INTRODUCCIÓN

EL ÁBACO, LA LIRA Y LA ROSA

Se pueden distinguir tres formas de cultivar el conocimiento metódico que se han diferenciado y entrelazado a lo largo de la historia. Dos de ellas, el arte y la sabiduría, son tan antiguas como la civilización más remota; la otra, la ciencia, es una forma de conocimiento que ha progresado de manera espectacular en la segunda mitad del milenio que acaba. Las dos primeras florecieron con frecuencia juntas y, en sus inicios, la tercera las incorporó pero sólo efímeramente. Es así que en la actualidad vivimos una separación entre las tres áreas del conocimiento, separación que quizás sea una de las raíces del malestar de la cultura.

Jacob Bronowski, científico, poeta y ensayista marcado con un humanismo moderno por la explosión atómica de Hiroshima, escribió el siguiente verso: "ambos, el ábaco y la rosa combinados." Con esta metáfora quiere decirnos que la ciencia y el arte juntos pueden proporcionarnos una imagen más plena del mundo que cada uno por su parte. Se refiere a que la ciencia y el arte no sólo son complementarios sino que comparten el ansia de conocimiento que caracteriza a la aventura humana en su expresión más elevada. A pesar de su magnífica visión y sus deliciosos ensayos científico-filosóficos, en esta poderosa imagen que me ha inspirado para titular el presente libro es posible que Bronowski se haya quedado corto y haya interpretado el símbolo de la rosa de manera inexacta. En efecto, si el ábaco es un excelente emblema, como veremos, de la ciencia, la rosa no lo es tanto del arte como de la sabiduría y de la mística. Me ceñiré al símbolo más constante de las artes: la lira, y me asignaré para el desarrollo de este libro la tarea de adentrarme en las relaciones existentes o posibles entre la ciencia, el arte y la sabiduría, a mi entender las tres vertientes más depuradas del conocimiento humano.

Es necesario advertir que, a pesar de lo ambicioso del panorama, este libro tiene un alcance modesto. Sólo pretendo explorar temas concretos y singulares que muestren la unidad y diversidad de las tres formas de conocimiento metódico. Sobre todo trato de demostrar que una interacción intensa entre ellas integrará una gran plataforma triangular de tres vértices y grandes zonas de traslape, sobre la cual se podría edificar en buena parte la cultura y el tipo de conocimiento que muchos deseamos para el milenio que se avizora.

Dicho esto, conviene empezar con el juego de las etimologías y los símbolos de los tres objetos de nuestro interés.

Desde la secundaria nos enseñaron que la palabra cálculo se deriva del latín calculus, es decir, "piedra", en referencia al uso primitivo de las piedras para contar. Hace unos 5 000 años, en Babilonia, las piedras de cálculo fueron colocadas en un tablero y así nació el ábaco (del hebreo abaq, polvo), el antepasado más remoto y legítimo de las calculadoras y las computadoras.

Por su genealogía y función, el ábaco es un excelente símbolo de la ciencia, no porque todo en ciencia sea contar, medir y calcular, sino porque en sus fundamentos late el corazón de un tipo particular de lógica que permite la construcción y prueba de hipótesis, modelos, teorías y leyes sobre el mundo. Esto tampoco quiere decir, como veremos, que los factores irracionales como la intuición, la imaginación y la emoción no desempeñen un papel en el conocimiento científico; ciertamente lo hacen y de manera definitiva. Quiere decir sencillamente que la ciencia cultiva un tipo de conocimiento preciso y demostrable que aspira al máximo de la generalización.

Emparentada con el ábaco de manera aún más profunda que la mera forma, se encuentra la lira, instrumento cuyo origen los griegos atribuyeron a Hermes o a la musa Polimnia. Fue el mismo artefacto que tañó Orfeo y el que acompaña a Apolo como símbolo del Estado ciudadano y de la cultura. No es por otra cosa que en el templo de Apolo culminó la devoción griega por la música.

Además, en manos de David, el rey poeta y sabio, la lira evoca la unión con la divinidad. A partir de esta imagen y de muchas otras pertenecientes a tradiciones muy distantes, emana la que es quizás la mayor gloria de la música y una de sus más antiguas funciones: la religiosa. Con todo, la lira viene a resultar el símbolo de la inspiración poética y aun de la armonía cósmica. Es por eso que la cítara, la guitarra, el arpa y el laúd, parientes y vástagos de la lira, continuarían su tradición de ser hasta nuestros días los instrumentos del poeta y el trovador.

La lira es un excelente símbolo del arte en singular más que de las artes en general, porque lo es de la música o la poesía y, por extensión, de la danza. Parece escaparse al símbolo lírico del arte, acaso, el color y la textura, esencias del arte visual. Pero sólo momentáneamente: existe color en la música de la misma manera que existe policromía en la flor, lo cual nos conduce directamente al último símil.

Por su forma, color y perfume la rosa es la flor por excelencia y el arquetipo de la flor. Quizás por el tono favorito de su variedad roja y por su tallo espinoso, en la iconografía cristiana la rosa es, como el cáliz y el Santo Grial, un símbolo de la sangre derramada, sangre que regenera el alma. Además, contemplada desde arriba la rosa semeja un mandala. No son otra cosa los rosetones de las catedrales góticas de Reims, Amiens y Notre Dame sino mandalas que vienen a disimular la forma de la rosa para escenificar el intrincado y perfecto círculo de la creación.

Y si bien la rosa ha venido a simbolizar en nuestro tiempo al amor profano, en sus orígenes era el emblema del amor místico. Recordemos que fue una rosa la que Beatriz enseñó al Dante cuando el poeta regresó, tras su larga jornada, al último círculo del Paraíso. La rosa es también el símbolo del sufismo, la tradición mística del Islam y su extracto y aroma la metáfora de la esencia o el alma humana. Por todas estas razones la rosa es un símbolo acabado de la sabiduría, no en el sentido de la erudición, sino en el de las enseñanzas místicas tradicionales: el conocimiento vivencial de lo inefable que se asocia comúnmente a la religión y que desde antaño se cultiva metódicamente en las más diversas tradiciones de la sabiduría.

La ciencia, el arte y la sabiduría son formas depuradas y particulares del conocimiento humano. Cada una tiene supuestamente su ámbito de acción específico y cultiva métodos distintos. Esta suposición es en buena medida falsa. En último término el conocimiento es uno en su ámbito y en su método. Por razones históricas se han segregado varios grupos que cultivan una forma u otra de conocer, pero todos ellos utilizan las mismas facultades mentales de observación, juicio, razonamiento, aprendizaje, atención, emoción e imaginación para obtener resultados. Y, aunque no cabe duda de que en la actualidad continúan siendo sectores separados, quiero defender la tesis de que una integración de las diferentes modalidades del conocimiento no puede sino ser benéfica para el progreso del saber, como ha sucedido en el pasado.

En efecto, la ciencia, el arte y la sabiduría se han mezclado en los grandes constructores de las catedrales góticas, en la cultura clásica del Islam, en Leonardo da Vinci, en El juego de los abalorios de Hermann Hesse. En varios de estos destellos se advierte también la interacción de las más diversas ciencias y que constituye el aún lejano ideal "interdisciplinario" de la moderna academia. A pesar de estos antecedentes, la posible confluencia del conocimiento parecería a primera vista lejana y llena de obstáculos. Vivimos un periodo de especialización en el que estipular un dominio general o común para las ciencias, las artes y la sabiduría aparece como una labor de titanes a la que la propia filosofía renunció hace tiempo. Y, sin embargo, es precisamente la filosofía la que estaría abocada, en un nuevo giro, a establecer, cuando menos, los cimientos de la posible interacción.

Quiero suponer que este nuevo giro se ha iniciado ya y que una de sus manifestaciones es la llamada ciencia cognitiva, la cual, significativamente, ha emergido de la interacción de la filosofía de la mente, la inteligencia artificial, las ciencias del cerebro y de la conducta teniendo como un importante eje de su trabajo empírico a la computación más avanzada. La ciencia cognitiva viene a ocupar este lugar privilegiado de forma totalmente legítima, ya que su tema de estudio es precisamente el conocimiento, sus bases, sus operaciones, sus leyes, sus ámbitos. El campo de esta transdisciplina es tan vasto que se ha aplicado ya a la teoría musical y a la crítica literaria. El que esto suceda en este fin de siglo parece particularmente prometedor, y el presente libro constituye tanto una divulgación de la ciencia cognitiva como una propuesta de que esta nueva ciencia puede llegar a constituir un significativo núcleo del anhelado encuentro.

Siendo muy joven, en un examen de la Facultad Nacional de Medicina contesté a la pregunta de quiénes eran mis personajes favoritos con dos nombres: Leonardo da Vinci y Julio Verne. Quizás tenga hoy día un panteón de héroes más grande, como lo podrá comprobar el lector, pero las razones de haber elegido esta pareja aparentemente disímbola son las mismas que ahora me impulsan a escribir: ambos representan la unión de diversos tipos de conocimiento.

Leonardo da Vinci (1452-1519) es el ejemplo más depurado y venerable que puedo ofrecer de la integración y la universalidad del conocimiento. Científico de la pintura y la escultura, artista de la mecánica, la hidráulica y la botánica, cosmólogo de la percepción, ingeniero de la fisiología, topólogo de la emoción, Leonardo no fue, como se dice, un artista y un científico; fue un hombre de conocimiento, un sabio que, quizás mejor que nadie en el pasado, nos ha ofrecido una imagen unificada del saber, imagen que cristalizó en una norma que quisiera tomar como guía en la aventura del presente libro: saper vedere, saber ver.