Cierta vez que una hormiga iba por su camino se encontró una cosa-cosa muy misteriosa.
Y la hormiga, que era emprendedora y practica, iba a seguir su camino. Pero como tenía muy buena cabeza para los negocios, se le ocurrió una gran idea; arrastró la cosa-cosa tan misteriosa hasta su casa, la puso con muchísimo esfuerzo encima de una mesa, frente a una ventana y colgó en la puerta un cartel que decía:
En aquella época diez centavos eran diez centavos; pero como la gente suele ser muy curiosa, ¡habían de ver las colas que se hacían frente a la casa de doña hormiga para contemplar el objeto misterioso! Y ya doña hormiga no tuvo que volver a salir a trabajar porque ahora atendía un próspero negocio dentro de su misma casa.
Ocurrió que un día llegó una hormiga muy excéntrica y algo malintencionada. Le encantaba la literatura y versificaba que era un horror. Sentía algo así como una extraña pasión por jugar con las palabras, decir palabras exóticas e incomprensibles, y cuando
las decía sentía mucho más gusto que si se tomara un helado de chocolate. Y
frente a la cosa-cosa tan misteriosa pronunció con aire doctoral y despreciativo:
— ¡Pero si esto no es más que un daracol! ¡No es más que un daracolito!
Observen que había dicho daracol con d de dedo y no con c de Carlos.
Por supuesto que ella no tenia la menor idea sobre la naturaleza del objeto o la cosa que se exhibía, y dijo daracol con d de dedo y no con c de Carlos porque fue la primera palabra que se le ocurrió. ¡Daracol, daracolito, daracol!...
La palabra corrió como reguero de pólvora entre la multitud de hormiguítas que se agolpaban para contemplar la cosa-cosa tan misteriosa.
"iPero si esto no es más que un daracol!", repetían... Nadie tenía la menor idea de qué era un daracol o un daracolito; pero como se mencionaba el nombre con cierto aire de seguridad y certeza, nadie quiso pagar para contemplar un objeto que había dejado de ser un misterio.
Y se acabó el negocio de doña hormiga, que, como era emprendedora y práctica, llevó el daracol o lo que fuera a un recodo del camino y allí lo abandonó.
La encontró o lo encontró, porque no sabemos, la señora ruiseñor, que era madre amantísima y celosísima. Y ésta la trasladó o lo trasladó, porque no sabemos, con menor esfuerzo que doña hormiga; y como viera que brillaba y que era muy bonita o bonito, se la llevó o lo llevó de regalo a sus pichones recién nacidos.
Tremendo susto se llevó cuando uno de ellos, al querérselo comer, por poco se atraganta. Y doña ruiseñor, que ante todo buscaba la seguridad de sus hijuelos, decidió deshacerse de objeto tan peligrosísimo y lo dejó caer sobre el pastito.
Allí le encontró el teniente coronel don Segundo Avispón que era militar de carrera. Como arma le pareció magnífica. Ya no tendría que usar su aguijón; lo dejaría de reserva para el momento definitivo.
El teniente coronel hizo circular entre sus enemigos la noticia de que estaba en posesión de un arma secreta poderosísima y un día hizo una demostración pública de su fuerza.
Mas ocurrió que el teniente coronel don Segundo Avispón, que era militar de carrera, se convirtió en un personaje tan amenazador que le temían, no se diga ya sus enemigos, sino hasta sus amigos.
Y como era hombre sociable que gustaba de jugar al dominó todos los viernes (a veces hasta el amanecer del sábado) y ya nadie quería visitarlo, decidió que lo mejor sería deshacerse de arma tan temible.
Y con bombos y platillos hizo saber a todos que se deshacía de su arma mortal, y la cosa-cosa tan misteriosa volvió a quedar abandonada a su suerte.
Allí la encontró o lo encontró, porque no sabemos, un niño que iba muy endomingado y que la vio o lo vio brillar sobre el pastito.
¡Justamente lo que me hacía falta!", dijo, y se la prendió o lo prendió en su única corbata azul de los domingos.