III. ÉTICA Y SABER: LOS EMBLEMAS DEL VALOR

LA CIENCIA ISLÁMICA

POR razones de un etnocentrismo aún no superado, se olvida con frecuencia que los árabes fueron los depositarios y labradores del conocimiento en todas sus formas por un periodo de cinco siglos que culmina al final de la Edad Media en Europa. La limitada incorporación de ese conocimiento por las traducciones del árabe al latín hechas predominantemente en Toledo y Cremona, contribuyó al Renacimiento, el cual dio el impulso definitivo a la ciencia y literatura occidentales. Los fundamentos de la ciencia islámica se tendieron dos siglos después de la emigración de Mahoma de la Meca a Medina en 622. Después de este acontecimiento, la Hégira, que marca el principio del calendario islámico, siguió una expansión amplia y turbulenta. Dos siglos después empezó un periodo de relativa estabilidad que duró hasta el siglo XII y que dio lugar a lo que puede ser catalogado sin ambages como una de las grandes civilizaciones de la Tierra. Así, en los inicios de la dinastía de los abadíes en Bagdad hacia el año 750 se tradujeron al árabe los más importantes textos filosóficos y científicos de la antigüedad, en particular de los periodos helénico, persa e hindú. El califa Al-Ma’um fundó la Casa de la Sabiduría, la primera de una vasta red de planteles de educación superior y científicos donde la traducción, la enseñanza y la investigación fueron actividades sistemáticas. En ella realizó sus estudios el extraordinario astrónomo-matemático Al- Kwarizimi (780-850), quien introdujo de la India los números que ahora usamos con el nombre de arábigos. La traducción de su obra al latín en el siglo XII marcó el uso de las palabras álgebra y algoritmo. Además, AI-Kwarizimi recopiló mapas astronómicos, formuló las primeras tablas trigonométricas y produjo la más completa enciclopedia geográfica de entonces, en donde se empezaba a corregir a Ptolomeo. Estas y otras aportaciones de los geógrafos islámicos fueron, a diferencia de otros conocimientos, ignoradas por los europeos, con lo cual los errores de Ptolomeo se perpetuaron hasta los grandes descubrimientos del siglo XVI. Diferente suerte corrieron los Elementos de AI-Farghani, otro astrónomo de Bagdad, que fueron traducidos al latín en Toledo y Cremona e influyeron decididamente en la cosmogonía de Dante. En la misma época, el trabajo del médico de Bagdad Al-Razi (850-923) representa el apogeo de la alquimia arábiga, uno de cuyos efectos fue la incorporación de remedios minerales a la terapéutica, muchos siglos antes de Paracelso.

Hacia el siglo X había más de 75 centros de educación superior e investigación en el Islam. Los dos polos de desarrollo fueron el oriental, que se inició con los abadíes y abarcó hasta Persia, y el occidental, que floreció en el sur de España bajo los omeyas en el periodo que ha sido llamado por Henry Pérès "el esplendor de al-Andalus".

Las contribuciones de los estudiosos islámicos al conocimiento fueron vastas. Los eruditos calcularon y precisaron el ángulo de la eclíptica, los equinoccios y el tamaño de la Tierra. Inventaron el reloj de péndulo, explicaron la reflexión de la luz, la gravitación y la atracción capilar. Usaban el globo terráqueo para enseñar geografía y desarrollaron observatorios. Acumularon un enorme acervo de medicamentos químicos y vegetales . Establecieron hospitales, entre ellos los primeros asilos para enfermos mentales, e inicaron la ciencia de la anatomía. Introdujeron la selección genética de caballos, produjeron nuevos injertos de múltiples plantas para el uso humano y mejoraron la agricultura y la vegetación.

Algunas aportaciones merecen mención especial. El prosista Al-Jahiz (776-868) de Bagdad enfatizó la unidad de la naturaleza y las relaciones entre grupos de organismos, con lo que esbozó la idea de una primera taxonomía biológica casi un milenio antes de Linneo. El físico Alghazen (965-1039) inauguró la teoría óptica y la fisiología de la visión al proponer por primera vez que la luz llegaba de los objetos al ojo. Ibn al-Awwam de Sevilla produjo en el siglo XII el más importante tratado de agronomía de la antigüedad. Los primeros mapas climáticos del mundo fueron elaborados por Al-Idrisi (1100-1165) para su protector el rey Roger II de Sicilia. Ibn al-Nafis (muerto en 1288) hizo la primera descripción de la circulación pulmonar de la sangre. En los espléndidos observatorios de Maragheh (actualmente en Irán), fundado por Al-Tusi y en el de Ulugh Bey en Samarkanda se produjeron acuciosos catálogos estelares y modelos matemáticos de las revoluciones planetarias, particularmente el más acabado de Ibn al-Shatir. Muchos de los hermosos nombres con los que conocemos a las estrellas, como Aldebarán, Altair, Betelgeuse, Vega o Deneb, fueron acuñados allí y pasaron a Europa con los astrolabios árabes.

Pocos sabios y pensadores en la historia de la humanidad pueden equipararse a Ibn-Sina, conocido como Avicena (980-1037). Este filósofo, médico y científico persa produjo el Canon de medicina, uno de los libros más apreciados y famosos en la historia de esta disciplina. Su Kitab-ash-Shifa (Libro de la curación) trata de lógica, ciencias naturales, psicología, geometría, astronomía y música. Con una delicada prosa poética, Ibn-Sina se introduce también al misticismo, como era la regla entre los eruditos del Islam. Su pensamiento, amalgamado al de San Agustín, habría de tener efectos profundos en la escolástica medieval, particularmente entre los franciscanos.

Otro gigante fue el padre de la historiografía, Ibn-Khaldun (1332-1406). Arnold Toynbee, el prolijo historiador contemporáneo, considera que su Kitab al-ibir (Historia universal) 1 es "el más grande trabajo en su tipo creado por mente alguna". Juez y cultivador de la lógica, Ibn-Khaldun aplicó su mente privilegiada y sistemática para entender los escollos de su propia vida en la época en que las amenazas externas y las confronta clones internas debilitaban ya la civilización islámica. En suma, Ibn-Khaldun es el primero que intenta establecer una teoría de la historia más allá de la mera acumulación de hechos. El extraordinario periodo de aportaciones islámicas al conocimiento había empezado a declinar hacia el siglo XII, coincidiendo con el despertar europeo. Sin embargo aún hubo tiempo para que florecieran eruditos y filósofos de la talla de Omar Kayyam, AI-Razi, Avempace y Averroes.

Hay abundantes evidencias de la influencia que ejerció el pensamiento islámico en Europa, mediante las traducciones latinas. Pero no sólo quedaron marcadas la filosofía y la ciencia: en la poesía de San Juan de la Cruz se ha reconocido el sentir de Ibn al-Arabi, el inmenso místico de Murcia. Es probable que Copérnico haya leído a Ibn al- Shatir y no hay duda de que estaba familiarizado con Al-Battani, ya que lo cita docenas de veces. Así vemos que los llamados padres de la ciencia moderna fueron los nietos de las tradiciones helénico-persa-hindúes por ser los hijos de los eruditos árabes.

EL ESTUDIO DE LA MEDICINA HERBOLARIA MEXICANA

En la historia de la ciencia mexicana destaca el capítulo de las plantas medicinales como un ejemplo notable de las complejas relaciones que existen entre el conocimiento empírico y el científico, la ciencia básica y la aplicada, la ideología, los valores imperantes y la vida académica. Además, el análisis de la herbolaria autóctona vendría a ser el antecedente de la moderna ciencia biomédica de nuestro país. Por ambas razones es relevante hacer una breve recapitulación de su desarrollo durante la Colonia y el siglo XIX.

Los franciscanos que llegaron a la Nueva España en 1529 tenían una visión ambiciosa. Pretendían nada menos que desarrollar una sociedad ideal basada en los principios de la Utopía de Tomás Moro. Entre ellos estaba fray Bernardino de Sahagún (1499-1590), franciscano español que pasó a la Nueva España en 1529. Después de permanecer muchos años en el Colegio imperial de Santa Cruz de Tlatelolco, la primera casa de estudios superiores del país fundada por el virrey Mendoza y el obispo Zumárraga en 1536, se le comisiona, en 1557, para recopilar datos sobre los indígenas. Con ese objeto aprende el náhuatl, elabora mi cuestionario y trabaja con informantes que le responden en su idioma original. Su trabajo toma forma definitiva en el llamado Códice Florentino en náhuatl y su versión en español, la célebre Historia general de las cosas de la Nueva España. En este notable documento, que para muchos representa un trabajo pionero de la etnografía, se describen los nombres y usos de múltiples plantas medicinales usadas por los indígenas, incluidas las psicotrópicas, cuyo análisis ulterior llenaría, como veremos, capítulos fascinantes de la ciencia nacional.

En el mismo Colegio de Tlatelolco se encomendó a Martín de la Cruz, un curandero indígena, la descripción de los métodos terapéuticos que él conocía. Como resultado aparece en 1552 un códice en latín profusamente ilustrado con dibujos de plantas medicinales, sus nombres nahuas, la descripción de sus efectos y su aplicación. La versión en latín fue hecha por Juan Badiano, con cuyo nombre se conoce en la actualidad. El manuscrito desapareció hasta que fue hallado a principios de este siglo en la biblioteca del Vaticano por Emmart, quien realizó su primera edición moderna en 1940. La segunda edición fue hecha en México en 1964, a iniciativa del fisiólogo Efrén del Pozo, por el Seguro Social, con su hermoso nombre latino: Libellus de medicinalibus indorum herbis.

A finales del siglo XVI aparece en la Nueva España el toledano Francisco Hernández (1517-1587), llamado el Protomédico de Indias, quien es comisionado por Felipe II para estudiar la medicina indígena mexicana en 1570. Hernández viaja por la Nueva España durante siete años acompañado de escribanos, dibujantes y médicos indios. El producto de sus estudios, la Historia de las plantas, sirvió de base para una edición hecha por Ximénez en 1615. Hubo otras ediciones en los siglos XVI y XVII, pero la publicación definitiva de la obra la hace la Universidad Nacional Autónoma de México cuidadosamente preparada por un grupo de eruditos encabezados por el mismo Efrén del Pozo. Aún en el siglo XVI el sevillano Nicolás Monardes describió algunos usos de plantas medicinales de los mexicanos usando ejemplares e información que le llegaban de las Indias.

Por desgracia, este rico panorama de estudio prácticamente desapareció durante buena parte del periodo colonial. Los propios curanderos fueron perseguidos por la Inquisición bajo el cargo de herejía, pues utilizaban alucinógenos considerados "cosa del demonio". Mención aparte merece el notable sacerdote y erudito José Antonio de Alzate (1737-1799), nacido en Ozumba y pariente de Sor Juana Inés de la Cruz, quien entre sus informes médicos, astronómicos y meteorológicos, aportó información sobre la botánica medicinal indígena en su publicación semanaria titulada Gazetas de Literatura. Si bien fueron las matemáticas, las ciencias naturales y la medicina las que más atrajeron su atención, Alzate hizo contribuciones fundamentales a la astronomía, la física y la química. Es por esto que fue miembro de sociedades científicas internacionales, en particular de la Academia de Ciencias de París. Fue Alzate quien identificó en 1777 el uso ritual de la

mariguana entre curanderos indígenas, lo cual implica una rápida adopción cultural de un psicotrópico probablemente importado como fuente de fibra de cáñamo desde Asia a través de la Nao de la China.

No es sino hasta la época previa a la Independencia que renace el interés por la flora medicinal con la extensa exploración botánica hecha por Martín de Sessé, médico aragonés comisionado del Jardín Botánico de Madrid y el mexiquense José María Mociño, filósofo, médico y botánico de formación, naturalista, aventurero y explorador de vocación. Los resultados de esta extraordinaria exploración no se editaron sino hasta 1893 debido a que la inquietud previa a la guerra de Independencia tomó a Sessé y Mociño por sorpresa e impidió el desarrollo de sus investigaciones. Decidieron trasladarse con su herbario a España, pero se encontraron con la guerra napoleónica.

José María Mociño es, quizás, el mayor explorador mexicano. En 1800 había recorrido la costa del Pacífico desde Canadá hasta Guatemala, había descendido a los cráteres en erupción de varios volcanes y poco después tendría en su haber el mayor herbario del continente. En su estancia en España llegó a ser cuatro veces presidente de la Academia de Ciencias de Madrid, en cuya sede incluso vivió durante la invasión napoleónica, cuando murió su amigo y protector Sessé. El gobierno de José Bonaparte lo confirmó en su puesto, pero al retirarse los franceses en 1812 fue hecho prisionero y encadenado. Al ser liberado huyó a Francia en un carro de mulas en el que llevaba sus manuscritos e ilustraciones que sumaban más de 1 400 folios de las plantas mexicanas recolectadas en sus expediciones. El naturalista suizo Agustín de Candolle quedó maravillado con la colección y Mociño se la prestó para que la llevara a Ginebra. Cuando en 1817 Mociño solicitó permiso para regresar a España pidió sus originales a De Candolle quien, ansioso de no perderlos, pidió ayuda a todos los ginebrinos que supiesen dibujar, con lo cual consiguió reproducir en una semana 1 200 dibujos de Mociño. Este enfermó gravemente y murió en Barcelona en 1820. A la larga sus originales se perdieron y todo lo que queda de su trabajo son las copias ginebrinas.

Poco después de la Independencia, en 1832, aparece en Puebla un Ensayo para la materia médica de México, la primera de las farmacopeas que fueran editadas posteriormente por la Sociedad Farmacéutica de México. La última edición es de 1952.

En 1848 nace en Querétaro el gran naturalista y primer fisiólogo mexicano Fernando Altamirano. Estudió en la Facultad de Medicina y posteriormente realizó dos viajes a Ginebra para estudiar las litografías de Mociño. Tradujo por primera vez al castellano la obra de Francisco Hernández y publicó más de 250 artículos sobre temas farmacológicos y fisiológicos de las plantas mexicanas.

A instancias del general Carlos Pacheco, titular de la Secretaría de Fomento, se comisiona en 1889 al doctor Fernando Altamirano, que en esa época era preparador de farmacia y fisiología de la Escuela de Medicina, a crear el Instituto Médico Nacional, institución dedicada a impulsar la investigación de nuestros recursos médicos. El instituto fue una de las primeras casas de investigación científica del país. Contaba con laboratorios de historia natural, a cargo de José Ramírez y Alfonso Herrera; de química analítica, bajo la dirección de Francisco Río de la Loza; de terapéutica con Juan Govantes; de botánica bajo la dirección de Manuel Urbina, y de climatología bajo la jefatura de Domingo Orvañanos. El laboratorio de fisiología, a cargo del propio Altamirano, fue el primero de la especialidad en el país. El instituto fue notablemente productivo. Aparte de publicar frecuentemente en La Naturaleza, la revista científica nacional más importante de la época, los miembros del instituto fundan revistas propias, como El Estudio y los Anales del Instituto Médico Nacional que aparecen hasta 1912. El estilo enciclopédico, personal y anecdótico de sus autores es un deleite, aparte de la cuantiosa aportación que hacen para entender las plantas medicinales de México. Sin embargo, esta labor es interrumpida con la desatinada clausura del instituto ordenada por el presidente Carranza en 1917. Afortunadamente el material de herbario, las publicaciones y los extraordinarios dibujos de Adolfo Tenorio fueron llevados a la Casa del Lago, donde, como relevo del Instituto Médico Nacional se fundó el Instituto de Biología de la UNAM. Hoy día todo esto se encuentra en el Herbario Nacional del propio instituto, en Ciudad Universitaria.

En el mismo Instituto de Biología laboraron dos ilustres capitalinos: el último de los naturalistas médicos, el botánico Maximino Martínez, y el primero de los fisiólogos modernos, Fernando Ocaranza Carmona.

Maximino Martínez (1888-1964) recopiló la información del Instituto Médico Nacional y formó un catálogo extenso de plantas medicinales, sus efectos y sus ejemplares de herbario. En 1934 publicó un libro que aún se consigue en la Lagunilla, Las plantas medicinales de México de la Editorial Botas. Afortunadamente acaba de ver la luz su extenso catálogo de plantas mexicanas editado por el Fondo de Cultura Económica.

Fernando Ocaranza (1876-1965) nació y murió en la ciudad de México. Estudió en la Facultad Nacional de Medicina al tiempo que empezó a ejercer en el Hospital Militar. Ya recibido fue director del Hospital Municipal de Guaymas hasta 1915, cuando regresa a la capital para iniciar la cátedra de fisiología en la facultad y en la Escuela Médico Militar. Fue jefe del Laboratorio de Fisiología del Instituto de Biología, desde donde empezó a formar la escuela mexicana de fisiología. Fue director de la Facultad de Medicina de 1924 a 1934 y rector de la Universidad desde este año hasta 1938. Publicó un texto de Fisiología general en 1927 y otro de Fisiología humana en 1940.

Los ilustres alumnos de Ocaranza, J. J. Izquierdo, Arturo Rosenblueth y Efrén del Pozo, asistidos por la inesperada transfusión de refugiados españoles de la guerra civil, entre los que había destacados investigadores médicos y naturalistas, tendieron los firmes cimientos de la fisiología mexicana actual.

CIENCIA BÁSICA Y APLICADA; UNA FALSA DISYUNTIVA

Algunos sectores del público en general y del gobierno en particular tienen la creencia de que en un país con grandes necesidades y pocos recursos, como es México, el papel de la ciencia, si es que tiene alguno, debería abocarse a resolver los problemas que prevalecen en la sociedad. Esta creencia está teniendo efectos catastróficos para el desarrollo de la ciencia y justifica el que la práctica de la investigación haya sido vista como un lujo innecesario que cultivan algunos individuos marginales, jactanciosos y totalmente dispensables. Ésta es una creencia errónea.

Desde el punto de vista de la aplicación del conocimiento, que no es por cierto el único ni el más sólido ángulo desde el que se puede juzgar la labor científica, podemos distinguir tres actividades de investigación, no sólo ligadas secuencialmente, sino estrechamente interrelacionadas: la ciencia básica, la ciencia aplicada y la producción de tecnología. La ciencia pura o básica está dedicada a la generación de conocimientos nuevos sobre cualquier aspecto o fenómeno del mundo. Es una labor que se basa en la curiosidad, la vocación, el genio y el gusto de quien la realiza. Se trata, con el arte y la sabiduría, de una de las grandes aventuras estéticas y espirituales de la humanidad, y su producto es un tipo de conocimiento particular que se obtiene mediante la aplicación de un método riguroso y generalmente aceptado cuyo producto es finalmente vertido en forma de un escrito particular: el trabajo científico. Es muy claro que la astrofísica, la teoría de las partículas subatómicas o la investigación cerebral no se cultivan para producir más pan sino para obtener una idea cada vez más fehaciente de lo que es nuestro Universo. Este tipo de conocimiento modifica sustancialmente nuestra percepción y nuestra actitud ante el mundo, es decir, ante la naturaleza y la vida; en pocas palabras: es parte fundamental de la cultura. Sin las teorías de la relatividad o de la evolución nuestra imagen del mundo sería diferente. Sólo por esta razón la ciencia básica merecería ser mantenida por la sociedad de la misma manera que se mantienen los parques nacionales y las orquestas sinfónicas.

En segundo término, la ciencia básica aglutina en las universidades a mentes dotadas y experimentadas que son guías y maestros de nuevas generaciones. Proveen en estos lugares los fundamentos críticos y de erudición que garantizan la continuidad del saber. Más aún, ofrecen a los jóvenes en formación profesional la posibilidad de ejercitar una práctica metódica para la resolución de problemas, de cultivar una duda sistemática sobre su entorno, y les proporcionan las herramientas intelectuales para abordar incógnitas. Así, una universidad en la que no se cultive la ciencia básica es simplemente informativa en vez de formativa. En tercer lugar, la ciencia básica se llama así, entre otras razones, porque es la base sobre la que se edifican las aplicaciones. Con los conocimientos nuevos, los científicos aplicados pueden abocarse a problemas específicos y los tecnólogos pueden inventar utensilios. A su vez, las nuevas tecnologías ofrecen a la ciencia básica oportunidades diferentes para continuar su indagación sobre la naturaleza del mundo. Ciencia y técnica forman una unidad indisoluble de retroalimentación. Las tres labores de la ciencia están tan ligadas que de hecho no podemos diferenciarlas, sobre todo en lo que se refiere al método y al procedimiento intelectual para llevarlas a cabo. Las demostraciones de esta afirmación son muy numerosas. Mencionaré sólo algunas de ellas.

La producción de prismas de cristal en manos de Newton condujo al descubrimiento de la composición de la luz y la fabricación del telescopio. Este juguete curioso estuvo sin aplicación aparente hasta que, en manos de Galileo, reveló hechos insospechados sobre la naturaleza de los planetas, incluyendo el nuestro. A continuación estos descubrimientos se usaron para la fabricación de instrumentos y cálculos de navegación que, a su vez, cambiaron incesantemente los mapas del planeta. El círculo se va ampliando con instrumentos cada vez más complejos y con mentes acuciosas. La tecnología basada en la ciencia sigue los mismos pasos, y sea en la producción de materiales nuevos para electrónica o de nuevas drogas para la industria de los medicamentos, el desarrollo parte de nuevos descubrimientos. Esto lo entienden muy bien las grandes compañías comerciales que mantienen a científicos básicos en su planta dedicados a investigar lo que se les antoje.

Es así que hay una mezcla de razones utilitarias, estéticas y didácticas para estimular el desarrollo de la ciencia básica en cualquier parte. Ahora bien, no nos podemos dejar llevar por un entusiasmo desaforado. Creer a ciegas que la inversión en grandes instrumentos o la prioridad muy alta que se da a la ciencia, como ha sucedido a veces en países en vías de desarrollo con la promesa de que con ello se va a tomar un atajo para alcanzar el desarrollo, es una gran falacia de corte demagógico. La actividad científica se construye muy lentamente a través de generaciones de maestros y alumnos en linajes que conforman escuelas y líneas de pensamiento. La ciencia se aprende haciéndola al lado de quien sabe. Por diversas circunstancias, algunas disciplinas alcanzan mayor madurez que otras en un sitio determinado. Lo que se debe hacer es estimular la ciencia que ya existe. No se crean tradiciones científicas por decreto. Tampoco quiere esto decir que una inversión sustancial e inteligente en la ciencia deja de dar dividendos. Vale la pena mencionar que España reinició su labor científica a la muerte de Franco y en tres lustros ha sobrepasado el nivel de varios países latinoamericanos gracias a una generosa y hábil política científica.

ÉTICA Y CONOCIMIENTO

La ciencia europea se echó a caminar con augurios mesianicos. La ilustración en el siglo XVIII anunció que el conocimiento científico sería el principal medio para liberar a los seres humanos al proveer información veraz sobre el mundo. Los pensadores de las revoluciones francesa y norteamericana fueron hijos de esta filosofía de la ciencia. Sin embargo, demasiado pronto surgieron los obstáculos de esta esperanza. Si, como se pensaba, la razón había conducido a la Revolución francesa y ésta había dado lugar al Terror y al Imperio, la razón no podía constituir un camino certero para la liberación. Así surgió la reacción pesimista y antirracional del romanticismo. Oigamos a Tolstoi: "La ciencia carece de sentido, puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir." Esta terrible declaración floreció con gran claridad y argumentación entre los existencialistas y aun hoy es popular entre artistas e intelectuales humanistas. Sin embargo, una de las características de la modernidad en la acepción política y aún general que se da a este término, es el confiar al conocimiento objetivo, que supuestamente sólo proporciona la ciencia, el destino del ser humano. Es decir, el saber científico sería el único verídico, por lo que en él ha de basarse la acción humana, en especial las empresas del Estado y de las instituciones. Dos visiones polares y parciales de la ciencia con algo de verdad y de ficción cada una.

Es necesario aceptar que la idea de que la ciencia sería el principal vehículo de liberación o salvación del ser humano ha fracasado en gran medida. Vivimos una época en la que, al mismo tiempo que se acumula vertiginosamente la mayor información científica de la historia, los valores éticos se han derrumbado, tanto los personales, que permiten a cada quien regir su vida, como los colectivos, que configuran una esfera de conductas aceptables para el bien común. Y lo cierto es que la ciencia no ha venido a sustituir ninguna de esas éticas, ni la personal ni la social. Alejados de la ética religiosa tradicional los individuos se han aislado y enajenado progresivamente, pero tampoco han buscado en la soledad o en el conocimiento científico el sentido a su existencia. Han optado por huir hacia cualquier estímulo que les garantice el olvido de sí mismos. El patético y abrumador éxito de una televisión demencial y utilitaria así lo atestigua.

Ciertamente, la ciencia aporta a la vida práctica conocimientos acerca de la naturaleza y de la técnica que permiten actuar sobre ciertos aspectos de la existencia, suministra normas para razonar, instrumentos y disciplina para aplicar lo ideado y, además, clarifica. Sin embargo, la tensión a a que aludía Tolstoi entre la esfera de los saberes científicos y la consecución de la bienaventuranza que da la moral, parece, por el momento, indisoluble. En su descargo podemos argüir que la ciencia no ha dicho lo que el hombre debe hacer con el conocimiento; de hecho, es el divorcio entre el saber y su aplicación, entre el saber y los valores, lo que constituye una fuente de gran inseguridad.

Ahora bien, si ya no es la moral y si tampoco es la ciencia, ¿quién o qué dará la pauta ética del ser humano? Para Michel Henri, el filósofo de Montpellier, desde Galileo y Descartes se inició una división en los orígenes de la ciencia entre las cualidades sensibles del mundo que fueron puestas de lado y las formulaciones matemáticas de ciertas propiedades de los objetos, con lo que nació el enfoque fisicomatemático de la naturaleza que caracteriza a la ciencia desde entonces. Al dejar de lado las cualidades sensibles del mundo, el azul del cielo, la serenidad de un paisaje, la suavidad de un olor, la belleza de la forma, el predicamento del dolor, no sólo se eliminan elementos fenomenológicos de los objetos, sino nuestra propia vida. Esto es así porque, como el propio Descartes lo intuyó, las sensaciones no están en las cosas mismas sino en nosotros: lo que se ha dejado de lado es la experiencia humana en toda su dimensión. Es precisamente la vida fenomenológica —lo subjetivo— la que, en aras de la objetividad, se ha relegado.

Esto, que pudo parecer razonable desde el punto de vista metodológico, una supuesta necesidad para que el saber pudiera ser corroborado por otros y se volviera universal, trajo como consecuencia indeseable pensar que lo subjetivo, nuestra vida interna misma, no tiene importancia. Y, sin embargo, es curioso que una de las razones por las que las teorías de Einstein y los grandes físicos de la década de los veinte se hayan considerado revolucionarias es por haber vuelto a incluir al observador en el mundo de la ciencia, al menos en la teoría y en el cálculo. La esencia de la teoría de la relatividad es precisamente la noción de que no podemos hacer afirmaciones absolutas sobre el mundo sin tomar en cuenta la perspectiva del observador. El actual resurgimiento de la ciencia cognitiva y, en su marco, de un abordaje sistemático de la conciencia podría, si tiene éxito, venir a contrarrestar esta artificial dicotomía entre lo objetivo y lo subjetivo que late en el fondo del método científico actual. Pero, a pesar de ello, al haberle dado a la ciencia el status de verdad única se ha generado el cientificismo, una ideología lejana al ideal y motivo de una ciencia modesta y profundamente humanista. En pocas palabras: la negación o relegación de la subjetividad implica una destrucción de lo esencialmente humano. Por esta razón, entre otras, la ciencia por sí misma y en su concepción actual no va a resolver el problema ético del ser humano. Para lograrlo debe revaluar sus fundamentos, sus métodos y enlazarse con los otros conocimientos.

Como hemos repetido, hay muchos otros saberes aparte de la ciencia. Está el saber que la antecede y sobre el que se basa, el saber operacional, es decir, saber moverse, emplear la mano con fineza, saber hablar, todo el saber que anida en nuestro cuerpo vivo. Además está el saber del arte en todas sus modalidades, que se refiere, precisamente, a esa interioridad y nos hace experimentar las potencialidades dinámicas de nuestro ser. Existe el saber de la literatura que ilumina lo que es único, individual, experiencial e irrepetible. Está también la sabiduría. Llamamos sabios a las personas que han profundizado en la vida y la cultura acumulando una experiencia y una reflexión sistemáticas. Sabios son quienes se han explorado a sí mismos, como prescribían desde hace ya 25 siglos Heráclito y Buda.

Ciencia, arte, sabiduría. Tres áreas del conocimiento que al parecer no hemos sabido acoplar y establecer uniones entre ellos que provean de una amplia plataforma en la que el conocimiento florezca en toda su dimensión. La filosofía podría, y quizás debiera, recuperar un papel central en esta empresa, lo cual vendría a constituir uno de los retos más provechosos del futuro. No es ésta una ambición utópica, ya que en varios momentos esplendorosos de la cultura el conocimiento estuvo unificado. Vuelvo sobre mis ejemplos favoritos de esta unión. Los constructores de las catedrales góticas supieron acoplar la matemática, el análisis de materiales, la arquitectura, la pintura, la ética y la contemplación en su tarea. La ciencia islámica del periodo de oro y la asombrosa labor de Leonardo podrían ser otros ejemplos. En nuestro siglo El juego de los abalorios de Hermann Hesse constituye una novela que plantea precisamente esa plataforma común, como veremos al final del capítulo VI.

LOS ABISMOS DEL VALOR

Uno de los mayores problemas del mundo moderno es, parafraseando a John Dewey (1859-1952), el psicólogo y filósofo pragmatista de Vermont, restaurar la integración entre las creencias del ser humano sobre el mundo en el que vive (y que constituyen en gran medida el ámbito de la ciencia) y las creencias sobre los valores que deben guiar su comportamiento (y que conforman el mundo del mito, la moral y la religión). Estos dos mundos se encuentran en conflicto, sobre todo en lo que se refiere a la moral cristiana y las leyes científicas. La solución que ofrece el propio Dewey a este conflicto es notable, ya que propone la redefinición del mundo religioso de tal manera que abandonemos la idea de un mundo moral antecedente y trascendente del mundo físico. La fe no consiste entonces en una devoción a entidades metafísicas, sino en una devoción a valores ideales de nuestro mundo que, una vez conseguidos, constituirían nuestra salvación. Esto es una exhortación a confiar en nuestras propias posibilidades de salvación.

Sin embargo, considero que una profunda reforma del mundo espiritual como la que propone Dewey seguramente no bastaría para promover un encuentro verdaderamente significativo del mundo de la ciencia y la moral. También se requiere una reforma de la visión de la ciencia. Por ejemplo, en vez de que exista una dicotomía entre mente y materia, entre naturaleza y cultura, o entre conciencia y cerebro, se requiere una teoría científica monista o unitaria en la que estos pares de términos no resulten antagónicos sino que sean dos elementos o facetas de un mismo proceso en evolución. De esta manera se ha propuesto, a partir de la feraz teoría de los sistemas y sus desarrollos ulteriores hasta las teorías del caos y la teología de procesos, que el mundo natural dista de ser una materia pasiva a la que se opone una mente o un espíritu activos sino que se trata de un proceso complejo, de un devenir vibrante, creciente y pletórico de valor. Además, el cambio en el mundo de la ciencia incluiría un examen de la teoría del valor desde un punto de vista de la ciencia cognitiva. Esbocemos un posible abordaje.

sentido psicológico el valor es el extremo más amplio de una serie de categorías cognitivas en las que se encuentran los intereses, actitudes, creencias y opiniones, siendo estas últimas el extremo estrecho del continuo. Como se puede ver, se trata de disposiciones cualitativas de la mente que incluyen ciertos sentimientos y juicios en una unidad de efectos formidables sobre el comportamiento. El análisis filosófico de este ámbito de la mentalidad y comportamiento humanos ha recibido el nombre de axiología o teoría del valor. Es posible que la tarea más ambiciosa de la axiología haya sido el intentar unificar los diversos sentidos del valor, como el económico, el moral y el estético bajo un tratamiento común. En este sentido se considera que el valor se manifiesta como cualquier objeto que tenga algún interés y que, por lo tanto, tiene un precio que el ser humano está dispuesto a pagar para usarlo y disfrutarlo. El valor es, de esta forma, el contenido de un deseo que se tiene como bueno, sea como medio para alcanzar algún fin o como un objetivo en sí mismo. Ahora bien, el valor no es en concreto este o aquel objeto del deseo, sino lo preferible y lo deseable en forma general, es decir, la guía y la norma de las elecciones y sus criterios de juicio.

Muchas son las respuestas que se han ofrecido a la pregunta de que es bueno. Los hedonistas opinan que el placer, los pragmatistas que la satisfacción, lo humanistas creen que es el desarrollo de la potencialidad humana, los cristianos el amor a Dios y al prójimo, los budistas la plenitud y la claridad mental que son intrínsecas a la benevolencia, los científicos el conocimiento objetivo y comprobable. Nos percatamos, de esta forma, que el valor es variable, además de que no podemos afirmar que algo es bueno porque se le desea, o que se le desea porque es bueno. A pesar de estas variantes es interesante recordar que para múltiples pensadores existe, además de los múltiples y variables intereses y valores circunstanciales, una especie de valor básico y subyacente cuya demanda sobre los seres humanos es imperativa.

El imperativo categórico es uno de los conceptos más fascinantes de nuestro multicitado filósofo Immnanuel Kant. Se trata de una ley moral que es incondicional, es decir, que no depende de fines o motivos y que está sujeta a la razón. El propio Kant la concibió en los términos de un aforismo de sabiduría: actúa de acuerdo con aquel precepto que consideres deba convertirse en un precepto universal. De esta manera nuestras acciones poseen valor moral porque las hacemos por su propia significación y no por los fines que de ellas se deriven. Queda claro que la ley moral fundamental se deriva, de acuerdo con Kant, de la razón y no de la emoción; es decir que, en su concepción, existirían dos imperativos distintos, uno impulsado por el deseo particular y que es necesariamente relativo, y otro impulsado por el deber mismo y que es válido para todos los seres humanos en cualquier circunstancia. Este es el imperativo categórico. Es evidente que una separación tan tajante entre razón y emoción no es apropiada para sustentar semejante propuesta, y el propio Kant escribió que la ley moral universal nos produce admiración o incluso veneración, con lo cual los elementos emocionales entran en juego. De esta forma, en la vida práctica, que es lo que interesa a la ética, la ley universal sólo se puede manifestar en los individuos de acuerdo con ciertos deseos particulares.

Ahora bien, si consideramos que razón y emoción se enlazan, en particular en las personas con un adecuado desarrollo del carácter, resulta que los actos más valiosos se efectúan por razones-emociones particularmente elaboradas, como puede ser el amor, la compasión, la simpatía o la existencia de ciertos ideales y valores. A lo que Kant se opuso de manera tajante es al utilitarismo, es decir, a basar la moral en los efectos de los actos.

Independientemente de las dificultades que pueda plantear la idea de Kant, es de la mayor trascendencia la posibilidad de una moral universal y profundamente arraigada en los seres humanos que se desarrolla y se expresa particularmente en algunos de ellos. Se trata de una especie de deseo y voluntad universales cuya semilla se encuentra en todos los seres humanos pero que sólo se desarrolla y manifiesta sus frutos en aquellos que la cultivan. La vida vendría a ser una lucha continua en la cual la ley aparece como una demanda incondicional que reclama cumplimiento por su propio valor, porque en sí misma nos convence de su validez. Esto es, los requerimientos morales universalmente válidos y que están cifrados en las disposiciones éticas de todas las religiones mayores nos son evidentemente convincentes.

Como se puede suponer por la profundidad de su trascendencia, el imperativo categórico de Kant ha sufrido críticas y correcciones continuas. El gran filósofo existencialista Karl Jaspers (1883-1969) lo ha retomado y rebautizado como el requerimiento incondicional. Este requerimiento es de tal magnitud que en situaciones excepcionales puede conducir incluso a la pérdida de la vida. En aras del requerimiento —por ejemplo la verdad o la lealtad— una persona puede dejarse matar. Y una de las características de una vida auténticamente crítica y filosófica es, precisamente, aprender a morir: Sócrates o Tomás Moro son mártires de la filosofía que nos lo recuerdan.

Ahora bien, corrigiendo la idea de Kant, Jaspers dice que lo incondicional no es cosa del conocimiento racional sino de la fe. Es precisamente del lugar que no es susceptible de fundarse objetivamente de donde surge el requerimiento incondicional. Lo incondicional se vuelve patente sólo en la experiencia humana de ciertas situaciones y puede entonces manifestarse en actos que, por su origen y naturaleza, se vuelven trascendentales. Con esta modificación, Jaspers traslada el origen de la ley moral incluso más allá de la razón y la emoción a un sector más central y más amplio: un fondo de inconcebible profundidad. De ese fondo indescifrable mana la libertad. En lo incondicional se lleva a cabo una elección y, si se toma adecuadamente, la resolución se convierte en hechos, en sustancia. ¿Qué significa esta metáfora de profundidad? Se refiere, precisamente, a aquello que es último, infinito y no condicionado en nuestra vida, un elemento probablemente inscrito en la propia biología de la especie, como lo considera Theodosius Dobzhansky, el famoso evolucionista ruso-norteamericano, o quizás aun más allá, en la cualidad misma del proceso de desarrollo que rige y constituye al mundo.

EL PORVENIR DE UN ABORTIVO

El mundo de la ética surge en cada nueva ruta de conocimiento y técnica que abre la ciencia. Los dilemas de los físicos de Los Álamos y sus colegas durante la construcción de la bomba atómica en 1945 o las decisiones cotidianas que deben tomar los médicos en cuanto a ayudar a morir a sus pacientes desahuciados son ejemplos dramáticos de esta confrontación y de la difícil encrucijada. Es ineludible en cada caso repensar el ámbito de la ética y ejercer la prudencia más refinada para guiar la acción. Me he de referir, como ejemplo de este conflicto, a uno de los temas de actualidad: una hormona abortiva.

Una nueva sustancia conocida como RU 486, tomada en conjunción con prostaglandinas en las primeras nueve semanas de la gestación, es extraordinariamente efectiva para terminar el embarazo. La potencialidad de un fármaco abortivo para la reducción de sufrimientos, riesgos y costos del procedimiento quirúrgico es innegable. Sin embargo, por razones que es fácil adivinar, el uso de esta droga se ha restringido a Francia, donde se descubrió. En la propia Francia la distribución ha sido muy limitada. El laboratorio Roussel, subsidiario del gigante alemán Hoechst, decidió descontinuar su distribución en 1988, posiblemente por múltiples amenazas, incluso de bombas, o por haber considerado que la sustancia no produciría las ganancias esperadas. Por ejemplo, varios hospitales, en particular los católicos, amenazaron con suspender sus compras completas al laboratorio si comercializaba el producto. En contraste, un grupo de especialistas que asistieron al Congreso Mundial de Ginecología y Obstetricia en Rio de Janeiro en 1989 decidieron boicotear los productos de Hoechst si no se comercializaba el RU 486. Así, la posibilidad de que Roussel decida lanzar el producto depende de que minimice sus riesgos financieros. Se ha sugerido la fundación de un laboratorio subsidiario que sólo produzca este fármaco, o bien que esto se haga a través de asociaciones humanitarias.

Etienne-Emil Baulieu, medico investigador francés, desarrolló el RU 486 cuando trabajaba para los laboratorios Roussel. Baulieu se ha vuelto un defensor de la sustancia argumentando que, según la Organización Mundial de la Salud, 200 000 mujeres mueren al año por abortos mal realizados y que podrían salvarse con el uso de su fármaco. La cifra real es seguramente muy superior.

Es evidente que el uso potencial de este abortivo se encuentra envuelto en una apasionada dinámica ética y legal que conviene valorar. Para ello parece indispensable referirnos en primer lugar a los hechos biológicos, para sobre ellos edificar el debate moral.

El RU 486 actúa bloqueando la acción de la progesterona, una hormona del ovario que se incrementa notablemente en el embarazo y prepara al útero para la preñez. Si ocurre la concepción, las células que producen progesterona se preservan, con lo que aumentan los niveles de progesterona y esta hormona actúa sobre la parte más interna del útero, llamada endometrio, para que permanezca en su lugar en vez de desprenderse con la menstruación. De esta forma el embrión puede implantarse en el endometrio. A las nueve semanas de embarazo la placenta suple al cuerpo lúteo del ovario en la producción de progesterona. Además, los niveles altos de esta hormona, al actuar sobre el cerebro, previenen que se genere un nuevo ciclo de ovulación. En los últimos lustros se ha establecido que la progesterona funciona en el endometrio afectando la transcripción de genes en el núcleo de sus células. Baulieu ha analizado los pasos de comunicación entre la hormona y los genes, pasos que implican centralmente a un receptor de la hormona que se encuentra situado en las células del endometrio. El RU 486 se fija a este receptor sin que ocurran los cambios siguientes en los genes; es como si colocáramos una copia defectuosa de una llave en una cerradura, que sí logra penetrar pero no logra abrir la puerta, e impide que la llave adecuada entre en la cerradura. De esta manera el endometrio no se mantiene y el embarazo se interrumpe. Los mismos efectos hacen que la sustancia pueda tener efectos anticonceptivos tradicionales al impedir la ovulación. Baulien ha acuñado el neologismo de contragestivo para incluir estas dos propiedades farmacológicas.

La terminología y los conceptos que inciden en el debate ético se pueden y se deben cuestionar. Por ejemplo, el momento preciso de la concepción es incierto. Existe un proceso continuo a partir de la penetración de la cabeza del espermatozoide al óvulo y que se continúa con la mezcla del material genético de las dos células y la primera división del huevo. Las divisiones celulares siguientes no garantizan aún la gestación ya que tiene que ocurrir la implantación del huevo en la matriz. A continuación, y en etapas sucesivas, el embrión va adquiriendo una forma indistinguible de la de otros vertebrados, mamíferos, o primates, y finalmente toma una forma decididamente humana hacia las nueve semanas, cuando termina el estadio embrionario, desaparece la cola y empieza el periodo fetal. No es posible distinguir rasgos individuales en el feto hasta la doceava semana.

Con estos datos es muy difícil establecer un momento preciso como indicador de la existencia de un ser humano, y la definición depende de creencias y actitudes dogmáticas más que de hechos. Afirmar que con cualquier proceso contraceptivo o abortivo se yugula la gestación de un ser humano es sin duda correcto, pero esto puede llevar a actitudes extremas como la de considerar la masturbación masculina un crimen, ya que es un procedimiento que también mata células que pueden dar origen a seres humanos.

No se puede ni se debe evadir el aspecto ético al tratar sobre un fármaco cuyo efecto es terminar la gestación. Sin duda alguna provocar un aborto es un procedimiento que debe ser evitado a toda costa. Cualquier ética que asuma un compromiso con la vida, en particular con la vida humana, debe condenar el aborto. Lo que se debería hacer es ofrecer opciones, como la adopción y la prevención del embarazo no deseado. Hoy día sólo un descuido o la falta de información en la pareja, especialmente en la mujer, pueden conducir a un embarazo no deseado. Sin embargo, hay que considerar que existen muchas mujeres que tienen dificultades con los procedimientos anticonceptivos existentes y que otras muchas, en particular las de clases marginales, no tienen siquiera acceso a la información ni a los procedimientos. Un número sorprendentemente alto de estas mujeres muere o sufre serias complicaciones por el legrado quirúrgico mal practicado. Es indudable que la gran mayoría de ellas recurren a este procedimiento en un estado de desesperación.

El propio respeto a la vida humana y el deseo de evitar el sufrimiento deben hacer pensar a quienes militan contra toda forma de aborto que, aunque el aborto provocado sea éticamente indeseable, es necesario tomar en cuenta no sólo al embrión, sino a la madre y al entorno en general. Sabemos que la mayoría de las personas, en caso de una disyuntiva extrema, como cuando la vida de la embarazada está en peligro, elegirían sacrificar al embrión y no a la madre. Además, como hemos visto, no tiene bases sólidas hablar de crimen o de infanticidio cuando se trata de una célula, de un cigoto o aún de un embrión indiferenciado. Sustituir una práctica quirúrgica traumática y riesgosa por un fármaco que actúa antes de la novena semana de la gestación, cuando el embrión aún no adquiere forma humana, parece una alternativa ética extrema mientras se difunde la información que prevenga los embarazos no deseados y promueva la adopción. Desde luego que antes de ponerla en práctica sería necesario informar apropiadamente a la pareja, y en especial a la mujer, de las alternativas disponibles al abortivo e, incluso, intentar persuadirías de que las tomen. Queda claro que en el fondo de este problema está la sexualidad y la ética personal asociada a ella.

LECTURAS

Díaz, J. L. (1976), Índice y sinonimia de las planas medicinales mexicanas, Instituto Mexicano para el Estudio de las Plantas Medicinales Mexicanas, México.

Dobzhansky, T. (1971), The Biology of Ulimate Concern, Meridian, Nueva York.

Gingerich, O. (1986), "Islamic astronomy", Scientific American 254, pp. 68-75.

Jaspers, K. (1949/1965), La filosofía, FCE, Mexico.

Kant, I. (1785/1977), Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Crítica de la razón práctica. La paz perpetua, Editorial Porrúa, Sepan Cuantos..., México.

Schumacher, E. F. (1973), Small is Beautiful, Abacus, Londres.

Turner, F. (1991), Tempest, Flute, & Oz, Persea Books, Nueva York.

Whitehead, A. N. (1926/1974), Religion in the making, Meridian, Nueva York.

* Introducción a la historia universal, FCE, 1977.