Texto: Ma. Teresa de Ma. y Campos
Las montañas lejanas están llenas de misterio, pues guardan en su interior antiguos secretos. Hay en ellas barrancas, cañadas, ríos y cuevas que ocultan tesoros; también hay bosques poblados de plantas y de animales.
Cuentan que hace muchísimos años, en lo más apartado de aquellas montañas, vivía una raza de hombres gigantes tan fuertes que podían arrancar los árboles con las manos y tan altos que, cuando caminaban por el bosque, sus cabezas sobresalían y rozaban las nubes.
Estos seres hicieron construcciones enormes como ellos, de las que ahora sólo quedan algunas ruinas a las que se llama pirámides.
Dicen que esos gigantes tenían el ombligo en la frente, pero a causa de una mudanza se les pasó a la panza. Algunos tenían un solo ojo.
La raza se fue extinguiendo por falta de alimentos; pues, como no cultivaban la tierra, acabaron con todo lo que había. Sin embargo, todavía quedan algunos gigantes. En Veracruz los llaman chilobos; son muy peludos, les crece el pelo por todas partes y tienen los pies al revés.
Algo muy importante es que, para huir de un gigante, el hombre debe seguir sus huellas; de lo contrario, acabará encontrándose con él.
A los gigantes casi nadie llega a conocerlos, ya que viven en las cuevas de los barrancos más profundos. Les gustan los caracoles de río, y comen tantos de una sola vez que dejan en las orillas montones de conchas. Por ellas se sabe que ahí estuvieron.
Algunos hombres valientes y curiosos que han subido a lo alto de las montañas se han topado con huesos de gigantes, y aseguran que son enormes y pesadísimos. (Dicen que una muela puede servir de banco a un niño.)
Pero el que los encuentra tiene que conformarse con mirarlos y abandonarlos, pues, si se los lleva a su casa, el espíritu del gigante se le aparece en la noche para reclamárselos.
Los gigantes no hacen daño a los humanos y, cuando los encuentran en el bosque, se los llevan a sus cuevas para tenerlos como mascotas, al igual que uno tiene un pájaro, un gato o un perico.
Lo malo es que les ofrecen de comer únicamente carne cruda, que es la que les gusta a los gigantes, y los humanos no la comen porque les hace daño y acostumbran comerla guisada, así que acaban muriéndose de hambre. Eso provoca que muchas personas se confundan y digan que los gigantes matan hombres, pero no es así.
En contraste con los viejos gigantes, se sabe que también existen unos hombres diminutos, más chiquitos que un niño; de ésos todavía quedan muchos: se llaman duendes.
Dicen que el primer duende fue un angelito que vivía feliz en el cielo haciendo travesuras. Un día que la Virgen salió a pasear por las nubes, el angelito se sentó en el trono de Dios Padre, a pesar de que se lo habían prohibido. Cuando la Virgen regresó, lo encontró ahí risa y risa, y lo acusó con Dios Padre; éste lo castigó quitándole las alas y mandándolo a la Tierra. Sin intimidarse ante el castigo, el duende se dedicó a hacerles travesuras a los hombres.
Aquí los duendes se multiplicaron, hasta que los hubo de todos los colores, unos hombres y otros mujeres; pero casi siempre se visten de verde, pues eso les facilita esconderse entre las plantas. Hay un duende al que llaman el Sombrerón, porque siempre anda con un gran sombrero de alas muy anchas que casi le tapa los ojos.
A veces los duendes juegan a volverse invisibles. Viven en cuevas cercanas a donde hay agua, entre barrancas y despeñaderos. Son los señores del monte y los dueños de los árboles, las plantas y los tesoros escondidos.
Todos los animales que corren sobre la tierra, que vuelan por los aires y que nadan en los arroyos son de los duendes. Por eso éstos roban sus perros a los cazadores: para que no dañen las plantas ni maten a los animales.
A los perros los vuelven mansos dándoles bien de comer, para que no persigan a los conejos, a los armadillos o a los venados, que son los animales preferidos de los duendes.
Les gusta mucho jugar con los niños. Cuando algún chiquillo les llama la atención, se le aparecen y comienzan a ganarse su confianza ofreciéndole dulces, frutas y regalos nunca vistos. Poco a poco lo atraen a lugares donde hay agua; allí lo sumergen y luego se lo llevan a sus cuevas que están más allá del agua.
Las cuevas son mágicas, sin puertas ni ventanas. No tienen por donde entrar ni por donde salir; sin embargo, no dan miedo porque el tiempo no pasa y los días son lo mismo que las noches.
Además, siempre hay una mesa con comida sabrosa y calientita, y una hamaca donde acostarse a descansar y a dormir. El duende no hace daño alguno, ni siquiera se aparece, y sólo él decide si un niño vuelve con sus padres o se queda con él para siempre.
A otros duendes les gusta enamorar a las muchachas de trenzas largas y ojos grandotes. Buscan especialmente a las que se llaman Hipólita o Guillermina. Llegan por la noche a visitarlas y les cantan canciones de amor. Si las encuentran dormidas, las peinan, las perfuman y les ponen flores alrededor de la cama.
También les hacen maldades. Les echan ceniza y tierra en el plato cuando están comiendo y les levantan las enaguas cuando salen los domingos a pasear por el zócalo.
En las noches, se meten en la cocina a tirar los trastos o se suben al tapanco de la casa a brincotear asustando a toda la familia. Las muchachas se ponen flacas de tanto susto y pueden hasta morirse; por eso, sus parientes buscan la manera de ahuyentar al duende enamorado.
Una de las mejores formas de deshacerse del duende consiste en poner una guitarra nueva, sin cuerdas, junto a la cama de la muchacha. Ella, antes de dormirse, deberá llamar al duende y pedirle que le cante canciones como las que cantaba su antepasado en el cielo. Cuando el duende se presenta ilusionado y encuentra la guitarra sin cuerdas, es tal su decepción y su tristeza, que se aleja para no parecer mal músico y quedar en ridículo.
El papá de la muchacha puede también poner sobre la mesa una carta, un buen montón de semillas de mostaza y una guitarra. En la carta le promete al duende la mano de su hija, con la condición de que cuente los granos de mostaza. Cuando el duende llega, lee la nota y, de puro gusto, coge la guitarra y se pone a cantar. Así pierde el tiempo, de modo que, cuando se acuerda de las semillas, ya está amaneciendo. Entonces trata de apurarse; pero son tantas semillas y tan chiquitas, que se hace bolas y acaba por aventar todo y salir corriendo.
Hay quienes dicen que lo más fácil es llamarlo "compadre", porque le molesta tanto que se va inmediatamente.
En Veracruz existen unos duendes a los que se llama chaneques; andan siempre cerca de los arroyos y riachuelos brincando y bañándose encueraditos.
Cuando algún campesino los encuentra, gritan y brincotean para asustarlo; el pobre hombre se enferma del susto, le pegan calenturas y pierde las ganas de comer. Para que sane, un curandero tiene que limpiarlo con sahumerios de copal y con cantos.
A pesar de ser tan traviesos, los duendes también acostumbran ayudar a los que se vuelven sus amigos. Los que quieren sus favores hacen un pacto con ellos: van a lo más apartado del monte a llevarles regalos, como elotes, agua, carne... y les rezan la oración del encantado. Algún duende les contesta que está de acuerdo echando tres chifliditos; o responde mandándoles venados y dejando que encuetren los tesoros de las cuevas.
A los duendes se les puede rezar a las siete de la noche, los domingos, los lunes y los martes, pero sin que nadie lo sepa.