I. CONOCIMIENTO Y MÉTODO: LOS VÉRTICES DEL JUEGO

EL ORIGEN Y LA FUNCIÓN DEL CONOCIMIENTO

EL CONOCIMIENTO es una información sutil y formidable, personal y colectiva que buscamos, atesoramos y utilizamos. Es la esencia de la cultura y de las universidades, ya que lo que en aquélla se cultiva es el árbol que el mito bíblico llamó de la ciencia, y lo que define a éstas no son sus edificios, sino el lugar donde se genera, trasmite y difunde el conocimiento. Es un objetivo para el que tenemos disponible una energía intensa y misteriosa. La misma que impulsa a cualquier animal a informarse acerca de un lugar novedoso a pesar del riesgo. La que lo impulsa a mirar, oír, oler o tocar para, con esos datos, trazarse un mapa del mundo que le permita habitarlo y usarlo, en una palabra: adaptarse. Así, la función última del conocimiento es la adaptación, un asunto de vida o muerte.

El deseo de saber y su satisfacción, conocer, son el teatro de la vida misma, un drama permanente de conflicto y resolución que no sólo ha dado origen a la ciencia; mucho antes haría florecer a la filosofía, y aun antes, en la aurora del ser humano, al arte y a la técnica. Y también, aquí y allá, produjo sabiduría. Es así que aquellos pueblos que cultivaron el árbol del conocimiento cosecharon civilizaciones, culturas acabadas de sello propio, y aquellos individuos que lo labraron produjeron filosofías y enseñanzas, individuos y enseñanzas que han matizado y en más de un sentido impelido el devenir de los seres humanos sobre la Tierra.

Conocimiento y como consecuencia adaptación. Adaptación y como consecuencia evolución. Si este es el caso parecería de importancia capital detenerse a reflexionar sobre que es el conocimiento.

Desde antaño se dice que en esencia el conocimiento es una relación que se establece entre un sujeto y un objeto. En tal relación el sujeto capta propiedades o características del objeto y constituye una imagen o representación. Ahora bien, pronto nos damos cuenta de que, lejos de ser un mero receptor pasivo, el sujeto se comporta activamente para que pueda darse el conocimiento: debe orientarse hacia el objeto, percibirlo, valorarlo, razonarlo, imaginarlo, manipularlo. Además, es en la acción donde mejor se manifiesta el papel activo del sujeto, ya que el conocimiento se revela en un cambio conductual del individuo en referencia al objeto, cambio que refleja el proceso mismo de su adquisición y que llamamos aprendizaje. En una palabra: es sólo en un proceso activo de interacción entre objeto y sujeto que puede surgir el conocimiento. Quizás podríamos decir que el conocimiento es el esquema dinámico de tal interacción.

Hasta aquí he dado una descripción comúnmente aceptada del fenómeno del conocimiento sin adentrarme en los múltiples problemas que surgen de la sola formulación. La tarea de la teoría del conocimiento, llamada epistemología (del griego episteme, comprensión, conocimiento y logos, tratado) desde los clásicos, es precisamente abordar estos problemas. La epistemología ha sido recientemente alcanzada por una nueva y vigorosa interdisciplina que promete impulsar el estudio y la comprensión del conocimiento por un camino más científico y más amplio. La moderna ciencia cognitiva es una síntesis de la inteligencia artificial, la filosofía de la mente, las neurociencias, la lingüística y la psicología cognitiva que ha retomado a la epistemología desde un punto de vista empírico y ha dado una nueva ruta a su larga indagación. A esta prometedora transdisciplina corresponde ahora abordar las dificultades tradicionales de la epistemología. Veamos algunas de ellas.

El primer problema de la epistemología se refiere a la posibilidad misma de conocer y puede parecer a primera vista espurio, dado que, sin lugar a dudas, todos captamos objetos y nos relacionamos con ellos. Sin embargo, un análisis superficial empieza a descubrir las dificultades. Sabemos que captamos los objetos por la percepción, la imaginación o el pensamiento, pero sabemos también que éstos son falibles y, en el mejor caso, parciales. Sabemos también que lo que captamos de los objetos es indirecto, aspectos o fenómenos y no esencias o naturalezas. Con todo esto la pregunta de la posibilidad de conocer es legítima, tanto así que muchos pensadores llamados escépticos, niegan tal posibilidad. Según ellos, como todo conocimiento es limitado y subjetivo, es decir, individual y variable, no puede haber conocimiento verdadero. En los filósofos llamados positivistas y en los que se denominan agnósticos hay un escepticismo que se refiere a la posibilidad de conocer entes metafísicos, como Dios, el ser, el absoluto o el alma, pero, en cambio, afirman la verdad de la ciencia, del saber intersubjetivo, lo cual es garantía de objetividad. Para muchos otros existe una limitación en la validez del conocimiento en el sentido de que toda verdad es relativa, por ejemplo, a una cultura o a una época histórica determinadas. Vemos fácilmente que todas estas son formas atenuadas de escepticismo. Hay, desde luego, una actitud más firme en lo que se refiere a la posibilidad del conocimiento: la posición crítica promulgada por Immanuel Kant (1724-1804) y que examina cada afirmación para establecer sus justificaciones particulares de veracidad.

En relación con el origen del conocimiento se han planteado, desde los primeros filósofos hasta nuestros días, dos posibilidades: o bien el conocimiento surge de los sentidos y de la experiencia o bien del pensamiento y la razón. La doctrina que enfatiza el papel del pensamiento y la razón se denomina racionalismo. Es una doctrina convincente: sólo la razón tiene la capacidad de juzgar la validez de un concepto, incluso sin el recurso de los sentidos. Si digo "todos los cuerpos tienen peso" no necesito pesar todas las cosas, la razón me dice que esto es así. Resulta significativo que muchos de los racionalistas más destacados, como Descartes y Leibniz, hayan sido matemáticos, ya que la matemática es fundamentalmente conceptual y muchas de sus verdades y de sus pruebas son abstractas. Pero frente a los racionalistas se ubican otros pensadores no menos formidables: los empiristas. Para éstos el conocimiento surge de la experiencia; en último término de los sentidos que proporcionan información sobre el mundo, la cual es, posteriormente, reconstruida por la razón. Y a diferencia de los racionalistas matemáticos de Alemania y Francia, muchos de los empiristas clásicos han provenido de Inglaterra y de las ciencias naturales, como otro de los grandes pioneros de la epistemología moderna, John Locke, que era médico.

Hay dos intentos de integrar estas dos posiciones aparentemente irreconciliables. El primero dice, con Aristóteles y Tomás de Aquino, que la experiencia sensorial y el pensamiento juntos forman el conocimiento. El segundo, ás audaz, afirma que el conocimiento tiene elementos previos a la experiencia. El proponente de esta idea es también Kant, para quien la materia (es decir, el contenido) del conocimiento procede de la experiencia, pero la forma (es decir, la estructura) de la razón. A estas formas pertenecen las categorías más generales, como espacio, tiempo, materia o causa. Estas nociones serían, de alguna manera, innatas, propiedades, diríamos hoy, codificadas en el sistema nervioso. Es interesante mencionar que la doctrina de Kant ha recibido respaldo empírico en los estudios del ginebrino Jean Piaget sobre el desarrollo del intelecto en los niños. Kant hizo también el papel de mediador entre los realistas y los idealistas al proponer que los objetos existen, pero que de ellos no captamos su esencia sino su apariencia. Con todo esto, la menuda figura de este legendario profesor de Könisberg se erige como una de las piezas clave en la historia de la epistemología.

La doctrina de Kant nos indicaría que la relación entre sujeto y objeto que denominamos conocimiento es una unidad dinámica con dos polos. Por un lado el objeto determina la representación del sujeto: es algo real que es reconstruido por éste. Por otro lado están la conciencia y la razón que caracterizan al sujeto y que de una manera activa establecen y producen la imagen o representación del objeto. Vemos entonces que una clave fundamental del conocimiento está en el concepto de representación, el cual también entraña obstáculos espinosos, como veremos repetidamente a partir de lo que sigue.

LA UBICUIDAD DE LA INTELIGENCIA

La evolución de la vida sobre el planeta es, esencialmente, un proceso de ganancia de conocimiento. La cognición o el conocimiento en su acepción más amplia que va desde el paramecio que evade un obstáculo hasta la última fórmula sobre las fuerzas subatómicas es una función vital en el sentido estricto del término: algo necesario para la vida. En vista de esto no es de extrañar que varias teorías del conocimiento sean de tipo evolutivo, es decir, que la cognición, como cualquier otra función vital, deba de haber sido seleccionada durante la evolución por su valor adaptativo. En este sentido está implícito que el conocimiento presupone una imagen adecuada del mundo, la cual le permite al organismo actuar sobre el medio de forma eficiente y sobrevivir. Debería entonces existir una correspondencia entre los objetos del entorno y las estructuras cognitivas del organismo, a veces llamadas significativamente "mapas" o "representaciones".

A pesar de que esta idea se antoja evidente ha sido repetidamente criticada, pues el organismo aparece en este sentido totalmente pasivo y separado del medio ambiente. Por el contrario, sabemos que todo organismo vivo es, por definición, activo, que conforma una unidad dinámica con su entorno y que la evolución opera en todos los niveles y no se detiene en el individuo. Por ejemplo, existe una evolución del interior del organismo que favorece ciertas estructuras y funciones más eficientes sobre otras. Los cambios evolutivos no son sólo movimientos de poblaciones sino también transformaciones genéticas que resultan en nuevas estructuras y funciones capaces de contender mejor con el medio. Los organismos vivos son sistemas de órganos y sistemas jerarquizados (sometidos a modulación y control por otros), autorregulados (capaces de modularse a sí mismos) y autopotéticos (que se reproducen). Por lo tanto, su evolución no sólo está determinada desde fuera por las presiones del cambiante medio, sino que está también dirigida y limitada desde dentro.

En este caso, y en vista de que "conocimiento es "vida", se sigue que la representación no es simplemente una imagen del mundo, sino una reconstrucción del propio organismo. Con esto no quiero decir que el organismo inventa al mundo sino que lo reconstruye activamente y que, como hemos confirmado desde Kant, está predestinado con esquemas para reconstruirlo. En apoyo a esto recordemos que ningún organismo percibe el mundo de manera absoluta, sino que tiene un acceso restringido a partes del entorno y sus objetos, según sus aparatos sensoriales, su historia y su perspectiva. Consideremos simplemente las diferencias que deben existir entre la visión que varios animales de distintas especies pueden adquirir de un mismo lugar. Ninguno de ellos tiene la "verdad" o bien la poseen todos en la medida en que esa visión, sin duda parcial y restringida por muchas limitantes, les es útil para sobrevivir. Me detengo en este punto porque es crucial para entender lo que es el conocimiento. La imagen o representación del mundo que clásicamente se considera la esencia del conocimiento resulta que no es su parte medular, al menos cuando la representación se entiende como una especie de foto o de mapa del objeto almacenada pasivamente en alguna parte del cerebro. Por ejemplo, según la escuela chilena de Humberto Maturana y Francisco Varela, lo que define mejor al conocimiento no es la representación, sino la acción apropiada o, a mi entender, un esquema cambiante de representación-acción. Veamos ahora con mas detalles por qué la conducta es parte intrínseca del conocimiento.

Muchas especies comparten el mismo nicho ambiental pero lo enfrentan con mecanismos conductuales enormemente distintos. La mejor manera de entender la cognición de esos organismos, algo que hasta hace poco parecía imposible de penetrar con las técnicas existentes, se hace mucho más accesible si consideramos que el análisis del comportamiento del organismo en referencia a su medio nos da una clave fundamental para evaluar lo que el organismo sabe de ese mundo. Éste sería el postulado central de una ciencia tan actual como la etología cognitiva, que pretende inferir la conciencia y el pensamiento animal mediante el análisis del comportamiento. Así podemos decir que si el conocimiento es vida, la conducta es conocimiento y, por lo tanto, la conducta es vida.

En este punto se presenta una diferencia sustancial con la concepción darwiniana clásica de la evolución, ya que no es simplemente la sobrevivencia o la muerte de los organismos lo que finalmente expresa si sus conocimientos son verdaderos o falsos, sino, específicamente, el éxito o el fracaso de sus actos. De esta manera, la conducta no puede ser considerada simplemente la salida de información o el efecto de la cognición del organismo sobre el medio, sino un mecanismo intermediario entre éste y su entorno. La conducta no es sólo acción sobre el medio. Muchos de los movimientos de los organismos están destinados a modular la percepción, es decir, a incrementar o reducir la entrada de información. Otros están destinados a modular estados internos, como las posturas que se adoptan para relajarse o para actuar. Así, la conducta es una función ejercida por el sistema musculoesquelético por medio de la cual el sistema nervioso se comunica, de ida y vuelta, con el mundo.

Lo que existe es una coevolución del organismo y el medio; en un sentido general, vemos que el organismo es un sistema, pero que también el medio ambiente lo es. En el caso de los seres humanos decimos que el medio ambiente es un sistema ecológico y social. Como todos los organismos, los seres humanos intercambiamos información con nuestro medio, lo cual produce una intensa interdependencia de elementos entre el medio y el organismo. De hecho, desde cierto punto de vista las fronteras se pierden y el organismo queda integrado en un organismo mayor que es el propio entorno, de la misma manera que nuestros órganos se acoplan funcionalmente para formar nuestro organismo. La evolución de los elementos de ese macroorganismo es mutua e interdependiente, o sea, es una coevolución. En este esquema queda claro que cualquier especie que destruya su medio se destruye a sí misma. Pero volvamos ahora al problema del conocimiento con esta perspectiva.

En esta concepción el conocimiento es una interacción entre el sujeto y su medio, que tiene lugar en la totalidad del organismo, no en una pequeña y misteriosa parte de su cerebro. Esto no implica que el cerebro no sea determinante en el conocimiento; sin duda alguna lo es (capítulo IX), y mucho se conoce sobre la neurología de la percepción, de la memoria o —bastante menos— de la imaginación y el significado. Pero, según esta concepción, es en el organismo íntegro, con todos sus órganos y flujos de información, incluidos sus mecanismos conductuales, donde reside el conocimiento. Aún más, se antoja incluso difícil localizar al conocimiento en el individuo íntegro, ya que mediante su conducta el conocimiento se imprime en el medio ambiente y lo modifica. De esta suerte podríamos decir que los ecosistemas, con sus complejos nichos ambientales y la intrincada red de información en la que están inmersos, son inteligentes, una sorprendente idea desarrollada, entre otros, por el antropólogo y psiquiatra sistemista Gregory Bateson.

LOS TIPOS DE CONOCIMIENTO

Recapitulemos. El conocimiento es, en esencia, una relación que se establece entre un sujeto y un objeto por medio de la cual el sujeto desarrolla esquemas de representación-acción y, en consecuencia, una proposición adecuada sobre el objeto que, a su vez, modifica su acción y es modificada por ésta de manera adaptativa. En esa relación intervienen de manera central un conjunto de datos por los cuales el sujeto considera que su saber es válido y una serie de creencias que sustentan sus conclusiones. Las creencias tienen que ver con la confiabilidad de la fuente de información que el sujeto usa para afirmar su conocimiento.

En el lenguaje corriente el sujeto expresa su conocimiento en frases del tipo "yo sé que tal y cual", siendo "tal y cual" una proposición como "yo sé que existe el monte Everest". Ahora bien, si analizamos las frases que tienen esta forma notaremos que los criterios de acceso y de veracidad que utiliza el sujeto son distintos. Esto quiere decir que hay diversos tipos de conocimiento, lo cual es de importancia capital para determinar su validez y entender las formas de conocer.

Empecemos a deslindar los diversos tipos de conocimiento haciendo una síntesis de las ideas del finlandés Timo Airaksinen y el mexicano Luis Villoro. El primero es el conocimiento perceptual. Si yo veo un monte a lo lejos puedo afirmar con gran convicción que el monte existe y tiene tales y cuales características. Es evidente que ya en este tipo elemental de conocimiento interviene algo más que la percepción. Hay elementos de la memoria que me permiten reconocer el objeto y, probablemente, elementos de la voluntad según los cuales ese monte me es significativo porque, por ejemplo, lo quiero escalar o lo debo eludir. A pesar de su notoria inmediatez y evidente claridad, el conocimiento perceptual no es totalmente certero. Supongamos que alguien más no ve el monte. Esto me pone en un predicamento y debo usar nuevos criterios o datos para asegurarme de que yo o el otro tenemos la verdad. Quizás alguno tomó un alucinógeno, o estoy soñando, o el monte es un espejismo visible sólo desde mi perspectiva. En cambio, si el otro confirma mi percepción, el conocimiento adquiere mayor fuerza y ya no es solamente perceptual, es un conocimiento por consenso. Mientras más sean las confirmaciones de la existencia de ese monte, digamos dibujos o mapas, más seguro y completo es este conocimiento y, lo que es lo mismo, es más difícil refutarlo. En muchas ciencias se usa el procedimiento que conocemos como acuerdo entre observadores" para certificar que un fenómeno sutil, como una conducta o un síntoma clínico es identificado por varios sujetos. En último análisis toda la ciencia se puede considerar un conocimiento por consenso. Un tercer tipo es el conocimiento aceptable y tiene que ver con la verosimilitud que le otorguemos a nuestras fuentes de información. Yo no he visto el monte Everest y, aun suponiendo que no conociera a nadie que lo hubiera visto, sé que existe y sé dónde está porque hay múltiples evidencias confiables que lo confirman. También tengo la seguridad de que existió una persona llamada Napoleón Bonaparte, aunque nadie vivo lo haya conocido, ni falta que hace. La documentación disponible es suficiente para darle una gran certeza a este conocimiento. Hay, sin embargo, objetos sobre los que cabe abrigar dudas, como los fantasmas, los OVNI o la existencia histórica de Robin Hood. Se necesitan datos más convincentes para aceptar su existencia, aunque algunos aleguen tener conocimiento perceptual de ellos. Es más, aun si yo mismo tuviera contacto perceptual con estos entes abrigaría las dudas inherentes al primer tipo de conocimiento.

Una categoría distinta de las tres anteriores es el conocimiento aprendido, que está constituido por las habilidades y las experiencias particulares de un sujeto adquiridas de acuerdo con sus vivencias. Conviene distinguir tres formas diferentes de este tipo de saber. La primera es el conocimiento operacional, que se refiere al "saber hacer", como saber abrocharse las agujetas, manejar un auto, operar una computadora o una nave espacial. Este es, se puede decir, un conocimiento conductual. El desarrollo de habilidades motoras y la adquisición de pericia son sus características particulares, aunque, desde luego, notamos que tiene elementos perceptuales y de consenso. Este tipo de conocimiento es general para las actividades humanas, desde la mecánica hasta la música, desde la ciencia hasta la agricultura, y constituye, según Piaget, la primera de las etapas de desarrollo intelectual en el niño que empieza a aprender a manipular cosas. El conocimiento operacional de una habilidad particular llega a su expresión más acabada en quienes llamamos peritos para las técnicas o virtuosos para las artes.

Hay otras formas de conocimiento que tienen que ver fundamentalmente con la memoria, más que con la percepción o la conducta. El saber muchos números telefónicos o retener datos históricos es un conocimiento almacenado, quizás el que normalmente identificamos al decir que alguien "tiene muchos conocimientos" y tiene su expresión más terminada en las personas que llamamos eruditos. La tercera forma de conocimiento aprendido es la más personal y tiene que ver con la experiencia única de cada quien en su relación con el mundo. Ciertas vivencias de nuestras relaciones interpersonales o con la naturaleza, algunas experiencias de la actividad laboral, profesional o de la cultura, ciertos episodios de dificultades o periodos de descubrimiento nos dejan una enseñanza de importancia capital para vivir, para discernir lo valioso, discriminar entre opciones diversas y elegir lo más adecuado. Éste es un conocimiento integral que abarca la esfera de la razón, de la emoción y la motriz; es un saber eminentemente práctico, el más difícil de refutar y el que más usamos para resolver nuestra existencia: es un conocimiento vivencial o disposicional, que llega a su máxima expresión en los ancianos y, particularmente, en las personas que llamamos sabios.

Ahora bien, a pesar de lo aparentemente disímbolo de todos los tipos de conocimiento, hay elementos comunes que nos mantienen la noción general de conocer. Una persona adquiere la certeza de la veracidad de algo por medios directos, sean éstos la percepción, la confirmación de otros, las fuentes de información humana, la manipulación de un objeto, la afinación de un movimiento o la vivencia de una situación. La refutación de un conocimiento es también una experiencia directa. Es decir, el conocimiento se da siempre en un contexto y es este contexto la clave para que ocurra. El conocimiento surge de una relación de circunstancias, con lo cual confirmamos que es, por su naturaleza misma, ecológico.

Entonces, ¿en qué consiste la experiencia directa? El sujeto entra en una relación con un objeto en ciertas circunstancias y construye un esquema plástico de representación-acción. Insisto, la representación-acción no es una imagen pasiva, como una fotografía almacenada en un sitio cerebral, es una construcción, o mejor, una reconstrucción del objeto en la que entran de manera indisoluble tanto la situación circunstancial como el moldeamiento de su conducta. Todo esto, además, le justifica al sujeto la veracidad de proposiciones como: "yo se manejar", "yo sé que existe el monte Everest", "yo conozco París", "yo sé anatomía". Hay, en todos estos casos un compromiso de veracidad. Se dice entonces que el conocimiento es verdadero o no es conocimiento. Una creencia falsa no es conocimiento: es ignorancia.

Sin embargo, bien sabemos que la verdad, entendida por la epistemología clásica como la correspondencia entre la mente o el pensamiento y el objeto, por desgracia, nos elude constantemente. Ni siquiera la descripción más exhaustiva puede pretender constituirse en una verdad absoluta. Conocer sería más bien la búsqueda de respuestas a los enigmas que nos confrontan, búsqueda que se acompaña de la formación de esquemas continuamente perfectibles. En una palabra: conocer es un proceso de adquisición y uso de esquemas de representación-acción.

Ahora bien, además de los tipos de conocimiento existen tres aproximaciones distintas al saber, que se han ido separando a pesar de que en ellas se entremezclan todas las formas de conocimiento que hemos delineado. Me refiero a la ciencia, el arte y la sabiduría. Es posible, aunque habría que establecerlo con cuidado, que en cada una de estas aproximaciones predominen unos tipos de conocimiento sobre otros, pero el privilegiar una sobre las demás y el mantenerlas rígidamente separadas no sólo ha sido una pérdida de recursos y potencialidades humanas invaluables, sino que es, como se puede advertir, conceptualmente un error. Hagamos a continuación un esbozo del conocimiento científico.

EL RECURSO DEL MÉTODO

Un joven estudiante polaco de visita en Italia en los albores del siglo XVI se impregnó de las traducciones de los eruditos árabes y de la tradición hermética, las cuales, a diferencia del cristianismo medieval, daban al hombre un papel central en la creación, ya no sólo como criatura sino como creador en el sentido de que debería penetrar los misterios de la naturaleza para utilizarla. El estudiante, de nombre Nicolás Copérnico, regresó a Polonia con la idea de actualizar el sistema astronómico de Ptolomeo que aún regía desde hacía milenios. El resultado de sus estudios se publicó en el año de su muerte (De evolutionibus orbium coelestium, 1543) y ahí demostró que era el Sol, y no la Tierra, el centro del cosmos. Cuando digo demostró quiero decir que justificó esta aseveración mediante observaciones y cálculos. Esta sola tarea hizo que apareciera en Europa un movimiento intelectual de consecuencias formidables: el surgimiento de un método particular de observación, demostración y conocimiento, el cual tenía una larga trayectoria en la ciencia islámica y que es una de las marcas del inicio de la Epoca Moderna. El método fue usado después por Galileo, quien, armado de un pequeño telescopio, anunció en 1632 que había montañas en la Luna, satélites alrededor de Júpiter, manchas en el Sol y que la Vía Láctea estaba constituida por incontables estrellas. Al mismo tiempo, en 1627, Kepler en Alemania demostró que las órbitas de los cuerpos celestes no eran circulares sino elípticas, se preguntó sobre la causa del movimiento de las esferas y propuso que la fuerza magnética emanada del Sol empujaba a los planetas en sus órbitas.

Con estas evidencias no sólo se tambaleó el mundo de Aristóteles en lo que se refiere a la idea del cosmos, sino que surgió durante el barroco una nueva filosofía natural definida en su esencia por la duda metódica. Correspondió a René Descartes, el gran filósofo de La Haye, Francia, sistematizar este programa en el Discurso del método aparecido en 1637. Con su esfuerzo se establecen varios requerimientos del conocimiento científico como lo conocemos hoy para aproximarse a la naturaleza: hay que estar armado con un sistema riguroso y justificado de análisis y con herramientas matemáticas para demostrar las aseveraciones.

De esta manera, en 1687 aparecen dos obras fundamentales de la ciencia con las que culmina el esfuerzo iniciado por Copérnico y se plasma el método cartesiano. Se trata de Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, los Principios de Newton y De humani corporis fabrica de Andrés Vesalio. Dotado de uno de los genios matemáticos más sorprendentes de la historia, Newton logró producir sus tres leyes del movimiento y el principio de gravitación universal, con lo cual el mundo macroscópico parecía ajustarse a un sistema comprensible. La conformidad entre la observación y la predicción fue tomada como una evidencia de la veracidad de la teoría, otro requisito que se incorporó para siempre al método científico. En el camino Newton también había utilizado el experimento, es decir, la intervención deliberada del investigador para confirmar sus predicciones.

Poco a poco se agregaron otros componentes al flamante método. Los filósofos naturales, como generalmente se conocía en el siglo XVII a los científicos, necesitaron asegurarse de que los descubrimientos tuvieran confirmación independiente. Ni siquiera Newton era digno de crédito absoluto y el conocimiento por consenso se volvió la piedra de toque de la objetividad. Por esta razón surgieron sociedades científicas en Italia, Inglaterra y Francia. Los científicos tenían entonces un foro donde reunirse, discutir y examinar descubrimientos y teorías. Para cristalizar y formalizar estas discusiones las sociedades empezaron a publicar revistas y libros. Algunas de ellas continúan apareciendo, como las Memorias de la Academia de Ciencias de París. El ideal de la ciencia fue entonces la corroboración y comprensión universales de los descubrimientos y teorías.

Con todo esto, en el siglo XVII habían nacido y madurado los componentes de observación acuciosa y exacta, de intervención experimental, de demostración lógica y matemática de los postulados y de confirmación independiente característicos del método científico. Poco más tarde se agregaría la necesidad de ordenar el mundo de información que explotaba en todas las direcciones. Los criterios para clasificar objetos se vieron como requerimientos necesarios para sistematizar, generalizar y unificar el lenguaje de la ciencia y se fueron haciendo cada vez menos arbitrarios. Al ordenarse y sistematizarse una porción del mundo surgieron ciencias particulares con sus métodos y sus especialistas. Es así que la introducción de un sistema racional para designar y clasificar a los seres vivos fue propuesto por el sueco Carl von Linne en 1753. Esta clasificación implicaba que existía un parentesco genético entre las especies, lo que condujo a Jean Baptiste Lamarck a sugerir hacia 1800 que las especies cambiaban y evolucionaban a través del tiempo, lo cual fue debidamente demostrado por Charles Darwin, aunque el mecanismo que éste propuso era opuesto al pensado por el francés. Dentro de la misma tendencia, los elementos atómicos fueron arreglados de acuerdo con sus pesos y reacciones en una tabla periódica por Dimitri Mendeleiev hacia 1870. Y también esta taxonomía tuvo aplicaciones inmediatas al facilitar la comprensión de las propiedades físicas y químicas de los átomos de acuerdo con su lugar en la tabla y predecir la existencia de otros aún desconocidos y que vendrían a ocupar sitios por el momento vacíos.

Un aspecto más del método científico que lo afirmó en el siglo pasado como un elemento fundamental de la cultura fue su conexión con la economía mediante la producción de artefactos. La tecnología, que había precedido a la ciencia por milenios, recibió un impulso decidido a partir de la Revolución Industrial, cuando la observación y la experimentación sistemáticas se incorporaron a la industria. Así, la metalurgia se desarrolló a partir de las aleaciones producidas por la física, la industria de los colorantes se benefició de la química, y la electricidad y el magnetismo, que habían sido analizados cuidadosamente por los científicos, fueron controlados y utilizados en dinamos o motores. A la inversa, el análisis científico del motor engendra a la termodinámica, una de las teorías físicas de mayor influencia en el siglo XX. A su vez, los nuevos instrumentos ensancharon el horizonte de los científicos y los impulsaron a continuar la indagación sobre mundos cada vez más lejanos o cada vez más pequeños.

De esta manera el método científico fue modificándose con el tiempo hasta erigirse en un recurso depurado y particular para obtener conocimiento. Su propio devenir nos recuerda que es un producto histórico con debilidades y fortalezas, con fundamentos sólidos que no sólo cambian con las más trepidantes revoluciones sino que tiene manifestaciones un tanto diversas para cada disciplina y cada época.

LAS REGLAS DEL JUEGO

El método científico vigente es el conjunto de procedimientos aceptados que se usan en la investigación para resolver un problema o explorar un enigma. Los pasos usuales de tal método son la selección del problema, la elaboración de la hipótesis, el procedimiento para obtener los datos, y la interpretación de los resultados. Esta separación del procedimiento se manifiesta en el resultado final de la investigación, que queda plasmado en el artículo científico. Los dos primeros estadios se elaboran conjuntamente en una sección que se titula "Introducción", el procedimiento se explica en una sección de "Material y métodos" en la que se puntualizan los sujetos, objetos y técnicas usadas, en tanto que en otra de "Resultados" se manifiestan de manera sistemática los datos obtenidos. Finalmente, la interpretación de los resultados constituye la "Discusión". De esta manera el artículo científico, como la obra del artista, es la expresión concreta y pública del quehacer del investigador y contiene los elementos con los que podemos juzgar el método, la teoría y el contexto teórico, metodológico y social en el que se elabora el trabajo.

El planteamiento del problema es la manifestación de una poderosa tendencia a la exploración que caracteriza a todas las especies animales. La actitud inquisitiva y la curiosidad son atributos indispensables de los seres vivos para reconocer y adaptarse al medio ambiente. En la ciencia esto se manifiesta en un territorio que está más o menos explorado y en una frontera más allá de la cual está lo ignoto. El avance de esa frontera del conocimiento es paulatina, aunque hay exploradores extraordinarios que hacen penetraciones profundas en la región del misterio.

La selección que hace un investigador de la incógnita que ha de abordar es un paso determinante en su quehacer. En tal selección deberá ponderar la trivialidad contra la profundidad de la pregunta, a sabiendas de que la primera es de más fácil solución pero menos trascendental que la última. Ahora bien, aunque la libertad de selección es supuestamente infinita, el científico está restringido por su entrenamiento, su información previa, sus recursos materiales e intelectuales y la tendencia de su escuela y grupo de trabajo. En cualquier caso, una vez seleccionado el problema, el investigador ha de formularlo con toda precisión, lo cual implica que esté familiarizado con la bibliografía científica existente sobre el caso (que significativamente se le llama literatura en los círculos de ciencia) y que tenga una clara percepción de dónde se encuentra la frontera, de cuál es exactamente la incógnita y, en particular, de cuáles son sus probabilidades reales de resolverla según sus medios intelectuales y físicos.

Una vez seleccionada la incógnita el científico aventura una respuesta posible, es decir, una conjetura. A esa conjetura se le llama hipótesis y, para ser adecuada, deberá estar cuidadosamente fundamentada. Se trata de una especulación en la que intervienen la intuición, la inducción y la deducción, como muchas hipótesis que hacemos en la vida diaria, pero la hipótesis científica ha de ser precisa, sólida, verosímil y, sobre todo, contrastable, es decir, probable o refutable por la observación o el experimento. Las hipótesis son así guías que resumen, interpretan y justifican la labor del científico.

Con base en el planteamiento del problema y la naturaleza de la hipótesis el investigador realiza un diseño y un proyecto, toma decisiones específicas sobre los objetos o individuos que ha de usar, las variables que debe controlar y las técnicas que aplicará para poner su hipótesis a prueba. Hasta este momento el investigador no ha hecho operación alguna que no sea leer o escribir y sobre todo pensar e imaginar, pero si ha realizado estos procedimientos con cuidado, está listo para pasar a la observación, la piedra de toque de la ciencia práctica. La observación científica es un acto intencional (conscientemente dirigido), informado (enmarcado en conocimientos previos), selectivo (restringido a un aspecto de la naturaleza) e interpretativo (razonado y explicativo) que resulta en datos. Para obtener información se puede ir desde la lectura de textos, la descripción y clasificación sistemáticas, hasta la medición por conteo directo o mediante instrumentos de objetos o eventos. La intervención controlada que constituye un experimento es una forma elaborada de observación en la cual varios grupos homogéneos de individuos se usan para que, en algunos de ellos, llamados experimentales, se aplique un estímulo y se compare sus rendimientos contra los grupos no estimulados que se denominan controles. Los resultados de la observación son entonces datos objetivos en el sentido de que son públicos, porque cualquier otro observador deberá obtenerlos si reproduce el procedimiento. Y, sin embargo, los datos no son más que el resultado crudo de la observación y tienen poco valor por sí mismos. Para hacerlos valiosos el investigador tiene que elaborarlos y ponderarlos, es decir, elige los que fueron obtenidos en las mejores condiciones, identifica los que son significativos mediante procedimientos estadísticos y los sistematiza, con lo cual hace posible su presentación en citas, tablas o gráficas. Sólo entonces los datos son auténticos resultados.

Finalmente, el científico deberá hacer una interpretación de sus resultados, es decir, deberá mostrar si son evidencias a favor o en contra de la hipótesis, si prueban, confirman o refutan otras hipótesis o teorías, si son consistentes o no con resultados obtenidos por procedimientos similares o diferentes. Pero, más aún, deberá decir por qué éste es el caso; es decir, deberá darles una explicación. Para conseguirlo deberá ir de lo particular a lo general y hacer deducciones sobre sus resultados refiriéndose a otros dominios de la ciencia y utilizando operaciones lógicas elementales. En muchas ocasiones, con los datos y los resultados se produce un modelo, una simulación del objeto de estudio que permite comprenderlo mejor. Con todo esto el investigador hace predicciones y adelanta posibilidades, plantea los nuevos problemas que sus resultados implican, atisba nuevas incógnitas para empujar la frontera de lo conocido y así seguir penetrando en la oscuridad de lo ignorado.

El método es universal, porque se aplica, aunque con diferencias importantes de forma, en todas las ciencias y en todas partes, pero es cambiante, como lo demuestran las grandes diferencias entre artículos científicos de épocas incluso cercanas; es humilde porque no puede aplicarse a todas las cuestiones, pero es penetrante. Por último, no todo depende de la aplicación adecuada de la receta ni de las facilidades técnicas que se tengan, sino del propio investigador, de su preparación, habilidad, experiencia y especialmente de un factor misterioso e imponderable: su creatividad. La receta en este caso es más elaborada y menos precisa. Veamos algunos ingredientes: concebir nuevas ideas, seleccionar con prudente audacia, diseñar con imaginación, observar en detalle y con desapego, proceder con destreza y sagacidad, notar la oportunidad, conocer la relevancia, intuir el significado. Mézclense y aplíquense estos factores al método descrito. Descubrimiento garantizado.

EL JUGUETE DE LA CIENCIA Y EL TEATRO DEL MUNDO

Pocas son las palabras técnicas de uso común para todas las ciencias. La más ubicua y frecuente de todas ellas es modelo. En efecto, si revisamos los títulos de los artículos científicos en las revistas internacionales especializadas encontraremos que esta palabra es de las más usuales. Esto lo sabemos porque existe un índice semanal de los contenidos de las revistas científicas (el Current Contents) que usamos para localizar y solicitar los artículos de interés. Al final de cada número de este índice aparecen ordenadas alfabéticamente las palabras técnicas de los títulos, con lo cual se facilita la búsqueda. En los números correspondientes a las ciencias biológicas las palabras más frecuentes en los títulos son "rata", "humano", "célula", "ratón" "proteína", "gene" y "modelo", mientras que en los números que tratan a las ciencias sociales y de la conducta, las palabras más usadas son "nino", "economía", "trabajo", "política", "mujer" y "modelo." Vemos que los términos reflejan el objeto sobre el que se realizó el estudio, aunque no su objetivo, que está indicado por el título entero. Notoriamente la palabra modelo es el término teórico de mayor uso en las ciencias más diversas. Y es que el modelar es una parte fundamental del procedimiento que utilizan todos los investigadores, independientemente de que sean teóricos, experimentales, observacionales o taxónomos. Y bien, ¿qué es el modelo en la ciencia?.

En su sentido más general la palabra modelo indica un prototipo que contiene los rasgos distintivos de un objeto que deseamos entender. Cuando decimos "el cobre" no hablamos de este o aquel pedazo de metal, hablamos del prototipo, de aquello que es propiedad general del cobre, independientemente de su carácter particular. Hablamos, prácticamente, del arquetipo, del cobre de todos los cobres. Esta función de prototipo es común a todos los usos de la palabra modelo. Así, en el arte, el modelo es el objeto para ser copiado y en la ciencia, a la inversa, el modelo es la copia del objeto. Es decir, en la ciencia el modelo es una simulación, una metáfora que nos ayuda a entender esa parte del mundo que es el objeto de nuestra curiosidad. El modelo es, con toda precisión, un juguete que el investigador usa de manera análoga al niño que manipula un cochecito. Es por medio de la manipulación que el niño y el científico adquieren información y comprensión del objeto y sus propiedades. Sucede entonces que el juego y el modelo son un campo dinámico de representación, un teatro del mundo. Y, como el niño en sus momentos más creativos, el investigador debe producir su juguete y éste, si es una representación adecuada, tendrá un valor general.

Veamos ahora cuáles son los elementos que componen un modelo científico. Hay cuatro sistemas que se ponen en juego. El primero es, desde luego, el objeto, aquella estructura o fenómeno que nos interesa estudiar y que puede ser una estrella, un electrón, un rayo, la circulación de la sangre, una revolución popular, la memoria o cualquier sector del mundo sobre el que podamos obtener datos. Tales datos deben ser observables, es decir, necesitamos un tipo de información sobre el objeto que pueda ser corroborada por otros, lo cual es la condición empírica —que no empirista— de la ciencia. Con esos datos se configura una percepción del objeto, la imagen resultante de la experiencia, que incluye fundamental, pero no exclusivamente, elementos sensoriales. Tal percepción es una imagen parcial, porque no es posible obtener una información completa de un objeto, así sea una mesa que podemos ver, tocar, oler y explorar con instrumentos. Además, sabemos también que la percepción no es comparable a una película virgen sobre la que se inscribe una imagen. La percepción esta condicionada en mayor o menor grado.

En cualquier caso, con los datos de la percepción, de la memoria y de otras operaciones cognoscitivas se construye una representación del objeto, un sistema de imágenes, ideas o juicios que integran efectivamente su representación, es decir, la construcción de esquemas dinámicos indisolublemente ligados a la teoría y al acto. En un siguiente paso el científico produce una serie de acciones que desembocan en la fabricación de un artefacto a partir de su representación. Tal artefacto es la maqueta o el juguete que le permite realizar una labor particularmente satisfactoria, el juego favorito de muchos investigadores: la contrastación, es decir, la comparación entre su artefacto y el objeto original. El juego es dinámico y el juguete nunca estará acabado: hay que corregirlo continuamente. Un científico creativo se distingue entre otras cosas por su capacidad para generar modelos interesantes. Es un maestro del juego: el Magister Ludi en la afortunada definición de El juego de los abalorios de Hermann Hesse.

Ahora bien, los artefactos (en el sentido de modelos y no de instrumentos) que produce la ciencia toman muchas formas. Los más elementales son los modelos concretos que tratan de reproducir a escala las características del objeto. Un mapa es un modelo, como lo es una maqueta. Producimos otros modelos concretos en sistemas ya existentes y los usamos para hacer analogías; se trata de modelos experimentales. En este caso se inducen, por ejemplo, ciertos padecimientos en animales que permiten entender la misma enfermedad en el ser humano, pero teniendo un control mucho más riguroso y con una base ética, si bien debatible, más justificable. Gracias a esos modelos ha sido posible entender varios padecimientos y disminuir el sufrimiento humano asociado a ellos. Por otro lado se emplean profusamente modelos figurativos: diagramas, esquemas o formas que intentan representar sistemas y fenómenos. El dibujo del átomo como un minúsculo sistema solar, las cartas de parentesco, las fórmulas químicas y muchos más casos son modelos de este tipo que frecuentemente se difunden en la población general por su intenso valor educativo y de comprensión. Finalmente están los modelos más depurados y abstractos: los conceptuales y los matemáticos. A partir de Descartes, la mayoría de los científicos consideran a estos modelos los más "formales", ya que están elaborados en el lenguaje más universal de la ciencia.

Consideren ahora que una descripción como ésta puede ser aplicada también, con ajustes, desde luego, a la cultura en general. En esencia la cultura es un sistema de conceptos, valores y representaciones común a un conjunto humano que se manifiesta por la producción de artefactos (construcciones, obras de arte, utensilios) y se trasmite por medio del conocimiento. El procedimiento más común, el más justificado y el más peligroso de la arqueología es precisamente el de inferir la representación general del mundo que tuvieron grupos de personas extintas, a partir de las cosas que produjeron.

La ciencia y el modelo científico constituyen una parte esencial de la cultura, y la peculiar representación del mundo que tiene la ciencia puede ser inferida de los modelos.

UN CASO EJEMPLAR: LA NATURALEZA DE LA HERENCIA

La ciencia es una aventura en el sentido estricto del término: implica la participación de exploradores, el reconocimiento sucesivo de terrenos ignotos, la acumulación de experiencias extraordinarias, la construcción y demolición de teorías, la aplicación de audacia y de ingenio. Como muestra de ello voy a contar de manera muy resumida una de las películas de aventuras más espectaculares de la filmoteca de la ciencia: la que trata sobre la herencia.

La primera hipótesis que conocemos sobre la manera como se heredan los caracteres físicos es de Hipócrates y se conoce con el nombre de pangénesis. La hipótesis asume que cada parte del cuerpo produce "semillas" que son trasmitidas a la descendencia durante la concepción. Un siglo más tarde, y haciendo gala de su depurada lógica, Aristóteles hizo preguntas demoledoras para esta hipótesis. Si los hijos se parecen a los padres, no sólo en sus rasgos físicos sino en la voz o en la manera de caminar, ¿cómo es que estos factores no estructurales podrían originar el material de la simiente? El estagirita también notó que los niños pueden parecerse ya no a los padres sino a los abuelos, con lo cual la sustancia de la simiente debería pasar a través de generaciones. Con estas observaciones quedó rechazada la pangénesis, pero se abrieron nuevas incógnitas: ¿cuál es el factor que pasa a través de generaciones y reproduce tanto caracteres físicos como funcionales y conductuales?

El asunto no se retoma hasta veinte siglos después con el advenimiento del microscopio y el trascendental descubrimiento de que todos los seres vivos están constituidos por células. Inmerso en la multifacética cultura del barroco, en 1667 Leeuwenhoek informó a la Real Sociedad de Londres que el semen contenía pequeñas criaturas. Pronto se demostró que estos "animales del esperma" (espermatozoides) penetraban el óvulo durante la fertilización. En ese momento se generalizó la idea de que deberían existir gametos transmisores de la información heredada y que éstos deberían estar contenidos en estas células sexuales. Nueva incógnita: ¿en qué consisten los gametos y de qué manera están incluidos en las células? Por esa época cundió la hipótesis equivocada del homúnculo, es decir, la idea de que un ser humano diminuto habitaba la cabeza del espermatozoide y se desarrollaba en el útero. Una hipótesis, como todas las de la ciencia, hija de su tiempo.

El origen de las células fue un asunto polémico. Schwann, uno de los padres de la citología, pensaba que las células se construían por partes. Sin embargo, nuevas observaciones revelaron que las células se dividían y Rudolf Virchow en 1855 acuñó la ley de que omnis cellula e cellula ("toda célula proviene de célula"). En 1873 A. Schneider detalló los cambios que ocurren en la célula cuando ésta se divide. El núcleo es el protagonista de una vistosa danza de elementos celulares que culmina en su partición o mitosis. Durante el proceso aparecen corpúsculos coloreados o cromosomas que muchos tomaron inicialmente por artefactos. Sin embargo, los cromosomas surgieron como los posibles elementos físicos de la herencia, especialmente al notarse que su número era constante para cada especie. La incógnita se reformuló: ¿qué hay en los cromosomas que trasmita la información genética de células madres a las células hijas? Por la misma época la teoría de Darwin del surgimiento de especies nuevas por selección natural dependía totalmente de una fuente constante de variantes genéticas que se trasmiten de generación en generación y sobre las que podía actuar la selección. ¿Cómo y dónde estarían esas variantes genéticas?

Estas preguntas impulsaron una investigación ya diferenciada, pero no fue sino hasta el año de 1900 cuando podemos decir que nace la genética como ciencia. Fue un parto retardado y lo precipitó la revaloración de un artículo basado en las conferencias que diera un monje agustino muerto quince años atrás y que fueran publicadas sin ninguna trascendencia inmediata en 1865. El monje se llamaba Gregorio Mendel y el trabajo versaba sobre experimentos en la producción de híbridos de chícharos de color amarillo o verde y de superficies lisas ó rugosas, realizados en la huerta de su monasterio. Mendel encontró que los híbridos de estas variedades tenían el carácter de uno solo de los padres. A ese carácter le llamó dominante y al que no aparecía recesivo. Mayor sorpresa le causó encontrar en la generación siguiente la aparición de los caracteres recesivos en una proporción constante que sugería dos leyes de la herencia: la primera tiene que ver con la segregación de las unidades dominante (D) y recesiva (r) y su probabilidad de aparición de 3 a 1 en la descendencia; en la segunda se infiere que cada gameto contiene un par de unidades (DD, Dr, rD y rr).

En 1902 Walter Sutton logró unir dos ramas, la genética y la citología, cuando el joven de 25 años demostró que las unidades hereditarias de Mendel —los llamados genes desde entonces— eran partes de los cromosomas. Simultáneamente, E. B. Wilson encontró que sólo dos de los cromosomas (los X y Y) eran responsables del sexo del producto, lo cual, además, confirmaba que los caracteres externos eran trasmitidos por los cromosomas. En el mismo pasillo del laboratorio de Wilson de la Universidad de Columbia estaba el de Thomas Morgan, al cual llamaban "el cuarto de las moscas". Morgan analizaba algunos aspectos de la herencia de caracteres físicos en las pequeñas moscas de la fruta (Drosophila melanogaster), que se reproducían en grandes números y a gran velocidad, con lo cual podía observar y experimentar sobre la herencia rápidamente y con mínimo subsidio. Para 1915 Morgan tenía datos sobre la herencia de 85 genes distintos y evidencias posteriores apuntaron a que cada gene ocupaba un lugar definido del cromosoma: el locus. Nueva pregunta: ¿qué son y cómo operan los genes?

Para responderla se empezaron a usar organismos aún más simples, como el hongo rojo del pan (Neurospora crassa), cuyo cultivo sólo requería pequeñas cajas de vidrio dotadas de un medio nutricio apropiado. En este momento estaba ya claro que los genes deberían ser grandes moléculas químicas que producían otras moléculas encargadas de conformar y hacer funcionar a las células. La carrera por encontrar la molécula de la herencia se aceleró en los años cuarenta. En 1944 Avery, MacLeod y McCarty purificaron una enorme molécula, el ácido desoxirribonucleico (ADN), a la cual consideraron responsable de la codificación genética. Los detalles de cómo ésta molécula podría dividirse en dos durante la mitosis forman parte de una de las aventuras más espectaculares de la ciencia del siglo XX que culminó en un trabajo teórico de una página sobre la estructura molecular del ADN realizado por Watson y Crick y publicado en 1954. Con este trabajo quedaba mejor explicada la base física de la herencia y nacía la biología molecular con la formidable incógnita de cómo está codificada y de qué manera se expresa la información del ADN para dar origen a los caracteres físicos heredados. Está en curso la culminación de la biología molecular con el proyecto del genoma humano, el cual, una vez completado a finales del siglo, habrá identificado la estructura molecular exacta de los 100 000 genes de nuestra especie.

Este apretado resumen nos ilustra el hecho incontrovertible del progreso del conocimiento en la ciencia. Examinaré en su momento la controversia respecto a las características de tal proceso.

LECTURAS

Airaksinen, T. (1978), "Five types of knowledge", American Philosophical Quarterly 15, pp. 263-274.

Arrillaga Torrens, R. (1987), La naturaleza del conocer, Paidós, Buenos Aires.

Bronowski, J. (1979/1981), Los orígenes del conocimiento la imaginación, Gedisa, Barcelona.

Bunge, M. (1981), La ciencia, su método y su filosofía, Siglo Veinte, Buenos Aires.

Hessen, J. (1940/1989), Teoría del conocimiento, vigésimo segunda edición, Espasa Calpe, México.

Moore, J. A. (1986), Science as a way of knowing — Genetics, Education Committee of the American Society of Zoologists, pp. 583-748.

Varela, F. J. (1990), Conocer, Gedisa, Barcelona.

Villoro, L. (1982), Creer, saber y conocer, Siglo Veintiuno, México.

Wuketits, F.M. (1991), "Life, cognition, and ‘intraorganismic selection"’, Journal of Social and Biological Structures 14, pp. 184-189.