Cuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre todas.
Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo, saltando.
Cuando llegamos al pueblo le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Ella lloró, gritó, acarició, amenazó.
Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Tras de mucho cavilar, me presenté en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros y allí vertí cuidadosamente a mi amiga.
Una señora tomó un vasito de papel, se acercó al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando la empujé para que lo tirara, La señora me miró con asombro. Mientras yo pedía disculpas, un niño abrió la llave del depósito. La cerré con violencia. La señora se llevó el vaso a los labios:
Ay, el agua está salada.
El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al conductor:
Este individuo echó sal al agua.
El conductor llamó al Inspector:
¿Con que usted echó sustancias en el agua?
El Inspector llamó al policía de turno:
¿Con que usted echó veneno al agua?
El policía de turno llamó al capitán:
¿Con que usted es el envenenador?
El capitán llamó a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y arrastraron a la cárcel. Durante días nadie me habló, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave, verdaderamente grave".
Me consignaron al juez penal. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Llegó el día de la libertad y esa misma tarde tomé el tren, luego un taxi y llegué a mi casa.
En la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho.
La ola estaba allí, cantando y riendo como siempre:
Ola, ¿cómo regresaste?
Muy fácil, en el tren.
Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojó en la locomotora.
Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía
en lluvia fina sobre la máquina. Adelgacé mucho. Perdí muchas gotas.
Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos oscuros y muebles empolvados
se llenó de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso
y feliz de reverberaciones y ecos.
Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacía tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país.
Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa a escondidas.
Cuando abrazaba a la ola, ella se erguía increíblemente esbelta, como el tallo líquido de un chopo, y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas que caían sobre mi cabeza y mi espalda, y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacía horizonte y silencio.
Pero la ola se hacía también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Llené la casa de caracolas y conchas, de pequeños barcos veleros, que en sus días de furia la ola hacía naufragar.
¡Ah, cuántos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo!
Instalé en mi casa una colonia de peces que nadaban en la ola.
Pero ella no se alegraba con nada; al contrario, por la noche aullaba largamente, y durante el día, con sus dientes acerados y su lengua corrosiva, roía los muros, desmoronaba las paredes y se pasaba las noches en vela haciéndome reproches.
Entonces empecé a salir con frecuencia y mis ausencias se hicieron cada vez
más prolongadas. Frecuenté a los amigos y reanudé viejas y queridas relaciones.
Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayó sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Una noche nevó. Entonces la ola se arrinconó, se puso fría, y una mañana al levantarme la encontré convertida en una hermosa estatua de hielo.
Entonces la eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la ola dormida a cuestas. En la estación pedí un boleto al puerto más cercano. La puse a mis pies, bajo el asiento, cuidando mucho de que no se fuera a derretir. Había llevado una cubeta por si acaso.
Pesaba mucho, así que sentí verdadero alivio al ver, rumbo a la playa donde pensaba yo echarla al mar, una miscelánea en la que estaban vaciando la hielera.
¿No me comprarían este bloque de hielo?
(Oí la protesta furiosa de mi amiga.)
¿A verlo?
(La saqué del gran saco de lona y brilló muy bonito.)
Está bueno, ¿cuánto quiere?
Tres setenta y cinco.
Me alejé, pero antes de darle vuelta a la esquina alcancé a ver cómo el hombre sacaba su picahielo y empezaba a hacerla pedazos.