizado para esclarecer esto, pero una de las evidencias recientes de mayor interés ha surgido del estudio de una de las conductas naturales más hermosas y llamativas: el canto de los pájaros.

El canto de un pájaro lleva mucha información a distancia: atrae consortes potenciales, previene a otros machos, ahuyenta a predadores. El canto está constituido en canciones funcionales, es decir, melodías para situaciones conductuales específicas. Algunas son proclamaciones; verdaderas fanfarrias que delimitan territorios. Otras son cantos agresivos y otras más son de cortejo. Se han identificado, además, canciones de cuidado paternal, de alarma y de defensa. En los extensos tiempos que dedican algunos pájaros a cantar se mezclan diversos tipos de canciones y, con ello, se logran funciones diversas de comunicación. Sin embargo aún desconocemos el significado de los fraseos completos. Probablemente una misma canción tenga tantos significados cuantos escuchas existan, según su especie, sexo y aun su estado fisiológico.

Además de que los cantos son particulares de la especie, hay también dialectos: tipos de modulación característicos de una región geográfica determinada que difiere de miembros de la misma especie en otras áreas. Más aún, hay individualidad en el canto. En varias especies la canción se compone de una serie de frases comunes a todos los machos y, sin embargo, hay fraseos individuales que permiten reconocer al pájaro que los emite.

En experimentos de aislamiento y producción de híbridos se ha descubierto una característica del canto que es común prácticamente a todos los comportamientos: el hecho de que tenga un componente genético y otro aprendido. A diferencia de los insectos, cuyos cantos casi no se pueden moldear o modificar por el aprendizaje, los pájaros pasan por estadios de maduración durante los cuales la estructura y la tonalidad se refinan de acuerdo con el dialecto y la individualidad de quienes los rodean. Los pájaros aislados desde el nacimiento o los que son sordos producen cantos elementales y, aunque maduran durante el desarrollo, nunca alcanzan la riqueza de expresión de los criados en su ambiente. Esto demuestra que existe un templete codificado en el sistema nervioso por ciertos genes que llevan la información del canto de padres a hijos, pero que ese templete debe de ser modificado y enriquecido por la experiencia para que ocurra el producto acabado. Pero, además de la codificación del canto, existe un templete de reconocimiento. O sea que no sólo hay un mecanismo para emitir el canto, sino que existe otro para reconocerlo. Esto se asemeja mucho a lo propuesto por Noam Chomsky, el conocido lingüista del Instituto Tecnológico de Massachusetts, para el lenguaje humano, el cual tendría un componente genético para la estructura fundamental y otro adquirido durante etapas cruciales de maduración.

Ahora bien, ¿cómo se codifica el canto en el cerebro? Fernando Nottebohm, investigador argentino ubicado en la Universidad Rockefeller, sorprendió a los científicos del cerebro con un hallazgo sensacional: la evidencia de que un área muy restringida del cerebro de los canarios aumentaba al doble de su tamaño durante la primavera, la época del apareamiento anual y del inicio del canto, para reducirse al final de ella a su talla previa. Esta zona es un núcleo que controla las neuronas motoras de los órganos vocales, en particular la siringe, con la que el ave emite la voz; se trata del núcleo cerebral donde se halla codificado el canto. En experimentos posteriores encontró que la aplicación de testosterona, la hormona masculina producida por el testículo y que aumenta en los machos durante la época del apareamiento, produce un incremento en la talla del núcleo y desencadena el canto en los machos, incluso fuera de la estación. Más aún, las hembras adultas que normalmente no cantan, si se les aplican inyecciones de testosterona desarrollan el mismo cambio que los machos, es decir, expansión del núcleo y producción de canto.

Estas evidencias vinieron a echar por tierra la noción de que el cerebro adulto era inmutable, y de que las neuronas, por su extrema especialización, ya no se producían en el animal adulto. Pero, además, el descubrimiento podría dar cierto apoyo a una teoría del siglo pasado que hace tiempo ha caído en el descrédito. El anatomista Franz Joseph Gall (1758-1828) supuso que el tamaño de las áreas cerebrales con funciones especializadas variaría de acuerdo con el grado de desarrollo de la función. En donde seguramente se equivocó Gall fue en postular que estas zonas agrandadas por el uso se manifestaran en la superficie del cráneo humano. Así surgió la frenología, que pretendía establecer el carácter y la personalidad del sujeto con mediciones del cráneo. Lo que sorprende es la posibilidad de que el grado de actividad de ciertas zonas cerebrales se correlacione con modificaciones anatómicas.

Las investigaciones del grupo de Fernando Nottebohm se han abocado a responder a la pregunta de cómo se produce el incremento de tamaño del núcleo cerebral donde el canto se codifica. Inyectando a canarios una sustancia marcada con radiactividad y que normalmente se incorpora a las moléculas del código genético que se activan durante la división celular pudieron establecer con seguridad que ocurría producción neuronal, es decir, neurogénesis. La testosterona aumentaba notablemente el proceso. Con el tiempo han podido establecer que las neuronas que en buena parte van a constituir la expansión del núcleo no se originan allí, sino que algunas células que rodean a los ventrículos cerebrales empiezan a emigrar y a madurar hasta localizarse en el núcleo de control del canto.

La imagen del cerebro que tenemos a partir de estos y otros muchos experimentos recientes que apuntan en la misma dirección es muy diferente de la de antaño. Se trata de un órgano con movilidad anatómica y celular. Una conducta específica está de alguna manera inscrita en neuronas que se han localizado y que emigran de un lado a otro para ejercer su función. Y digo "de alguna manera" porque no se sabe exactamente en qué consiste la huella o el engrama de este comportamiento. Lo más probable es que se trate de la actividad de múltiples neuronas que en conjunto constituyen un sistema, o sea un campo de actividad en el espacio-tiempo. Pero ése es otro cantar.

EL ÓRGANO DEL LOGOS

Pensemos en lo que significa manejar un lenguaje. Significa que desde la infancia, a pesar de que escuchamos un número limitado de frases, podemos producir y entender un número infinito de frases nunca antes habladas o escuchadas. Manejar un lenguaje significa poder identificar una palabra hablada, de entre un acervo de más de 100 000 que tiene un adulto culto, en menos de 300 milisegundos. Significa poder armar frases en el mismo tiempo que se requiere para pronunciar las palabras. Todo ello supone el contar con un cerebro especializado en el manejo del lenguaje.

El cerebro humano está espléndidamente dotado para la adquisición y uso del lenguaje. Es así que los simios, nuestros parientes más cercanos sobre la Tierra, aunque pueden aprender palabras y expresarlas por signos del lenguaje manual de los sordomudos, no alcanzan, aun con el más dedicado entrenamiento, a manejar más lenguaje que el de un niño de dos años, lo cual no deja de ser sorprendente y significativo. En franco contraste con esta limitación, a partir de esa edad cualquier niño, independientemente de su raza, cultura y aun de su inteligencia, puede adquirir cualquier lenguaje al que se le exponga sin ningún esfuerzo y sin enseñárselo a propósito. En efecto, antes del año el niño da señales de entender algunas palabras, al año empieza a usarlas, entre los 12 y los 15 meses se expande su vocabulario exponencialmente para, a los 20 meses, empezar a emitir combinaciones de palabras. Finalmente, entre los dos y los tres años las palabras se colocan en sus sitios adecuados en las estructuras de sus frases y se presentan casi todas las reglas sintácticas. Con sólo estos datos que todos atestiguamos, es difícil evitar la conclusión de que el cerebro está estructuralmente armado para manejar el lenguaje. La contraprueba de esta aseveración está en que la lesión de las estructuras cerebrales asociadas al lenguaje previene su adquisición o su manejo.

Ahora bien, aunque nadie duda hoy día que el cerebro está armado para manejar el lenguaje, un debate común en los lingüistas como Noam Chomsky y en los neurobiólogos como Alexander Luna es que si la habilidad del cerebro humano para el lenguaje es específica o derivada de otros sistemas relacionados con la inteligencia y la cognición en general. Las evidencias parecen favorecer la idea de que la habilidad lingüística tiene estructuras y funciones que le son particulares y la diferencian de otras habilidades cognitivas. Además, se sabe desde hace un siglo que el hemisferio cerebral dominante para la habilidad motriz —el izquierdo en los sujetos diestros— es también dominante para el lenguaje. Se pensaba hasta hace poco que en el hemisferio izquierdo se ubicaba fundamentalmente el sistema motor del habla más que el que subyace al significado, pero los estudios en personas sordas que usan lenguaje de signos manuales para hablar y que pierden esa habilidad cuando tienen accidentes vasculares cerebrales que afectan el área motora del lenguaje llevan a concluir que lo que está representado en esa zona es la función y no sólo la capacidad motora para producir palabras. Más aún, parecen existir módulos o zonas cerebrales especializadas en funciones particulares del lenguaje. Es así que se puede perder la producción del habla (afasia motora) y retener la comprensión del lenguaje leído o escuchado, o viceversa (afasia de Wernike). Es lógico constatar que la afasia motora ocurre cuando se lesionan las áreas de producción o codificación lingüística y que éstas se encuentren cercanas a la zona motora del cerebro, la responsable de los movimientos voluntarios, y también que la afasia de Wernike se produce cuando la lesión se encuentra cerca de las zonas auditivas responsables de la decodificación. Las evidencias más recientes indican incluso que el procesamiento de los sustantivos y de los verbos ocurre en dos zonas distintas del cerebro. Los sustantivos se reconocen rápidamente en las zonas del lóbulo temporal aledañas a la zona auditiva, en tanto que los verbos se desarrollan en vecindad de las zonas motoras del lóbulo frontal. Esta topología adquiere sentido si recordamos que los sustantivos denotan usualmente objetos que reconocemos de una manera sensorial en tanto que los verbos designan actos y movimientos.

Por otra parte, aunque la inodularidad o localización de los sistemas cognitivos está más o menos bien establecida, es decir, el dónde se encuentran las funciones comunicativas, lo que no sabemos es cómo se ejecutan las habilidades lingüísticas (o de hecho ninguna de las facultades mentales superiores) en su sustrato nervioso.

A partir de evidencias empíricas los lingüistas han desarrollado un robusto cuerpo teórico según el cual el lenguaje comprende cuatro componentes diferentes en términos de sus principios operativos: 1) la estructura de los sonidos lingüísticos, 2) el vocabulario que analiza la lexicografía, 3) las reglas de estructuración de las frases que constituyen la sintaxis, y 4) la representación del significado, que es el campo de la semántica. En el primer caso se distingue claramente la fonética, es decir, la realización de las propiedades físicas de la señal, de la fonología, que corresponde a la organización y estructura del sistema de sonidos en una lengua. La forma fonológica de la palabra, su categorización sintáctica, su representación semántica y su producción sea hablada, escrita o actuada, son funciones que desafían a la nueva ciencia de las bases cerebrales del lenguaje: la neurolingüística. Algunos hallazgos recientes en esta área son de gran interés. Es así que parece haber una disociación en los sistemas cerebrales que comprenden la sintaxis y los que juzgan la gramática de las frases. Por otra parte, la adquisición y el manejo de la lectura y la escritura, que como sabemos son facultades lingüísticas que hay que aprender, emplean sistemas diferentes que los del habla y la comprensión. Por eso las lesiones del lóbulo frontal del cerebro en la zona anterior a la región motora producen alteraciones en la lecto-escritura, que conocemos como dislexia y disgrafía.

Los estudios de los déficit lingüísticos en pacientes con afasia sugieren que el lenguaje está organizado en subsistemas similares a los componentes gramaticales postulados por la teoría lingüística pero que, aunque estos subsistemas tienen su propia estructura y mecanismos operativos, probablemente no tienen una localización muy precisa en el cerebro. Así, aunque los pacientes con afasia de Broca tienen un déficit predominantemente sintáctico y los enfermos con afasia de Wernicke tienen problemas fundamentalmente semánticos, los dos componentes se afectan ostensiblemente en cada grupo de estos sujetos. Esta y otras evidencias implican que, si bien las facultades comunicativas (codificadoras y decodificadoras) del lenguaje están anatómicamente localizadas, las habilidades propiamente lingüísticas son operaciones más distribuidas que emergen de la interacción de los subsistemas. Por otro lado es necesario mencionar que el lenguaje cotidiano no sólo abarca las habilidades puramente lingüísticas sino una importante porción llamada pragmática, que incluye las intenciones, actitudes y emociones que se expresan en el lenguaje, como gestos o entonaciones que acompañan al habla o las connotaciones que se manifiestan en la escritura. Múltiples funciones del lenguaje son pragmáticas, como el lenguaje figurado, el sarcasmo, el humor, la inferencia o la metáfora. Al parecer el carácter pragmático del lenguaje es una habilidad del hemisferio cerebral no dominante, como lo es en general el marco mental en el que se desarrolla. Con esta nueva tendencia regresamos, con nuevos elementos y marcos de referencia, a la feliz época cuando la psicología y la neurología estaban aún unidas en personalidades de neurólogos científicos óptimamente entrenados para el análisis psicológico y cerebral. Entre ellos vale la pena recordar, además de los pioneros Gall, Broca y Wernike, a Hughlings Jackson y a Kurt Goldstein, quienes precozmente postularon (en 1884 y 1927 respectivamente) que si bien existe una localización de funciones cognitivas fundamentales, las propiedades cognitivas superiores son producto de la interacción de esos sistemas.

EL CUERPO ES UN CONCEPTO El sentido común nos dice que existe una realidad que percibimos y que esa percepción es una reconstrucción o una representación, como lo es una fotografía o un modelo a escala. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Muchos filósofos han defendido la idea de que buena parte de esa realidad está construida por la mente o por la razón y en la actualidad varios resultados concretos de las ciencias cognitivas y del cerebro vienen a respaldar su punto de vista. El asunto al que me voy a referir se remonta al naturalista suizo Charles Bonnet (1720-1793), el primero en usar la palabra evolución en un contexto biológico. Bonnet descubrió la partenogénesis (reproducción sin fertilización) y desarrolló la idea de que la Tierra sufre catástrofes sucesivas. Más tarde, al experimentar ceguera progresiva, se interesó por la filosofía y fue el primero en describir los fenómenos visuales complejos que surgen en los ciegos. Este tipo de alucinaciones son frecuentes y se presentan en personas mentalmente sanas que han perdido partes del cuerpo. Quizás el fenómeno más llamativo de este tipo es el llamado miembro fantasma, que ha sido analizado por el decano de los psicofisiólogos mexicanos Augusto Fernández Guardiola y estudiado durante décadas por el psicólogo canadiense Ronald Melzack, quien ofrece una hipótesis fascinante.

Con el fenómeno del miembro fantasma se tiene la sensación de poseer una extremidad que ha sido amputada. Esta sensación dista de ser vaga o confusa. El amputado siente su miembro faltante de manera completa y precisa, lo puede "mover" a voluntad y, desgraciadamente, le suele doler intensamente. ¿Cómo sucede este fenómeno? Las explicaciones que se han dado, como sucede con todas las hipótesis científicas, son hijas de su época. Así, la primera descripción del miembro fantasma, a pesar de que fue realizada por S. Weir Mitchell, un eminente neurólogo en 1866, no apareció en una revista científica sino literaria: el Atlantic Monthly. Es probable que Mitchell haya considerado que el hallazgo iba a resultar increíble para sus colegas en plena época del positivismo y que por esa razón haya decidido publicarlo en una revista literaria. Sin embargo, el hecho de que el miembro fantasma sea un fenómeno muy común en los amputados hizo que se estableciera como un genuino síntoma neurológico poco después, especialmente durante la primera Guerra Mundial, cuando tuvieron lugar, desgraciadamente, un número muy elevado de amputaciones.

>Muy de acuerdo con la noción positivista de que la sensación surge de la "realidad" del mundo o del cuerpo, la primera hipótesis de por qué se siente y duele una parte amputada proponía que los nervios cercenados en el muñón continúan generando impulsos hacia el cerebro. Con esta idea el tratamiento del dolor fantasma consistió en cortar las puntas de esos nervios o las raíces de su entrada a la médula espinal. Sin embargo, estos tratamientos, aunque podían atenuar el dolor por un tiempo no eliminaban el fantasma. Consecuente y consecutivamente las siguientes hipótesis se fueron moviendo de la periferia del organismo hacia su centro: el sistema nervioso. Así, la siguiente idea fue que el fantasma se originaba en la médula espinal, el primer centro de relevo de las sensaciones, debido a un exceso de actividad en las neuronas que forman ese relevo. Sin embargo esta hipótesis quedaba descartada por el hecho de que también los parapléjicos, las personas que han sufrido un corte de la médula espinal y pierden la movilidad y la sensación de todas las partes del cuerpo inferiores al corte, suelen tener dolores fantasmas. No quedaba más que una explicación posible: el fantasma se producía en el cerebro.

El último relevo de las vías nerviosas que conducen la sensación es el tálamo, un núcleo de feliz nombre situado en la base del cerebro, y se supuso que sus células, desprovistas de las señales sensoriales de los miembros, podrían generar señales anómalas. Finalmente, el destino último de las vías sensoriales es una franja de la corteza cerebral situada bajo el hueso parietal, digamos entre la punta de la oreja y el vértice del cráneo. Sin embargo, las evidencias de Melzack apuntan a que el fantasma se genera por la actividad de una porción mucho mayor del cerebro que éstas.

Y es que las sensaciones, sean normales o fantasmas tienen, aparte de un componente sensorial, otro emocional que las hace placenteras o desagradables, y uno más que reconoce de qué parte del cuerpo provienen. La sensación se debe entonces integrar en lo que Melzack llama una neuromatriz que abarque las áreas sensoriales, el sistema cerebral de las emociones que conocemos como sistema límbico y partes de la corteza del lóbulo parietal en las que sabemos se encuentra una especie de mapa del propio cuerpo. Esta matriz, aparte de ser activada por las señales que vienen de la periferia del cuerpo, se activa intrínsecamente generando una sensación, independientemente de que al cuerpo se le haya amputado alguna parte. Así la matriz no sólo analiza la información de entrada sino que genera la información que experimentamos como sensación o dolor. De manera aún más sorprendente verificamos que esta matriz, aunque puede ser modelada por la experiencia, lo cual explicaría que el miembro fantasma vaya desapareciendo con los años, está codificada genéticamente y puede generar la sensación por sí misma. A favor de esta idea está el hecho de que haya miembros fantasmas en personas que nacen sin manos o pies y que los sienten vívidamente.

Las implicaciones filosóficas de esta investigación, y de varias más en la neurociencia moderna, son tan claras como inquietantes. Las sensaciones y percepciones no se generan sólo del mundo externo o del cuerpo. El cerebro hace mucho más que analizar sus entradas de información: el cerebro genera la experiencia, aun cuando no haya tales entradas. No necesitamos un cuerpo para sentir un cuerpo, dice maliciosamente Melzack. Lo que está en juego es ni más ni menos que nuestra noción de "realidad" y la conclusión es inescapable: la "realidad" es una fabricación del cerebro. Los límites entre realidad y alucinación son borrosos. La mente, que es la misteriosa correlación de esa y muchas otras neuromatrices, adquiere una realidad concreta y objetiva. El cuerpo se vuelve una sensación, un concepto. La distinción clásica entre objeto (algo real situado en el espacio-tiempo: lo objetivo) y sujeto (el ego insustancial de la experiencia: lo subjetivo) resulta obsoleta. Necesitamos redefinir aquello que consideramos objetivo y subjetivo.

Volvemos así la cara hacia el antiguo mentalismo pero con una nueva actitud. No se trata ya de establecer un espíritu descarnado e intangible, sino de un fenómeno psicofísico, evolutivo, dinámico, concreto: la conciencia. Las obras de los pensadores clásicos, como el Ensayo analítico de las propiedades del alma (1760) del citado naturalista y filósofo Charles Bonnet, se vuelven heraldos de la nueva psicobiología.

Figura 16. Rebanada del cerebro de ratón fotografiada a trasluz.

SOMA Y PSIQUE CORREN POR LOS CAMPOS

Un neurocientífico cognitivo es alguien interesado en las funciones del cerebro o, mejor dicho, en el cerebro en referencia a tales funciones que son, desde luego, las mentales y el comportamiento. El neurocientífico tiene entonces una meta ambiciosa: encontrar los fundamentos cerebrales de estas actividades. Trabajando con el sistema nervioso no debe perder de vista en sus experimentos a la conciencia y a la conducta. Fiel a su objetivo inicial, al neurocientífico cognitivo le interesa establecer puentes entre el primero y las segundas. Este es el punto que es necesario subrayar: al establecer algunas correlaciones entre cambios anatómicos, eléctricos y químicos del cerebro, específicos en lo que se refiere a tiempo y espacio, con los cambios cognitivos y conductuales, el neurocientífico está aportando datos empíricos sobre el tradicionalmente misterioso problema de la relación entre la mente y el cerebro.

La llamada plasticidad cerebral ofrece, dentro de este campo, un panorama particularmente prometedor porque se muestra coherente con la naturaleza cambiante de la mente y el comportamiento. En tanto no se comprenda que estas actividades son dinámicas y cambiantes hay pocas perspectivas de avance. Por esta razón es necesario darle al término plasticidad cerebral su carta de naturalización. Después de todo la plasticidad es una característica de la mecánica de la deformación y de los flujos. El término sugiere apropiadamente movimiento, procesos activos y reactivos de un material físico, en este caso, del órgano más complejo y evolucionado que conocemos. A diferencia de las computadoras, y de acuerdo con su naturaleza biológica, el cerebro se comporta como la materia viva que es: cambia su estructura y sus funciones según la edad, el aprendizaje, la patología, el uso. Y de acuerdo con el citado paradigma neurofisiológico, la plasticidad se refiere no sólo a los cambios celulares del órgano sino a la producción, modificación o recuperación de la conducta o la cognición perdidas.

Existe en el núcleo de esta discusión un concepto que mantiene una inquietante vaguedad a pesar de su significado aparentemente claro incluso para el público no científico. Me refiero al concepto de función. En una primera aproximación parece claro que la distinción de las categorías de forma y función es perfectamente clara y que, aunque no se conciben una sin la otra, constituyen dos aspectos de la realidad fácilmente separables. En el caso del cerebro esto se ejemplifica con una distinción, por ejemplo, entre enfermedades orgánicas y funcionales, de tal manera que las primeras serían campo de la neurología y las segundas de la psiquiatría o del psicoanálisis. En las primeras habría una lesión anatómica y en las segundas una falla de la función, pero no de la estructura del órgano. Sin embargo, un análisis mínimo de esta dicotomía revela que es terriblemente inadecuada y que se basa en conceptos vagos o equívocos de la relación mente-cuerpo. En muchas de las enfermedades llamadas "funcionales", como las psicosis y las neurosis, se han encontrado modificaciones anatómicas y químicas del cerebro. Al hablar de ellas como enfermedades funcionales, lo que se quiere decir es que, además de que no se detectarían cambios en el cerebro por medio del microscopio o por análisis molecular, no habrían de encontrarse cambios en ningún nivel.

Es así que tenemos dos opciones. O los cambios son modificaciones temporales y dinámicas de elementos subcelulares, como podrían ser diversas tasas de liberación de los neurotrasmisores y diversas sensibilidades de sus receptores neuronales, o los cambios funcionales no son tampoco de este tipo. En el primer caso queda claro que existen modificaciones orgánicas, así sean en el nivel molecular y de evolución dinámica más o menos reversible. En el segundo nos acercamos más bien a un dualismo en el cual la mente puede sufrir alteraciones que no se reflejen en el cerebro en ningún nivel. En cualquier caso, está claro que la distinción entre orgánico y funcional requiere una cautelosa revaloración. Por ejemplo, podemos mantener hoy día la dicotomía orgánicofuncional siempre y cuando convengamos en que lo orgánico constituye una alteración anatómica relativamente ostensible y duradera y que lo funcional implica una modificación molecular y transitoria, pero ¿qué hacer conceptualmente con las recuperaciones plásticas después de averías masivas del cerebro? Aquí tenemos una alteración orgánica permanente con recuperación funcional. Pareciera entonces que la función es una categoría de mayor jerarquización que la estructura.

Esto nos lleva al segundo punto. No hace falta ser dualista para mantener que la función puede ejecutarse en diferentes estructuras orgánicas. El gran neurofisiólogo ruso Ivan Petrovich Pavlov fue uno de los primeros en proponer que la función era una jerarquía mayor y que las funciones superiores, como las cognitivas de juicio y razonamiento, podrían ser ejecutadas por diversas zonas cerebrales. Sabemos, por otro lado, que las funciones contenidas en un algoritmo o en un programa pueden ser corridas en diversas estructuras computacionales. Este es el meollo de los conceptos actuales de la neurofisiología y la plasticidad cerebral. ¿Hasta qué punto y de qué manera están localizadas las funciones mentales y conductuales en el cerebro? Existe una localización indudable, por ejemplo de las zonas de recepción sensorial, del lenguaje o de la codificación motora, que las nuevas técnicas de imágenes cerebrales no han hecho sino confirmar, pero existe también una potencialidad de las zonas cerebrales para desarrollar otras funciones cuyos límites no están para nada claros.

Esto es muy inquietante. ¿Quiere esto decir que en situaciones excepcionales, casi cualquier parte del cerebro puede realizar las funciones de cualquier otra? Curiosamente, algunos datos parecerían apuntar en esa dirección. Es interesante referirse a un reporte por demás asombroso de Lewin que llevó el título de "¿Es su cerebro realmente necesario?" en el que presentaba una docena de casos de pacientes que habían desarrollado hidrocefalias masivas en la infancia con una ocupación de hasta 90% de líquido en el cráneo. Lo extraordinario es que estos pacientes, con apenas 10% de cerebro funcional, estaban asintomáticos. Tenían coeficientes de inteligencia normales y no presentaban ningún síntoma motor o mental de lesión cerebral. Parece despejarse el hecho de que la localización y la potencialidad no son conceptos antagónicos sino necesariamente complementarios. Es posible que las neuronas jóvenes sean multipotenciales; es decir, que contengan los genes de gran parte de las funciones moleculares del sistema nervioso pero que, en el transcurso del desarrollo, se especialicen, lo cual implica que eliminen funciones potenciales. Esta especialización es epigenética, es decir, determinada por el genoma en interacción con el medio ambiente, y es plástica, o sea que es mutable según las circunstancias y las restricciones históricas del tejido o del organismo.

Estos datos dan un fuerte apoyo a una doctrina muy popular en el campo de la ciencia cognitiva y de la relación mente-cuerpo. Me refiero al funcionalismo, que afirma que las funciones mentales superiores, como la conciencia, la creencia o el significado pueden ser ejecutadas por diversas bases orgánicas de complejidad comparable. Esto parece ser un hecho en lo que respecta al cerebro, ya que diversas partes pueden tomar las funciones de otras, a veces con facilidad, muchas otras con dificultad. Pero el funcionalismo va más allá. Estas facultades podrían darse en otros sistemas físicos activos y complejos, como máquinas computadoras y, ¿por qué no?, en cualquier sistema físico de complejidad y organización comparables al cerebro, como plantas muy evolucionadas, sistemas de estrellas, o de una estructura de engranes acoplados en un mecanismo tan complejo como el del cerebro y creada por un neurocientífico que podría estar representado por Vincent Price en una película de ciencia ficción de los años cincuenta. Aquí los neurocientíficos, que en general son funcionalistas intuitivos, no se sienten ya tan cómodos porque el cerebro, precioso órgano de la mente pasa, de alguna manera, a un segundo plano de importancia. Lo que importa es la función y la mente retoma la brillantez que tuvo durante su época dorada del mentalismo.

El funcionalismo trata de decir que lo importante es el estudio de la mente en sí. Algo similar sucede con la aerodinámica. Si lo que nos interesa es analizar los factores que permiten el vuelo y el desplazamiento en el aire, no interesaría demasiado estudiar la composición fisicoquímica de las alas de los aviones, de las gaviotas o de las moscas, sino la relación de su estructura general con el viento y su comportamiento en la situación dinámica real. Desembocamos así a una especie de dualismo metodológico sin aceptar que mente y cerebro sean sustancias distintas. De hecho el funcionalismo es una forma dura del materialismo.

Bien, el neurofisiólogo por ahora no debe preocuparse demasiado por el funcionalismo. Hasta donde sabemos mente y conducta son atributos de seres dotados de cerebros y el análisis de la estructura de éstos, tarde o temprano desembocará o se encontrará con los análisis digamos "aerodinámicos" de la psicología, las ciencias cognitivas y la filosofía de la mente. Podríamos decir que en ese movimiento de acercamiento mutuo, como el que vemos en ciertas películas cuando los amantes largamente separados corren uno hacia el otro con los brazos abiertos por la dorada campiña las neurociencias avanzan más rápido que las ciencias cognitivas y mentales. Lo que cabe esperar es, en primer lugar, que los potenciales amantes corran en la dirección correcta y que no se pasen de largo en una carrera desquiciada y sin fin y, en segundo lugar, que paren en el momento preciso y que las neurociencias no atropellen y aplasten a la frágil Psique. Después de todo, las neurociencias son un joven atleta decatlonista llamado Soma en plena potencia, y la delicada Psique es una venerable ancianita, otrora hermosa y de origen greco-alemán que espera el beso de su amante para rejuvenecer. No cabe sino esperar que los protagonistas se porten a la altura de las circunstancias, ya que buena parte de los espectadores, excepto algunos representantes del Vaticano, esperan con ansiedad, ya no el beso del final feliz, sino la cópula que engendre, al fin, una nueva ciencia de lo mental.

Desgraciadamente la realidad no es una película. De hecho, las malas lenguas dicen que Soma y Psique son unos amantes apasionados pero desgraciados con una larga historia de encuentros, desencuentros y abortos. ¿De qué otra manera podemos denominar a las múltiples teorías que en su época se consideraron posibles soluciones al dilema mente-cuerpo? Ninguna de ellas vino a acallar las dificultades teóricas, lógicas, semánticas o empíricas de este dilema. Y sin embargo tenemos a Soma y a Psique otra vez corriendo por los campos. Lo bueno es que sabemos que se trata sólo de una película más de la inacabable superproducción en serie de la ciencia.

Figura 17. El cerebro humano: ¿dónde está la psique?

EL LENTE DE PEREGRINUS

En su sistemático ensayo sobre los modos narrativos de presentar la conciencia en la literatura y que lleva el magnífico título de Mentes transparentes, la crítica literaria Dorrit Cohn nos recuerda que el dios Momo de los griegos inculpa a Vulcano por haber hecho al hombre de barro sin una ventana en el pecho para que fueran visibles el pensamiento y el sentimiento. Evidentemente, y como sucedía con muchas otras culturas, incluyendo las indígenas mesoamericanas, el corazón se tenía por el asiento del alma. La misma idea fundamental, pero con una topografía más acorde a la ciencia actual, se presenta en un cuento de E. T. A. Hoffmann, Maestro Pulga, en donde el diminuto mago del título le da a su amigo humano Peregrinus un lente mágico que puesto sobre el ojo permite mirar el interior de los cráneos ajenos y discernir sus pensamientos y emociones. Tomemos en serio estas fantasías, por demás significativas de uno de los deseos y curiosidades humanas más arraigadas. ¿Es posible tener acceso a la conciencia ajena?

Digamos de entrada que pueden darse tres caminos diferentes. El primero el habitual, el que recorremos en la vida diaria. Conocemos parcialmente la mente de otros por nuestras propias interacciones con ellos mediante dos códigos potentes de información. El primero es el lenguaje. Buena parte de nuestra comunicación, de hecho mucha de la que consideramos más valiosa, se refiere a nuestra experiencia interior. La gente necesita comunicar sus ideas y emociones. La conducta no verbal es el otro aspecto de esa comunicación, que nos permite incluso vislumbrar la conciencia animal. Sin embargo, esto no es suficiente lente de Peregrinus es mucho más potente: penetra dentro del cráneo y revela el mundo interior directamente.

Bien, aparte de la comunicación habitual hay dos caminos más de acceso a la mente ajena: la novela y la neurociencia. Como bien lo destaca Cohn, el novelista crea personajes cuyo interior puede revelar a su antojo y los personajes más famosos de la literatura son aquellos que conocemos más íntimamente de lo que podemos conocer a los humanos de carne y hueso que nos rodean. Curiosamente la narrativa de ficción alcanza su máximo realismo justo cuando presenta los pensamientos que una figura solitaria jamás comunicará a nadie. En a opinión de Ortega y Gasset, la novela moderna, heredera de Proust y Joyce, ha incluso sobrepasado al realismo tradicional por ser meticulosamente realista y descubrir, lente en mano, la microestructura de la vida. Aparece de nuevo el lente de Peregrinus.

Pero abandonemos la narrativa por un momento. De lo que se trata realmente es de poder tener acceso a la mente mediante una técnica, digamos un cerebroscopio, que sea capaz de revelar la conciencia. La idea de un cerebroscopio fue adelantada por un filósofo de la ciencia, Herbert Feigl, como un experimento mental para defender la idea de que la mente y el cerebro son una sola cosa. Imaginó a un científico que desarrolla una máquina de registro cerebral cuya información pudiera hacerse coincidir con los eventos mentales. Para ello, el científico, a quien podemos llamar doctor Peregrinus, debe aplicar el aparato a su propio cerebro y anotar, momento a momento, los aconteceres de su mente y correlacionarlos con el registro del cerebroscopio. De esta manera irá encontrando "leyes psicofísicas" que le permitan saber que un registro determinado corresponde a tal emoción, imaginación o pensamiento. Esto es teóricamente posible y cabe recordar que el descubrimiento del electroencefalograma por Hans Berger, en los años treinta, se debió a una idea de construir precisamente una máquina que revelara la mente mediante el registro de las corrientes cerebrales. Berger hubo de desilusionarse porque el registro del electroencefalograma no tendría una correlación precisa con estados mentales, aunque su descubrimiento inició una época maravillosa para la neurofisiología.

En la actualidad contamos con dos técnicas cerebroscópicas de gran interés. La primera es heredera precisamente del aparato de Berger y consiste en hacer mapas de la actividad eléctrica o magnética del cerebro y filmarlos en tiempo real, y la segunda es hacer mapas de la actividad metabólica del cerebro al introducir moléculas químicas radiactivas al organismo y registrar la radiactividad a través del cráneo mientras los sujetos realizan operaciones mentales.

Estas llamadas imágenes cerebrales han reafirmado la localización precisa de operaciones mentales como la percepción, el pensamiento y la emoción, y se acercan con inmensas prespectivas a la idea de Feigl de establecer correlaciones entre la mente y el cerebro, al menos de dónde y cuándo se efectúan actividades mentales precisas. Sin embargo, aún estamos lejos de saber cómo. Falta mucho por recorrer, no sólo en las técnicas neurofisiológicas sino también en el análisis de la conciencia.

¿Cómo depurar el análisis de la conciencia para poder relacionarla con la actividad del cerebro? Afortunadamente, el estudio de la conciencia ha cobrado gran actualidad porque así lo reclama el desarrollo de las ciencias que la abordan. En su libro más reciente (Consciousness Explained), el filósofo de la mente, Daniel Dennett, dice que la tarea de explicar la mente no debería ser muy distinta de la tarea de la crítica literaria, con lo cual volvemos al inicio de este escrito, pero con una idea novedosa. Se trata de usar la teoría y quizás las técnicas de una rama de las disciplinas humanísticas muy desarrollada, la crítica literaria, para tener acceso a la conciencia. Es así que la introspección sincera y sistemática puede dar datos corroborables entre diversos sujetos, con lo cual se cumple el objetivo empírico de la ciencia, para con ellos construir modelos y teorías. En este sentido vale la pena citar que existen técnicas de meditación, como la introspección vipassana del budismo, una de cuyas prácticas consiste en la etiquetación de la experiencia, que podrían aprovecharse para elaborar registros sistemáticos y en tiempo real de la conciencia que puedan ser corroborados intersubjetivamente.

Por lo demás, la ficción (incluida la ciencia ficción y la fantasía literaria más floridas) se basa en datos de conciencia y conducta humanas. De hecho, es difícil penetrar más profundamente en el alma humana que, digamos, en las tragedias de Shakespeare, en los dramas de Dostoievski y en los inacabables análisis críticos de ellas. La ficción ha contribuido de manera cabal a un enriquecimiento de nuestra idea de conciencia y de acción. La obra literaria adquiere un significado no sólo en la intersección del mundo del texto y el mundo del lector, sino en la medida en que puede proporcionar modelos de la mente humana.

El lente de Peregrinus viene a resultar dos lentes, uno científico y otro literario. Habría que usar uno en cada ojo para integrar la imagen de la conciencia ajena en una sola representación. LECTURAS Brailowsky, S., D. G. Stein, B. WiII (1992), El cerebro averiado, FCE, México.

Campbell, K. (1970/1987), Cuerpo y mente, Universidad Nacional Autónoma de México, México.

Cohn, D. (1968), Transparent Minds, Harvard University Press, Cambridge.

Dennett, D. C. (1991), Consciousness Explained, Little Brown, Boston.

Edelman, G. M. (1992), Bright Air, Brilliant Fire, Harper Collins/Basic Books.

Gazzaniga, M. S. (1988), Mind Matters. How Mind and Brain Interact to Create our Conscious Lives, Houghton Mifflin, Boston.

Melzack, R. (1992), "Phantom Limbs", Scienific American (abril), pp. 90-96.

Plum, F. (1988), Language, Communication, and the Brain, Raven Press, Nueva York.

Young, J. Z. (1978/1986), Los programas del cerebro humano, FCE, México.